Una madre fresca y lozana
Leonora la madre de un gandul, mujer fresca de unos cuarenta años se entrega a su hijopara salvarlo de las rameras.
Una madre fresca y lozana
Suelo viajar con frecuencia, nunca me detengo demasiado en un lugar, excepto en mi ciudad, Málaga, donde nací hace años en la calle el Cerrojo. Mi residencia la fijé en Buenos Aires, en la que adquirí las características vagabundas y trashumantes de mi existencia.
Escribo estas líneas para satisfacer la curiosidad de los lectores habituales de amor filial. El relato es verídico, yo lo vi y presencié en una posada de Portugal, quizá les resulte tan grato, como a mí sorprendente.
Me alojé en esa estancia que estaba aislada, tenía lindo paisaje y todo se mantenía en reconfortante silencio que me permitía escribir en mi cuaderno de viaje con tranquilidad.
Desde la ventana de mi cuarto podía observar bien el cielo y el movimiento de la gente. Cerca de la posada había un galpón muy ordenado donde trabajaba Alberto, un muchacho de unos treinta años algo bobalicón. Lustraba muebles con goma laca casi todo el día, era el hijo de la dueña de la posada, mujer que vestía siempre de negro, con pañuelo en la cabeza, el cutis muy blanco y terso, Leonora llevaba muy bien su cuarenta y pico de años. Era esposa de un hombre que pasaba los cincuenta, Rodrigo, padre de Alberto, y que hacía muchos viajes por los alrededores, a veces se ausentaba muchos días.
Durante uno de mis paseos oí que en el galpón alguien se quejaba, se trataba María, la joven mucama, acosada torpemente por Alberto. De inmediato apareció la dueña que se acercó al hijo para empujarlo y golpearlo con puños de madre, hasta su lugar de trabajo donde lo reprendió:
- Te he dicho le decía Leonora, su madre que no toques a la muchacha, no es mujer para ti y está comprometida.
El joven bajó la cabeza y se quedó quieto aunque avergonzado. Yo me retiré del lugar sin que nadie me hubiera visto.
Al día siguiente, nuevamente la madre retaba a su hijo pues esta vez, al parecer, había estado buscando en el diario lugares en que se ofrecían mujeres de la vida.
La madre regañaba a Alberto, cada vez que intentaba buscar mujer en la que satisfacerse. Una vez le dijo:
- ¡Qué haces cochino!
Y lo zurraba interrumpiendo la masturbación que se estaba haciendo. Aunque para mi sorpresa agregó:
- ¿Cuantas veces te repetí que no debes ensuciarte con rameras ni enfermarte haciéndote pajas? ¿Acaso no tienes una madre fresca y lozana que puede darte un gusto?
Alberto la contemplaba con los ojos desorbitados, sosteniendo su pene hinchado en la mano, que lo tenía buen tamaño, gordo y no muy largo, como le gusta a las mujeres. Leonora miró para todos lados y, segura de que nadie los veía, tomó aquella polla con su mano y terminó la tarea que emprendió el joven, salpicando el galón con abundante semen, parte del cual quedó en sus manos. Antes de volver a la posada le dijo a Alberto que se limpiara bien y ella, sin que el mozo la viera y sin poder contenerse, sorbió parte del esperma de su mano.
Pensé que el muchacho estaba enardecido por la absorción continua de los vapores del alcohol de lustrar y porque la madre, antes del medio día, le daba cordial de huevo batido en buen oporto, asegurándole que se lo había ganado por su dedicada labor.
Pasaron los días y Alberto volvió a renovar sus lances con María, interrumpidos nuevamente por la madre, quien aguardaba que no hubiese nadie, para meterle la mano en el pantalón y menearle el rabo hasta que se quedara tranquilo.
Ese verano fue muy tórrido, caminaba yo distraído cerca del galpón de la posada y sin que fuese advertida mi presencia, escuché el llanto de Alberto. Su madre se le negaba, finalmente escuché la risa de Leonora cuando le sacaba el pene muy duro del pantalón. En su lucha por la salud le había tomado afición a esa polla regordeta que la tenía mal y en cierta manera deseaba. Ahora ella estaba encantada con batirle el rabo y Alberto la ayudaba echándose hacia atrás y retornando luego hacia adelante para introducir una mano en el escote de su madre, acariciarle la dura teta y pellizcarle el pezón. Leonora agradecida se desabrochaba los otros botones ofreciéndole el torso desnudo, mientras le daba un beso en los labios que entreabrió para recibir la lengua. Sintió que Alberto se corría y hurtó el cuerpo a los chorros de leche abundantes que salían del amoroso pomo.
Cuando se separaron, Alberto estaba aún en pleno éxtasis y ella aprovechó para abotonarse nuevamente el vestido y escurrir aquél pájaro sin nido que tenía en su mano.
¿Te ha gustado pequeñín? le decía Leonora.
Nunca me ha tocado nadie como usted.
¿Has visto como no necesitabas muchacha ni tus manos ni sucia ramera? ¿Qué tú tienes madre que puede darte un gusto y que es muy sano? decía riendo Leonora.
Nunca creí que...
No es necesario que creas, ni que pienses, para eso estoy yo, si quieres saber por qué lo hago, te diré que lo que hago por tu bien. Me lo agradecerás algún día y espero que guardes este secreto. Nadie debe saber nunca cómo tu madre te aleja de las porquerías del mundo, me lo debes prometer por lo más sagrado que tengas.
Madre lo más sagrado es usted, se lo prometo.
Alberto comprendió que en su madre encontraría consuelo y atención, se sintió en buen mundo. No sabía cuántas delicias viviría después. Yo me alejé de allí taciturno.
Todo lo que había escuchado era cierto y asombroso. Más adelante la joven María, quien no sólo me ayudaba a soportar los aguijones de la carne que nacían en mi soledad y en momentos de descanso, sino que era mi confidente y lectora de mis versos, me contó más, ella lo presenció todo después de aquel día, pues recorría la posada entera y podía ver allí donde otros no saben o no lo intentan esa relación madre-hijo, siempre a hurtadillas, y la ponía muy alegre al despertarle deseos que saciaba conmigo. La mosquita muerta se dio cuenta de todo desde el principio y los espiaba en los cuartos y baños de la posada. Además, comprendió que avivaba mis deseos con los relatos y, como yo le rendía mucho más que los jovencitos, se hacía tiempo y buen lugar para yacer conmigo. De mí nadie podía pensar nada malo, mis canas me hacían respetable y era la coartada perfecta de María.
La madre Leonora, relataba, comenzó a calcular el tiempo en que se alejaba su esposo Rodrigo en verano que no le gustaba viajar durante el día y tardaba más en regresar a su casa que de costumbre dejando el campo libre a los enamorados.
Cierta vez dijo que se iba por tres días. La madre vio desde la ventana de su dormitorio a Alberto que con el torso desnudo, muy dedicado al trabajo. Lo chistó y le hizo señas para que fuera donde se encontraba ella, que había tomado un baño y estrenado bata sobre el cuerpo desnudo.
Cuando Alberto llegó al dormitorio lo hizo pasar, cerrando bien la puerta. Llevó a su hijo hasta la cama y le pidió que se sentara. El joven estaba alegre y sonreía abriendo mucho sus ojos de buey sonso. El muy taimado le tomo tanta afición a su madre, que no bien la veía sentía que su pene se alzaba tratando de salir del pantalón. Leonora no se perdía el espectáculo, tenía sus ojos clavados en aquel paquete y le preguntó muy interesada:
¿Viste a tu madre alguna vez desnuda?
Pues no respondió el joven.
¿Y alguna otra mujer?
Nunca.
¿Quieres verme?
¡Pues claro que sí! exclamó el hijo pensando que el corazón le saldría por la boca y su miembro rompería la contención.
Leonora dejó caer su pelo sobre los hombros y se abrió lentamente el vestido. Ante el muchachote apareció la blanca mujer de vello finísimo y sedoso en el pubis y sobacos, que extendió ruborizada sus brazos a lo largo de su perfumado cuerpo y pasó las manos sobre el tenso vientre y los firmes pechos de pezones gordos y aureolas rosadas. Su cuerpo estaba perfectamente ondulado y nada faltaba en lugar alguno. Si bien era menuda no dejaba por ello de estar perfectamente proporcionada. En dos paso estuvo de pie ante su hijo, que la abrazó de la cintura y le besó el pubis mientras la tomaba de los glúteos atrayéndola hacia sí. La besaba toda y ella bajó la cabeza buscando la boca del hijo e introduciéndole la lengua en febril beso. Leonora tenía buena espalda y dos hoyitos maravillosos debajo de la cintura encima del culo bien redondo y carnoso, Alberto la veía así en el espejo que estaba detrás y su pene ardía y saltaba al contemplar toda la belleza de su madre, toda para él.
María me contó que nunca vio a alguien desembarazarse de la ropa tan rápidamente como a Alberto. La madre presurosa le tomo el pene y arrodillándose ante él hijo se lo pasó por la cara embelesada. Lo sentía latir y se lo besó. No quiso apurar los trámites, pues temía que el hijo se corriera antes de tiempo. Se acomodó en la cama y le indicó qué tenía que hacer. Alberto era muy obediente, la tocó en la vulva muy hinchada con su ardiente virilidad y ella lo orientó con la mano derecha sintiendo que la penetraba lentamente sin que ninguno de los dos perdiera el control. Alberto se lo fue acomodando bien, pues ella estaba lubricada y se dilataba correctamente. Su vulva rosada al tiempo que cedía el paso a la salchicha la hacía sentir de maravillas, nunca se había sentido mejor como cuando la atravesaba el tronco de su hijo. Con los ojos muy abiertos el bobalicón casi babeaba de placer y la madre le sentía, con los ojos cerrados, como si su hijo fuese el primer hombre de su vida. Él instintivamente chupaba los pechos y mordía suavemente los pezones duros Había logrado mucho con los movimientos de cadera y lo tenía todo adentro. La naturaleza pudo más y Alberto comenzó el juego de rotación apurando el trámite, la madre lo advirtió y cuando iba a correrse dentro de ella, sacó aquel pene juguetón recibiendo los chorros abundantes de semen en sus pechos y vientre entre estertores y gemidos de placer que hacía mucho tiempo no emitía ni sentía. Ella con una mano, mirando regalona a Alberto, se esparció las manchas de nácar haciendo brillar sus tetas. Alberto y su madre gimotearon perdidos de gozo, mientras se daban mil besos y recuperaban el aire que les quitó la emoción. Ella salió de la tenaza de sus brazos y corrió al baño a lavarse. Alberto contempló entonces una madre ágil y cimbreante, cuyos pechos brincaban en la carrerita.
Regresó muy sonriente y le ordenó al hijo que la imitara con la limpieza. Cuando volvió, ella yacía tendida en la cama a lo largo y le indicó que se echase a su lado. El miembro de Alberto crecía nuevamente y la madre rió. Estaba de parabienes. Lo tomó con la mano y se lo llevó a la boca por primera vez, el muchacho se retorcía de gozo, nunca había experimentado esa sensación igual, en segundos creció muy fuerte y vigoroso y le pidió con urgencia a su madre que lo dejase estar nuevamente dentro de ella, quien no tardó en hacerlo entrar, esta vez se cuidó de que ambos se regocijaran bien, durante buen rato. A la primera sospecha, Leonora se lo sacaba y lo tomaba suavemente con la boca hasta que lo tranquilizaba. Se lo volvía a introducir gozando y haciendo muchas veces el mismo juego el mismo juego sin dejar de frotarse el clítoris. Alberto desesperado la besaba en el cuello, las orejas los labios y se detenía en las tetas jugando con los duros pezones. Se las mamaba apasionadamente, Leonora comenzó a gemir y retorcerse de gozo, hasta que juntos terminaron por segunda vez, abrazados fuertemente, mordiéndose los labios y queriéndoselos apropiar.
En verdad había resultado ser una madre fresca y lozana, como le gustó describirse. No cansada volvió a tentar a su ídolo con los dedos y se lo llevó nuevamente a la boca comiéndoselo todo, sus hábiles manos lo retorcían suavemente causándole al hijo renovado placer en mamada sin precedentes, esta vez ninguno de los dos buscó la penetración sino que ella y él se miraron a los ojos brillantes y comprendieron que el muchacho debería desbordar en la ardiente boca de Leonora con toda la leche, porque ambos lo quisieron así y se prodigaron en el esfuerzo, Leonora se tragó buena parte del cálido líquido y otra rebosaba por la comisura de sus labios corriéndosele por el mentón y goteando sobre Alberto.
Según María, que vio parcialmente todo, desde distintos escondrijos, el joven rindió seis veces esa tarde y hubieran sido más si Leonora no hubiese tenido que atender a los huéspedes.
Yo me quedé pensativo, cuando se fue María me dormí reviviendo paso a paso el tierno incesto.
Al día siguiente, estaba alto el sol, miré y vi a Alberto que terminaba su cordial de oporto y sentí que los postigos del dormitorio de la madre se abrían de par en par y a ella, que chistaba a su hijo, reclamándolo nuevamente.
Pensé detenidamente y miré por la ventana, vi cómo el gandul se dirigía sonriente a asistir con otra visita amante a su mamá. Escuché sus pasos en la escalera y cómo se cerró la puerta.
María me contó a la siesta que ese día Alberto había estado requetebién. La madre se lo folló cabalgándolo ella, en posición dominante, lo hizo por delante u observándole los pies, mostrándole los encantadores hoyitos de su espalda. Alberto tuvo la feliz idea de introducirle el dedo mayor en el ano y la madre se retorció con el goce inesperado, que concluyó en un orgasmo descomunal. Nunca le habían puesto nada por allí. Oyó hablar mucho, pero Rodrigo no lo intentó, los esposos no recurrieron a esos juegos. En cambio su hijo cuando la vio gozar tanto, pensó que se podía hacer buen lugar por dónde la madre le había demostrado que tanto le gustaba. El muchacho quería hacer muy feliz a su madre.
Leonora se negó rotundamente y Alberto trató de convencerla llorando, que bien sabía le daba resultado. La madre deshecha en lágrimas también, porque sabía que darle el gusto dolía, le indicó cómo debía hacer, le dio el lubricante, se puso en cuatro ofreciendo alto el culo virgen y le pidió que fuese gentil, que la untara despacio para que todo se fuera dilatando bien. Sintió que el dedo se movía con facilidad, entonces Alberto, como buen truhán creyó que podía penetrarla, primero con la punta de su buena cabezota y luego hundiéndole poco a poco el resto. Leonora impaciente se dejaba hacer fuertemente agarrada de las sábanas, la cabeza echada hacia atrás, conteniendo el aire, esperando un mal tormento. Mas no era tan doloroso como había pensado y ella que estaba muy caliente por su niño, puso toda su buena voluntad ayudándolo en la penetración. Algún dolor sí, pero qué goce después, ahora era ella la que babeaba y el hijo, lleno de entusiasmo al verla gozar, arremetía con todo su ímpetu, mientras le sobaba las preciosas tetas y apoyaba su cabeza en la sublime espalda. Le arrancó a la madre el gran grito de gozo que aprendió a reconocer, esta vez más fuerte que nunca, y se vació dentro de ella inundándola de semen. Leonora que se sintió en el colmo del placer, gimiendo y gritando otra vez como un animal salvaje.
- Dame tu leche, dámela toda, alma de mi alma decía la madre deshaciéndose de placer.
Ahora aquello que los unía, se había convertido en pasión mucho más secreta, en maravillosa relación con su amadísimo niño, pues descubrió que podía amarlo mucho más de que lo que otras madres aman a sus hijos.
María me siguió contando más aventuras del hijo con su madre.
Y muchas más de aquellos solitarios vecinos que me enardecían, pues su aparente tranquilidad, ocultaba el fértil campo de lujuria que en esos lugares se mantenían secretamente.
Ella se mostraba muy feliz y se prodigaba toda en sus relatos, escogiendo las mejores palabras para describirlos, sabía que multiplicaba mis deseos sexuales y que yo le concedía todo lo que me pedía, pues era muy jovencita, muy aplicada y ardiente. Mis relaciones con esta niña, si alguien lo desea, como las que siguieron llevando Leonora con su hijo, serán escritas a su debido tiempo. No corran el telón porque mi obra no ha terminado, solamente diré que me apetecía el oporto con huevo y un poco de miel antes del almuerzo. Me sentía como Alberto, purificado por el aire.
María me leía mis poemas y anotaba mis propias correcciones. No podía sentirme mejor ni más confortable. Solamente Leonora me superaba en dicha y felicidad. Si alguna duda moral pasó por su mente, había sido superada por el sabio proverbio que reza: Haz bien sin mirar a quién.