Una historia real. Iniciación. El jefe de papá.
EL jefe de mi padre tiene unas normas para dejarnos tranquilas a mamá y a mí: servirle sexualmente. Esta es la historia de mi iniciación como sirvienta sexual.
Una historia real. Mi madre me ofreció al jefe de papá. Iniciación.
Cuando empecé a pensar en escribir esta historia, os cuento, estaba atada en el suelo con una mordaza de bola y dos hombres horadándome las tripas con sus pollas. No puedo decir que lo estuviera disfrutando totalmente, ni que no tuviera dos gruesos lagrimones en los ojos a punto de caer, rodando, pesados, para estrellarse en el suelo junto al charco de mis propias babas. La boca me sabía a semen, a piel de la polla de otros hombres y tenía el olor de esos sexos clavados en el interior de mi pituitaria como cuando entras en una tienda de marroquinería.
En el momento de escribir estas líneas, recordando cómo estaba cuando pensé que debería escribirlo, estoy ataviada con un vestidito blando y nada más, jugando con una pierna metida en el agua de mi piscina y disfrutando del tibio ambiente de la Costa del Sol. Pero si se cuenta una historia, se cuenta desde el principio, no desde el punto en que seis hombres me habían estado follando todo el día hasta el punto de casi volverme loca o desde el resultado final, o casi final.
Siempre fui una chica despierta sexualmente. Mi primera mamada se la hice a un compañero de pupitre en el instituto en una aburrida clase de ética. Habíamos estado tonteando y nos habíamos magreado. Sin venir a cuenta me agaché, al final de la clase donde estábamos, y le saqué la polla que se endureció al momento. Se la chupé y se corrió en mi boca, tragándome todo su semen joven con gusto. Hizo un esfuerzo por no gesticular ni gruñir cuando se corría, llenándome la boca de su esperma, sintiendo su polla palpitar en mis labios. Olía denso, sus ingles sudaban, su mano no estaba desocupada y bajó hasta mi falda, levantándola y encontrando mi coño encharcado. Me levanté como si nada. Más tarde le repetí la mamada en una esquina del instituto junto al cobertizo de los restos de la clase de tecnología. No fue el que me desvirgó pero fueron mis primeras mamadas, después de ver mucho porno y hasta hoy estoy segura de que no las ha olvidado.
Papá trabajaba en una gran empresa, un conglomerado cojonudo de motores para aviones y no voy a dar más pistas. Era uno de los comerciales más importantes dado que sus resultados eran tremendos, lo que nos garantizaba una buena vida. Pero murió. Muy estúpidamente, debo añadir, cuando en una visita a una fábrica se puso donde no debía y un motor de avión le cayó encima. Ya, parece increíble, casi de 1000 formas estúpidas de morir , pero la vida es una putada y a veces la muerte también y, tachán, le tocó al imbécil de mi padre.
Pero claro, no podía ser solo esa desgracia. Mi madre, una profesora de infantil, tenía unos ingresos decentes pero no las bestialidades de mi padre. Unos días después del funeral, Armand, el jefe de mi padre, la llamó al despacho para discutir unos asuntos. Aunque la empresa iba a desembolsar una importante cantidad por su seguro de vida, cosa que haría que no tuviéramos que vivir con estrecheces y apenas necesitaríamos trabajar, también le enseñó algo que mi padre había firmado como un gilipollas. Una deuda que tenía personalmente con Armand por una cantidad aberrante de dinero. Los trapicheos que ambos se habían traído nos podían dejar viviendo debajo de un puente. Pero.
Y detrás de un “pero”, solo hay mierda.
Armand tenía ciertos apetitos, ciertos muchos, debo añadir después de haber sido objeto de ellos.
Ese cabrón le ofreció a mi madre un trato. Mi madre: 45 años, de buen ver, caderas anchas, buenas tetas, carita inocente tras sus gafas, y un aire sensual y distraído a partes iguales.
El trato era dejar correr los papeles, que nos llegara la indemnización a cambio de 5 años de acudir ante él cada vez que le apeteciera. Mi madre se lo pensó, le preguntó a qué se refería. Me lo contó todo.
—Johanna, la deuda de tu marido es importante, muy importante, y ni liquidando todos tus bienes podrías afrontarla. Os dejaría a ti y a tu hija en la indigencia.
—¿Y qué es lo que quieres?
—A ti. Empecemos por ahí.
—¿A qué te refieres…?
—A tu cuerpo, a tus apetitos sexuales, a que me… satisfagas.
—PERO TÚ ESTÁS…
Os ahorro la negociación. Mi madre nos veía debajo de un puente, y ese hijodeputa podría haberlo hecho. Pero no.
Llovía ese día, no podía ser de otra manera. El agua se estrellaba contra los cristales del imponente rascacielos, un gran edificio de diseño en las afueras de la ciudad, creando cascadas sucesivas que arrojaban sombras en el despacho tenuemente iluminado. Armand tiene cincuenta años, es delgado, rubio, con el pelo cortado a lo moderno, sienes rapadas y peinado hacia atrás, muy germano. Tiene una recortada perilla y unos fríos ojos azules. Mi madre se estremecía ante lo que había propuesto pero, pensó, que siempre podría haber sido peor, mucho peor.
Armand se levantó, fue hasta la silla, al otro lado del despacho, —todo esto me lo explicó mi madre después, confesándome ese primer encuentro mientras se la follaba delante de mí—, y con delicadeza tiró de su barbilla y la besó. Ella respondió. Sería una extorsión pero no quería acabar como sus padres, así que algo en su interior se activó, quizás una especie de módulo de supervivencia, quitándole hierro a la moralidad del asunto, y recibió la lengua de Armand en su boca. El la exploró y rápidamente sus manos viajaron hasta el escote de mi madre. Su mano era cálida, grande, y entró fácilmente en la lencería y sacó un pecho pesado, de areola ancha rosa oscura y el pezón grande. Lo estrujó entre sus dedos como si fuera una uva a la que quisiera sacar todo el jugo. Mi madre respiró pesadamente, moviendo el pecho, haciendo que la otra teta reclamara igual atención. Armand se quitó las gafas y sacó también la derecha, ahora las tenía ambas en las manos. Las estrujó, reconociéndolas, tomándoles el pulso.
—¿Me vas a complacer, Johanna?
—S… Sí…
—¿En lo que te pida?
—En lo que me pidas.
La miró de reojo y se llevó el pezón derecho a los labios. Lo succionó, haciendo gemir a mi madre, mordiéndolo y amasando las grandes tetas, primero una, luego la otra. Después de haberlas probado, se apoyó en el escritorio, llamó a su secretaria por el interfono y le dijo que nadie le interrumpiera. Al volverse se sacó la polla de sus pantalones negros —siempre viste de negro— y miró a mi madre. Ella entendió, acercó la silla y envolvió ese falo con las tetas. Me contó que era algo que solía hacerle a papá y que posiblemente él se lo contara a Armand. Mamá lo masturbó con ellas, una cubana o como cojones se llame eso. Ya me tocaría a mí, ya…
Armand disfrutó cada instante, sobre todo cuando mamá agachaba la cabeza para recibir el glande entero, morado y congestionado del susodicho, mojándolo, dejando caer saliva en el miembro y en sus propias tetas para lubricarlas. Así lo tuvo un buen rato hasta que él fue a correrse, la cogió de la cabeza y se la apretó contra la polla. Mamá, obediente, abrió la boca y sintió pulsar ese pollón, recibiendo el semen. Miró a Armand, con los ojos anegados de lágrimas, pero aun así, no bajó la mirada y tragó ruidosamente. El hombre se guardó el ilustre aparato, y sonrió.
—No está mal. Eres complaciente y habilidosa, Johanna. Cinco años. No os faltará de nada. Tienes mi palabra y hasta te lo pongo por escrito si quieres.
Mi madre lo pidió por escrito, y ambos firmaron. Conforme mi madre se inclinaba para hacerlo, Armand se colocó detrás de ella y metió su mano, subiendo la falda, en sus bragas, unas bonitas bragas verdes que eran de sus favoritas y nunca más le vi volver a ponerse. El dedo se desplazó groseramente primero por su culo y luego por el coño que estaba mojado.
—Johanna, hay lágrimas en tus ojos y humedad en tu coño. Me da que lo vamos a disfrutar…
No sé qué le respondió mi madre, solo sé que esa noche volvió a casa como si nada hubiera ocurrido. Estuvo algo más huraña mientras veíamos uno de nuestros programas de televisión favoritos.
Tampoco yo estaba muy comunicativa y como solo habían pasado unos días no me fijé mucho más.
Pasaron tres meses más o menos. Mamá volvía tarde de trabajar y aunque creía que no me fijaría pude ver que siempre iba con lencería y cuando la dejaba en el cesto de la ropa sucia, sobre todo en los fines de semana, estaba muy mojada, húmeda, con restos de semen, flujo y, algunas veces, estaban hasta rotas. Mi mente volaba, sí, pero lejos de considerar que mi madre se había metido a puta o algo así supuse que algo grave se cocía: lencería, semen y ninguna sonrisa sincera. Algo pasaba, estaba claro.
No fue hasta el quinto mes que se sentó hablar conmigo y me contó lo que estaba pasando. Y no solo eso: Armand ahora pedía que yo también fuera a complacerle o de lo contrario nos lo quitaría todo.
¿Valía la pena arriesgarlo todo solo por orgullo, por unos cuantos polvos? Siempre he sido práctica. Si él tenía esas condiciones y nosotras conservábamos lo nuestro, bien. Era como pagar un alquiler. Si además, con el tiempo, me ganaba su confianza y podía obtener no solo más sino putearle, mejor. Iría, sí, y tenía miedo, el estómago encogido cuando nos subimos en el coche y más tal y como iba vestida, pero tenía un plan en mente y haría todo lo posible por joder a ese cabrón. Luego me daría cuenta de que no era un solo cabrón sino toda la puta junta directiva y que había más mujeres y hombres en nuestro caso. Pero aquella noche, aquella noche fue mi iniciación como casi esclava sexual… Y no estuvo tan mal en términos carnales. Ya os he dicho que soy muy práctica, me compartimento bien y que hay cosas que no me preocupan tanto si tengo otro afán mayor por delante.
Llegamos a su casa, en una zona muy exclusiva, una casa de diseño con forma de varios cubos de cristal ensamblados entre sí por no sé qué chorrada de las tensiones del acero y la sombra de un pájaro bizco, no me acuerdo del concepto. Mi casa es más bonita. Pero todo aquello exudaba lujo. Subimos en coche por la pequeña cuesta, tras pasar la verja, dominada por la vista de uno de los cubos con unos ventanales del suelo al techo y que arrojaban una luz amarilla desde el interior.
—No estés nerviosa —me dice mi madre sin convencimiento.
—No lo estoy —miento descaradamente—. Hay que hacer esto, y tendremos una vida tranquila. No te preocupes por mí. Ya tengo algunas experiencias.
Mamá no había dejado de llorar en HORAS, prácticamente, pero le dije que guardara las lágrimas y se concentrara.
Salimos. Me era difícil conservar el equilibrio con esos taconazos, pero lo hice.
No os he dicho lo que el cabrón de Armand quería que me pusiera: blusa negra transparente, un bustier negro con orla blanca, tanga y unas medias altas con la parte de atrás cruzadas con lazo, además de unos taconazos altos, sandalias, porque esas medias llevaban la puntera recortada y se me veían los dedos de los pies, debidamente pintadas las uñas de color azul oscuro metalizado. Hasta esos detalles controlaba. Mamá iba vestida parecida a mí, con la blusa azul, el bustier también azul y las medias a juego. Las uñas de los pies las llevaba de color verde metalizado; tengo el pelo en media melena, blanco, a lo NieRAtuomata. Salimos del coche en el pequeño aparcamiento para seis vehículos —no había ninguno más—, y subimos las escaleras, altas, hasta la puerta de entrada. Ahí nos detuvimos. Mi madre llamó al timbre y se puso detrás de mí. Al quitarse la chaqueta larga, antes de quitármela a mí, vi que tenía dos aretes en los pezones. ¿Me esperaría a mí algo así?
Tardaban en abrir. El lugar olía a humedad de lluvia, la que había estado cayendo todo el día y a lo lejos sonaban ominosos truenos. El viento agitaba unos árboles cercanos en la falda de la colina, oscura a esas horas, que flanqueaba la casa. La puerta se abrió y sentí el calor del interior frente al frío que me había endurecido los pezones hasta casi dolerme. Quizás esa fuera su intención.
Nos abrió Armand, vestido de negro —luego aprendí que casi no se vestía de otro color—, y se quedó ahí en la puerta. De pronto mi madre, desde detrás de mí, me bajó la blusa, dejando mis jóvenes pechos al descubierto. No eran tan grandes como los suyos pero están bastante bien, son bonitos, muy blancos y con la aerola rosa muy clarito que casi se confunde con la piel y el pezón solo un par de tonos más oscuro, notándose cuando se me ponen duros, como en aquel momento. Madre me cogió las tetas y me apartó el tanga, dejando mi coño al descubierto.
—Maestro, vengo y te ofrezco a mi hija como has pedido para que te sirva mejor que yo lo hago —dijo, ceremoniosamente—. Te servirá y obedecerá.
Yo tenía que decir algo.
—Ma… maestro… —me supo a ceniza lo que estaba diciendo—, vengo para serrr… servirte y ooo… obedecer —no soy tartamuda, es que tenía frío ¿vale?—, en todo lo que ordenes, según el acuerdo.
Eso último lo había añadido yo, pero quería dejar las cosas claras. Escuché a mi madre tragar aire y apretarme un brazo, pero me daba igual. Estaba ante la puerta de un desconocido con las tetas y el coño al aire al igual que ella. Pero Arman sonrió con malicia.
—Acepto tu servicio. Pasad y descalzaos. Johanna, ya sabes el protocolo.
—¿Ya han llegado tus putas? —se escuchó una voz en el fondo del pasillo, femenina, fría.
—Sí, querida. ¿Vas a usarlas?
—No, tengo que irme. Hoy he quedado. Ya las cataré.
—De acuerdo.
En el descansillo pudimos ver a una mujer venir hacia nosotros. Alta, muy alta, con un agresivo peinado moderno, el pelo casi blanco, las sienes rapadas, maquillaje fuerte, intenso, labios rojo locomotora y un vestido blanco de diseño que enmarcaba un cuerpo trabajado y tremendo, de grandes tetas y anchas caderas. Mi madre se hace a un lado y baja la cabeza y la imito. Ella no nos dirige la palabra: se calza unos Loboutain no apto para cardíacos y sus suelas rojas se pierden en la puerta lateral que da a un ascensor. ¡Tienen un puto ascenor!
Cuando se cierran las puertas, después de ver cómo esa mujer me mira entera, pies, piernas, coño, vientre, tetas y cara, sonriendo, malvada, mi madre se pone en posición: se quita los altos zapatos de tacón y sube al parqué (hay un escalón) y se pone de rodillas, andando por el pasillo a cuatro patas, como una perra. Eso es lo que quiere de nosotras… Inspiro profundamente y me pongo a cuatro patas siguiendo a mi madre. El suelo está caliente. Veo en su culo algo que brilla, una joya. Ufff… no había contado con eso, con el anal… pero bueno, ya veremos. Que seguramente tocará, pero haré de tripas rabia y de ahí seguiré adelante con mi plan.
Llegamos al salón y mi madre se pone de rodillas, así que la imito. Armand espera, de pie, junto a la ventana.
—Ven, Claudia —me ordena.
Me levanto y voy hasta él. Mis pies siguen deslizándose por el suelo de madera, lujoso, caliente. Me observa de pies a cabeza. Estamos al lado del ventanal y desde allí se ve la ciudad. Me coge la barbilla.
—Eres bonita. Veremos si también eres hábil.
Me besa, profundo, exigente. Su mano me coge los pechos, los pellizca. Gimo en su boca y le gusta. Mi mano vuela hasta su paquete. Voy a ser complaciente, obediente. Me resultará útil.
Él respira con profundidad y cata mis tetas junto a la ventana, como si le diera igual que toda la ciudad nos viera, suponiendo que alguien tuviera un potentísimo telescopio y pudiera traspasar toda aquella distancia.
—Veamos esa boca —me dice, separándose, y pasando el pulgar por mis labios—. Tanga fuera y de rodillas. Seiza abierta.
De rodillas y con las piernas y el culo todo lo separado que pudiera. Nada más caer en esa postura, su polla es desembarazada del pantalón negro y la veo en primer plano, grande, venosa, más ancha en el medio y por abajo, como un ariete de carne, nada que ver con aquella polla que me comí por primera vez en clase de ética. No. Era tremenda y nada más acercarla a mi boca y abrirla, esta me crujió. Y me esforcé. Pareció valer la pena, pero no todo fue tan tranquilo como esperaba…
Mi mano se cerró en torno a la polla de Armand, la recorrió en varios movimientos para tomarle el pulso, y me la acerqué a los labios. Juntos, como si fuera a darle un beso, húmedos en exceso a propósito, acerqué la cabeza y empujé, como si me estuviera penetrando la boca, oponiendo un poco de resistencia, lo justo, hasta dejarla entrar en mi caliente cavidad y acariciarla con la lengua, en el glande y por abajo. Él se estremece y sigo. No me cabe entera así que chupo hasta donde puedo. Le estoy chupando la polla al jefe de mi padre, al dueño de mi madre y ahora mi dueño, por ahora. Se la chupo con entusiasmo, quiero que esté contento. Delante y atrás, le toco los testículos que se arrugan rápido. Siento que hace un gesto y de pronto me sobresalto y no puedo evitar gemir. Le ha ordenado a mi madre que mientras se la chupo, me coma el coño. Es la primera vez que me lo comen y veo la cabeza de mi madre asomar por abajo. No me mira, tiene los ojos cerrados, siento que se estremece pero se aplica. Su lengua me arde en el coño, me acaricia el clítoris mientras yo me afano en el pollón con todo mi ser. Mi mano lo masturba y de pronto me corro, no puedo evitarlo, me estremezco y gimo en la polla de Armand, que se estremece.
—Sigue hasta el final, pero no tragues.
Sigo las instrucciones y chupo hasta que siento que se viene en mi boca. La polla le palpita y de pronto el semen me llena la boca. Respiro despacio para no atragantarme. La saca y me tira de la barbilla para que abra la boca. Lo hago, enseñándole el semen en ella, y me aprieta la cabeza hacia abajo para que lo derrame en mi madre. Ella abre la suya y el semen fluye de mi boca a la suya.
Media hora más tarde estábamos las dos de rodillas alternando su polla, chupándosela despacio. Entonces Armand mira a mi madre de nuevo. Ya estamos totalmente desnudas y mientras él descansaba me ha obligado a comerle el coño a mi progenitora, a meterle la lengua entera en la vagina, a hacer que se corriera y luego sentarme en su cara para masturbarme con su boca y lengua. Ha sido humillante y a la vez excitante. Que esté obligada a hacerlo no quiere decir que no pueda obtener cierta satisfacción, olvidando el hecho de que es mi madre quien me está dando o de quien estoy obteniendo placer.
—Johanna, prepara su culo. Hoy voy a tomarlo —ordena Armand.
—Pero es su primer…
—¿Te he dicho que puedas opinar? —respondió secamente.
—No, Maestro.
—Pues hazlo.
—Hazlo, mamá. Todo está bien.
El bofetón me pilla por sorpresa pero agacho la cabeza. Sé por dónde va y me mantengo sumisa, clavándome con la boca en su polla.
Mi madre se pone detrás de mí y siento el cosquilleo de su lengua en mi ano. Lo ensaliva, juega con él, y empieza a meter despacio pero constantemente los dedos. Uno, dos… El ano me tira, me dice que no está bien pero no tarda en cogerle el gusto. Temo esa polla dentro de mí, pero Armand, cuando se pone en faena, de rodillas mientras yo estoy a cuatro patas, me penetra el culo con delicadeza. No quiere que me rompa, quiere usarme durante mucho tiempo el hijo de puta.
Su polla entra centímetro a centímetro en mi ano y lo siento con el palpitar de mi esfínter tratando de dilatarse todo lo que puede para ceñirla adecuadamente. Y empieza el bombeo. A esas alturas estoy loca de placer, lo confieso y casi no presto atención a mi madre, abierta de piernas delante de mí y empujando mi cabeza contra su coño. Me afano, borracha por la sodomización, loca de placer. No sabía que el sexo anal me iba a sentar así y encuentro en mi culo un órgano sexual especialmente potente para mí, tanto que casi lo prefiero a la vagina a estas alturas y ya es raro que no lleve algo en él a diario: bolas, plugs, tiras tailandesas, tapones…
Armand disfruta tanto de mi culo como de mi total entrega. Al parecer mientras me como el coño de mi madre y ella se corre en mi boca le imploro que me lo rompa, que me folle, que me parta en dos con su polla, que destroce ese culo. Tengo orgasmos anales, tres, sucesivos y el tercero hace que apoye la cabeza en el vientre de mi madre, enajenada, con los ojos en blanco. Se me cae la saliva y tengo la lengua fuera respirando pesadamente a cada embite. Y siento que se corre, me azota el culo, clava en profundidad su enorme polla y me tira del pelo hasta levantarme, pegándome a su pecho. Sus brazos me rodean y siento arder mi culo y mis tripas con todo ese semen derramado, escupido, lanzado con fuerza como una manguera.
Sale de mi culo despacio, lo noto palpitar, el ano se abre y se cierra, el semen en su interior ardiéndome como si fuera ácido. Casi empiezo a tocarme. Veo la polla acercarse a mí.
—Límpiala —me dice.
Casi no puedo responder pero él se encarga de meterla en mi boca. Me tapa la nariz y trago polla, siento mi propio sabor, el de mi culo, en mi lengua y trato de absorberlo todo. Joder, no sabía que era tan puta, aunque ahora lo disfrute tantísimo. En aquel momento esa polla y mi culo fueron el centro de mi mundo y mi eternidad hasta que recuperé la consciencia plenta.
Os lo reconozco: cuando volvimos a casa, tarde, aquella noche, mamá silenciosa, yo pensativa, me fui a la ducha de mi habitación, cogí mi consolador y me volví a follar el culo hasta correrme tan fuerte que lloré.
Y esa fue mi iniciación.