Una mirada en su espalda
Desató mis más grandes temores.
Mario odiaba sentir una mirada clavada en su trasero, más aún cuando había dejado de ejercitarlo desde hacía mucho, desde que ella se marchara, desde que ella huyera. "¿Para qué lo quiero duro, si nadie ha de tocarlo?", se decía para excusar la apatía que gobernaba cada punto de su vida. Con esa misma flojera, habiéndolo hecho antes las demás personas que como él esperaban impacientes, librándose así de ese par de críticos ojos en sus glúteos, subió al autobús que lo llevaría a su departamento, a su refugio.
Depositó los cuatro pesos del pasaje en la mano del conductor, recibió de éste el boleto y caminó por el pasillo, por entre los demás pasajeros, por entre gente indiferente que, en su delirio, en sus alucinaciones, en su sentirse tan poca cosa, pensaba lo miraban, creía lo juzgaban ahogándose las carcajadas que les provocaba el saberlo solo, estúpidamente abandonado. Con paso apresurado, lamentándose por no encontrar un solo asiento desocupado, alcanzó la parte trasera del camión y se abrazó a uno de los tubos que iban del piso al techo.
Sus ojos estaban cerrados y sus párpados temblaban, quizá por la fuerza con que los oprimía para impedir que se separaran, o tal vez por el temor que lo embargaba al creerse el foco de atención, al ser el único de pie, una presa fácil de ese burlarse de otro para ocultar la pena propia. Sus manos se aferraban al metal, cómo si fuera éste lo que lo mantenía con vida, cómo si éste le retuviera la poca voluntad que le restaba, las pocas ganas de no parar su corazón, ese que desde hacía meses latía nada más por inercia y no por gusto, no con intención, no gozando el día a día. Sus labios temblaban de una manera peculiar. Era difícil adivinar si se agitaban por miedo, porque en silencio elevaban una plegaria o porque contaban los segundos que le faltaban para llegar a casa.
El camino era siempre el mismo y lo tenía bien memorizado. Como el más preciso de los relojes, abría los ojos hasta que tenía que bajarse del vehículo, ni siquiera necesitaba de ver para presionar el timbre, ése lo buscaba a tientas, a ciegas, justo como acostumbraba realizar la mayoría de sus cosas: al ahí se va, al prefiero quejarme después que planear primero. El tiempo que transcurría entre la ida y la llegada era siempre el mismo y no necesitaba de mirar antes de haberse éste cumplido, pero no esa tarde, pero no esa vez, no al sentir que alguien lo llamaba y lo obligaba a voltear, ese alguien que no era ella pero que tanto se le parecía, que tanto se asemejaba al objeto de sus maldiciones, esa a quien culpaba de lo que nunca estuvo bien, de lo que invariablemente fue un fracaso.
Él sabía que estaría mal, que le haría daño el averiguar quién lo observaba con tanta insistencia, pero aún así lo hizo, fiel a ese instinto masoquista que lo empujaba al drama, que lo alentaba a auto flagelarse el alma para no perder ese dolor que desde su partida lo acompañaba, esa única sensación que lo mantenía respirando, que lo distinguía de un cadáver.
Giró la cabeza y la encontró a tres asientos de distancia. Era guapa. "Demasiado guapa como para fijarse en alguien como yo", pensó él. Era guapa y por eso fue más tortuoso el imaginar lo que podrían haber hecho juntos, lo que podría haber sucedido de él haberse atrevido a hablarle, o al menos dedicarle un gesto. Era sumamente linda: de cabellos largos y oscuros, y rostro dulcemente perfecto. Era en extremo hermosa y Mario no pudo evitar dibujarla hincada a sus pies, mamándole con singular gusto la verga, ahí, en frente de todos los demás pasajeros que los mirarían atónitos y lo pondrían a él como el rey, lo encumbrarían como el ganador de ganadores, pero todo eran ilusiones, todo eran fantasías y ni siquiera una leve sonrisa le regaló, todo era mentira y seguía siendo un idiota, un completo y grandísimo idiota que no merecía más que avergonzarse de sí mismo, que no tenía más opción que la guerra de cinco contra uno para calmar esos deseos reprimidos desde la amarga huída, desde el cruel escape.
Con esa idea bien grabada, bien presente y aún faltándole dos cuadras para su destino, descendió del autobús y corrió sin detenerse hasta llegar a su departamento, corrió sin mirar atrás, contrario a su costumbre de visitar el pasado para castigarse recordando las falsas glorias, las añejas alegrías. Corrió hasta esconderse tras la puerta de su cobardía y su mediocridad. Y una vez ahí, una vez a salvo de terceros, de extraños, de la posibilidad de arriesgarse a vivir, fue que se sintió contento y orgulloso. Contento por haberme ahorrado un litro de lágrimas, y orgulloso de perderme mil sonrisas.