Una madre, dos adicciones (1)

Primera parte del relato de una mujer madura que descubre el camino de las drogas y a través de estas , el camino al incesto.

Cuando esa mañana entré al dormitorio de Fernando, mi hijo, no sospechaba que la rutina de limpiar una habitación cambiaría mi vida para siempre. Como todos los días abrí las ventanas, hice la cama cuidando, como siempre hasta entonces, hasta el último detalle del doblez de las sábanas, limpié la alfombra y ordené las ropas desparramadas en el piso. Cuando llegué a la mesita de noche, el cajón lleno de chucherías estaba semiabierto. Debajo de una libreta, un sobrecito blanco, pequeño y algo arrugado...Lo tomé y adiviné rápidamente de que se trataba. Sentí un estremecimiento. Miedo. Abrí el sobre, contenía quizás un gramo de polvo níveo con algunos diminutos cristales que reflejaban la luz. Mi hijo consumía cocaína. Un ramalazo me cruzó el cuerpo. ¿Desde cuando?. ¿Cuánto?. ¿ Con que frecuencia?. ¿Porqué?. Recordé, como en una bruma, las dos o tres veces que hace ya treinta años había coqueteado con las drogas, pura curiosidad, un episodio intrascendente, pero había algo dentro de mi que me dejó en el sitio, anonadada. Me senté en la cama y dejé el sobre abierto en la mesilla. Lo miré fijamente durante unos segundos y sin saber porqué, ni como, me levanté, busqué mi cartera, saqué un billete, el menos ajado y mi tarjeta de crédito. Volví, separé con la tarjeta un pequeño montón del polvo, lo alineé como había hecho hace ya tanto tiempo con uno de mis novios de juventud…La línea perfecta se extendía frente a mis ojos. Enrollé el billete, lo coloqué sobre la línea, acerqué mi rostro y aspiré por el orificio izquierdo de mi nariz. La mitad de la raya entró a mi cuerpo, hice lo mismo con el otro orificio y volví a inhalar. Tras el último sonido de mis fosas nasales, me eché en la cama y cerré los ojos...

Tengo 53 años, soy una mujer corriente, ama de casa casada y con dos hijos, Julián de 25 años que está casado y vive cerca de casa y Fernando de 17, que está en el preuniversitario. Mi marido Rafael es ingeniero de sistemas, un buen hombre con quien llevo casada 27 años...

Tardé unos minutos en notar algo, tragaba y sentía un sabor amargo en la boca, pronto se me adormeció totalmente la encía superior, experimenté un poco de ansiedad y paulatinamente mucha energía, como una claridad total en mi mente. Comencé a sentirme eufórica.

Mi vida es tranquila y tiene una rutina muy precisa. Me levanto a las ocho y media, cuando mi marido se está duchando preparo nuestro desayuno, que a veces comparte Fernando si sus clases son en la mañana, A las nueve me ducho, limpio el departamento, una vez a la semana hago supermercado, por las mañanas salgo de compras o a hacer trámites. A veces me quedo desde temprano en la cocina para preparar almuerzos más elaborados, otras hago comidas más fáciles y que me demandan menos tiempo. Por las tardes veo televisión, un par de telenovelas, una vez a la semana juego cartas con un grupo de amigas, Hacia las siete estoy casi siempre en casa para hacer un plato ligero, luego compartimos la televisión con Rafael y Fernando y a dormir. Los fines de semana salimos a cenar, alguna vez al cine o a dar una vuelta fuera de la ciudad.

Me sentía eléctrica, con mucho vigor. Aprecié una cierta sensualidad en el cuerpo, como la piel más sensitiva. Llené la tina con agua muy caliente y me sumergí para tranquilizarme. Se me erizó todo el cuerpo. Mi cabeza funcionaba a otra velocidad. Acaricié mi cuerpo más bien con cierta fuerza y luego fui relajándome hasta quedar sumergida, pensando. No se cuanto tiempo estuve así, super concentrada, ansiosa, con una excitación permanente, no exactamente sexual, sino de acumulación de energía que no sabía como descargar. Poco a poco fui volviendo a la normalidad. Se mezclaron en mi un profundo sentimiento de culpa a la vez que la sensación de un gran descubrimiento. En mi soledad experimentaba una nueva dimensión sobre mi cuerpo y mi mente, una fuerte claridad mental y una energía desbordante. Sentí un mal sabor en la boca y una cierta depresión. ¿Qué locura era esta?… Consumir cocaína a mi edad, robarle la droga a mi hijo. ¿Qué significaba ese consumo para él. Era un adicto?. ¿Cómo encararlo ahora?. Sentí vergüenza y no me atreví conmigo misma. Quise olvidar lo que había hecho.

Cuando Fernando llegó para la cena, tuve un escalofrío. Entró como si nada, me dio un beso de saludo y se sentó muy tranquilo. Rafael llegó algo después y todo transcurrió como siempre. ¿Porqué debía ser de otra manera?. Solo yo estaba nerviosa e insegura.

Curiosamente, me sentí cohibida con Fernando, incapaz de decirle nada sobre lo que había encontrado. Lo dejé pasar, pero en la noche no pude pegar un ojo.

En la mañana al entrar al dormitorio de Fernando, temblaba. En la mesita de noche no había nada. Sentí alivio y desazón…¿qué había esperado?, ¿qué quería hacer realmente?.

Pasaron dos y tres y cinco y diez días, comencé a olvidar el episodio. Hasta que llegó la mañana en que volví a encontrar un sobre, esta vez de nylon azulado (porque a pesar de todo, todas las mañanas abría el cajón y lo revisaba concienzudamente). Me quedé paralizada, pero sabía lo que iba a hacer, lo deseaba. Repetí el proceso de la primera vez. Esta vez la cantidad de polvo era mayor. Hice dos líneas algo más largas que la anterior. Mi corazón se me salía del pecho. Coloqué el billete enrollado, cerré los ojos y aspiré con determinación las dos líneas casi sin espacio entre una y otra. Esta vez el golpe de la coca fue más rápido y más intenso. Me sentí extraordinaria, tan pero tan bien, que no lo podía creer. Esta vez no me eché en la cama, simplemente seguí haciendo lo que tenía que hacer, pero como más ligera, más fuerte. Cuando prendí la lavadora sentí la fuerza de la vibración de la maquina en mis manos. No se porqué recosté el cuerpo sobre la superficie, con los pechos aplastados sobre la parte superior y me dejé estar. La intensidad de la sensación fue increíble, el ruido sordo del tambor girando debajo mío, la vibración llegando y yéndose por olas. Mi cuerpo erizado. Sentí hasta las uñas de mis pies. No me movía, simplemente esperaba y esperaba. Tras un tiempo, una gigantesca ola me inundó. No era exactamente un orgasmo. Era algo diferente, menos intenso en un solo punto, pero abrumador en la totalidad del cuerpo. Algo tan tonto como dejarse caer sobre una lavadora me estaba sacudiendo de forma interminable. Podía no haberme levantado en horas. Cuando lo hice, seguía envuelta en un extraño halo. Salí del cuarto de plancha y en la sala principal abrí las ventanas y abrí los brazos al sol, su calor entró como una ráfaga , mis pezones rozaron el sostén y los sentí como cuando Rafael me los acariciaba, o cuando yo misma los apretaba suavemente para acelerar mi placer en el coito.

Pasé la tarde ensimismada pero con los ojos muy abiertos. No había casi atendido a la conversación en el almuerzo. Miraba a Fernando como queriendo adivinar si adivinaba, si me veía en los ojos que estaba drogada. Pensé que algo estaba cambiando en mi.

Al día siguiente, apenas se hubieron ido, sin siquiera entrar a la ducha corrí al dormitorio de Fernando y lo primero que hice fue abrir la mesita de noche. El nylon estaba más al fondo de donde lo había encontrado el día anterior. Había menos cantidad, menos de la mitad de cómo lo había dejado. Sentí algo extraño.¿A que hora había snifado mi hijo?.¿Sentía lo mismo que yo?. Por primera vez pensé que no debía usar una cantidad tal que se notará la diferencia. Separé un montón pequeño, hice dos rayas más delgadas y traje el billete, esta vez no necesité la tarjeta de crédito, use una tarjeta telefónica de la propia mesilla. Jalé las dos líneas con fruición y me fui a la ducha. El agua caliente me cubrió el cuerpo. Sin saber porqué giré violentamente la llave. En un par de segundos comenzó a caer agua helada. Parecía golpear como cristales sobre mi piel. Respiré hondo y no me moví. Cuando mi cuerpo estaba entumecido apreté mis pezones con los dedos índice y pulgar rotándolos rápidamente sobre cada uno….Sentí inmediatamente un choque eléctrico y me desplomé atrapada por un orgasmo nuevo y gigantesco que nacía en mis pechos y corría hasta la base de mis nalgas, como si estuvieran conectados, solo en la superficie de la piel, y en el centro de mi bajo vientre. No me importaba ahora que el agua estuviese fría, muy fría, me daba la impresión de que podía superar cualquier cosa por extrema que fuese.

Hacía las once de la mañana las sensaciones se difuminaron y me dio la impresión de que estaba de resaca. Nunca me había emborrachado, pero supuse que el efecto era algo parecido, un cierto malestar, una sensación de vacío indefinible, algo de desanimo que fue pasando con las horas. En la noche me costó dormir.

Al despertar mi primer pensamiento fue para la coca, las líneas desplegadas con prolijidad y la acción de aspirar. Mi marido dormía todavía. Recorrí mi cuerpo con las manos. Toqué la punta de los dedos de mis pies y los acaricié como en un masaje. No soy alta, un metro sesenta justos, unas piernas razonablemente bien torneadas, pero algo flácidas en los muslos. Muy velluda, tanto que tengo que depilarme religiosamente una vez a la semana, sobre todo en la parte interior de las piernas y en la parte superior del estómago casi hasta el ombligo, tengo una mata todavía profundamente negra y abundante en el pubis y muchos bellos en las axilas que demandan también la depilación semanal. Tengo, eso si, un buen trasero, grande, bien formado y todavía levantado. Muy sensible a las caricias y muy evidente cuando uso pantalón. Los años me han reducido la silueta y ya se nota un pliegue de grasa que me sobra en la barriga, no excesivo pero indisimulable. Mis pechos son medianos tirando a grandes, algo caídos, pero con unos pezones bien marcados y oscuros, casi tan sensibles como mi clítoris que sobresale un poco, aún en condiciones normales, del triángulos superior de mi vagina. Lo mejor de mi cara son mis ojos, muy negros y grandes, pero a los 53 el rostro muestra ya el paso de los años y los desencantos. Lo recorrí todo, lo acaricié todo, pero pensé que necesitaba el estímulo de la coca para experiméntarlo mejor. Mi primer impulso fue levantarme e ir al cuarto de Fernando. Fue solo eso. Esperé impaciente el paso de los minutos. Fueron siglos. A las nueve menos cuarto Rafael y Fernando se habían ido. Corrí al dormitorio rogando que el sobre estuviese allí. Abrí el cajón y allí estaba, esta vez un sobre más pequeño, de papel blanco, en el fondo del cajón junto al de nylon azul que estaba casi vacío. Abrí el sobrecito blanco con mucho cuidado. La cantidad era parecida a las anteriores. No resistí la tentación, hice dos líneas más largas y más grandes que nunca. Antes de aspirar esparcí el polvo de manera uniforme en el sobre y lo cerré con esmero. No tenía el billete, pero estaba muy ansiosa. Acerqué mi nariz al límite de la primera raya y aspiré fuerte, sentí la coca entrando en la nariz y pegándose en mi fosa derecha, recibí el impacto pero me di cuenta que perdía cantidad, corrí entonces a mi cuarto, saqué un billete, volví volando y aspiré cuidando de introducir el tubo lo más profundo en la otra fosa, esta vez el golpe fue mayor y muy fuerte. Volví a mi cuarto, cerré la puerta con llave. No se porqué. No había nadie en el departamento. Me saqué la bata y el camisón y todavía sentada comencé a acariciar mi cuerpo empezando por mis senos. Cerré los ojos y estuve así un tiempo indefinido. Toqué mi entrepierna. Acaricié el clítoris con fruición, mientras sentía parte de mi nariz dormida y ese sabor ya familiar de amargor en la boca. Recorrí la encía adormecida con la lengua mientras me masturbaba con frenesí. No recordaba hace cuanto tiempo me había masturbado por últimas vez, pero parecía saberlo todo, parecía entender perfectamente como darme placer. Comencé a rotar el dedo índice ensalivado en la punta de mi botón, al principio tocándolo apenas, casi como un soplo. A medida que sentía endurecer su punta la rotación presionaba progresivamente hasta que terminó en una frotación de arriba hacia abajo que comenzaba a marcar la subida del placer. Levantaba el dedo y me quedaba cortada, suspendida, esperaba hasta que la necesidad física era insoportable y volvía a hacerlo. Mi otra mano recorría alternativamente mis pechos, pezón a pezón. Progresivamente mi cuerpo, desde la base del clítoris, se acercaba al orgasmo, un volcán nítido y caliente. Mi boca estaba inundada de saliva amarga. Empecé a gemir, mientras la saliva corría por la comisura de mis labios y recorría mi cuello y mi pecho. Aceleré el ritmo. Me vino un espasmo parecido al de una corriente de alto voltaje, mi cuerpo se arqueó, luego vino otro y otro. Solté un gemido profundo, ronco, gutural, me fui… Mi cuerpo reaccionaba solo, no necesitaba mis manos. No recuerdo detalles, estaba inundada de placer. Cuando me recobré, sentí un escalofrió, mi sudor era un manto frío sobre mi cuerpo. Quedé desmadejada, con los ojos muy abiertos clavados en el techo hasta recomponerme. No pude hacer nada más esa mañana. El almuerzo no me supo a nada. Mi boca estaba todavía adormecida. Por la tarde, antes de salir al juego semanal entré subrepticiamente al cuarto de Fernando y distribuí el saldo de polvillo que aún quedaba en el nylon, lo aspiré con fruición y salí.

Mi lucidez era abrumadora. Estaba otra vez eufórica, de buen humor, reía con entusiasmo, llevaba la conversación y ganaba sin césar. Gané todas las manos del juego, llamé la atención un par de veces a mis compañeras de juego. Disfruté la tarde más que ninguna otra antes. Al terminar sentí que todas estaban admiradas de mi actitud. Una sombra de preocupación me asaltó. ¿Se daban cuenta ellas, mi hijo, mi marido de que estaba drogada?. ¿Se notaría en algo, en los ojos (siempre me habían dicho que a las personas drogadas se les notaba en los ojos, pero nunca le di mayor importancia)?.

Al volver a casa, otra vez con la extraña resaca después de la euforia, me encerré en mi dormitorio y me puse a pensar. En unos pocos días los estímulos de mi vida habían cambiado de manera radical, empecé a descubrir sensaciones diferentes y un éxtasis curioso, no solamente el redescubrimiento sexual de mi cuerpo, sino un ritmo y una intensidad antes desconocidos. En treinta años, sola, sin nadie más que yo misma, había podido romper una rutina que se me hacía ahora simplemente insoportable. Aburrida como una cadena, como un horizonte sin mayores cambios, demasiado largo y tedioso para aceptarlo así, sin más. Pero a la vez, sentía un profundo miedo, la idea de que algo de lo que estaba haciendo estaba torcido, mal. Primero, el hecho de saber que mi hijo se drogaba y sentir que ahora no tenía ningún argumento para retarlo, muecho menos para encarar la realidad en la que estaba (¿estábamos?). Las drogas, la cocaína en particular, siempre me parecieron peligrosas y nefastas. Mis experiencias de juventud fueron formas de tontear, de experimentar sin mayor consecuencia, las dos o tres veces que lo hice estaban ya enterradas en mi memoria. Pero lo extraño era la fascinación frente al sobrecito: La primera vez que lo vi, la acción no meditada de hacer lo que hice y el efecto que me había producido. Me pregunté si debía o quería dejar la aventura y con un inmenso temor, pero una íntima resolución me dije que no. Estaba segura de que quería seguir.

Pero seguir no solo dependía de mi, sino de Fernando. Dos días pasaban ya y no encontré nada. Al tercero empecé a revolver sus cajones de ropa, su escritorio de trabajo, los bolsillos de sus pantalones y camisas, en cualquier rincón. Miré en el baño, en las repisas detrás del espejo del lavabo. Nada, no había nada. Me puse de mal humor. Estaba contrariada. Los días me parecían vacíos y estúpidos, lo que hacía me parecía una repetición absurda. Me masturbé un par de veces, fue muy agradable y me bajó la tensión, pero no se parecía en nada a las cotas que me había permitido el polvo blanco.

Todas las mañanas buscaba desesperada los sobrecitos. Algunas los encontraba, otras no. Aprendí a usar cantidades menores con más frecuencia y traté de guardar dosis para los días en que no había la ración de la mesa de noche. Logré aprovisionarme para no tener falta ningún día, pero notaba claramente cuando lo que podía inhalar era prácticamente un saldo. Comencé a ensimismarme y a disfrutar mucho de mi cuerpo y a marcar mi "superioridad" en mis relaciones con las amigas. Empecé a escuchar la música de mi hijo recordando a los viejos roqueros con nostalgia. Me parecía que hacía mis labpores más rápido y mejor cuando estaba dopada. Me quedaba más tiempo para mi. Empecé a mirarme frecuentemente en el espejo. Sin darme cuenta me acariciaba los pechos, o las nalgas y a veces detenía mi trabajo para levantarme la falda, bajar mis bragas hasta medio muslo y juguetear con mis gluteos, la vagina y el ano. Dormía menos y la sensación depresiva cuando se terminaba el efecto de la coca se marcaban con mucha claridad.

Un par de meses despuyés de mi iniciación, una mañana en la que estaba a punto de jalar mi primera raya,como lo harpía rurtinariamente sobre la mesita de noche de mi hijo, sentí un ligero sonido detrás de mí. Aspiré sonoramente y me di vuelta.

"¡Mamá!".

Me quedé helada, estupidamente sentada con el billete enrollado metido en la nariz, como un retrato.

"¿Qué haces?"

Silencio total. Él y yo paralogizados, sin saber que hacer, ni que decir. Él culpable, yo culpable.

"¿Estás loca?".

Había vuelto de la calle por algo olvidado y encontraba a su madre drogándose con la cocaína que él mismo esnifaba.

CONTINUARA….