Una leyenda urbana

Trazada resume así su relato del ejercicio: De cómo Bea y Marga hicieron el amor y, entre beso y beso, inventaron una leyenda urbana.

Una leyenda urbana

Llamé a Bea. Deseaba y no deseaba telefonearle hace tiempo, por eso lo dejaba para luego. El jueves pasado inspiré fuerte, conté hasta cien y me decidí.

  • ¿Cómo estás guapísima? – se interesó ella como si nos hubiéramos visto ayer, tras los saludos y los etcétera -. Me tienes muy abandonada. Claro, como vives con Paco

  • Pues ahora mismo estoy libre – le comenté -. Mi chico se ha ido a Grecia con los amigos a no sé qué partido de fútbol y regresa el lunes por la tarde, así que ya ves. Si no tienes planes, podríamos vernos.

  • Oye, se me ocurre algo mejor que solo vernos. ¿Por qué no pasamos el fin de semana por ahí? Me han hablado de un pueblo precioso cerca de Albarracín. Figúrate, aire sano, pinos por todos lados, una casa rural con chimenea, cantareros y alacenas, y además celebran mercado medieval. ¿Te apetece?

Me lancé de cabeza. Sin pensarlo. Soy espontánea, arrebatada, enemiga de ponderar pros y contras.

  • Me encantará – dije.

  • El viernes llevaré al Instituto las notas de los exámenes de Inglés que estoy revisando y luego pasaré a recogerte – decidió Bea -. ¿Te parece a las once? Así podemos comer en el pueblo.

Cerré los ojos y le dije que sí, que bueno, con el corazón a mil. Pero no he dado antecedentes y puede extrañar mi nerviosismo. Bea y yo nos conocemos desde niñas, fuimos al mismo colegio y hemos sido inseparables. Luego pasó lo que pasó y la evité durante años, hasta que coincidimos en la inauguración de no sé qué tienda y volvimos a relacionarnos, si bien con ciertas reservas por mi parte. ¿Por qué se me había ocurrido llamarla ahora en vez de telefonear a otra amiga? ¿Por qué accedí a pasar con ella el fin de semana? Muy en el fondo lo sabía, tenía las respuestas aunque me resistiera a reconocerlo. Últimamente pensaba mucho en Bea, me volvían a la memoria escenas del último año de colegio que creía olvidadas: Bea mirándome con arrobo: "¡Eres tan dulce, Marga!". Bea y yo en la playa, ella aplicándome crema protectora en la espalda: "¡Tienes una piel tan suave! Me pasaría la vida acariciándola." Bea peinándome, acariciándome el cabello, cosquilleándome en la cabeza no sé si con las púas del peine o con las puntas de los dedos: "¿Te gusta, Marga?". Por fin, Bea frente a mí, nuestros rostros a pocos centímetros, y su voz en susurro nervioso: "¡Me gustaría tanto besarte!", y yo todavía en Babia, acercándole la mejilla y riendo: "¡Pues bésame, tonta!" para llevarme la sorpresa de que aplastara sus labios contra los míos y su lengua buscara caminos en mi boca que me negué a ofrecerle. "¿Pero qué haces?", me sorprendí. A Bea se le saltaron las lágrimas y, entre sollozos, confesó que me quería. Le dije que yo a ella también, y entonces me explicó que me quería de un modo muy especial. "¡Si las dos somos chicas!", me escandalicé. Esa fue la historia y esa la causa de que la evitara en lo sucesivo. Me ponía nerviosa estar cerca de ella, no me sentía a gusto.

Ahora la había llamado. ¿Cuándo empecé a leer relatos de lesbianas? Hará año y medio, dos todo lo más. Fue a poco del reencuentro con Bea en la inauguración de aquella tienda. Al verla se me removió algo por dentro. No sentí desagrado ni malestar, sino una sensación que no sé explicar y que me impulsó primero a no sentir rechazo, y luego a interesarme, por el amor lésbico. Descubrí que leer relatos sobre mujeres me excitaba. Cuantos más leía más me identificaba con lo que contaban, hasta que lo que empezó como curiosidad se convirtió en necesidad que me procuraba las más deliciosas masturbaciones. El siguiente paso fue fantasear por mi cuenta, recordar experiencias que no llegaron a serlo e imaginar que las protagonistas de cada relato éramos Bea y yo, Bea diciéndome "¡Me gustaría tanto besarte!", yo frotando mis pechos con los suyos, mi vulva contra su vulva, las dos abrazadas, ambas en lo más alto. El viaje de Paco a Grecia me dio la oportunidad y no la desaproveché. Telefoneé a Bea y quedamos para pasar juntas el fin de semana.

Las dos sabíamos, por más que disimuláramos, lo que iba a ocurrir. El viaje no fue pesado, la casa que Bea contrató por Internet acogedora y el mercado medieval muy interesante. Cenamos en un pequeño restaurante y después abordamos ese tiempo neutral que separa lo que se dice por hablar de algo y lo que se dice porque nos ahogaríamos si lo calláramos. Todavía jugueteando en la frontera entre naderías y verdad, le comenté a Bea:

  • Quiero escribir una narración para aportarla a un ejercicio de autores de TodoRelatos. El tema obligado es "Leyendas urbanas", pero no se me ocurre más que lo del fantasma de la chica de la autopista, y eso ya está muy visto.

  • Entra en Google, pon "leyendas urbanas", y asunto arreglado – me contestó.

  • Ya lo he hecho, pero no encuentro nada que me motive. Y el caso es que me hacía mucha ilusión participar en el Ejercicio.

Bea se me quedó mirando y luego rompió a reír.

  • ¿Qué es eso tan gracioso que se te ha ocurrido? – le pregunté.

  • ¡Que podemos inventar nosotras una leyenda urbana! Las leyendas no nacen solas ¿verdad? Se le ocurrirán a alguien y al principio ni son leyenda ni son nada. Luego se empieza a hablar de ellas, se corre la voz, y se monta el aparato. Te propongo que inventemos una leyenda urbana, después la propalamos por ahí diciendo que es verdad de la buena, tú escribes tu relato y las dos tan contentas.

No pude contenerme. Le acaricié la mano. Ella sonrió y siguió hablando.

  • Montaremos la leyenda urbana del mercado medieval ¿te parece? A una chica que fue a un mercado medieval le ocurrió… ¿qué podría ocurrirle?

  • ¿Una gitana le leyó la mano? – aventuré.

  • No. Eso está muy visto – negó Bea con la cabeza -. La chica podría mirar unos collares y entonces la vendedora le diría que tenía unos muy especiales en la furgoneta aparcada a las afueras del pueblo, la llevaría allí y ya no se sabría más de la chica.

  • Sí, sí que se sabría – la contradije -. Aparecería en la plaza del pueblo dos días después, sin recordar lo que había ocurrido y totalmente desorientada.

  • Y estaría vestida pero le faltaría… – apuntó Bea.

  • ¡Un riñón! – exclamé yo.

  • No, un riñón no, esa leyenda urbana ya es muy vieja –me corrigió Bea -. Le faltarían las braguitas y a partir de ese día le desagradarían los hombres, perseguiría a las mujeres, y tendría un sueño recurrente: Que estaba en un castillo y que una joven muy pálida la desnudaba, la acariciaba y le lamía el sexo hasta hacerle perder el sentido. Ella sabría en el sueño que la joven era una condesa que había muerto quinientos años atrás en los brazos de… ¿De quién te parece?

  • En los brazos de su doncella que tenía el cuerpo bañado en miel - sostuve el envite de mi amiga-. Ambas fueron sorprendidas mientras se amaban por el conde que las atravesó con su espada y las convirtió en un espetón, en una especie de pincho moruno.

Mientras hablábamos, habíamos salido del restorán y vuelto a la casa en que nos alojábamos, satisfechísimas por el doble progreso de la conversación, en que, a la vez que construíamos una nueva leyenda urbana, nos estábamos diciendo lo que nos ofrecíamos aquella noche la una a la otra.

  • Pero si la condesa murió hace quinientos años ¿cómo podía seguir disfrutando de una jovencita? ¡No me digas que era una vampira, vampiresa, vámpira o como se diga! – comenté mientras desabrochaba la blusa de Bea.

  • ¿Una vampira lesbiana? – rió mi amiga ayudando a que me quitara los jeans -. No me disgusta, pero últimamente hay vampiros por todos lados. No. No hay por qué explicar que la condesa siga sacándole jugo a la vida. Ocurre y punto. Estamos hablando de una leyenda urbana y esas leyendas carecen de lógica. Todo es posible en ellas.

Llevaba mis braguitas más monas y Bea las apreció ponderativamente con un gesto. Luego –ella llevaba tanga, también precioso- dejamos de hablar durante un buen rato y solo nos miramos. Fue como si todavía estuviéramos en el último curso de colegio, la tarde en que, las dos en pie, muy cerca nuestros rostros, Bea me dijo "¡Me gustaría tanto besarte!", solo que ahora no rehuí la caricia. Cerré los ojos y mi amiga me besó los párpados, me lamió la nariz, introdujo la punta de la lengua en mi oreja derecha, me mordisqueó el lóbulo. Se me erizaba la piel, me nacieron cables invisibles que trasmitían a mi sexo una electricidad dulce y excitante y me estremecí.

  • ¡Tenía tantas, tantas ganas! – cuchicheó Bea en mi oído entre beso y beso.

Un receso para mirarnos de nuevo y no acabar de creer que nos teníamos la una a la otra. Recordé, pese a mi excitación, la leyenda urbana que estábamos hilvanando y propuse el juego:

  • Tú eras la condesa y yo la chica ingenua que fue al mercado medieval y acabó en el suelo de una furgoneta, aunque jugaremos con ventaja: esta cama parece muy cómoda. ¿La probamos?

Caímos sobre las sábanas. Si yo fuera la chica de la leyenda ¿qué haría ahora? Acabo de subir a la furgoneta, la vendedora estaba hablándome de sus collares y de pronto ya no es ella, sino tú, Bea. Vistes como visten las condesas, y me sonríes: "Ven acá". Yo te dejo hacer. Tiemblo. Me siento tierna y vulnerable. Estoy a tu merced. Puedes hacer conmigo lo que quieras. Me columpio en tu amor. Me acaricias el cabello y me sé gata perezosa en tus manos sabias. Tienes el poder. Eres la condesa. ¿Qué soy yo para ti? Mejor no me respondas. Soy demasiado feliz para tentar la suerte con preguntas. Prefiero jugar a que me amas.

Tus dedos me acarician el cuello, trazan por él caminos imposibles, avanzan, vuelven atrás, zigzaguean, se aposentan en la concavidad que sirve de indecisa frontera entre cuello y tronco, se aprestan para más audaces andaduras. Estoy empapada. Has despertado mis demonios y mis jugos. Sigue, no te detengas, resbala por la curva de mi pecho. Mi pecho izquierdo es hoy camino de tu mano, busca su centro: la areola rugosa, el pezón abultado. Lo rozas con la yema de los dedos y produces descargas eléctricas en ese imposible cable que une pezón y sexo. Me das una serie de pellizcos chiquitos. Abro los muslos. Es un movimiento reflejo. Me pellizcas el pezón y abro los muslos. Clavas las uñas en él y se tensa mi pelvis, me nacen músculos hechos para el amor entre mujeres o entre ángeles.

Me acaricias ahora con la lengua. Me lames el ombligo, bajas poco a poco, con lentitud, te demoras en mi vientre. Me impaciento y retengo la respiración cuando llegas a la frontera del pubis, justo donde comienzan los pelillos. Abro las piernas más todavía. Ven. Ven ya, no me atormentes, bucea en mí, nada en mi interior, piérdete en mi carnoso laberinto. Tu lengua hace nacer el mar, a su empuje brotan mis jugos. Ahora se detiene, se prepara. Es el momento de la verdad. Tu lengua sabe donde tengo el centro, conoce el botón recogido donde nacen los maremotos y las noches sin sueño, mi punto más sensible. Lo tanteas con la punta de la lengua y me haces gemir de placer. Arqueo la espalda para ofrecerte la vulva. Un lametón, otro más, un tercero. Te tomo por la nuca para que no te separes de mi clítoris. Me apartas el brazo. Es un modo refinado de torturarme. No puedo tocarte, tú a mí sí. Tú eres la condesa, tu lengua es la cuerda que me hace bailar a tu son. Estoy hablando, pero ignoro qué digo. He perdido el sentido. soy solo sensación, viento hondo, fuerza oscura, ola poderosa que todo lo llena. Tú sigues comiéndome el sexo, tejiendo amor en él. Ya no estoy desnuda. Me has vestido con tu saliva. Me traes y me llevas, redoblan las campanas, hay un prado en derredor, un prado verde en que florecen amapolas. Así, sigue así, amiga mía, hasta que me mates de placer. Sigue así hasta que muera, vida mía

Llegan hasta nosotras los sonidos del mercado medieval: la voz del ciego que recita coplas de cordel, los gritos de asombro de la chiquillería ante las piruetas de los titiriteros, el voceo de los vendedores que pregonan sus mercaderías, el inconcreto rumor del gentío. Pero no estamos en la furgoneta, estamos en el castillo y tú, condesa, me ofreces tu cuerpo, y yo no quiero tocarte con las manos, solo quiero lamerte y chuparte. Mi boca será cuna y amante, mano y mirada, sexo incluso. Mi boca seré yo, solo con ella he de adorarte, llevarte al cielo y enseñarte las puertas del infierno: caminar, pies de lengua, por tu cuerpo, marcando con saliva los caminos, medirte vaguadas, colinas y junturas…Tanteo con la punta de la lengua la dureza del hueso de tu frente, cosquilleo el contorno de tus cejas, los rubios abanicos de tus párpados, tu nariz tobogán de mi saliva. Mi boca, hierro dulce, busca y busca tu boca, piedra imán, que la captura. Nos anudan las cuerdas del deseo, nuestros dientes son blancos pedernales que chispean cristal estremecido. Toda tú eres tu boca, cielo mío, tú, tu cabello rubio, tus ojos verdiazules, las pecas que salpican tus mejillas –y cada peca un beso-, tus labios ofrecidos, tu graciosa barbilla, tu cuello suave y blanco, la curva distendida de tus hombros, tus amorosos brazos, los pechos redondos de pezones-arruga sonrosada, tu flexible cintura, el vértigo carnoso de tu espalda, tu vientre recogido, tu ombligo, herida breve, tu cálida entrepierna, tus caderas, tus glúteos mármol vivo, los peces, frío y lumbre, de tus muslos, de tus piernas-delicia, tus manos y tus pies, toda tú, entera, resumida en tu boca.

Nos besamos. Cada gramo de piel y cada célula nos tiemblan en el beso. Dulzura y humedades entrecruzan sabor a ser querido. No abandono tu boca. Volveré. La dejo, de momento, para andar con mis labios por tu mundo.

Si tuviera dos bocas, te besaría al tiempo los dos pechos. Mamaría con gula tus pezones. Los sentiría crecer y enderezarse, florecer, y sentir en encuentro de amor –placer eléctrico- que te aflojo humedad en la entrepierna, a mordisquillos íntimos y breves.

Solo tengo una boca que va y viene, de pezón a pezón, de pecho a pecho. Ninguno de los dos esté celoso, atenderé a los dos con igual mimo. He de chuparte luego cada dedo tanteando tus huellas dactilares, esas que te hacen única en el mundo. Disfrutaré tus dedos en la caliente almohada de mi lengua: el pulgar, el meñique, el anular, el índice y el medio, cada dedo una fuente de caricias.

Mi lengua es caracol hacia tu ombligo, deja en tu vientre un rastro de saliva, saborea tu gusto. Sabes a miel, a sol y a primavera. Abres los muslos. Sabes adonde voy. Acomodo mi cuerpo entre las sábanas para llegarte fácil. Mi lengua es el estoque con que busco el vibrante morrillo de tu sexo, el botoncillo breve y sonrosado, las paredes de carne y laberinto de tus labios mayores y menores, la roja sajadura en que la lengua encuentra la textura de otra boca distinta, pero boca, hambrienta de caricias y de boca. Te estremeces, mujer, cuando mi lengua bate amor en el cuenco de tu sexo y ensaliva el arabesco de tus pliegues, te estremeces, amor, cuando te lamo, sabor a mar, a espuma y a gaviotas, a almejas y a defines. Sabor de mar primero, de caldo de cultivo de la vida, de mar madre que idea galaxias y luceros, sabor a ti. Estaría así toda la vida, buceando en tu centro, despertando placer y sensaciones en todos los rincones de tu cuerpo.

Siempre estaría así. Lamo y exploro tus recovecos íntimos, busco encender tus fibras más secretas, te hablo en silencio. Con la boca en tu sexo te murmuro mil palabras de amor que se hacen roce de calor y saliva en tu entrepierna. Nunca me cansaré de acariciarte. Gimes y tus gemidos son la mejor respuesta a mis caricias. Te he de subir muy alto, tanto como me subes. Te he de llevar a cielo donde nacen palomas y arcos iris. Abres las piernas más, me das entrada. Yo te lleno los huecos. Mi lengua es hoy tan sabia que ya lo sabe todo, sabe ser mano abierta, roce de piel hambrienta de tu piel, y sabe serlo porque sabe tus jugos. "Me gusta cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos y mi voz no te toca". Y sí. Pareces ausente porque estás concentrada en el placer, encerrada en él, y callas porque no quieres que nada te distraiga de ese goce, y mi voz no te toca, pero mi lengua sí. Aunque tocarte es poco. Te contornea, te gusta, te dibuja, te sabe, te disfruta, te llena, te ensaliva, te adora, te resume, te quiere, te entroniza. Cógete de la mano de mi lengua, ha de enseñarte el mejor de los caminos para llegar a la cueva fabulosa donde se encierran los orgasmos.

Un descanso. Permanecemos, permanecimos, en silencio unos momentos recuperando la facultad de coordinar las ideas. Bea volvió el rostro hacia mí –habíamos estado mirando el techo del cuarto mientras recobrábamos el sentido- y sonrió.

  • Ahora tienes que darme las braguitas y aparecer por ahí, de aquí dos días, desorientada y sin recordar lo que ha pasado – dijo.

  • ¡Es que yo quiero acordarme! – protesté.

  • Pero no puedes. Soñar conmigo sí, pero recordar no. Es lo que dice la leyenda.

¿El resto del fin de semana? Pongamos que la niña ingenua frecuentó el mercado medieval, remiró el tenderete de collares y fue muchas veces a la furgoneta. Se me acabaron las braguitas, no digo más. Cuando regresamos a la ciudad nos comprometimos a popularizar la leyenda urbana que habíamos inventado. Bea la ha difundido por Internet. Yo también iba a hacerlo, pero me surgió una duda. Telefoneé a Bea:

  • Las leyendas urbanas suelen tener moraleja. ¿Qué moraleja tiene ésta? – comenté - ¿Que no se debe ir a los mercados medievales?

  • Claro que no, tontísima – rió ella – La moraleja es mucho más sustanciosa que eso. Se puede resumir en "Nena, sal del armario, que esta leyenda urbana te da una coartada."

Hasta ese instante tenía mis dudas de si la leyenda iba a cuajar. Ahora estoy segura de que sí. A muchas de nosotras solo nos hace falta un empujoncito…¡y son tan lucidores los collares del mercado medieval, sobre todo los que se guardan en la furgoneta!