Una mala hija
Su hija se interpuso entre nosotros y consiguió separarnos.
Conocer a Silvia me hizo reflexionar. Con treinta y seis años seguía soltero después de un largo noviazgo, que a punto había estado de acabar en boda, y al que sólo habían seguido relaciones esporádicas o muy breves. Pero entonces vi en Silvia la mujer con la que quería compartir mi vida y decidí ir completamente en serio con ella. Tenía algunos años menos que yo y era una mujer muy cariñosa, que había sabido atraerme como ninguna antes. Era divorciada y la separación había sido difícil, así que ella tampoco había previsto tener de nuevo una relación estable, pero es que los planes que se hacen para este tipo de asuntos no tienen ninguna utilidad.
De su matrimonio había tenido dos hijas. La menor, Aída, de cinco años, era muy pequeña cuando la separación y no había supuesto un trauma para ella. La mayor, Estíbaliz, había cumplido los dieciséis y sí había sufrido con la separación de sus padres. De hecho, Silvia me confesó que no se decidía a comprometerse por ella: siempre le había echado en cara el divorciarse de su padre, aunque había tratado de hacerle entender que esa relación no podía haber continuado y le había pedido comprensión, sin que sirviera de nada. Silvia pensaba que le resultaría muy violento que saliese con otro hombre, pero yo la quería y lo cierto es que no me parecía bien que su hija la condicionara de ese modo. A mí no me importaba que tuviese dos hijas pero la mayor tendría que aceptarlo y lo mejor sería que me conociesen y se hicieran a la idea.
Logré convencerla y me invitó a cenar en su casa para poder conocer así a sus hijas. La pequeña Aída era un encanto de niña y no parecía haber ninguna dificultad con ella. Más problemática era Estíbaliz, la mayor. Se encontraba en su habitación cuando llegué y no quería venir a saludarme. Silvia la llamó sin resultado y acabó yendo a buscarla irritada a su habitación. Finalmente la hizo venir y la saludé, sin conseguir otra respuesta por su parte que una mirada hostil. La chica era una adolescente tan guapa como rebelde, rubia como su hermana pero con unos ojos grises verdosos y fríos. Me miró de muy mala forma desde que entré en su casa y enseguida supe que sería el mayor obstáculo para conseguir a su madre. Por si el recibimiento no había sido suficiente para demostrarme su hostilidad, lanzó un comentario bastante descarado durante la cena, como insinuando que su madre era una buscadora de hombres. Silvia se alteró con toda razón y hubo discusión entre madre e hija.
La cena había acabado mal y a Silvia le consternó mucho aquello, como a mí, pero seguimos adelante con nuestra relación. Fui cada vez más a menudo en su casa y me encariñé con la pequeña, que como no había conocido ningún padre sentía ilusión por tener uno. Su hermana, en cambio, no desaprovechaba ninguna ocasión para demostrarme su rechazo. No me atrevía a decírselo abiertamente a Silvia pero mi opinión era que había malcriado a la mayor, le toleraba demasiado. De todas formas sus groserías y desplante no evitaron que Silvia y yo decidiéramos casarnos en menos de un año, decisión que la pequeña acogió con entusiasmo y su hermana con frustración. Todo parecía resuelto y fue una época realmente feliz para mí.
Fue una vez que volvimos Silvia y yo a su casa después de haber salido a tomar algo. Pasamos al salón y allí estaba Estíbaliz, recostada perezosamente sobre el sofá y viendo la tele. Sólo llevaba una camiseta blanca que no tapaba su ombligo y unas bragas que no cubrían sus largas piernas, estiradas y abiertas por todo el sofá; nada más. Yo no soy de piedra y estaba realmente deseable así. No pude evitar contemplarla con admiración y deseo aunque fuera sólo un instante.
- ¿Cuántas veces te he dicho que no me gusta verte así por casa? la reprendió y la chica se levantó con mal gesto para irse a su habitación, no sin que antes admirase de reojo y fugazmente un culo pequeño y bien formado.
Durante el resto de la tarde no pasó nada especial pero cuando me despedí de Silvia y cogí el coche para volver a casa imaginé de nuevo a su hija en aquel sofá y en esa pose de abandono tan insinuante. Fuera por su edad o por la antipatía entre nosotros no me había dado cuenta de lo guapa que era la chica. Reconocí que era muy atractiva aunque fuera una descarada o quizás más aun por esto porque le añadía encanto.
Al volver otro día a su casa la chica me saludó y me dijo que se había vestido para que no nos escandalizáramos. Noté una sonrisa suya para mí, tan despectiva como insinuante, y me sentí turbado por ese demonio de chica. Había captado perfectamente la mirada breve pero lasciva que le había dirigido cuando la había visto en el sofá.
A partir de aquí empecé a pequeños detalles provocativos en ella, muy sutiles al principio, miraditas y sonrisas, pero cada vez más descarados. Era muy amable conmigo y su madre estaba muy contenta por ello, me decía que me había aceptado por fin. Si ella hubiera sabido qué pasaba realmente por la mente de su hija... De todas formas me decía a mí mismo que sólo quería llevarse bien conmigo y que había querido ver lo que no había en esos detalles, así que traté de ignorarlos.
No serviría de nada. Silvia decidió tener otra cena en su casa, nosotros y las niñas. Era buena cocinera y le gustaba demostrármelo. Esperaba que fuera una cena muy distinta y lo fue, vaya que sí lo fue.
Nos sentamos a la mesa para empezar comiendo algunos espárragos. Sabía que me encantaban y había una buena cantidad de ellos, con mayonesa hecha por ella para mojarlos. Tomé uno, lo mojé y me lo llevé a la boca: la mayonesa era deliciosa. Miré entonces a Estíbaliz, que estaba sentada frente a mí, y me faltó poco para atragantarme. Cogió uno de los espárragos sujetándolo entre dos dedos y se lo metió muy despacito en la boca, pasando su lengua por la cabeza del espárrago para saborear la mayonesa y dedicándome una mirada mientras lo hacía. Yo no me lo creía. Silvia no se había dado cuenta y seguí comiendo como si nada, pero cuando volví a fijarme en su hija había cogido otro de los espárragos y untaba de nuevo su lengua con la mayonesa que había en la punta del espárrago... Y otra mirada para mí.
- ¿Se puede saber qué forma de comer es ésa? le dijo su madre, enfadada pero también divertida, ya que no se había dado cuenta de para quién era el gesto de su hija.
Quisiera o no, noté que me había excitado muchísimo. Me llevé las manos a los pantalones como si quisiera ajustármelos pero en realidad es que me apretaban mucho: tenía una erección. Tuve que soltar un poco el cinturón...
Por fin terminaron los espárragos y fue un alivio porque me resultaba difícil tragarlos. Continuamos con el primer plato: sopa de marisco. Estaba excelente y no dejé de alabar a la cocinera. Empecé a comer pero noté que Estibaliz me miraba. Se llevó una cucharada bien llena a la boca de tal forma que casi todo el caldo cayó fuera, resbalando por los labios y la barbilla. Tragó así unas cuantas cucharadas mientras la miraba de reojo.
Su madre volvió a regañarla y le acercó una servilleta que no necesitó: estiró la lengua para recoger los restos de sopa desparramados por su cara. Yo noté que el apretón de los pantalones crecía y de nuevo tuve que soltarme un poco los pantalones. Menudo calentón tenía y además muchos nervios. No me creía que pudiera ser tan descarada: su madre podía darse cuenta de lo que hacía. Terminar la sopa me costó no menos que los espárragos.
Llegó el segundo plato: entrecot de ternera. Eran unos filetes enormes y la carne era tierna y muy buena. Pero otra vez tuvo que desesperarse Silvia con los modales de la niña. Ensartó un trozo bien grande en el tenedor y, mordisqueando un extremo, tiró de él como jugando. Lo retorcía y lo estiraba mirándome de una forma... ¡Demonio de chica! ¿A qué creía que estaba jugando? Esto ya no eran imaginaciones mías, su hija me estaba provocando de la forma más descarada y delante de ella. Por un momento pensé en lo que podría hacerme a mí con esa boquita...
- ¿En qué piensas? Te noto un poco ausente me dijo Silvia, devolviéndome al mundo real.
Respondí que en nada y, maldiciendo interiormente el haberme dejado llevar así por la fantasía, saqué el tema de las vacaciones para hablar de algo y distraerme, como si no pasara nada, como si no hubiera notado aquellas miradas y gestos insinuantes. Quería ya cuanto antes terminar con la cena. Afortunadamente no pasó nada especial con el postre.
Antes de irme le propuse a Silvia salir por ahí. Lo cierto es que tenía una enorme excitación y fuimos derechos a mi casa. Allí hicimos el amor pero sin dejar de pensar en que era el cuerpo de su hija el que estaba debajo del mío. Fue más intenso que nunca y logré sorprenderla agradablemente, pero cuando se fue y me quedé solo tardé bastante en dormir, sintiéndome fatal porque no había sido con ella con quien realmente me había acostado esa noche sino que había deseado a su propia hija.
Si había tenido dudas, la cena había servido para despejarlas. Tenía que arreglar el problema antes de que pudiera perjudicar nuestra relación. ¿Qué debía hacer? ¿Hablar con Silvia? No, se sentiría herida y su reacción podía ser de rechazo. Decidí que lo mejor sería hablar con la propia Estíbaliz y dejarle muy claro que no podía pretender nada conmigo. Sentía rencor hacia ella por lo que me estaba haciendo pero había otra parte de mí que pensaba de forma muy distinta y era esa parte la que debía evitar como fuese y a la que no debía escuchar.
Desde luego necesitaba estar a solas con ella y aproveché una tarde que fui a casa de Silvia y encontré que no estaba. Habíamos quedado para salir pero Estibaliz me dijo que se retrasaría un poco. Resultaba además que el motivo era que había ido a recoger a Aída para la reunión de padres y profesores. Era el momento ideal de hablar seriamente.
- Oye, siéntate que tenemos que hablar - le dije.
Ella se mostró muy sorprendida. Nos sentamos y se quedó esperando a qué empezara a hablar.
Mira, me he dado cuenta de tu comportamiento en los últimos tiempos y me parece que no te das cuenta de que lo que quieres es imposible.
¿Y qué es lo que quiero? No entiendo nada me respondió, mirándome con fingida perplejidad. Quería hacerse la ignorante y me estaba poniendo las cosas más difíciles. Me costó muchísimo decidirme a seguir hablando:
Sabes bien a lo que me refiero... Lo que pasó el otro día en la cena. Creo que quieres atraer mi atención...
No acabé de hablar porque ella fue derecha a mis labios para besarme. Pudo hacerlo gracias a mi sorpresa, pero enseguida reaccioné y la aparté de mí violentamente.
- ¿Pero qué estás haciendo? le pregunté irritado de veras.
Entonces ella se echó a llorar. Decididamente, aunque tuviese sólo dieciséis años conocía todas las armas de una mujer para convencer a un hombre. Había probado ya la insinuación y la provocación: era el momento de utilizar las lágrimas.
Pero yo te quiero. Creía que tú también sentías algo por mí me dijo sin parar de llorar y desarmándome por completo; hasta consiguió que me sintiera culpable por mi brusquedad. Traté de consolarla:
Oye, eres una chica preciosa y seguro que le gustas a muchos chicos. Pero yo no podría traicionar a tu madre.
Ella dejó de ocultar su cara con las manos y me miró como no lo había hecho antes. Sus ojos estaban ahora humedecidos por las lágrimas y eran cálidos. Me sonrió casi con dulzura y me dijo:
- Pero yo te gusto, ¿verdad? ¿Me has deseado? ¿No has pensado estas noches en mí? ¿Cuándo hacías el amor con ella?
Ahora estaba muy cerca de mí. Su aliento rozaba mi boca y mientras esos ojos ahora cálidos me derretían, sentía sus pezones sobre mi cuerpo como si fueran brocas de taladro. Las lágrimas, su mirada y su cuerpo al alcance de la mano bastaron para desarmarme completamente. Era un hombre perdido: la parte que no quería escuchar mandaba ahora. Ya no pensaba con la cabeza ni con el corazón, sino con el pene...
Nos besamos pero ahora fui yo el que tomó la iniciativa y la besé violentamente. Quería aplastar su lengua con la mía por lo que me estaba ocurriendo. Le quité la camisa y el sujetador. Sus pechos estaban muy erguidos y me faltó tiempo para meter sus pezones en mi boca. Ella gemía suavemente de gusto cuando los acariciaba con la lengua y las manos.
¿Te gustaban los espárragos? le pregunté y ella rió, recordando sus jueguecitos de seducción en aquella mesa. Me desabroché los pantalones y ahora probó el sabor de mi polla, más deliciosa que ninguna mayonesa... Esto es lo que pensaba en aquel momento, si es que podía pensar algo mientras una jovencita muy atractiva daba lengüetazos al capullo de mi pene.
¿Quieres salsa? dije y otra vez me rió el comentario. Notaba mi pene ya húmedo y lo saboreaba como había hecho aquella noche con el espárrago. Yo había fantaseado mucho sobre como sería tener mi polla en su boca pero esas cosas hay que probarlas para saber cómo son realmente.
Pero tenía que follarla y busqué con la mirada alrededor. Encontré el sofá donde la había visto como a una mujer por primera vez. La abracé para que fuéramos allí y casi tropecé porque llevaba los pantalones bajados hasta los tobillos. Me ayudó a levantarme y acabé de desnudarme.
Y allí estaba ella: de nuevo sobre el sofá, tumbada y con las piernas muy abiertas. Sin embargo, esta vez se encontraba completamente desnuda y conmigo sobre ella. No había ni siquiera unas braguitas que escondieran aquel coño cubierto de un suave pelo rubio. Lo saboreé pensando en lo que iba a hacer con ese coño y ella gimió. Palpé su culo compacto con mis manos. Luego cogí sus tobillos y abrí todo lo que pude sus piernas, como si quisiera partirla. Me abalancé sobre su cuerpo y metí mi polla dentro de ella; y empujé. Era muy sencillo: adelante y atrás, adelante y atrás, pero también muy complejo. ¿Qué pasaría después de hacer eso? ¿Podría seguir con Silvia?
Imposible razonar nada oyendo sus gemidos. Gemía como una loca y no podía oír mis pensamientos entre sonidos de placer. Algo cayó al suelo, quizás el mando a distancia, no importaba. Aquellos ojos tan fríos de costumbre estaban ahora vidriosos y se había rendido ante mí. Me movía dentro de ella porque era mía y estaba a punto de reventar...
- ¡¡DIOS MÍO!!
Me di la vuelta y vi a Silvia y a Aída con ella. Estaba poseído por la excitación y no fui capaz de reaccionar. Eyaculé sobre ella y mientras daba los últimos movimientos no importaba lo que hubiera alrededor. Habían regresado y nos habían encontrado allí. Ahora me resulta terrible cuando pienso en lo que ocurrió: volver a casa y encontrarse a su novio follando con su hija. Silvia tenía la cara contraída de dolor como si la hubieran tocado con un hierro ardiente. La pequeña nos miraba con los ojos y la boca muy abiertos, sin entender qué hacíamos yo y su hermana desnudos en ese sofá. Yo tampoco lo entendí entonces, sólo supe que no tenía que estar allí y que no debía haber ocurrido nunca. Me incorporé para tratar de dar alguna explicación pero no debí hacerlo porque tenía el semen resbalando por la entrepierna. Sólo conseguí que Silvia lanzara un gemido.
¡No te acerques! me advirtió viéndome así, y recordé que estaba completamente desnudo. Añadió: ¡Aida, ve a tu habitación! la pequeña se fue enseguida.
¡Grandísimo hijo de puta! ¡Engañarme con mi propia hija, con una menor que no tiene la mitad de años que tú! me gritó y siguió llamándome cabrón, bastardo... Quise razonar con ella pero era imposible porque toda la razón era suya y no podía añadir nada.
¿Y tú qué? se dirigió ahora a su hija, pidiendo una explicación, furiosa. Ésta tenía la mirada fría de siempre y le contesto con calma:
¿Y éste es el hombre con el que querías casarte...? Es igual que todos, nunca me gustó.
Estíbaliz se rió con desprecio mientras su madre corría a su habitación y allí se encerraba para llorar. La seguí y traté de entrar pero había cerrado el cerrojo.
¡Lárgate! ¡Fuera de mi casa! me gritó. Pedí perdón muchas veces pero ya no había nada que hacer. Volví al salón y encontré a aquella bruja que me había hecho perder a Silvia.
Reconozco que fue un polvo memorable me dijo sonriendo. La agarré y a punto estuve de soltarle una bofetada pero me contuve. Hacerlo habría sido estúpido, toda la culpa era mía. Ella era sólo una chiquilla mal criada y egoísta, sin seso ni sentimientos. Si me había dejado engañar era porque lo había deseado.
Me fui de aquella casa y nunca volví a entrar en ella. Silvia no quiso saber nada más de mí y me sentí peor que nunca. Era el castigo que merecía y sólo el tiempo curó el dolor pero no borró la vergüenza y el recuerdo de la culpa.
FIN