Una madre boba, luego puta y luego nada
Esta es mi historia. Narrada tal cual fue. No la escribí con el fin de publicarla, sino que, después de muchos meses en psicoterapia mi doctor me pidió que la escribiera. Que lo contara todo para exorcizarlo de mí.
NOTA DE LA AUTORA:
Esta es mi historia. Narrada tal cual fue. No la escribí con el fin de publicarla, sino que, después de muchos meses en psicoterapia mi doctor me pidió que la escribiera. Que lo contara todo para exorcizarlo de mí.
Un buen amigo la leyó y me sugirió publicarla. Acepté que la transcribiera, que le corrigiera errores ortográficos y la publicara. Eso sí, la condición fue que no le moviera una coma, un punto y aparte y que no le agregara nada. Accedí porque tengo muchas ganas de leerme, de leer mi historia con perspectiva. Quiero creer que no somos unos monstruos.
Esta es mi historia. Esta soy yo.
NOTA DEL TRANSCRIPTOR:
ESTIMADO LECTOR DE TODORELATOS. SI ESTÁS BUSCANDO UNA HISTORIA PORNOGRÁFICA, LLENA DE FANTASÍAS Y SANDESES, ESTÁS EN EL RELATO EQUIVOCADO. HAY MUCHOS (DEMASIADOS) RELATOS EN ESTA PÁGINA CON ESE CORTE, ASÍ QUE NO PIERDAS TU TIEMPO Y SIGUE BUSCANDO. SI DECIDES QUEDARTE A LEER, SÁBETE QUE LO QUE TIENES FRENTE A TI ES UNA CONFESIÓN HONESTA Y SECA. AUNQUE SÍ LLEGA A SER SENSUAL Y ERÓTICA, HAY QUE LEERLA HASTA EL FINAL, NO OLVIDES QUE ESTÁ ESCRITO POR UNA MUJER QUE SE ATREVE A MOSTRAR SU HISTORIA. LA INTRODUCCIÓN ES LARGA PERO NECESARIA.
BAJO TU PROPIO RIESGO.
Historia de una madre boba, luego puta y luego nada.
Tal vez tenga que empezar diciendo que hasta que cumplí 40 años yo era una bruta ingenua. Una estúpida de marca. Me casé muy joven, con un bellísimo espécimen inglés que me prometió una vida diferente. Y de verdad me dio una vida diferente. De vivir en apuros, en una familia muy pobre pero amorosa, pasé a ser la esposa de un hombre muy próspero, que se convertiría en millonario y que me golpearía semana sí, semana también, durante los 20 años que duró nuestro matrimonio. Tuvimos dos hijos, un varoncito que nació sietemesino porque su padre me aventó por la escalera, y una linda niña que tuvo un parto más regular, creo que me había acostumbrado a los golpes.
Durante 20 años me dediqué por entero a ellos. Por ellos me levantaba y por ellos seguía viva. Por ellos, me juré, me quedaría en pié ante su padre para defenderlos. Hasta que un día, después de una paliza que me llevó al el hospital, hablamos honestamente y decidimos divorciarnos. No tuvo problemas en mudarse, para ese entonces ya teníamos 4 casas más, y al parecer él estaba tan harto como yo de ese tipo de vida que no es vida.
Por estúpido que suene, yo caí en una depresión tremenda. No veía el amanecer y pasé casi dos años grises de los que apenas guardo vagos recuerdos.
En algún momento, decidí, no sé todavía cómo ni por qué, que era momento de salir del hoyo y monté un pequeño consultorio en mi casa, soy dentista de profesión aunque nunca había ejercido. Tuve que ponerme al corriente con las nuevas técnicas y actualizarme. A mis 40 años empecé a asistir a todos los cursos, congresos y talleres que se ofertaban y más o menos volví a levantar el ánimo y algo parecido a un negocio.
Fue en uno de esos cursos que conocí a Juan Carlos. Un joven, de 25 años, quince años menor que yo, guapo, serio y profesional, que me profesaba especial atención y del que por supuesto quedé encandilada. No tuvo que hacer mucho para llevarme a su cama y regalarme el primer orgasmo de mi vida.
¡Si! Qué horror me da decirlo pero no lo supe hasta ese momento, yo nunca había tenido un orgasmo. Había llegado a pensar que lo que sentía con el padre de mis hijos, ese pequeño cosquilleo que se siente cuando te la meten, era lo que los demás llamaban orgasmo. Ya les dije, era yo una pobre idiota ingenua. Además malcogida.
Esa misma noche Juan Carlos me regalaría el segundo, el tercero y hasta el séptimo orgasmo de mi vida. Por supuesto me volví loca. Por primera vez en la vida me sentí mujer. Durante unas semanas experimentaría más placer del que experimentaría jamás. Aunque claro, para Juan Carlos sólo era otra conquista, yo me hice adicta a él. Con decirles que a veces, sólo con escucharlo al teléfono me mojaba, y bastaba con que me sonriera para que yo experimentara una venida espectacular. Me convertí, de la noche a la mañana, en una máquina de orgasmos. Todos los orgasmos que me había perdido durante más de 20 años los recuperaría en unos meses.
Claro que confundí ese placer con amor y todo terminó muy mal. Una noche me encontraron mis hijos arrodillada en su puerta, ebria de dolor, suplicándole que me abriera. Tuvieron que llamar a una ambulancia para que me sedara y desperté en mi casa dos días después con el mayor dolor físico que he sentido nunca. De verdad pensé que me moriría.
Pasaron los meses. Visité a todos los médicos habidos y por haber. No lo sabía entonces, pero mi dolor no era causado por ninguna enfermedad, lo que había pasado es que me habían roto el corazón y para eso no hay más cura que el tiempo. No sé lo que han de haber pasado mis hijos, pero estoy segura que esos eventos, sumados al divorcio y mi posterior depresión, los marcarían para siempre y yo pagaría las consecuencias. Las pagaría muy caro.
Si por algo maldigo el nombre de Juan Carlos es porque me enseñó a la mujer que soy capaz de ser. En el poco tiempo que estuve con él (apenas dos meses) con mi sensualidad a tope, me volví adicta al sexo y a los hombres. Notaba que despertaba el deseo de otros. Me sentía deseada. En los años de matrimonio y hasta encontrar a Juan Carlos, había llegado a creer, y mi ex marido contribuyó mucho a ello, que mi belleza se había ido por el escusado el mismo día que juré mis votos en la iglesia.
Y nada más alejado de la realidad.
De joven siempre fui espigada, tirando a flacucha, aunque deportista. De cara agraciada y poco más. Pero los millones de mi marido habrían de servir para algo.
En algún momento mi marido me pidió que me operara las tetas, y me las operé. Y aunque le emocionaron unas cuantas semanas, después tuve que esconderlas como todo lo demás, incluso de mí. Unos años después, un sobrino mío se tituló de cirujano plástico, y sólo por ayudarlo, me dejé hacer la liposucción, me levanté las nalgas y me operé el ombligo. Con el dinero que le cobró a mi marido (una barbaridad), pudo montar su clínica y todos quedamos contentos. Y, como un capricho, justo cuando estábamos en el proceso de divorcio, me operé la nariz, para respingármela un poquito.
No lo sabía entonces, y no lo sabría hasta que conocí a Juan Carlos, tres años después, pero yo quedé buenérrima.
¿Cómo lo comprobé? Pues unos meses después de mi fallida relación con Juan Carlos, y a casi tres años del divorcio, invitaron a mi hija a una sesión de fotos para una revistilla. Mi hija, está mal que lo diga yo, es bellísima. Tiene los rasgos de su padre y un cuerpazo que, si no la hubiera parido yo, desconocería por completo. Huelga decir que a sus 17 años partía y repartía corazones entre los hombres. Yo notaba cómo, calenturientos de todas las edades, se le pegaban cómo moscas. Aunque al principio me preocupaba tanta belleza y tanto arrastre, pronto fue evidente que la niña era tan mamona, tan insoportable y tan exigente, que pocos le seguían el paso más de unas cuantas semanas. Despachaba con la misma rapidez a compañeritos megaenamorados como a viejos calenturientos que la abordaban para llevársela como trofeo. Mi hija era terrible, aunque yo la quería demasiado para darme cuenta de ello. (Pronto descubriría la razón de todos los rechazos) .
El día de la sesión de fotos, en una locación preciosa dentro de un teatro que simulaba la sala de una casa, empezaron a tomarle las fotos. Un poco por respeto y un poco para aliviar mi tensión, de vez en cuando el fotógrafo se acercaba a mostrarme las fotos y yo tenía que aceptar que la mayoría eran preciosas, súper artísticas. Y en todas, mi hija se veía espectacular. Después de casi dos horas de fotos, en todas las poses y con todos los vestuarios existentes, la sesión estaba por terminar. Mi hija se veía feliz cómo hacía muchos años no la veía. En un ambiente mucho más relajado, mi hija le pidió al fotógrafo que nos tomara unas fotos juntas. Él aceptó y yo me puse un poco reticente porque no venía preparada. Teníamos planeado ir al gimnasio después de la sesión y yo vestía una pequeña blusita strech de licra, unas mallas, unos calcetines y mis tenis. Nada más. Ni una gota de maquillaje.
Opté por divertirme y pensar que, a lo sumo, las fotos serían anecdóticas. Nunca sospeché que repercutirían tanto en mi vida y en la vida de mi hija.
Durante la media hora en que nos tomaron las fotos ocurrieron varias cosas que nos robarían la inocencia a ambas para siempre: Lo primero que ocurrió es que me di cuenta que me gustaba muchísimo posar para el fotógrafo. Tanto, que me comencé a excitar, y a los cinco minutos ya estaba mojada. Eso fue nuevo y maravilloso para mí. Descubría una nueva forma de sentirme excitada y, tomando en cuenta que yo tenía menos de tres meses de estrenar mi sexualidad y era novata en todo lo que se refiere a sensaciones del cuerpo, me sentía mareada de placer, como en montaña rusa. Lo segundo que ocurrió es que tomé conciencia del control que podía tener de mis sensaciones y la capacidad de generarlas y llevarlas al límite. En cada foto me ponía más cachonda. Estuve tres veces a punto de venirme sólo posando para la cámara y lograba, en el último instante, contenerme y contener el grito que me escocía la garganta. Claro que como yo era novata y estúpida, creía que ni el fotógrafo ni mi hija se daban cuenta. Pero poco a poco el fotógrafo comenzó a centrarse en mí y a olvidarse de mi hija. Me pidió que posara sola, sin ella y disparó muchas veces la cámara animándome con sus palabras y su sonrisa a que me atreviera a más. Durante unos instantes hicimos una conexión simbiótica tal, que sólo estábamos él y yo. Ya no me tomaba fotos, me hacía el amor con la lente. Estoy segura que si la sesión hubiera durado unos segundos más, me hubiera venido ahí mismo. Pero todo el encanto acabó, abruptamente, cuando mi hija, con uno de sus clásicos arranques de ira, dio por terminada la sesión y casi gritando me recordó que estábamos en la tierra. Fue en ese momento que tomé conciencia; unos segundos antes había empezado a gemir sin darme cuenta. Un golpe de vergüenza y pudor me hirió en el estómago. De pronto, aunque no había hecho más que posar sin quitarme nada de ropa, me sentí desnuda frente al fotógrafo desconocido y frente a mi hija, que me veía con ojos de asco y odio. Rápidamente tomé mi bolsa y me dirigí a la puerta asustada, sin despedirme del fotógrafo (que sin embargo me lanzó una última mirada de complicidad). Tiré las llaves dos veces en el camino a la camioneta y recuerdo vagamente que mi hija se quejaba de algo. Pero yo sólo tenía dos imágenes en la cabeza: la mirada del fotógrafo y mi propia vergüenza.
Una semana después salió la revista. De mi hija sólo dos fotos anodinas en la esquina de una página intermedia. Yo aparecía en las páginas centrales, en una de las poses más atrevidas, publicitando la venta de unas casas con una frase que decía: “Una mujer satisfecha. Una mujer que vive en el Fraccionamiento Las Lomas.”
(Aunque me sentí profundamente orgullosa de la foto – me veía bellísima, como nunca me había visto a mi misma – tuve que actuar mortificación y disgusto. Mi marido entabló una demanda a la constructora por derechos de imagen. Al cabo de unos meses llegaron a un acuerdo, la revista se retiraría de circulación y mi marido se quedaría con una de las casas del fraccionamiento. Pero el daño estaba hecho)
Mi hija me vería con asco las siguientes semanas, lo cual sólo alimentaba mi vergüenza y nos alejaba irremediablemente. Esa mirada de asco dio paso a una mirada de odio, seco, vacío, sordo que se instaló entre nosotras los siguientes meses. Mi hija alimentaría su rencor urdiendo una venganza suficiente. Un día pensé que por fin mi hija me había perdonado, volvió a ser condescendiente y hasta cariñosa conmigo. Debí saber que ella ya había hecho planes para abandonar el país y que no se iría sin enterrarme la última y más grande estocada, para la que utilizaría a mi hijo, su propio hermano.
Pero mientras en mi casa todo se desintegraba, yo me fui transformando, en algo que sólo puedo definir diciendo que me convertí en una puta. Ahora sé que me ahogué en mis propios jugos, nunca mejor dicho, viviendo para el siguiente orgasmo, y luego el siguiente y luego el siguiente…
Primero, sólo dos noches después de que llegara la revista a la casa, sin necesidad de tocarme, tuve una de los orgasmos más largos e incontrolables que he tenido en mi vida recordando la sesión. Eso se repetiría varias veces. Sobre todo cuando el joven fotógrafo me envió por mail el resto de las fotos. Bastaba con que yo recordara la sesión y rápidamente me mojaba. Mis propias fotos me ponían en las nubes. Un estado de lubricación constante se me hizo natural. Mis orgasmos no necesitaban mayor trabajo para acudir a sedarme. En dos o tres minutos ya estaba lista. Mi carrera de puta recién comenzaba.
Unos días después, un paciente, un señor ya grande, casado y con hijas me comenzó a coquetear más abiertamente. Me dijo, mientras se recostaba en la silla terapéutica, que me veía guapísima y que sin dudarlo, conmigo sí engañaría a su esposa. Por supuesto que yo empezaba a estar acostumbrada a los piropos de los pacientes, pero ese día fue diferente. Sin pensarlo mucho lo miré, le dije que cerrara los ojos y comencé a sobarle el bulto por encima del pantalón. Pronto, el señor estuvo tan excitado que, sin abrir los ojos, se abrió la bragueta y sacó su pene erecto. Yo, como hipnotizada, le masturbé hasta que se vino en mis manos. Confieso que estaba fascinada. El señor, después de terminar, me miró asustado, me dijo una excusa estúpida y se marchó diciendo que él nunca había engañado a su esposa y que no estaba listo para otra relación. (¿Que qué? ¿Quién dijo algo sobre una relación?). Lo dejé marchar y aunque después me pidió dos citas, nunca volví a verlo.
Pero lo supe, había pasado una barrera de la cual no había regreso.
Yo no sé qué veían los demás en mí por esos días aunque lo supongo. Pronto tuve muchas invitaciones para salir a cenas, fiestas y citas. No rechacé ninguna de ellas. Y casi todas terminaban en sexo, y yo con sendos orgasmos.
Debo decir que muchas de mis citas eran impresentables. Algunos tipos eran realmente nefastos, como personas y en la cama. Pero yo necesitaba mis orgasmos como al aire para respirar. Además se necesitaba muy poco para excitarme, y – lo comprendí con el tiempo – para excitarlos. Y cuando las cosas se ponían terribles, ya sea porque los tipos fueran directamente estúpidos, aburridos o verdaderamente feos, bastaba con que me recordara a mi misma posando con una cámara imaginaria para que lograra orgasmos casi instantáneos. Los hombres quedaban felices con sus performances y yo satisfecha por una noche. Eso sí, con aquellos con los que tenía que utilizar exclusivamente mi imaginación para venirme, trataba de no verlos nunca más.
Por lo menos trataba…
Por esas fechas me aficioné también a un video chat donde te desnudas frente a la webcam y le das espectáculo a hombres que te ven y te dicen guarradas mientras se masturban.
Durante meses, mi vida seguía la misma rutina: Casi siempre me levantaba tarde. Prendía la computadora y me masturbaba frente a la webcam, dejando que decenas – a veces cientos – de hombres me vieran mientras los excitaba. Dependiendo de mi excitación y de las pláticas cachondas que surgían en el chat con esos desconocidos, la sesión duraba desde unos cuantos minutos hasta tres o cuatro horas. Una vez satisfecha, y si me daba tiempo, me iba al gimnasio hasta el medio día. Regresaba a comer, a veces con los hijos y a veces sola. Dormía o me masturbaba (o ambas, dependiendo del tiempo) y por la tarde abría el consultorio para atender una o dos citas diarias. Luego salía con amigas, casi siempre más jóvenes que yo y que tenían la misma (o más) necesidad de ligarse a hombres para sentirse deseadas-queridas-satisfechas-amadas-útiles-vivas.
Casi siempre aterrizábamos en un bar de solteros, donde no había que hacer mucho para conseguir una cita, unas copas gratis, un buen faje en la mesa o, ya de perdis , una cogidita rápida en los baños. A “mis amigas” les sorprendía mi imprudencia, mi aparente carencia de selectividad, la rapidez con que podía “levantar” hombres y mi declarada putería. Yo pensaba que era una más con ellas y que lo que hacía era lo que hacíamos, hasta que una a una dejaron de hablarme y al final todas me dieron la espalda. Era obvio, rápidamente dejé de tener escrúpulos para cogerme a sus novietes o seducir a sus citas. Me convertí en la puta del bar y volví a quedarme sin amigas.
En casa todo se desmadraba, casi ya no veía a mis hijos. Entre su universidad y mis malaventuras casi ya no coincidíamos. Eso sí, conocieron a muchas de mis citas y hasta convivieron con algunos, pues si el hombre me gustaba (si estaba presentable y si me había tratado con cariño) lo llevaba a la casa y lo dejaba dormir conmigo. A veces se quedaban a desayunar y a veces se instalaban por dos o tres días (sobre todo los extranjeros o foráneos, que me gustaban mucho porque no se complicaban). Nunca los dejé entrar a mí cuarto ni al área de dormitorios de la casa. Lo hacíamos en el cuarto de visitas que estaba arriba de mi consultorio. Sin embargo, también tengo que aceptar, que en esos días me alcoholizaba más de la cuenta (mucho más) y llegué a probar diversas drogas que me ofrecían los hombres con los que salía. Así que muchas veces los llevaba a mi casa y terminábamos teniendo sexo en el consultorio, en la cocina, en la cochera, en la sala y hasta en el jardín (después supe que mis hijos me vieron, varias veces, tonteando o teniendo sexo en todos esos lugares, pero ya llegaré a eso).
Pero según yo, todo era discreto. De verdad pensaba que ninguno de mis hijos se daba cuenta de nada. Mis sesiones matutinas en la webcam eran, generalmente, en mi cuarto o en mi baño. Aunque hubo algunas en la cocina (aprovechaba para desayunar y jugar con la comida) y una vez, en el jardín. En esas ocasiones procuraba ser discreta y asegurarme que mis hijos dormían o no estaban en casa, sin embargo con los hijos nunca se sabe. Y yo me volvía cada día más descuidada e irresponsable.
Mi hijo me confesaría después que me espió varias veces mientras yo me masturbaba en la cocina frente a la computadora, y que ambos (mi hija y él) sabían de mucho tiempo atrás mi afición por el exhibicionismo. Además de que se volvió rutina para ellos escuchar el escándalo que armaba (según yo a discreción) con cada cogida y con cada orgasmo que me procuraba, acompañada o no, dentro de la casa.
Mientras mi hija se preparaba en secreto para un viaje sin retorno, mi hijo mayor se iba sintiendo cada vez más perturbado y perdido. El pobre, a sus 19 años, era un muchacho guapo, también con el cuerpo y la cara de su padre, pero excesivamente tímido y reservado. Nunca le conocí muchacha ni era afecto a llevar amigas a la casa. Llegué a sospechar que era homosexual y realmente supuse que lo aceptaría si lo fuera. Nunca pensé que mi comportamiento fuera el que, en última instancia, lo hiciera ser así.
Su hermana, casi la única amiga que tenía en la vida, aprovechaba todo momento para infundirle odio hacia mí y lo hostigaba con burlas cuando él me defendía. Y cuando se enteró de su conducta decidió divertirse a sus costillas. Mi hijo me espiaba en cada ocasión que se le presentaba, conocía mi rutina matutina frente a la webcam y aprovechaba para verme cuando lo hacía en la cocina, saliéndose al jardín por una puerta de su cuarto y escondiéndose entre los arbustos. Y, cuando llevaba a un hombre a la casa, se metía en el baño del consultorio, por el que había una ventila que daba al cuarto de visitas. Se le había vuelto una obsesión verme siendo cogida por otros. Una fascinación que ni él ni nadie podría entender jamás. Su hermana, al saberlo, (ella lo seguía a todos lados) le dijo que era un marrano, pervertido y asqueroso, sin embargo a las pocas noches, lo siguió al baño del consultorio y lo sorprendió masturbándose con la escena de su madre cabalgando a otro extraño. Con el impacto de sentirse descubierto, mi hijo no supo qué hacer y después me contaría que sólo le rogó que no hiciera ruido y que por favor no lo delatara. Pero mi hija, ya con veneno en la sangre, fingió complicidad y, después de recordarle que era un marrano, se quedó con él viendo el espectáculo. Una especie de morbosa complicidad surgió entre ellos. Durante largas pláticas que tendrían después, mi hija aprovecharía para llenarle la cabeza de obscenidades. Haciendo que su imaginación brotara y dejara salir al monstruo que se estaba formando en mi hijo. Lo incitaba, le decía al mismo tiempo que era un marrano pero un cobarde por no dar el siguiente paso y cogerme con todas sus letras. Le contaba historias de sexo sobre mí, algunas ciertas y otras totalmente absurdas y dejaba que mi hijo le contara otras tantas, alimentando su obsesión y su morbo. Por unos días me convertí en su espectáculo favorito. Yo no me daba cuenta (ahora, hilando la historia sé que pude darme cuenta, sin embargo yo estaba en mi estupidez) pero mis hijos me veían cómo si estuvieran investigándome. Los fines de semana fingían que dormían o que salían temprano de la casa para que yo tuviera mis sesiones de webcam en la cocina. Se preguntaban y apostaban entre ellos: ¿Cuántas veces me masturbaría? ¿Con quién cogería hoy?, si sería un “presentable” o un orangután, si habría buen sexo o si me satisfaría. ¿En qué posiciones sería?. Llegó el momento en que conocían cada una de mis rutinas y sabían el momento exacto en que yo tenía cada orgasmo.
Fue mi hija la que le dio a su hermano los dos pequeños celulares con cámara, que ella le había sonsacado a su padre, y que colocarían en mi cuarto y en mi baño y con los cuales me grabaron durante mis sesiones de masturbación. Mi hijo llegó a coleccionar decenas de videos, de mí, en diversas posiciones, masturbándome sola o frente a la pantalla del ordenador.
Por supuesto que yo era mujer estúpida, sola e insatisfecha. Cada día me sentía más vacía aunque no sabía cómo bajar del vagón de montaña rusa en que me había subido. Tanto más vacía me sentía más orgasmos necesitaba, y tanto más orgasmos tenía más insatisfecha me sentía. Cada vez me enteraba menos de lo que pasaba al alrededor. Y cada día me importaba menos.
Entonces comenzó ese fatídico diciembre. Cerré el consultorio por un tiempo y programé todas mis citas hasta el siguiente año (de nada me arrepentiría más que de esa decisión). Mis hijos terminaron sus semestres en la universidad y los tuve casi todo el día en casa. Mi hija se iría de vacaciones dos meses a España con unas amigas, o eso pensaba, antes del año nuevo, (Nada sabía yo que mi hija ya tenía todo preparado para dejar la universidad e irse a vivir a Marruecos con su novia, de eso me enteraría un mes después). Mi hijo se iría en enero a Inglaterra de intercambio un semestre. Ambas noticias las había tomado con alivio, pensaba que tendría, ahora sí la tranquilidad y la libertad para ser y hacer lo que me viniera en gana. Pensaba que su lejanía me haría sentir menos culpable. Nada de eso ocurriría jamás. De verdad fui una estúpida.
El único plan para ese diciembre era preparar los respectivos viajes, descansar y nada más.
Pero los hermanos tenían otros planes. Mi hijo me interrumpía cada vez que buscaba un momento para mis desenfrenos. Esa fue la indicación que recibió de su hermana. En cada pequeño momento que yo tenía sola, acostumbrada ya a mis rutinas masturbatorias, llegaba mi hijo y abría la puerta intempestivamente o entraba con cualquier excusa, algunas, realmente estúpidas. Es cierto que llegué a sospechar que su intención era sorprenderme, pero en mi ingenuidad no le di importancia y quise pensar que sólo eran casualidades. Incluso, cuando yo me encerraba en el baño a cal y canto, comenzaba a sonar mi celular, tocaban a la puerta, sonaba el teléfono de la casa o algo se rompía en la cocina. No pude tener ni una sesión por internet y mi hijo atinaba interrumpirme en cada ocasión que empezaba a masturbarme. Unos días más tarde mi computadora se olvidó de prender y dejó de funcionar (mágicamente). Mi hijo me aseguraría que la llevaría a un técnico y no la volví a ver por el resto de las vacaciones. Por las noches me invitaban a cenar o querían ir al cine conmigo, evitando así que yo saliera con alguien. Ambos insistían en quedarse a ver películas en mi cuarto. Parecían no querer dejarme sola ni un momento. Por supuesto que al principio me sentí muy halagada, pensaba que mis hijos me querían y una vocecilla en mi cabeza me decía que se los debía. Los había abandonado tanto tiempo que aceptaba todas sus interrupciones e invitaciones por la culpa que sentía.
Pero, después de cinco días tenía los nervios crispados. Tenía episodios de sofoco y casi todo el tiempo sentía que me faltaba el aire. Me daban unos calores tremendos y tenía arranques de ira inexplicables. Llegué a pensar que me había asaltado la menopausia intempestivamente. Les rogaba a mis hijos que me dieran un poco de intimidad, pero cada vez que les reclamaba ellos ponían su carita de pobres niños abandonados y se disculpaban haciéndome sentir mucho más culpable. Me decían que sí, que no había problema, pero al rato otra vez ya tenían planes para mí y buscaban una nueva excusa para no dejarme sola. Por supuesto que encontraba la manera de masturbarme a solas, bañándome o encerrándome en el baño para hacer mis necesidades, pero eran toqueteos apresurados, nerviosos, paranoicos, dirigidos exclusivamente a conseguir un orgasmo rápido, sin ruido, sin pausas, sin satisfacción. Mis orgasmos eran mi droga: una vez que conseguía mi dosis podía volver al mundo sintiéndome normal, aunque fuera por un rato. Pero las dosis ya eran tan escasas que la abstinencia me atacaba cruelmente.
Mi hijo comenzó a vestirse con mucho más cuidado, aunque estábamos de vacaciones él parecía vestirse para salir todos los días. Se perfumaba y arreglaba con esmero o directamente aparecía en toalla o en calzones por la casa, yo lo reprendía, pero minimizaba mis reproches y se lucía paseando y modelando. No recuerdo una sóla ocasión ese diciembre en que no lo encontrara perfectamente vestido o semidesnudo. Yo tenía que aceptar que se veía guapo y mi hija metía el tema cada vez que podía. Me hacía voltearlo a ver y me reñía cada vez que le reprochaba algo. Mi sentido del olfato parecía muy sensible y sus lociones llegaron a enloquecerme, el olor a hombre estaba presente en toda la casa, y me daban ataques de ira sin destinatario cada vez que lo percibía. Es decir, todo el tiempo, (ahora me doy cuenta que percibir ese olor coincidía con mis asaltos “menopáusicos”) Incluso mi cama comenzó a oler a hombre, un distinguible olor a semen mezclado con loción parecía haberse instalado en mi cama y, aunque comencé a cambiar sábanas y cobijas diario el olor nunca se iba. Llegué a pensar que me volvía loca y que todo era debido a mi falta de hombres. Navegaba entre estados de semiexcitación constante y súbitos ataques de ira. Nada sabía yo que todo era parte del plan macabro que mi hija había diseñado para su hermano conmigo (Ahora estoy segura, aunque mi hijo, eso nunca lo confesó, que mi hijo impregnaba su semen y su loción en mi cama todos los días).
A mediados de diciembre las cosas empezaron a ponerse absurdas. Mis hijos hacían planes conmigo pero después mi hija, de último momento los cancelaba o se iba a la mitad de la película, a la mitad de la cena o a la mitad de cualquier cosa que estuviéramos haciendo. Mi hijo y yo empezamos a pasar mucho tiempo juntos. Ahora que lo recuerdo, mi hijo parecía siempre ansioso, pero yo pensaba que ambos lo estábamos por la misma razón. Ninguno de los dos estábamos acostumbrados al otro. Yo me enojaba mucho con mi hija pero trataba de conciliar y hacer que él se la pasara bien. Y aunque a veces parecía no lograrlo, mi hijo nunca me dio señales de aburrimiento ni de cansancio. Al contrario, me hacía pensar que cada momento conmigo era único y fascinante. Debo confesar que mi ego disfrutaba al saber que podía convivir con un hombre joven, guapo y que gozaba de mi compañía. Un cariño cómplice surgía en mí. Totalmente nuevo. Fue entonces que sus acercamientos físicos comenzaron a repetirse. Me tocaba o rozaba con cualquier excusa. Se acercaba a mí más de la cuenta. Me tocaba la pierna al platicar y varias veces fingía quitarme pelusas o restos de comida de los pechos o de la cara, cada vez con más confianza aunque siempre con un toque de ansiedad que yo traducía como natural por su edad y por nuestra relación. Me enardecía en cada ocasión. Pero yo pensaba que él lo hacía ingenuamente y en ningún momento tuve pensamientos morbosos con mi hijo. Todo lo traducía a mi falta de hombres. Hay que tener en cuenta que casi cada contacto masculino me enardecía de igual manera: el saludo de mi vecino desde la reja cada que sacaba el coche me excitaba de modo absurdo, cada llamada telefónica con un hombre me despertaba el cosquilleo (así fueran las llamadas del telecable o del banco), hasta la presencia del viejo jardinero me significaba un cambio de temperatura del que ya no tenía control. Los mejores momentos eran en el gimnasio, donde veía hombres musculosos por todos lados, a todos les coqueteaba, pero mis hijos, que se habían empeñado en acompañarme también ahí, me mosqueaban todos los contactos. Me consolaba pensando que ya tendría tiempo de sobra cuando se fueran. Debo decirlo así, me sentía como una perra en celo, encerrada en una jaula, con la comida a la vista y con la noticia de ser liberada pronto.
Todo cambió la tarde en que, después de regresar del gimnasio, me metí a la cocina a comer algo y prepararme un vodka bien cargado (yo, por esas fechas ya tomaba mucho, cada vez más y más temprano). Se me antojaron unan galletas saladas que estaban en la parte más alta de la alacena. Hice maroma y media para alcanzarlas pero fue imposible. Supongo que por el ruido que hacía (entre saltos y mentadas de madre) llamé la atención de mi hijo que se apareció por la puerta, otra vez semidesnudo. Él llevaba un calzón biker pegadito, el torso desnudo y su cuerpo brillaba perlado por el sudor. Yo apenas una licra sin calzones y una blusita corta. Alcancé a mirarlo de reojo y no me dio tiempo de reñirle, pues rápidamente se acercó con una mueca de burla, me tomó de la cintura y me levantó para alcanzar el estante. Mi reacción fue automática. Un contacto tan masculino y tan intenso no lo había tenido en semanas. Mi cuerpo reaccionó como si estuviera convulsionándose y no fui capaz de tomar las galletas. Fingí que me hacía cosquillas y me retorcí para que me soltara, pero en vez de soltarme me fue bajando lentamente haciendo que mis nalgas resbalaran por su bellísimo abdomen y terminaran embarradas con el bulto que sobresalía de sus calzones. Me reía de nervios, casi histéricamente, y cuando estuve en el suelo quise voltearme pero él me apretó contra la barra, mirando hacia arriba y haciendo ademanes de querer alcanzar las galletas. El olor de hombre me llegó en ese instante y entonces perdí la razón. Prensada entre la barra y mi hijo sentí claramente su miembro en medio de mis nalgas y me recliné sobre el lavabo en estado de shock mientras él terminaba la operación de bajar las galletas. En algún momento recargó una mano en mi espalda, pegándome a la barra y haciendo que mis nalgas se levantaran. Pasaron siglos, apretándome fuertemente contra la barra con cada intento de brinco por alcanzar las pinches galletas. No pude acallar mi garganta que emitía gemidos un tanto por la sorpresa y otro tanto porque realmente me estaba aplastando, quería articular palabras, decirle que se quitara, que me estaba incomodando pero no fui capaz de hacer que las palabras llegaran a mi boca. Lo que único que yo sentía, y perfectamente, era el tronco de mi hijo a todo lo largo de la raya entre mis nalgas (no llegaba a ser una erección en toda regla, pero claramente tampoco era un miembro en estado de reposo, hasta llegué a distinguir las comisuras de sus venas y el inicio de su glande), Mi postura hacía que se encajara cada vez más cerca del culo. Era imposible no sentirlo y era imposible que no me sintiera. La sensación de ese miembro tan cercano y capaz de penetrarme ocupaba toda mi mente y todo mi cuerpo. Y por un instante, un pequeño instante intenso y convulsivo su miembro rozó la entrada de mi ano y yo no fui capaz de no desear toda esa erección dentro de mí. Ahogué un grito desesperado, no por el salvaje movimiento con el que estaba siendo dominada, sino por ese instante de deseo insano. De locura. Fue entonces que sentí, apenas sentí, que su miembro se movía, había dado un brinco, estoy segura, pero casi al mismo tiempo mi hijo se separaba y me liberaba. Pensé que iba a perder la conciencia y me desmayaría. Pero mi hijo azotó las galletas en la barra asustándome y dijo, Ahí está ma. Todavía me dio una nalgada como juguetona (nunca lo había hecho) y salió de la cocina, al parecer, tan tranquilo como había llegado.
Quien sabe cuánto tiempo habré permanecido en esa posición. Las piernas me temblaban y tenía que sostenerme, con los pechos sobre la barra y agarrada de las manijas del lavabo para no caerme. No ha pasado nada no ha pasado nada, me repetía como un mantra mientras me reponía. Pero lo cierto es que nunca me había sentido tan profanada.
Cuando por fin me recuperé un poco y pude voltearme, me di cuenta que tenía mojada la entrepierna. Mojada como si hubiera tenido una venida esplendorosa, mojada como sólo me mojaba cuando la excitación me arrobaba. Mojada por sentir el cuerpo y el miembro de mi hijo en el culo. Sentí que mi cuerpo me había traicionado. Tomé casi por instinto el vaso de vodka, la mano me temblaba lo suficiente para hacer tintinear los hielos de modo casi cómico, y después de darle un trago, con unas nauseas indecibles, vomité medio intestino en el lavabo.
Pasé el resto de la tarde encerrada en el baño llorando. Sentía que había hecho algo sucio. Las imágenes y las sensaciones se repetían en mi cabeza una y otra vez. Trataba de entender que había hecho yo para que ocurriera aquello, sin embargo me asaltaban las sensaciones y la película volvía a empezar. Extrañamente, mis hijos me dejaron unas horas en paz. No había más ruido en la casa que mis lloriqueos y llegué a pensar que me había quedado sola. Todos los demonios y angustias pasaron frente a mí durante esas horas. Me reproché haberme vuelto una calentorra, una adicta al sexo y al orgasmo, porque eso era yo, una adicta. Me juré que cambiaría, que nunca más iba a permitir que mi cuerpo me dominara. No podía ser tan sucia, no podía desear a mi hijo, no debía. Pero al anochecer, mis hijos comenzaron a pasar, de cuando en cuando, a tocar la puerta y preguntar si me sentía bien. En mi estado de shock me preguntaba si mi hijo no se habría dado cuenta de nada, pues su voz, del otro lado de la puerta me parecía irrealmente normal y tranquila. No ha pasado nada no ha pasado nada, comencé a repetirme de nuevo cuando entendí que tendría que salir del baño en algún momento.
Salí y me topé de frente con mi hija, que me miraba entre burlona y extrañada. Me dijo, con ese tonito suyo que tanto detesto, que me veía realmente mal y llamó a gritos a su hermano. Yo, espantada como estaba, traté de decirle que no era necesario y me encaminé trastabillando al cuarto, pero unos instantes después sentí que los brazos de mi hijo me tomaban de la cintura mientras mi brazo lo pasaba por su cuello. Me desplomé y me llevaron cargando a la cama, donde cariñosamente me recostaron. Un cansancio de plomo me impedía resistirme. No quería mirar a mi hijo, pero lo tuve que hacer cuando él me acomodó la almohada. En su mirada solo vi cariño y preocupación. No ha pasado nada no ha pasado nada me repetí mentalmente cada vez con más alivio. De pronto todo lo ocurrido y las horas en el baño me parecieron un sueño irreal y lejano. Mi hijo dijo algo sobre la caducidad de las galletas pero yo sólo atiné a decirle que lo quería mucho. Me abrazó cariñosamente, después me abrazó mi hija y yo sentí tal alivio que pronto dejé de estar en la tierra. Todavía escuche que dijeron algo sobre llamar a un médico, apagaron las luces y se marcharon. Yo caí en un sueño profundo y tibio. No ha pasado nada, que maravilla, no ha pasado nada…
Dormí trece horas seguidas y me desperté más relajada de lo que había estado en muchos días, tal vez en años. Me sentía cálidamente bien aunque un foco rojo se prendía intermitentemente en mi conciencia. No le quise hacer caso. Afuera, un barullo de fiesta se oía desde la cocina. El estéreo sonaba a todo volumen. Al asomarme vi a mis hijos cantando y bailando frente a diferentes platos y utensilios de cocina. Los miré extrañada, ¿qué pasa?. Cuando se percataron de mi presencia me sonrieron maravillosamente y, los dos al mismo tiempo, casi a gritos me preguntaron, que si ya estaba lista, que si ya me sentía bien, que les pasara esto, que les pasara aquello, que si quería ayudarlos. Yo no entendía nada. Hasta que mi hija, con un mohín, bajó el volumen del estéreo y se quedó esperando una respuesta que no acudía a mi mente. Mamá, me gritó, es navidad y tenemos que hacer muchas cosas, hay que terminar de preparar la cena, hay que ir por los regalos, hay que arreglar este relajo, y tu estás ahí como boba solamente viéndonos. De pronto tomé conciencia que era navidad. Sonreí bobamente unos segundos más (o tal vez horas). Hasta que mi hija me alargó un vaso de vodka que ya estaba servido, (qué maravilla sentir el vaso en mi mano, era ahora sí, la escena perfecta) a empujones me llevó al baño, me señaló la regadera y me dijo que me esperaba en quince minutos abajo. Rematé el vodka de un trago (en ese momento no pensé en qué hacía un vaso de vodka servido esperándome y porqué me lo había ofrecido mi hija, eso nunca había pasado, ese detalle llegaría a mi consciente mas tarde y, aunque extrañada, no le di importancia). Me bañé deliciosamente, como hace años no lo hacía, tardé más de media hora en la regadera y al salir todavía me tardé otra media hora en vestirme. Al bajar mis hijos seguían de fiesta, me uní sin recelos al relajo mientras preparábamos la cena y al rato salimos de la casa.
El resto del día fue una locura de idas y venidas, de compras de regalos y de tiempos interminables en probadores, de carcajadas y de tumultos en las cajas. Mi hijo estaba especialmente cariñoso conmigo y a ratos notaba una mirada que buscaba complicidad en la mía. El foquito rojo de alarma se volvía a prender, sin embargo, su sonrisa serena y cariñosa terminaba por apagarlo. No ha pasado nada, no ha pasado nada. Y si pasó, fue en otra vida.
Regresamos al final de la tarde. Descansamos un rato y al poco tiempo ya estábamos otra vez en los preparativos de la cena. Yo me animaba con vodka y ellos bebían cerveza. Mi hija se fue a cambiar para ponerse una pijama y a mí me encantó la idea de cenar cómodamente, al rato, los tres volvimos empijamados. Me puse un pijama short con una blusita sin mangas. Mi error fue no darme cuenta que el alcohol empezaba a permear mis ideas y decisiones. Debí haber parado pero no lo hice. Estaba demasiado alegre, demasiado acelerada para detenerme. El foquito rojo se fundió ahogado en el cuarto vasito de vodka y en algún momento pensé que si había sobrevivido a lo de ayer, nada podría pasarme. Me sentía poderosa. Tontamente poderosa.
Antes de sentarnos a cenar yo ya estaba ebria, en ese estado de embriaguez que se da cuando una lo que quiere es dejar de pensar. El perfecto estado para hacer pendejadas. Cantaba y bailaba sensualmente, dejándome llevar por la música y las sensaciones. Me justificaba diciéndome que el cuerpo era así, que lo que sentía, ese cosquilleo en la entrepierna, era normal, natural en una mujer en plenitud. Me convencí, todavía no sé cómo, que lo que había pasado ayer era la reacción natural que ocurría cuando un hombre y una mujer, en pleno uso de su cuerpo, se tocaban de esa manera. Mi mantra, no ha pasado nada, dejó de tener sentido, lo sustituí por otro que, además, me alegraba la embriaguez, Lo que ocurrió fue bello porque fue natural.
Me estaba ocurriendo lo que siempre me pasa cuando tomo de esa manera, me pongo cachonda y seductora, mis hijos me veían divertidos y se dirigían miradas cómplices que yo traducía como simple hermandad. Yo sentía esa adorable lubricación que me había acompañado durante las primeras semanas después de estrenarme en el mundo de los orgasmos. Pero debo decir aquí, debo decirlo, no era porque pensara cogerme a mi hijo, no, ni que tratara de seducirlo. Nada de eso, simplemente estaba disfrutándome y dándome el permiso de sentir de nuevo. Incluso, en algún momento me escabullí al cuarto, saqué de su escondite mi consolador y tontamente le dije, Hola chiquito (aunque de chiquito nada) hoy mami te va a usar de nuevo… Me divertí con mi propia ocurrencia y regresé a la cocina fascinada con la expectativa. El ambiente era de relajo y diversión. En realidad, ya estábamos los tres borrachos. Nos hacíamos bromas, nos aventábamos pedacitos de queso, nos pasábamos las cacerolas cantando. Aunque habíamos preparado la mesa del comedor, terminamos cenando ahí, en la cocina, alrededor de la barra central, de pié y picoteando platos. Y por supuesto, chupando. El estéreo sonaba a todo volumen. Bailábamos entre nosotros cuando nos cruzábamos por la cocina. Mi hija era naturalmente cachonda al bailar, me encandilaba y me invitaba a seguirla. Mi hijo parecía encantado, intentaba seguirnos el paso, pero torpe como era, sólo conseguía divertirnos. Le bailábamos cachondamente, como un juego, hasta que lo hacíamos sonrojar y soltábamos la carcajada juntos. Yo estaba completamente excitada, ya forzaba la respiración aunque fingía ser por el baile. La temperatura había subido 15 grados en mi cuerpo y yo trataba de abanicarme con lo que fuera. Llegué a pensar que me tendría escabullir de nuevo para darme una dosis de “mi chiquito”. Pero tampoco quería perderme un solo minuto de esa diversión. Qué tonta fui, ahora me reprocho, todos los días, no haberme ido al cuarto a desahogar mi calentura. Tal vez nada de lo que siguió hubiera pasado nunca.
No sé cómo llegamos a ello, pero en algún momento mi hija y yo nos acercábamos a su hermano por turnos, lo acorralábamos contra la barra y le bailábamos cachondamente, compitiendo para hacerlo más cachondo cada vez. Aunque al principio sólo era un baile a prudente distancia y sólo con algunos roces. Pronto fuimos subiendo la apuesta. Yo había estado dos o tres veces en un table dance acompañando a sujetos impresentables que me llevaban para calentarme (y calentarse ellos) así que alguna noción tenía de lo que ocurría en los privados. Y comencé a aplicarlo con mi hijo. Ya casi no era un baile, sólo repegaba nuestros cuerpos y le embarraba mis senos y mis nalgas contra el suyo. Sentí por primera vez su erección, ahora sí completa y total. Es importante decir que cuando una le bailaba al muchacho, la otra no dejaba de hacerlo, no es que nos quedáramos mirando el espectáculo de la otra, sino que nos animábamos y empujábamos a la otra para que el contacto con el chico fuera más intenso, más cachondo y, hasta ese momento, más divertido. Todo era un juego. Las risas y las carcajadas acaballaban mis dudas. Pero cuando sentí esa erección entre mis piernas – tenía una pierna al aire, estaba completamente apoyada contra él, casi a horcadas sobre él, haciendo movimientos de coito – sentí una pequeña vacilación. Pero mi hija ya estaba atrás de mí, de espaldas me empujó recargándose sobre mí así que no hubo manera de despegarme. Mi hijo me tomó por la cintura y fue bajando su mano hasta mi nalga, sosteniendo la pierna al aire. Comenzó a lamerme el cuello y le dio un mordisco a mi oreja. Tuve que morderme los labios para no soltar un gemido y venirme en ese momento. Afortunadamente la canción acabó y nos separamos. Yo para tomar aire y vodka. Las carcajadas seguían pero el ambiente había cambiado. En mi hijo veía una mirada de locura que no le había visto jamás. Mi hija se reía embobada, ajena a todo, sosteniéndose de la barra. Les dije, Ya, ya estuvo, esto se está poniendo muy cachondo y perverso, pero el tono de mi voz, alegre y excitada, no fue suficiente para que llegara a ser una orden. Lo tomaron a burla y brindaron por las perversiones, por los cachondeos y por la borrachera que traíamos. Yo me carcajeaba histéricamente. Y todos nos bebimos nuestros vasos hasta el fondo. Mi hijo me abrazó por la espalda, pero yo no quería sentir esa erección de nuevo, así que me puse de lado aunque recargué mi cabeza en su hombro. Mi hija propuso que nos sirviéramos otra ronda y al mismo tiempo, gritando, dijo que tenía que hablarle a su papá y salió corriendo de la cocina. Yo me disponía a servir la ronda cuando mi hijo me tomó por la cintura y me giró violentamente. Sonreía, como sonríen los locos antes de hacer su fechoría. Se pegó a mí y trató de darme un beso, pero yo lo rechacé quitando la cara y le dije que no, que eso no. Sentí su erección entre mis piernas y tontamente las abrí levantando una que él tomó y la guió para que lo rodeara. La carpa que tenía delante tocó mi vagina a través de la ropa y yo me mordí los labios, su sonrisa me contagiaba, y yo no podía quitar la mía. Detente, le decía, pero con cada empujón, cada vez mas fuerte, yo iba perdiendo la cabeza. No paraba de decirle que se detuviera, pero ni mi cuerpo me hacía caso y mis caderas ya acompañaban sus movimientos. Su pene erecto chocaba contra las telas en la entrada de mi vagina. No hagas esto, no lo hagas, decía mientras mi hijo golpeaba con su miembro mi entrepierna. Pero con cada empellón, la fuerza de mis palabras se desvanecía y tenía que volver a conjurarla. Estaba tan mojada y tan abierta que, a pesar de la ropa, sentí que la cabeza de su pene lograba penetrarme. Apenas un poco pero suficiente para enardecerme. Solté un alarido y mi cuerpo dejó de resistirse. Me colgué de su cuello y me pegué a él. Tendría un orgasmo en cualquier momento, y no cualquier orgasmo. Pero yo no quería, no quería tener un orgasmo con mi hijo, me parecía que saltar esa barrerra sería el acabose. Eso no lo podía permitir, no lo debía permitir. Escuché mi propia voz diciendo, No lo hagas, no lo hagas. Pero tanto más me resistía tanto más sentía que una fuerza, como un puño me abría las entrañas y pugnaba por salirse. Sentía enojo, desesperación, deseo, placer y rabia en un carrusel que se repetía y se repetía. Su pene golpeaba el interior de mi vagina, era tal la presión que ejercía que llegué a imaginar que las telas terminarían por ceder y entonces lo sentiría dentro de mí. Mi cuerpo empezó a temblar, como si estuviera convulsionándose. Eso lo sacó de ritmo y yo aproveché para empujarlo y separarme. Me agaché y solté mi cuerpo, las piernas comenzaron a fallarme y chorros de agua comenzaron a escurrir por mi entrepierna. No, no era un orgasmo, era una venida desesperada. Truculenta y sucia, pero también interminable, fascinante y abarcadora. Y parecía no terminar nunca. Apenas podía jalar aire y jadeaba cada vez que lo intentaba. Mi hija apareció por la puerta y, con su sonrisa boba, preguntó que qué pasaba. Mi hijo le dijo que me había pisado el pié y yo instintivamente comencé a sobarlo. La sensación comenzaba a ceder aunque yo seguía temblando. Tomé discretamente una servilleta y para secarme el hilillo de agua que me escurría por la pierna. Mi hija comenzó a servir la ronda despreocupada y mi hijo se acercó a decirme, Ya mamá, perdón, ¿quieres que te ayude? Yo aproveché para soltarle un puñetazo en cualquier lado, pero algo me dijo que no debía hacerlo parecer tan serio. Creo que la presencia de mi hija, todavía sonriente, y los recuerdos de los momentos tan alegres que habíamos pasado hace apenas qué ¿dos minutos? ¿tres? ¿Cuánto había durado esto?, (estaba segura que no mas de dos o tres minutos) me hicieron fingir una sonrisa. El ambiente, que dos segundos antes se cortaba con cuchillo, pareció distenderse. Me voltee a ver a mi hijo y le dije, en tono de burla, Cabrón, me dolió. Y en el volvió a aparecer una sonrisa que, aunque un poco culposa, seguía siendo mordaz. Me incorporé, todavía sobándome el tobillo, tratando de ocultar los temblores de mi cuerpo y les dije, Entonces qué ¿en qué nos quedamos? Mi hija me recordó que yo iba a servir la ronda pero que no me preocupara, ya estaba hecho. Me acercó el vaso y yo lo tomé como salvavidas. Me lo empiné de un solo trago. Pedí otro, me lo empiné igual aunque lo dejé a la mitad. La sangre comenzaba a circular de nuevo por mis venas y la sedación del alcohol me volvía a envolver como capa de algodón. Mi hija volvió a decir que estábamos brindando por las perversiones y la cachondez. Y yo le dije que ya no más perversiones ni cachondez por el resto de la noche, ya había tenido suficiente. Miré de reojo a mi hijo y este me guiñó el ojo pícaramente así que sólo me quedó soltar una carcajada. Mi hija se levantó, diciendo que entonces la fiesta había terminado y amenazó con irse. Yo instintivamente le grité que no. No quería volver a quedarme sola con mi hijo. No podría resistirlo. Les propuse que jugáramos algo, pero después de varios intentos vanos, nada parecía funcionar. En el estéreo empezó a sonar una salsa y les propuse bailar. Pero mi hijo, con sus dos pies izquierdos, estaba imposibilitado. Con mi hija era diferente. Se dejaba llevar y me llevaba sabroso. Por un momento pensé que las cosas volvían a la normalidad. Después de dos canciones, mi hija tomó a su hermano, lo atrajo a nosotras y nos dejó bailando. Yo pensé que se iba a servir otra copa, pero después de dar unas vueltas sin saber qué hacer, salió de la cocina intempestivamente, yo sabía, para ya no regresar. Todavía, queriendo aparentar, bailamos una canción más.
¿Te das cuenta lo que has hecho? Le dije unos minutos después. Aunque intentaba ser seria, no lograba quitar esa media sonrisa estúpida que se había instalado en mi boca. El comentario sonó sarcástico, no de reproche. Si ma, dijo acercándose, Es que no pude contenerme. Yo lo detuve, a cierta distancia mía, pero estábamos más cerca de lo prudente. Mi hijo sonreía como entre apenado y morboso y yo no lograba odiarlo como debería. Mi cuerpo, que era un hijo de puta, caliente y traicionero, que yo no había aprendido a controlar, volvió a empezar. En segundos, con su cercanía y su sonrisa había logrado mojarme de nuevo. ¿Y crees que eso está bien? Volví a decirle intentando, otra vez que sonara a reproche, pero nada salía como debería, sonó más bien cómo si fuera un juego. Él intentó acercarse un poco más pero yo lo seguía deteniendo con una mano. Si ma, pero yo soy un hombre y tú eres una mujer, eres bellísima y te deseo, es natural. Dijo acertando en mi mantra y destrozando de lleno así los pocos resquemores que me quedaban. Aflojé la mano y el se acercó pleno. Pude sentir su aliento, y un leve roce con su erección. Bajé la mano para alejarla de mí pero en cuanto la toqué la cabeza me dio vueltas. Una verga en mis manos era lo que yo más había deseado durante casi un mes. No importa cuál sea, me dije rápidamente para callar a la conciencia. Una verga es una verga, él es un hombre y yo soy una mujer, es natural, fue lo último que me escuché decir para convencerme. Comencé a sobarla por encima de su pantalón. Era delicioso. De todas maneras le dije, Esto está mal, cabroncito, ¿lo sabes?. Asintió mordiéndose el labio. No deberías tocar a tu madre, Está prohibido, No debes desearme y yo no debo querer que me la metas. Le dí un fuerte jalón a su talle. Mis propias palabras me calentaban de modo insoportable. Su mirada ya era perversa y esa perversión me enardecía. No pude contenerme más y bajé su pantalón de resortes de un solo jalón. Una pinga salió disparada apuntándome casi a la cara. Comencé a sobarlo mientras le seguía diciendo obscenidades, sandeces que se me ocurrían. Esto no te debe gustar, le decía, No debes disfrutarlo, Te vas a ir al infierno, No quieres cogerme porque no me deseas, Sólo eres un pervertido marrano. Sentí que su líquido seminal saltaba hacia mi ropa y mojaba mi mano. Entonces tomó mi short y comenzó a bajarlo sin delicadeza. Yo lo detenía y le decía que no, No lo vamos a hacer. Eso lo desbalanceaba un poco y se detenía extrañado. No creo que entendiera. Entonces tomé su mano, se la solté del short y la llevé a mi pecho. Volvió a centrarse y pareció olvidarse por un momento del short, metiendo su mano por debajo de mi blusa. Me sobaba los pechos con desesperación y yo comencé a gemir. Por un momento pensé en hacerlo terminar así y aliviarme pensando que no pasaría a más. Pero también estaba loca de deseo. Con solo imaginarlo dentro de mí, espasmos de placer inundaban mi cuerpo. La lucha interna se ganaba por turnos, hacerlo terminar y dejar todo ahí, era la mejor idea, me convencía, hasta que la imagen de un pene penetrándome volvía a tomar forma y yo empezaba a sufrir (porque los sufría de veras) pequeños orgasmos vaginales que cuando terminaban, hacían regresar la idea anterior. Así estuve yo unos minutos. Cuando sentí que él estaba a punto de terminar paré en seco. Le ordené (como solo una madre puede) que no lo hiciera y él pareció asustarse. Se quedó de piedra. No sé qué me impulsó a empujarlo y alejarme de ahí. Caminé hacia la sala con una sonrisa de triunfo (no sé bien triunfo de qué, pero así me sentía, triunfante). Pero entonces él me alcanzó por detrás, me abrazó y me empujó contra la pared, tomo mis manos y las recargó encima de mi cabeza. Yo empezaba a estar asustada aunque al mismo tiempo me asombraba la nula resistencia que mi cuerpo le presentaba. Se bajó más el pantalón, comenzó a forcejear con mi short mientras me aplastaba contra la pared. Yo le decía que no, le decía que me soltara, No me vas a coger. Pero ya no estaba en sus cabales. Hay un momento, una línea que no se debe cruzar con un hombre, una vez cruzada es un toro que ya no responde a nada. Ni siquiera a su madre. Bajó mi short a la fuerza hasta media rodilla e intentó penetrarme, pero era imposible. Volvió a forcejear conmigo sin dejar de aplastarme hasta que logró que el short estuviera en el piso. Yo empezaba a lastimarme, rozándome contra la pared así que cedí, levanté una pierna, liberé el short y supe que todo estaba consumado. Todavía, al separar las piernas y levantar mis nalgas para recibirlo le dije No lo hagas, No lo hagas, por favor no lo hagas. Pero sentí su primera embestida y todo su miembro penetró mi cuerpo. Una energía expansiva me hacía sentir, literalmente que estaba siendo penetrada desde la vagina hasta la punta de mis cabellos. Comencé a gemir de manera descontrolada. Le decía entre jadeos, Qué me haces, Qué le estás haciendo a tu madre, No lo hagas, Detente, Por favor detente. Pero no duró mucho. Treinta segundos después empezaba a tener otro orgasmo cuando sentí que su líquido caliente me inundaba las entrañas. Entonces exploté. Grité como loca, me volví loca. Le agarraba las nalgas y le enterraba las uñas con saña desesperada para no dejarlo salir. Todo mi cuerpo empezó a tener espasmos y sentía como si mi cuerpo fuera a romperse en una explosión de placer inaudita. Mis senos se erectaron de manera descomunal, todos los bellitos de mi cuerpo saltaron electrificados. Sentí que la cabeza, los ojos, los oídos, la boca y la nariz se saturaban y por instantes los perdía. Dejé de respirar, ya no pude jalar más aire. Mis piernas me fallaron pero al doblarse mis rodillas chocaron contra la pared y como yo seguía temblando se rasparon y lastimaron hasta sangrar. De modo inexplicable, yo era perfectamente consciente de todo. No podía controlarlo pero era capaz de percibir cada una de mis sensaciones y experiencias. De pronto supe que me moría. Lo supe y una inmensa felicidad me invadió. Una tranquilidad avasallante se iba abriendo paso por mis venas, por mis nervios, por mis huesos, por todos los músculos y por mi piel. El corazón bombeaba los últimos estertores eléctricos sangre, placer y penas. Y cuando bombeó el último, me desplomé. Y me morí.
La petite mort.
Mas me hubiera valido haber muerto, durante años valdría más muerta que viva (un seguro de vida comprado por mi ex marido, escandalosamente caro, les hubiera hecho millonarios al instante).
Pero no morí. Me desperté unos segundos después, en el piso, en una posición imposible. Y con cada uno de mis músculos completamente inútiles. Supe que habían pasado apenas unos segundos porque todavía me costaba respirar. Al voltear a ver a mi hijo, desde el suelo, vi su mirada clavada en la mía, perdida, también extenuado. Después me confesaría que al desplomarme entró en shock. No se movió un milímetro de donde estaba y cuando estaba a punto de la histeria, yo desperté. En su mirada pude notar que había sentido lo mismo (si no lo mismo algo muy parecido) que yo. Nada en nuestra vida había sido tan intenso y, en mi caso, ya nada lo sería.
Le extendí la mano, lo jalé para que se acostara conmigo. Y ahí, en pleno suelo de la sala, nos quedamos dormidos.
Desperté en mi cama. Sueños ligeros y confusos me hicieron mal dormir toda la noche. Abrí los ojos y me sentí literalmente apaleada. Es un cliché decir que me sentía atropellada, pero así se siente. Me dolían músculos imposibles y un ardor especial me escocía las rodillas. Al querer revisar mis rodillas me di cuenta que estaba absolutamente desnuda. Unos segundos después tomé conciencia de todo. Las imágenes se superpusieron una a una. Lo recordaba todo.
Pero lo que más recordaba, era la loca sensación que tuve al venirme con mi hijo adentro. Una espiral de desesperación, acompañada de carcajadas histéricas, seguidas de llanto desconsolado seguidas de oleadas de calor me torturaron el resto de la mañana. Como un herida, que al rascarse brinda placer, me la rasqué toda la mañana.
Pasadas unas horas, no se oían ruidos en la casa, era probable que siguieran dormidos después de la borrachera de anoche. Pensaba si mi hijo tendría la cara dura de aparecerse como si nada otra vez frente a mí. Y no me equivocaba. Al poco rato de oir ruidos por la casa se abrió mi puerta y el niño apareció, con todo su esplendoroso cinismo, con el torso desnudo y unos calzones bóxers. Yo me hundí en la cama y pudorosamente tapé mi desnudez hasta el cuello con las sábanas. Tomaba con tanta fuerza las mismas, como si temiera que me destapara, que fue imposible hacerme la dormida. Buenos días mamá, dijo con una mueca. Yo sentí que un resorte me impulsaba el culo y apenas tapándome me erguí para encararlo. Eres un cabrón, le grité, ¿Te das cuenta lo que me hiciste anoche? ¿Sabes lo que significa? ¿Porqué? ¿Porqué lo hiciste? ¿Porqué?... Después de unos segundos, mirándome con su estúpida cara de inocencia maldita, gimoteó, Mamá, Yo pensé que… Tu también lo querías ¿o no? Perdóname mama, Yo no quería… Yo no quería. Nuestras lágrimas no tardaron en resbalar por las mejillas. Lo vi tan asustado como yo. No supe que hacer, así que sólo llorábamos y llorábamos sin atrever a mirarnos. Él se disculpaba entre jadeos y yo sólo repetía poseída ¿Qué hicimos? ¿Qué hicimos? ¿Cómo pudimos? ¿Porqué? ¿Porqué lo hicimos? ¿Porqué?
Tomó mi mano y yo se la apreté con fuerza. Nos abrazamos. Aunque tuve el cuidado de evitar que nuestros cuerpos se tocaran desnudos. Puse la sábana entre nosotros y lo abracé como cuando era un niño. Una canción de cuna me salió de los labios y comencé a cantarla hasta que sus jadeos comenzaron a ceder. No sé en qué momento ambos nos quedamos dormidos.
(Después me confesaría, que aquel día sus lágrimas eran por razones distintas a las mías, yo todavía pensaba que todo era un mal juego del destino, un descuido idiota de mi parte, sentiría todo el peso de la culpa sobre mis hombros por lo sucedido y por lo suceder, pero él sabía que todo había sido planeado. Se arrepentiría después, porque aunque pensaba que lo que quería era cogerme, no soportaba la idea de lastimarme y perder mi amor. Tarde se dio cuenta que lo que quería era hacerme el amor).
De todas maneras, nada en esta vida es como debería y todos estamos locos. Al quedarnos dormidos no sabíamos que ya nada sería igual. No se puede. Hay barreras que no deben traspasarse nunca, porque no hay puerta de regreso.
Dos días después mi hija se iría a sus supuestas vacaciones en España. Nos despedimos sin mucha emoción, pues yo pensaba verla en dos meses y ella quería evitar a toda costa arrepentirse o que descubriera sus planes. Durante esos dos días mi hijo y yo fingimos normalidad, pero era imposible. Cada mirada nos delataba. A cada rato lo descubría viéndome el culo y saltando asustado cuando le llamaba. Aunque intentábamos seguir la rutina, ya nada parecía posible. Yo me descubría viendo televisión durante horas sin tener la menor idea de lo que pasaban en pantalla. La única película que veía era la de mi hijo, rondando por la casa, sin saber bien qué hacer. Era peor cuando coincidíamos en un lugar. O lo llenábamos de silencios incómodos o con pláticas superficiales que se vaciaban a los pocos minutos. Mi hija desaparecía por largas horas en la calle argumentando que tenía muchas cosas que hacer, dejar y cerrar antes de su viaje.
Al regresar del aeropuerto dije Basta. Lo llamé al comedor y nos sentamos a platicar. Al poco nuestra plática giraba en torno a esa noche. Y nada más idiota que recordar, con lujo de detalles, tratando de ser conciliadora, el mejor orgasmo de tu vida. No tardó mucho para que nos abrazáramos perdonándonos todo y haciéndonos promesas imposibles. El abrazo duró más de lo adecuado y al soltarnos él me dio un piquito y una nalgada. Yo le devolví el piquito y le intenté pellizcar la nalga, él se defendió dándome más piquitos y haciéndome cosquillas. Yo, que estaba completamente mojada desde hacía cuarenta minutos, me retiré a mi cuarto para aliviarme las ansias. No pude, no quería resistirme más. A los pocos minutos apareció en mi cuarto, con una erección de caballo, diciendo que no podría oponerme. Yo le mostré el consolador que tenía entre las piernas y se aventó encima de mí. Me penetró al instante. Terminamos ambos en unos cuantos segundos y nos besamos como si no hubiera un mañana. Y lo cierto es que no lo había. En cinco días él partiría a Inglaterra por su intercambio y esa sombra (y esa excusa) sería suficiente para permitirnos todo tipo de desenfrenos.
Solamente esa noche se vino seis veces dentro de mí, con lo que eso, traducido en tiempo y forma significa. Fue un maratón de ocho horas de puro y duro sexo. Yo perdí la cuenta de mis orgasmos al llegar a 16. Debería ser una marca mundial. Al medio día despertamos y nos bañamos juntos. Ahí me cogió de nuevo, ya sin tapujos, y es una de las sesiones más cachondas y sabrosas que recuerdo. Fuimos al cine y lo volvimos a hacer en el cine, cosa que yo nunca hubiera imaginado. Había escuchado historias, pero me parecían leyendas urbanas. Pero tener sexo en público, con tu propio hijo, es una de esas experiencias que a uno le levantan la tapa de los sesos. Después de eso ya la vida es tonta, absurda e idiota. Fue tan loco, era tanta locura, que durante años, en la soledad me juraba que no había pasado, no podía ser real. En los días restantes cogimos en toda la casa. En la cocina, varias veces; en la sala tres (que yo recuerde); en el comedor, encima de la mesa de cristal, una (muy peligroso); en el cuarto de lavado dos, aunque puede ser contada como una porque no salimos de ahí en toda una tarde; en la puerta de la entrada, una; en el jardín, una; en su cuarto, cuatro veces, las recuerdo perfectamente porque me parecía irreal coger ahí; en mi cuarto quinientas veces (o más); y en el cuarto de su hermana, una, la última, que me pareció, aun dentro de lo absurdo del absurdo de nuestra situación que era demasiado, esa última fue la más sombría y extraña, lo hicimos ahí porque él insistió, pero no me gustó nada.
Después de esa última vez, sabiendo que al día siguiente se marcharía, me sentó en su cama y me lo contó todo. Fue una noche dura, demasiado dura para aterrizar en la tierra. Sabía que tendría que volver a la realidad eventualmente, pero no me esperaba esa forma. Sin embargo, cuando empezó a contarme, supe que no habría otra oportunidad, así que lo dejé hablar y me tragué corajes, desilusiones, lágrimas y puñaladas. Durante cuatro horas seguidas vomitó media vida. Me contó de sus primeros escarceos con los espionajes, de cómo, casi por casualidad, había descubierto la ventila del baño del consultorio, de cómo se aficionó a ello, sus obsesiones por mí y por verme con otros hombres. Me contó todo el episodio cuando su hermana lo sorprendió espiándome y las pláticas que tuvieron después, me contó de los celulares, me mostró los videos en su computadora, los planes de su hermana, y los planes para volverme loca, alejándome de los hombres y de la computadora al iniciar las vacaciones, me devolvió mi computadora, que estuvo escondida en su closet todo ese tiempo, perfectamente funcional (en mi ingenuidad tecnológica, no sabía que las laptop tuvieran pila, bastó con quitársela para que yo jurara que se había descompuesto). Me contó sus sensaciones al hacerlo aquella primera vez. Me confesó lo mal que se sintió al llorar conmigo en mi cama. Pero lo que más me dolió de todo (y sé que es estúpido pero no pude perdonárselo en años) fue que me confesó que había tenido relaciones con su hermana tres veces. Una, poco después de ser descubierto por ella espiándome (me dijo que fue rápido y tonto, en la regadera – ese detalle pudo ahorrárselo – y que no había significado nada). La segunda, un día antes de navidad, justo después del episodio de las galletas, mientras yo me encerraba en el baño, su hermana lo sedujo diciéndole que era necesario, le dijo que para mantenerlo calmado. La tercera, la noche antes de marcharse, se metió a su cama en la madrugada y le hizo el amor como despedida. ¿Usaron condón? Fue lo único que atine a decirle y mi única pregunta específica en esa plática. Me aseguró que sí, pero no le creí. Me contó muchas cosas más, pero después de esa confesión, mi celo de mujer no me permitiría ver otra película que aquella en la que el muy cabrón, nos había cogido a las dos con unas horas de diferencia. Es estúpido que lo diga ahora, pero me sorprende que lo celos hayan sido el motivo de mi rencor por esos días y no el hecho de que mis dos hijos, dos hermanos, hayan tenido relaciones como si fuera lo más normal del planeta. ¿Qué monstruos había creado? ¿Qué monstruos éramos para cogernos todos con todos?
Algo en mí se había roto para siempre. A cierta hora de la madrugada, y cuando percibí que se había vaciado, me despedí secamente y le dije la hora en que nos tendríamos que levantar en mañana. Justo en ese momento me bajó la regla. Dormí como piedra, de un solo tirón y sin sueños hasta la mañana siguiente, exactamente a la hora convenida. Al día siguiente le hice sólo preguntas puntuales, de información que faltaba para completar la historia. Le hice jurar que todo, absolutamente todo, se lo guardara hasta la tumba, y que olvidara el mes de diciembre. Lo despedí en el aeropuerto y regresé a la casa con la mente en blanco. Me senté en el sillón de la sala y no me moví durante tres días con sus noches, hasta que el jardinero se asomó por la ventana, me vio como se deben ver a los espectros y tuvo el tino de llamar a mi ex marido para informarle que algo muy malo ocurría en la casa.
Pasé cinco días en un hospital por nada, simplemente parecía que no era capaz de reaccionar como debería. Mi ex marido me pagó unas vacaciones en Washington para visitar a mi hermana y quince días después aterrizaba en mi casa de nuevo.
Una semana después recibimos un escueto correo de nuestra hija, informándonos que no regresaría más, que se había enamorado de una Española (así me enteré que era lesbiana), que viviría en Marruecos y que ya se pondría en contacto en el futuro. Le informaba a su padre que había transferido todo el dinero del fideicomiso (que de todas maneras le pertenecía), a una cuenta bancaria en España. Y que podía cancelar todas sus tarjetas, no las necesitaría más. Lo que no le dijo es que la universidad le había devuelto casi tres cuartas partes del costo total de la carrera que había pagado su padre por adelantado. El hombre, histérico, comandó una investigación infinita que no le daría mayores respuestas. Quiso incluirme en sus pesquisas y lo acompañé a la universidad y a varios bancos. Los bauchers que nos mostraron, las órdenes de compra y los tickets de cambio nos dieron una idea muy precisa de lo que estuvo haciendo esos dos últimos días en México. Pero a mí, nada me importaba menos.
Mi hijo alargaría su intercambio hasta el final de su carrera, cuatro años después. Se comunicaba conmigo dos veces a la semana, por teléfono y por el Skype. Llegábamos a platicar durante horas, nunca de aquel fatídico diciembre. Regresaría intermitentemente a México durante los años siguientes, estudiando aquí y allá especialidades y diplomados. Un día nos anunció que se casaba con una mujer francesa diez años mayor. Y su padre tuvo el tino de traerlos a México para llevar sus negocios. Sigue visitándome dos veces por semana.
A mi hija no he vuelto a verla desde entonces. Unos meses después de su partida comenzamos a escribirnos correos donde me fue explicando lo que yo ya sabía. Mi hija nunca quiso ser inferior a mí, y al tener relaciones con su hermano (también confesaría que por estúpida) supo que me tendría que obligar a hacer lo mismo, no podía permitirse ser peor que yo. Durante años nos fuimos diciendo todo lo que necesitábamos decirnos, en larguísimos correos con intervalos de semanas o meses, y hoy puedo decir que hemos vuelto a ser amigas, lejanas, pero al fin amigas. Ahora vive en una pequeña comunidad en Malasia, donde ayuda a niños refugiados por la guerra. Su historia en Marruecos terminó dos años después de su partida. Ahora está saliendo con otra chica española.
Han pasado diez años desde aquellos episodios. Yo estudié una maestría y seis especialidades. Estudiar fue lo que hice durante todos estos años y fue lo único que me mantuvo a flote. Comencé a salir, hace dos años, con un buen hombre canadiense que me ha devuelto las sensaciones de cariño y respeto que sólo tuve en mi infancia. Ahora soy dueña de una próspera clínica dental.
No he vuelto a tomar una gota de alcohol y nunca he vuelto a celebrar navidades.
Hace un año comencé esta terapia. Y el resultado es este escrito. No creo haberme guardado nada. Aunque sé que el relato puede llegar a ser un poco picante y puede herir susceptibilidades, cada quien puede hacer con él lo que le venga en gana. Sé que puede llegar a ser publicado. No he mencionado, a propósito, ningún nombre más que el de Juan Carlos, pero confío que no es rastreable (hay demasiados JC en el mundo).
Que cada quien encuentre lo que está buscando. Tal vez, para mí, si habrá final feliz.