Una mano en mamá y otra en su hija
Nota: subo de nuevo el relato porque encontré una falta grave de ortografía. Mis disculpas. Nuestro protagonista disfruta del sexo con una mujer madura cuando su hija, una adorable virgen, se interpone. Pero ¿Por qué elegir si pueden tenerse las dos a la vez? Me encuentras en twitter @MLilyMiller
Habíamos follado hasta caernos dormidos. Eran las tres de la mañana cuando desperté. Lucía dormía profundamente, y sus bragas negras descolocadas dejaban asomar un redondo y pequeño trasero. La noche nos había sorprendido sin aceite y con muchas ganas de probarnos, y acabamos por embadurnándonos el uno a la otra con crema solar. El olor era tan fuerte que tuve que levantarme a abrir una ventana. La luna arrancó destellos al cuerpo de Lucía, aún con rastros de crema. Me dirigí a oscuras a la cocina, abrí la nevera y saqué una botella de agua. La polla me escocía, pero era un buen precio por meterla en ese culo estrecho durante horas. Lucía prefería el sexo anal. Disfrutaba y ronroneaba al sentir cómo el dolor la invadía desde dentro, mientras yo la montaba a mi antojo, tirando de sus preciosos rizos rubios.
Siempre me pedía que parara justo antes de correrme. Aunque yo ya sabía por qué, me gustaba preguntárselo. Me gustaba su voz entrecortada, ansiosa y suplicante -córrete en mi boca-. Así que siempre se la sacaba con rapidez, para arrancarle un último gemido, y sin soltarla del pelo le hacía girarse y recibir mi semen. Ella abría la boca sonriente, cerrando los ojos, y sacaba la lengua todo lo que podía. Después se relamía obscena, y mientras yo me tumbaba en la cama a descansar, ella jugaba a mi alrededor, besándome y mordisqueando mi cuerpo.
Lucía tenía 35 años y una hija de 17. Me lo dijo nada más conocernos, y me gustó su franqueza. Nos habíamos conocido en un bar, yo la invité a un par de copas y ella me lo agradeció poniéndose juguetona en el servicio. Le pedí acabar la faena en su casa y me miró con seriedad.
- En mi casa está mi hija y estará durmiendo – espetó.
Respeté su respuesta, pero ni por asomo respeté su cuerpo. Hice que se desnudara y se pusiera de rodillas. Le dije que cerrara los ojos y acaricié su cara con mi glande. Cuando sentí que no podía tenerla más dura, embestí su boca con fuerza, haciendo que se atragantara. Sin embargo supo cómo reponerse sin hacerme parar y, agarrando mi culo, disfrutó del sabor de la humedad que yo ya empezaba a desprender. Me dejó hacer y no opuso resistencia cuando la tumbé sobre el suelo sucio y me monté sobre ella, cabalgándola con ansias. Lucía gemía tanto que algunos curiosos comenzaron a agolparse fuera, llamando a la puerta y vitoreando. Algunos incluso intentaban asomarse por la rendija y colar sus manos. Esto no parecía turbar a Lucía lo más mínimo, que reía de puro placer y respondía a los porrazos de la puerta con otros aún más fuertes.
Después de aquello nos veíamos todas las semanas. Un día, por fin, me invitó a su casa. Era un apartamento pequeño, con los muebles viejos, la tapicería del sofá ya gastada y de una sola habitación, decorada de forma muy sobria. Dos camas (la otra para su hija) separadas por una mesilla. Un armario empotrado y otro pequeño de tela. Junto a la ventana una mesa con un ordenador muy antiguo y muchos libros amontonados. La niña, por lo visto, estaba pasando el fin de semana en casa de una amiga, y nosotros pretendíamos disfrutarlo al máximo.
Como teníamos tiempo, Lucía se dispuso a preparar algo de cena mientras yo veía una película por televisión. Reponían el Graduado. Irónico, en cierta manera, por lo que el destino tenía preparado para nosotros aquella noche. Estábamos poniendo la mesa cuando sonó el ruido de unas llaves. Segundos después, una chica bajita y menuda de grandes ojos verdes entró en el salón y me dirigió una mirada curiosa. Tenía el pelo largo y brillante, de un castaño claro.
He discutido con Silvia – informó a su madre.
Para variar – refunfuñó Lucía. – Miguel, ésta es mi hija, Sonia. Sonia, éste es Miguel, un amigo.
Me tendió la mano con una sonrisa, y me pregunté cuántas chicas de esa edad aún saludaban con un apretón de manos. Parecía centrada y responsable, algo desconfiada también. Pensé que quizá, cuando uno tiene una madre como Lucía, tiene que aprender desde niño a dejar de ser un niño. Durante la cena se mostró cordial, habló lo justo y trató de no interponerse entre su madre y yo. Después, recogió los platos y se ofreció a fregarlos.
Cuando se aseguró de que no podía oírnos, Lucía se disculpó.
No pasa nada, puedo volver otro día.
No, no. Mira, he pensado algo. Ésta cuando se duerme no la despierta ni un bombardeo. Sólo tenemos que esperar a que sea bien tarde, para asegurarnos.
La idea, para mi sorpresa, no me gustó. Quizá como fantasía me habría excitado hacer el amor delante de una chica inocente como Sonia. Pero allí en frío, después de haberla conocido, sólo me parecía una forma más de hacer su vida más sucia. Me negué y me dispuse a irme, pero Lucía insistió. Acepté a quedarme un poco más, pero por nada del mundo a dormir. Quizá, cuando la chica se durmiera, podríamos echar un polvo en el sofá del salón, pero nada más. Lucía aceptó el trato y nos sentamos un rato en el sofá. Sonia leía en una pequeña mecedora. Tenía una cara fina, preciosa y dulce. Las mejillas sonrojadas y la piel blanca. De pronto Lucía dejó de resultarme atractiva. Su piel estaba envejecida por el sol, su pelo rubio platino siempre asomaba raíces, y el aliento le olía a tabaco. Me encontré dividido. Por un lado sentía ganas de huir de allí y no volver, y la simple idea de volver a acostarme con Lucía me resultaba repugnante. Por otro, no podía marcharme de allí sin más, dejar a Sonia en aquel pozo de desidia y, sobre todo, quemando el puente que me conduciría a volver a verla. A las doce, Sonia cerró el libro y se fue a dormir, más por incomodidad que por sueño, pues Lucía, que el primer día se había hecho pasar por una madre ejemplar, ahora tras seis cervezas en lo que llevábamos juntos, parecía no recordar tener una hija, e incluso trataba de meterme la mano por dentro de la bragueta.
No sabía cómo evitar sus besos sin ser descortés, y al final acabamos calentándonos. Uno no es dueño de su pene, y eso lo aprendes en el momento en que experimentas tu primera erección. Mientras ella trataba de levantarse y conducirme al dormitorio, yo intentaba recostarme y empujarla sobre el sofá, y en aquella escena patética nos encontramos cuando Sonia empezó a respirar muy fuerte. No eran ronquidos, tan solo una respiración acompasada y profunda, como la de una amante rendida. Lucía me miró triunfante y no supe ya cómo retenerla en el sofá.
- Te dije que se duerme muy rápido. – dijo. – Y respira como una dragona.
Me empujó hasta la cama y se sentó sobre mí. Se quitó la camiseta mientras yo lidiaba con su sujetador.
Ya estábamos follando cuando accidentalmente miré hacia la cama de Sonia y la vi despierta, observándonos. No parecía asustada, más bien curiosa y excitada. Sus ojos relucían, su boca se entreabría de deseo y una de sus manos dibujaba un delatador vaivén bajo las sábanas. Lucía, en pleno éxtasis, miraba hacia arriba y no era consciente de nada. Adivinando las necesidades de Sonia, apreté los pechos de su madre haciéndola gemir, pero sin quitarle a ella los ojos de encima. Comencé a mover mi pelvis con fuerza, y ella hizo lo propio con sus manos. Pude ver en su mirada cómo llegaba al orgasmo, que se fundió con los gritos de su madre y, segundos después, con mi semen. Lucía se separó de mí y echó un vistazo a Sonia, que cerró los ojos con rapidez. Cuando la madre fue al baño, la hija se destapó sin rubor y me mostró su cuerpo desnudo. Sentí deseos de acariciar su fina línea de vello púbico y la llamé a mi lado. Se levantó con rapidez y se tumbó junto a mí, ofreciéndome su cuerpo. Lamí sus pechos pequeños y acaricié su vientre, bajando hasta el pubis. Los pasos de su madre la hicieron volver a la cama, pero yo la llamé cuchicheando. Ella negó con la cabeza y fingió estar dormida. Lucía entró en la habitación.
¿Hablabas? – preguntó.
No, no mucho. Pensaba en alto, más bien.
¿Y en qué pensabas?
En tu coñito estrecho…
Rió satisfecha y volvió a sentarse sobre mí. Lucía era, sin duda, insaciable.
A la mañana siguiente Sonia madrugó y preparó el desayuno para los tres. Parecía más abierta y relajada que durante la cena. Lucía bajó a por tabaco y ella se sentó a mi lado en el sillón. Pasé una mano por su muslo y esto fue excusa suficiente para que se sentara sobre mí y me besara con más pasión que su propia madre. Le hice quitarse sus pantaloncitos del pijama y pude comprobar que llevaba un tanga minúsculo de color morado. Lo aparté a un lado y acaricié su sexo, que estaba húmedo y preparado. Moví un poco los dedos y le pregunté que si quería que la follara. Asintió.
Me saqué el pene e hice que lo acariciara, pero cuando intenté metérselo, la encontré tensa. Sentí presión y, al empujar un poco, hizo una mueca de dolor.
- ¿Eres virgen? – pregunté.
Asintió de nuevo, sonrojándose.
- No pasa nada, intentaremos ir más despacio.
Introduje mis dedos en su sexo y comencé a masturbarla. Gimió un poco, pero aún la sentía nerviosa y contraída. En esto estábamos cuando entró su madre, que dejó caer la cajetilla de tabaco al suelo y nos miró boquiabierta. Ni siquiera parecía furiosa, sólo confusa. Sin sacar mis dedos de Sonia, con la otra mano le hice un gesto para que se acercara. Lucía dudó unos instantes, pero acabó por acercarse a mí, besando mi cuello y empujando a Sonia con su cuerpo. Parecía querer deshacerse de ella, tomar de nuevo el puesto que sentía como suyo. Pero yo la conduje hacia una de mis rodillas, besándola, y colocando a Sonia sobre la otra, que se lanzó a besar también mi cuello, pero tratando de no interponerse en el lado de su madre. Parecía una cachorra intentando aprender de una leona adulta, y eso me excitó aún más de lo que ya estaba. Nos acercamos más los tres y yo las besaba a ambas, lamiendo sus lenguas y tocando sus pechos. De vez en cuando Lucía miraba a su hija con gravedad, pero entonces yo la besaba con más pasión, haciendo que recordara que era ella quien llevaba la voz cantante. Cuando sentí que ambas estaban relajadas, metí una mano en cada una y las masturbé con fuerza, empapándome de ambas. Sonia de vez en cuando miraba a su madre, intentando imitar sus movimientos, y Lucía sonreía con orgullo. Cuando vio que su hija no era una amenaza, comenzó a soltarse, y pronto se quitó la parte de arriba. Sonia, sin embargo, permaneció con la suya puesta, aún cuando su madre intentó quitársela. Al ver sus reticencias, Lucía se encogió de hombros y me besó el pecho, lamiéndome con lentitud. Sonia la imitó y en un instante sus lenguas se encontraron, pero no pareció importarles. Al contrario, esto animó a Sonia, que se quitó la parte de arriba, mostrando también sus pechos. Lucía se los acarició con una mezcla de amante y, a la vez, orgullo de madre. Se metió uno de los pezones de Sonia en la boca y succionó. La chica se sonrojó, pero yo le hice un gesto. Todo estaba bien. Tenía que relajarse y disfrutar. Y así lo hizo. Algo después, tumbé a Sonia a mi lado y me saqué el pene para su madre. Quería que Lucía fuera quien empezara, primero para evitar celos, segundo para que Sonia pudiera ver de cerca lo que iba a sucederle después de que me follara a su mamá. Lucía se sentó sobre mí y apenas hacerlo alcanzó el primer orgasmo. De vez en cuando miraba a su hija con sordidez. Parecía disfrutar al comprobar que por fin tenía algo que enseñarle. Cuando le llegó el turno a ella, fuimos los tres a la cama, para facilitarle su primera vez.
Lucía se tendió a su lado y la besó, acariciándole los pechos. Yo me tumbé sobre ella con cuidado, y empecé a penetrarla lentamente. Al principio no mostró molestia, pero antes de llegar a introducirle la mitad del pene, comenzó a quejarse. Retrocedí un poco, sin sacarla, y Lucía le besó la frente. Decidí meterla un poco más y le arranqué un gemido, pero esta vez no volví atrás. Seguí avanzando despacio y pude notar cómo su himen se rompía. Después de eso, la embestí con regularidad y no volvió a quejarse. Se abandonó a mis penetraciones y a las caricias de su madre e incluso alcanzó un orgasmo mientras ambos mordíamos sus pechos. Sonia ya no era una niña.
La saqué antes de correrme y su madre la animó a situarse frente a mí. Me acaricié el glande durante unos segundos y eyaculé sobre ambas. Sonia se echó a reír y su madre la beso. Entre sus lenguas corría mi semen.
Poco después me fui. Su madre nunca volvió a llamarme. Sonia tampoco intentó contactar conmigo. Me gusta pensar que, de alguna forma, aunque algo perversa, yo hice que la mesilla que separaba aquellas dos camas desapareciera.