Una historia de amor filial
Desde muy pequeño Daniel había empezado a odiar a su madre. Todavía no alcanzaba los cuatro años cuando por vez primera la vio encamada con un hombre que no era su padre. De antes, de bastante antes, algún amigo de su padre visitaba la casa cuando su padre no estaba. A Daniel eso no le extrañaba,para él eso era algo natural pues los amigos de papá solían venir mucho a casa, a comer, cenar o celebrar fiestas en casa... Tampoco se extrañaba de que al rato de estar el amigo de papá en casa, mamá se subiera con él al piso de arriba, donde estaban los dormitorios.
UNA HISTORIA DE AMOR FILIAL
Elena, luciendo gafas oscuras y a paso rápido, entró en la planta de oficinas de la empresa. Pasó ante el despacho de dirección sin siquiera mirar hacia allí y siguió hasta su despacho. Entró, se llegó hasta el sillón del despacho y se dejó caer en él. Se quitó las gafas y cerró los ojos. Así, con los ojos cerrados y casi desmadejada, dejó pasar los minutos… Se sentía francamente mal. No había podido dormir en toda la noche por lo ocurrido dos días antes, en el viaje que Daniel y ella hicieran a Barcelona por asuntos de negocio, y que derivó en lo que derivó. Estaba más agotada que cansada, además de dolida y hundida. Se sentía vejada, humillada… Muy, muy humillada. Y muy, muy enfurecida por la afrenta recibida, la peor que cualquier mujer pueda sufrir, ser violada… Y por Daniel, por quien más quería y menos podía esperárselo…
¿O sí?... El la había tratado de puta; puta de la más baja estofa… Había visto el odio en sus ojos… Un odio mortal, inmenso… Sí, ese odio, esos insultos, todo eso se lo había ganado a pulso… Toda su vida había sido una puta, una ramera… Y ahora lo seguía siendo… Ramera fue antes de ayer, con aquel medio caribeño medio italiano, el Humberto de irrecordable apellido. El la había acusado de meterse en el wáter con el Humberto y “mamársela”, pero ella lo había negado. Había jurado por todo lo jurable que tal cosa no había pasado, que entre el Humberto y ella nada sucedió; pero afirmó y juró en falso pues entre ella y el semi caribeño, semi italiano pasó de todo, desde la “mamada” en el wáter hasta uno de los más salvajes sexos que en su vida disfrutara, pues el llamado Humberto era, en verdad, un “máquina” dando placer a una mujer. Es más, el entre americano e italiano le había propuesto seguir viéndose y ella había aceptado, pero esto Elena se guardó muy mucho de decírselo a Daniel.
Elena entonces recordó lo que minutos antes se dijera: Que Daniel era lo que más quería, pero… ¿Era eso cierto? Realmente, en su vida, ¿había querido de verdad a nadie? Por una vez en su vida fue franca consigo misma, pero es que también era la primera vez que sin ambages miraba en su interior, escarbaba más allá de la materialista y superflua superficie de su existencia. No, a nadie quiso nunca; a nadie, excepto a sí misma; a sus propios deseos y designios. No quiso a sus padres, cuya sangre corría por sus venas; ni siquiera a Daniel, sangre de su sangre, hijo que parieron sus entrañas; mucho menos al otro Daniel, padre de su hijo y marido que la desposara cuando ella era una jovencita de poco más de dieciséis años.
Entonces ella era secretaria de última fila pero con ambición; ambición de lograr una vida muelle y dinero a manta a costa de lo que fuera menos de trabajar. En su mente, una idea bien clara: El camino más rápido para lograr tal meta, “camelar” a un millonario hasta que la hiciera su esposa. Sí, su esposa, pues ser sólo “la otra” no salía a cuenta: A la postre, la única liquidez algún que otro regalo caro, algún que otro visón, algunos billetes en el banco y, tal vez, un apartamento más o menos lujoso. Calderilla ante lo que una esposa consigue de un matrimonio así.
El “objetivo” escogido sólo podía ser D. Daniel, el director general de la empresa y presidente de su Consejo de Administración como hijo y sucesor del otro D. Daniel, el Iº, como en las dinastías reales se llaman los sucesivos reyes, que instaurara y expandiera un negocio que su hijo y actual gestor, D. Daniel el IIº, convirtiera en importante empresa con acciones bien cotizadas en Bolsa y su Consejo de Administración en representación de sus accionistas inversores.
D. Daniel el IIº era un sujeto ideal para los designios de aquella Elena con escasos dieciséis años: Solterón y cuarentón, valiente y arrojado en los negocios, pero tímido y nada lanzado con las mujeres: Para él era imposible mantener una conversación frívola con cualquier mujer, y menos si ésta era un monumento de la Naturaleza tal y como Elena lo era: Un monumento de la Naturaleza lo mismo entonces, con dieciséis años, como ahora, con casi treinta más, aunque pareciera diez años más joven.
¿Resultado del cerco que la casi niña, casi adolescente, puso al bueno de D. Daniel el IIº? Pues que en no más de tres o cuatro meses la jovencísima secretaria era secretaria personal de D. Daniel el IIº y su prometida oficial para luego, pocos meses después, ser la esposa de D. Daniel el IIº y entre nueve-diez meses más tarde, sobrepasando en poco los diecisiete años, la feliz madre de un infante que con el tiempo sería D. Daniel el IIIº.
Y es que para hablar de la Elena de aquellos tiempos de semi niñez, semi adolescencia, mejor es remedar a D. Luís de Góngora, poeta y literato español del Siglo XVII. Así, si D. Luís en su poema “Apeóse el Caballero” dice: “Muchos siglos de belleza, en pocos años de edad”, en el caso de aquella Elena de entonces se diría:”Muchos siglos de malicia, en pocos años de edad”
Lo que tampoco quiere decir que Elena fuera la gran culpable de esa su forma de ser, sino simple víctima de las circunstancias que vivió. Nacida por allá abajo, en el gran caldero que es el sur español, en un entre pueblo y aldea de lo más miserable y en el seno una familia de lo más mísero de un lugar de por sí mísero. Aprendió a vivir en un ambiente en que la vida humana se diferenciaba más bien poco de la vida animal, por entero huérfana de valores morales pues el gran valor del terruño era vivir, poder comer cada día. Y disfrutar de lo poco que el pobre puede disfrutar, del sexo a discreción, el placer del pobre.
Y eso, el sexo, era su segunda gran meta en la vida. De modo que, una vez lograda la primera meta, un presente y porvenir, digamos, de “posibles”, y una vez asegurada tal meta con el rorro que acababa de dar a su más bien soso esposo, por más que fuera un hombre bueno y enamorado hasta las cachas de ella, se dedicó al bonito deporte de “ponérselos” más floridos no ya que los de un ciervo, sino de los de cien de ellos juntos.
Elena abrió de nuevo los ojos y con gesto entre cansado y aburrido, aunque más exacto sería decir que con desgana, sin importarle nada lo más mínimo. Su mirada se paseó por la superficie de la mesa de despacho casi sin ver lo que miraba. Y así fue que, aunque su mirada pasó sobre ella, no la vio. Cerró de nuevo los ojos y echó hacia atrás la cabeza.
Entonces la memoria o, tal vez, el subconsciente, quién sabe, devolvió a su mente la imagen que antes mirara sin verla: Aquella cosita pequeña, blanca y rectangular. Un sobre, una carta. Abrió los ojos y los dirigió directos al lugar que sabía estaba, apoyado en la escribanía que presidía la mesa. Lo miró fijamente, como hipnotizada, pero sin extender la mano hacia él, hacia aquel sobre blanco, inmaculado. En su superficie, garrapateada a mano, dos solas palabras: “Para mamá”. Sí, sabía de quién era la carta; lo sabía desde antes de abrir los ojos, pues su subconsciente, o lo que fuera, había retenido lo que su retina viera sin que su cerebro se enterara de ello, por lo que cuando en su mente apareció la imagen del sobre en él estaba ese garrapateado y lo leyó con toda nitidez: “Para mamá”.
Pero Elena se quedó quieta, inmóvil, como si una fuerza invisible la inmovilizara. Al fin alargó la mano y sus dedos tocaron el papel. Al momento, como si le quemara o emitiera algo que la repeliera, lo soltó y recuperó su brazo y mano. Volvió a mirar ese sobre y, por fin, se decidió a tomarle, a cogerle, pero con la misma aprensión que antes lo tocara.
Se le quedó mirando. A punto estuvo de rasgarle y arrojarlo a la caja del reciclaje, pues ¿qué podría decirle Daniel? Excusarse, desde luego, pero ¿valían excusas a una violación?... No obstante, rasgó el sobre, extrajo la carta y se puso a leerla. Empezó con el desánimo con que volviera a abrir los ojos, pero según leía el interés se le despertaba, hasta que en un momento dejó la carta a un lado y salió del despacho a toda prisa.
Casi corriendo alcanzó el despacho de Dirección, el de Daniel, su hijo, pero se encontró con que la puerta no cedía, estaba cerrada con llave. Pasó al despacho de la Secretaria de Dirección, la secretaria personal de su hijo Daniel
- ¿Dónde está D. Daniel?
- Lo ignoro, doña Elena. Cuando entré me encontré con una nota suya indicando que estaría ausente algún tiempo. Que desde hoy usted me daría las órdenes oportunas, pues era usted la nueva Directora General de la Empresa. Me extrañaba ya que usted…
Elena no oyó más. Simplemente abandonó el despacho de la secretaria de Dirección y regresó al suyo. Tomó su abrigo y bolso y a toda prisa salió de la planta y del edificio de la Empresa, con el corazón en la garganta: Daniel, Dani, su hijo Dani, seguro había ido a hacer lo que prometía en la carta, entregarse a la policía como autor de una violación, la de su propia madre.
Desde muy pequeño Daniel había empezado a odiar a su madre. Todavía no alcanzaba los cuatro años cuando por vez primera la vio encamada con un hombre que no era su padre. De antes, de bastante antes, algún amigo de su padre visitaba la casa cuando su padre no estaba. A Daniel eso no le extrañaba, para él eso era algo natural pues los amigos de papá solían venir mucho a casa, a comer, cenar o celebrar fiestas en casa... Tampoco se extrañaba de que al rato de estar el amigo de papá en casa, mamá se subiera con él al piso de arriba, donde estaban los dormitorios. Pero aquella vez fue distinto. Había subido al cuarto donde él dormía a buscar algo, un juguete, un cuento, quién sabe; y al pasar junto al dormitorio de sus padres oyó gemidos, gemidos de su madre y se asustó, pensando que a mamá le pasaba algo, le dolía algo, y entró. Se quedó sorprendido: Mamá y el amigo de papá estaban sobre la cama donde papá y mamá dormían, desnudos los dos, mamá debajo del amigo de papá. Se quejaba alto, muy alto y el señor, encima de ella, parecía hacerle daño pues se movía mucho, de manera extraña… Pero lo peor era que la estaba insultando. La llamaba puta, algo que aún no sabía qué era, y que le gustaba “ponérselos” al idiota de su marido. Y decían su nombre, el idiota de Daniel. Dani se cabreó, porque pensaba que aquél hombre estaba pegando a su madre e insultaba además a su padre. Se acercó a la cama y dijo
- ¡No le pegues a ma!...
Hasta ahí pudo llegar, pues mamá le echó con cajas destempladas y a voces
- ¡Vete de aquí Daniel! Vete o te cruzo la cara…
Daniel echó a correr escaleras abajo asustadísimo, con mucho miedo. Llegó al salón y se escondió tras un sillón del tresillo.
Al rato bajaron los dos, mamá y el amigo de papá. Ella con una bata de las que usaba por la mañana, cuando se levantaba, él con la ropa que traía. Se venían besando y cuando llegaron a la puerta se volvieron a besar. Luego mamá empezó a llamarle y Daniel, con más miedo que vergüenza, salió de su escondite echándose a llorar. Mamá le abrazó, le besó, le calmó y le dijo que no estaba enfadada con él, que si le gritó era porque no le esperaba y la había asustado. Él le preguntó qué hacían y mamá le dijo que nada; jugar a un juego de mayores. Añadió: “¿No te gusta jugar a ti? Pues a mamá también” Luego, riéndose, dijo “¡Ya jugarás tú también cuando seas mayor! Y que a papá no debía decirle nada pues a él no le gustaba jugar y tampoco que mamá jugara, por lo que podría enfadarse mucho con mamá, hasta llegar a pegarle pues odiaba que ella jugara....
A Daniel no le pareció mal que mamá jugara a lo que fuera; incluso entendía lo de que a papá no debía decirle nada, pues tampoco a papá le gustaba que él jugara en casa al balón, y se enfadaba mucho con él cuando le “pillaba” por ejemplo en su habitación, con lo que a él le gustaba . Luego que se enfadara con mamá si se enteraba que jugaba a lo que a papá no le gustaba no le extrañaba nada de nada.
Pasaron los años y las “visitas” de amigos de papá así como los “juegos de mayores” prosiguieron con regularidad, un par de días por semana, uno con aquel “amigo” que viera con mamá, el otro con otro “amigo” de papá.
Y con el paso de los años llegaron también sus diez-once años y con ellos saber en qué consistían los “Juegos de Mayores” que mamá jugaba y desde entonces el odio hacia ella se fue incubando en tanto su acercamiento a papá se hacía más fuerte. El cariño que hacia su madre menguaba se acrecentaba en el cariño a su padre. De todas formas, no le dijo nunca nada de los “juegos” de su madre, aunque pronto supo que tampoco hacía falta pues el buen hombre estaba al cabo de la calle de todo, pero se lo callaba, se lo “tragaba”, pues la quería demasiado para enfrentarse con ella… Y perderla.
Pero ese odio que hacia su madre crecía era extraño, pues una cosa también crecía dentro de él: La necesidad de verla en pleno “juego”. La desnudez de su madre se estaba convirtiendo en obsesión para Daniel. Necesitaba, como el aire para respirar, verla, admirarla. Admirar esos senos, esas caderas, esos glúteos… Pero sobre todo ese punto en su pubis depiladito en triángulo invertido… Admiraba, adoraba y odiaba a un tiempo ese cuerpo desnudo, la salvaje belleza de la mujer de casi treinta años que entonces era Elena, su madre, su madre puta y mil veces puta. Pero no podía remediar el desear verla. Se empezó a odiar a sí mismo por esa obsesión que, al unísono, le embriagaba y le atormentaba.
Los años siguieron quedando atrás y Daniel estrenó sus quince-dieciséis años. Para entonces su madre había trasladado el “picadero” a la casa del amante si su mujer estaba ausente en esos momentos o, lo más normal, a un más que discreto hotel donde los clientes sólo son el señor y la señora “tal o cuál” sin más documentación para inscribirse que el D.N.I. del señor. A tal decisión llegó Elena porque su hijo se hacía mayor y le empezó a dar corte que la viera subir al dormitorio con el “amigo” de turno, aunque también porque “Danielito” cada día estaba más borde con ella por aquello de sus “juegos”.
Pasaron más años y Daniel, con su dieciocho cumpleaños celebrado unos tres meses atrás salió de casa. El casi adolescente según crecía se definía más y más como un chico serio, formal y responsable, amén de excelente estudiante que sacó el bachiller y el Acceso a la Universidad con brillantes calificaciones, lo que holgadamente le permitió escoger la carrera y Universidad más a su gusto. Eligió hacer dos carreras al alimón, Empresariales y Económicas, y Universidad en Barcelona, por lo que marchó de casa. Quería alejarse de ella, de Elena, su madre. La relación madre-hijo, no era ni buena ni mala: Simplemente se ignoraban sin mediar más palabras que las imprescindibles. Vamos, que él pasaba de ella y ella le correspondía en la misma medida.
Mientras Dani hizo primero y segundo de carrera volvió a casa por Navidades, Semana Santa y verano y poco a poco empezó a sentirse mejor en casa. En esas esporádicas visitas comprobó que su madre prácticamente había dejado de salir sola, pues las pocas veces que salía sin su padre lo hacía con dos buenas amigas de antaño, Carla y Mari Jose, esposas de dos amigos de mi padre, tan serios y formales como su progenitor, y si alguna vez lo hacía sola, cosa de verdad rara a esas alturas, él podía comprobar que no lo había hecho para “jugar”, pues el tiempo fuera estaba medido y justificado por las compras que traía, hechas en “El Corte Inglés” de Castellana o Argüelles, y si tenía en cuenta el tiempo de comprar y el trayecto, ida y vuelta, más lo que se pierde en atascos, sin duda sería difícil que se entretuviera en “jugar” con quien fuera. Si a esto se añadía que con él volvía a estar cariñosa y atenta, concluir que su madre se había “reformado” como sumar dos y dos. Y esto le tranquilizó y llenó de alegría. El odio de años que acumulara contra Elena fue diluyéndose como azucarillo en café hirviente.
Durante las vacaciones de verano de aquel su primer curso de carrera, cundo él acababa de cumplir los diecinueve y su madre los treintaiséis, una tarde que estaba en el saloncito de la casa, donde estaban la tele y el video, y él se entretenía viendo un partido de baloncesto, entró su madre, Elena, luciendo un conjunto de blusa o camiseta lo menos dos tallas por debajo de la suya, faldita corta, con vuelo, y pies enfundados en playeras de lona. Sin medias, pues el calor apretaba lo suyo. Se sentó frente a él en un sillón y distraída miró la tele que Daniel veía
- ¿Qué ves Dani?
- Pues ya ves, un partido de baloncesto.
- ¡Qué aburrimiento! ¿Sabes? No sé qué le veis los hombres a tanto deporte, fútbol, baloncesto…
- Hombre mamá, ya sé que a ti esto no te gusta, pero aunque no te lo parezca hay muchas chicas a las que también les gusta. Tanto como a mí o más.
Aquí Elena cambió de posición en la butaca. Se descalzó y alzó las piernas hasta posar las plantas de los pies en la butaca, en tanto abrazaba las piernas hasta enlazar entre sí ambas manos por las rodillas. Entonces ante Daniel quedaron, desnudos y a la vista en toda su extensión por su cara interna, los muslos de su madre. Y entre la sensual morbidez de esos muslos de perdición, las braguitas negras ajustadas a esa parte por antonomasia femenina del organismo de la mujer, dejando asomar por sus lados la negrura del vello púbico de Elena amén de resaltar la forma de los labios mayores al ajustarse a la braguita.
Esa visión automáticamente fue irresistible imán para los ojos de Daniel, incapaz de separar de allí la mirada. Aquella obsesión por el cuerpo de su madre, que últimamente había empezado a decrecer, renació vigorosa hasta en la última fibra de su ser enardeciéndole hasta lo indecible. Pero entonces ocurrió que Elena puso la guinda en el pastel del enervamiento de Daniel cuando empieza a decirle
- ¿A tu novia le gusta esto tanto como a ti?
- Yo no tengo novia mamá
- Pero alguna amiga “con derecho a roce sí que tendrás. ¿Le gustan los deportes tanto como a ti?
- Mamá, tampoco tengo amigas así
- ¡Hay hijo, y qué aburrido me parece que eres! ¡Y qué poco te pareces a mí! De mí creo que tu carácter no ha heredado nada, que todo lo tomó del de tu padre.
- Entonces, mi padre es un aburrido, según tú
- Yo no he dicho eso ni lo he querido decir
- Pero es lo que piensas de él, lo que sientes
La conversación iba subiendo de tono, abriéndose el abismo entre los dos. Elena había bajado de nuevo las piernas al suelo de manera que la “visión” se había cerrado y en Daniel el viejo resquemor renacía
- ¡Tu padre es un hombre muy, muy bueno!
- Sí, bueno… Pero aburrido para ti. ¿Es por eso que necesitas “divertirte” por tu cuenta?
- ¡Niño, no seas impertinente! ¡Un respeto, que soy tu madre!
Las hostilidades entre ambos se habían vuelto a romper y la “guerra” de nuevo se cernía separándoles irremisiblemente.
Elena se había levantado cuando habló y, dando la espalda a su hijo se marchó del saloncito, eso sí, contoneando su cuerpo, marcando piernas y trasero, resaltando sus braguitas bajo esa falda corta cuyos pliegues caían a peso sobre el suelo ciñéndose a su cuerpo, a ese trasero de verdadero ensueño que encandilaba a su hijo.
Daniel también se levantó sin separar la vista de ella, de sus formas, de ese trasero que por minutos más le enervaba. Se odió a sí mismo; se aborreció como a nada ni a nadie había nunca aborrecido.
El verano siguió transcurriendo y los choques entre Daniel y su madre no se reprodujeron. Elena siguió sin hacer nada anormal dentro de lo que es la vida corriente de cualquier mujer casada. Pasaron madre e hijo unos días en la finca familiar, otra de las propiedades de D. Daniel el IIº heredada de su padre y éste del suyo, siguiendo así la secuencia hasta casi perderse en el tiempo; madre e hijo, pues el marido y padre respectivamente de ambos solo tomaba vacaciones veraniegas algunos días en Agosto, por lo que a la hacienda sólo acudía los fines de semana para pasarlos con ellos. Luego, en los días de Agosto que D. Daniel se tomaba, el trío se desplazaba a una de las playas de moda en el sur de España.
Así el verano acabó y Daniel se volvió a Barcelona para iniciar su segundo año de carrera, con las hostilidades entre madre e hijo prácticamente olvidadas. Hasta la obsesión de Daniel por el cuerpo de su madre se había adormecido hasta el punto de que ese pensamiento no fluía ya a su mente, ni cuando la naturaleza demandaba imperiosamente sus derechos sexuales.
Pasaron las épocas de la Navidad y Semana Santa de aquel segundo curso universitario de Daniel sin novedad digna de mención, manteniendo madre e hijo la relación propia de tal tipo de parentesco. Pero llegó el verano y con él la marcha de madre e hijo a la hacienda familiar.
En el predio trabajaba un chaval, Santos; veinticuatro-veinticinco años, buena planta y broceado por el sol como suele suceder con quienes trabajan el campo con todo el torso desnudo la mayor parte del verano. Era simpático y servicial; como suele decirse “buena gente”. Cuando nosotros estábamos en la finca solía ocuparse de los caballos que usábamos durante nuestra estancia allí, los arreos y demás. De atrás la familia le trataba con bastante confianza y D. Daniel el IIº le apreciaba, lo mismo que Daniel, que desde sus diecisiete-dieciocho años, cuando empezó a beber vino y cerveza, compartía con él alguna cerveza que otra, sobre todo en días un tanto calurosos en los que de vez en cuando le invitaba a descansar unos minutos con la cerveza y el pitillo en la mano.
A los pocos días de llegar, a poco de acabar de comer, Daniel invitó a su madre a cabalgar un poco por la hacienda pero Elena prefirió quedarse en la casa a descansar, pues estaba cansada. Daniel tomó las bridas del caballo que Santos le ofrecía y partió al trote hacia unos pinares que no lejos de la casa crecían. Pero el paseo no duró ni una hora, pues a los cuarenta-cincuenta minutos empezó a llover; una de las típicas tormentas veraniegas que en minutos se desatan sin previo aviso, sin que nada en el cielo lo prevenga. Regresó pues a la casa y llevó el caballo al establo. Santos no aparecía por parte alguna, por lo que Daniel tuvo que desembarazar al caballo de montura, bridas y demás, dejando el almohazarlo para que luego Santos lo hiciera. Salió del establo y se disponía a alcanzar la casa a la carrera cuando algo llamó su atención. Casi adosado al establo había una especie de galpón o cobertizo cerrado donde se almacenaba paja y grano para el ganado; al salir a sus oídos llegaron bastante nítidos rudos humanos procedentes de allí. Grititos, jadeos, gemidos… De mujer y de hombre. Con el corazón en la garganta Daniel se aproximó al cobertizo, con sigilo empujó la puerta y se coló dentro. Aguardó unos minutos hasta que su vista se habituó a la penumbra del local, y entonces, sigiloso cual entró, avanzó entre las pacas de paja y los fardos de grano, directo hacia el lugar del que venían los sonidos. Y los vió; vió a su madre, desnuda de cintura para abajo, mamársela al Santos del demonio. La “cosa” del hombre entraba y salía de la boca de Elena con entera fluidez al tiempo que las manos femeninas subían y bajaban a todo lo largo de aquél grueso y largo “palo”, en tanto el Santos gemía y bufaba de placer. Aquello duró unos minutos, bastantes, más de media hora seguramente, pues Elena era maestra en la materia y, cuando notaba que su amante estaba a punto de vaciarse, bajaba la “marcha” de las manos y apretaba las gónadas del hombre para cortar la eyaculación, con lo que podría alargarse el momento a voluntad. Pero cesó, tal vez por aquello de que todo en esta vida se acaba, y cuando al fin Elena permitió a Santos eyacular se tendió a su lado abriendo las piernas. Había llegado su turno y Santos entendió esto a la perfección. Se incorporó, se arrodillo entre las piernas de Elena, abiertas y “pelín” flexionadas hacia arriba, procediendo a bajar las bragas a la entonces su hembra, que colaboró en la operación elevando una pierna para que el hombre se las sacara por el pié.
Allí quedó, ante los ojos casi vidriosos de Daniel, la vulva de su madre, mostrando en todo su esplendor los labios mayores, más abultados que los del general de las mujeres, y los menores, mucho menos largos y gruesos que los anteriores, como su nombre indica; su tono, el de los mayores sobre todo, era de un tono entre sonrosado y marrón en contraste con el color del interior de la vulva, entre rojizo y rosado. Entonces Daniel vio cómo Santos introducía la lengua en aquél pocito de dulce ambrosía y cómo esa lengua de movía lamiendo, acariciando la dulzura de aquél hoyito hacia arriba para desandar seguidamente el camino hacia abajo
Elena gemía, Jadeaba y gritaba… Gritaba histérica, del histerismo producido por el intenso placer que recibía de su amante. Hasta que no pudo más, hasta que le fue imposible aguantar más las tremendas ganas de gozar con desenfreno, las tremendas ganas de ser penetrada por aquella “estaca” que en esos momentos anhelaba tenerla dentro más que ninguna otra cosa en el mundo. Lanzó un profundo alarido
- ¡No puedo más nene! ¡Empálame, penétrame! ¡Taladra mi cueva, nene mío!
Elena, de un empellón lanzó a Santos al suelo, boca arriba, y de un salto, como un felino carnicero se arrojaría sobre su presa, se encaramó sobre el cuerpo del sorprendido Santos. En un segundo se desprendió de la blusa que hasta se desgarró al sacársela ella sin consideración alguna, deshaciéndose después del sujetador por la vía rápida de arrancárselo a tirones, partiendo en dos la unión entre ambas copas. Seguidamente tomó entre sus manos la “tranca” de carne, enhiesta y dura cual barra de hierro. Se la llevó a su “cueva” y se empaló en ella de una sola sentada, se la introdujo de golpe hasta que las gónadas del hombre se estrellaron entre sus glúteos y el final de su vagina y empezó a cabalgar a Santos cual posesa. “Galopaba” sobre la “tranca”, subía y bajaba encima de ella, con adláteres movimientos en elipse, girando más de lado que adelante y atrás, sobre el punto de sustentación que era el miembro masculino. Elena estaba desmelenada, gritando mucho más que gimiendo y lanzando más bien aullidos o alaridos que gritos.
Daniel miraba como hipnotizado el cuerpo de su madre, toda aquella generosidad de redondeces, de carnes tibias, insinuantes, prometedoras de las más altas cimas de la sensualidad. Aquellos senos más grandes que pequeños pero del perfecto tamaño para deleitarse al máximo hundiendo en ellos los dedos, acariciarlos con las manos, besarlos, lamerlos, morderlos… Y qué decir de esos pezones, oscuros en medio de unas aureolas también oscuras pero bastante menos que el pezón, grandes como pequeños y redondos guijarros de río, duros, enhiestos… Que a gritos pedían ser lamidos, chupados, mordidos… Tal y como entonces hacía el Santos, el indecente del Santos.
Se sentía sucio, asqueroso, pervertido y degenerado por desear el cuerpo de su madre como entonces lo estaba deseando. Daría media vida por estar en ese momento en el lugar del Santos, en la piel del Santos. Se odiaba a sí mismo más que nunca por esos deseos contra natura, esos deseos incestuosos… Pero el deseo era más fuerte que él, era incontrolable, invencible.
Realmente, esa era la primera vez que apreciaba el cuerpo materno en toda su gloriosa esplendidez, pues cuando la vez anterior lo viera, a sus cuatro años, su mente no podía apreciar lo maravilloso de la visión. Desde luego que de entonces le venía la obsesión por el cuerpo de Elena, pero el recuerdo de lo que aquella tarde viera permanecía en su memoria como algo difuso, por lo que hasta ahora ese cuerpo debía imaginarlo, pero desde esa tarde no tenía que imaginarlo pues allí lo tenía en toda su divina realidad. El cuerpo de una Diosa mitológica, de una Venus viviente; una Venus de Fidias pero con piel suave y cálida…
Como un zombi Daniel bajó su mano hasta la hebilla del cinturón. La soltó y desabrochó el botón del pantalón; bajó la cremallera y tras ella pantalones y calzoncillo hasta la rodilla; y su virilidad, libre del encierro, saltó briosa, exultante, erguida, dura y firme cual columna de cemento… Y gruesa, muy gruesa, con venas y glande ahítas/ahíto de sangre. De inmediato su mano salió al encuentra de la barra de carne firme y dura y empezó el baile del onanismo: Adelante, atrás; adelante, atrás; adelante, atrás… Y así “ad infinitum”.
Su mano no tenía contemplación alguna con aquella “barra” que de entre sus piernas emergiera, sino que la “atacaba” con furor, con rabia, con desesperación. Sus ojos, absortos y sin ser capaz de apartarlos de allí, se fijaban hipnotizados en el desnudo cuerpo femenino que ante él se exhibía en tanto su mente había expulsado de la escena a Santos sustituido por él mismo. En su mente era su masculinidad la que estaba dentro de su madre y a él a quien ella cabalgaba cual fuera caballo salvaje encabritado; y era a él a quien le pedía “marcha”, “marcha” y más “marcha”; a él a quien le decía: “!Más, nene, más fuerte, más fuerte, más, más…!” Y su mano respondía: “¡Más fuerte, más fuerte, más, más, más… Mucho más!”
Acabó en minutos, a tal grado de excitación había llegado… Pero ella seguía pidiéndole más y más y más; él la oía, la escuchaba pedírselo a gritos mientras se convulsionaba en espasmos de inmenso placer, placer que en la mente de él, era él mismo quien se lo estaba dando. Y su mano siguió atacando aquella barra de carne sin tregua, sin piedad alguna. Las eyaculaciones se sucedieron en el tiempo, siguiendo a aquella primera por lo menos una segunda en no tanto tiempo; y quién sabe si una tercera. Más, era bastante dudoso.
La cabeza le daba vueltas y, de puro vidriosa, de su vista desapareció hasta el cuerpo de su madre que, ignorante a que su hijo la veía, a que su hijo se estaba masturbando con la vista clavada en ella, seguía gritando, aullando, reclamando más placer al Santos que, como Daniel, desfallecía roto por aquella fuerza sexual de la Naturaleza, verdadero monstruo “desfacedor” de machos humanos.
Daniel por fin se tambaleó y cayó hacia atrás. No se partió la crisma porque tras él se asentaban varias pacas de paja que le acogieron solícitas. Medio mareado, medio desmayado pasó dos-tres minutos, casi sin poder respirar, con el corazón en la garganta y las pulsaciones ni se sabe. Fue recuperándose, se incorporó y se sentó en el bulto de paja que le acogiera. Los aullidos de su madre habían cesado y sus ojos la vieron, los vieron a los dos tendidos sobre la paja que les sirviera de colchón, juntitos, besándose y cuchicheando. Ella, para no desmerecer, atendía solícita la “tranca” del Santos, como si quisiera vivificarla. Se dijo que, al parecer, aquello tendría segunda parte.
Del anterior enardecimiento ya no quedaba nada… Ahora en él sólo había odio. Odio hacia ella, más odio que nunca. Y odio hacia sí mismo. Se odiaba, sí, se odiaba; e infinitamente más que a ella, a Elena, pues desde esa tarde el término “madre” abandonó su diccionario. Se odiaba, se maldecía, se despreciaba… “¡Miserable, pervertido! ¡Incestuoso!” se decía, se acusaba a sí mismo.
Se levantó por completo, se subió calzoncillo y pantalones y, tambaleándose aún, abandonó el barracón tan silenciosamente como entrara. Ya fuera, se le revolvió el estómago en un mar de arcadas y corrió hasta un árbol próximo donde vomitó. Vomitó abundantemente, como si llevara almacenado en el estómago todo cuanto en él entrara desde que nació. Incluso tuvo que sujetarse bien al árbol para no derrumbarse. Así pasó algunos minutos más, hasta que logró erguirse de nuevo y empezó a caminar, todavía tambaleante, todavía mareado y con un agobiante dolor de cabeza.
Volvió a ser una especie de zombi que deambulaba casi sin rumbo, adentrándose por el bosquecillo de pinos próximo a la casa. La divisaba cuando sintió que no podía caminar más, que tenía que detenerse, que debía vomitar de nuevo. Se apoyó en otro árbol y arrojó; no tanto como antes pero tampoco tanto menos. Se incorporó, intentó seguir hacia la casa, dio unos cuantos pasos pero tuvo que detenerse. Intentó sentarse pero más bien se desplomó. Allí quedó, desmayado, sin conocimiento. La máquina, forzada al máximo por las emociones de la tarde, no dio para más.
El sol rendía su marcha sumiéndose en encendido crepúsculo cuando Daniel despertó. Se sintió casi bien por no decir que del todo bien. Se incorporó hasta ponerse en pie y marchó hacia la casa. Tan pronto entró Elena se le echó encima.
- ¿Se puede saber dónde te has metido? ¡Me tenías ya preocupada! Tardabas y fui al establo; allí estaba el caballo pero de ti ni rastro… ¡Por favor hijo…!
- Por favor Elena, me duele mucho la cabeza
Daniel la dejó detrás yendo hacia su habitación. Elena no se dio cuenta de que no la llamara “madre” pues entonces advirtió el pobre estado en que su hijo llegara. Alarmada corrió tras él
- Daniel hijo. Qué mala pinta traes. ¡Estás desencajado! ¡Y muy, muy sucio! ¿Qué te ha pasado? ¿De dónde vienes? ¡Estás perdido! Perdido de… De suciedad, de hojarasca, de paja… ¡Y hueles a vomitona que atormentas!
- ¿Quieres callarte? Tuve mala tarde, eso es todo
Mientras hablaba ella y él respondía, Daniel había abierto el armario y de él sacó una bolsa de viaje que empezó a llenar con ropa amontonada en la bolsa de cualquier manera, tal y como la sacaba, sin preocuparse en absoluto de cómo la ponía, de colocarla un tanto alisada al menos. Su madre tampoco advirtió tal cosa de momento, estaba más interesada en saber qué demonios había ocurrido al joven. Pero al fin observó lo que hacía
- ¿Qué haces ahora Daniel?
- Fácil imaginarlo. Preparo mi equipaje
- Y… ¿Para qué?
- Que yo sepa un equipaje se hace para viajar
- ¿Viajar? ¿A dónde? ¿Te cansaste ya de estar aquí? Bueno, si así lo quieres nos iremos. Aunque es una tontería. Dime hijo, por favor, ¿qué te ha pasado? Estás muy raro Daniel. Y no me digas que no te ha pasado nada porque sé que no es cierto
- Elena, me voy yo. Y basta, que tengo prisa
- ¿A dónde te vas? Mira Daniel, no me vengas con cuentos chinos. A ti te pasa algo. Y algo grave. Por favor, déjate de tonterías y dime la verdad.
Daniel fijó de nuevo la vista en aquella mujer. La bajó, siguió reuniendo su ropa en la bolsa pero contestó
- La verdad… Que te diga la verdad… ¿Cuándo me la has dicho tú a mí?... Me voy a Barcelona, vuelvo allí… Porque me asqueas. Porque no quiero volver a verte… ¿Qué qué me pasa? ¿Qué por qué llevo paja y maleza encima? ¿Qué por qué huelo a vomitona? Imagina… Piensa un poco… Tú lo sabes… “Madre virtuosa” ¿Lo quieres más claro? ¿Quieres que te cuente cómo se la “mamabas” al Santos? ¿Que te cuente cómo él te “lo” rebañaba él a ti? ¿Que te diga cómo gritabas, cómo le “cabalgabas”?... ¿Sigo?
El tercer curso de carrera Daniel lo pasó sin aparecer por casa ni un solo día. Por Navidades dijo a su padre que las pasaría esquiando en los valles andorranos con un grupo de amigos y por Semana Santa que iría con sus amigos a Mallorca. Pero el curso finalizó y llegó el verano. Daniel no quería pasar por su casa pero también comprendía que tenía, debía ir allí. No por Elena, única forma en que ya incluso pensaba en su madre, sino por su padre. Había ya cumplido los sesenta y seis años, el tiempo le pesaba y él, Daniel, su hijo, era para D, Daniel una bendición cuando lo tenía en casa. Decidió llamarle para contarle otro cuento que le permitiera pasar con ellos, su padre y su mujer, los días de Agosto que el padre se tomaba libres. Estando su padre en casa, al menos, no se encontraría nunca a solas con ella, con Elena.
Pero no hizo falta que llamara a su padre pues éste le llamó a él al móvil. Se había separado de su mujer. Casualmente la sorprendió con un amigo suyo, precisamente aquel con quien viera Daniel a su madre a sus cuatro años. Elena había dicho a su marido que iría a comer con sus amigas y D. Daniel aquel día debería comer con un cliente, pero la cita se malogró pues el cliente se excusó por asuntos familiares. D. Daniel estaba ya en el restaurante, en la barra esperando cuando el cliente canceló la comida, por lo que decidió comer ya allí, en ese mismo restaurante; entró al comedor y de inmediato se sorprendió pues allí estaba su mujer con un hombre, un viejo amigo suyo, de D. Daniel. Les siguió y les pescó “in fraganti”, los dos desnudos y ya en la cama. Elena se tuvo que marchar de casa para vivir con una pensión de tres mil euros que su marido le asignó. Mucho para cualquiera pero muy poco para ella, hecha a gastarse cada mes más del doble sólo en cosméticos.
Pasó pues Daniel el verano en casa con su padre y en Octubre inició el último año de carrera. Algo más de un mes más tarde supo que su padre había hecho las paces con Elena, pues el pobre hombre sin su esposa no se hizo a vivir. Le propuso a ésta lo de “pelillos a la mar” y Elena no se lo pensó ni un momento. Al fin la pesadilla de los tres mil euros mensuales se acabaría. El bueno de D. Daniel el IIº disfrutó de algo así como una segunda luna de miel, “jugando” con su esposa poco menos que cada día tras los casi cinco meses de no tenerla en la cama. Se diría que en la “dieta” de esos meses de abstinencia encontró las fuerzas y energías necesarias para tamaño “trote” sexual.
Pero Elena, en esta nueva etapa de “vino y rosas”, encontró serias ataduras y limitaciones para proseguir con sus escarceos “ligoteros”, pues su santo y calculador esposo la puso a trabajar en su más poderosa empresa, donde él mismo tenía el despacho desde el que dirigía su complejo de negocios, un centro publicitario del que pasó a ejercer la dirección ejecutiva de producción bajo la inicial tutela de la persona que antes desempeñara esas funciones, sólo que bajo título menos rimbombante, y que de hecho pronto fue una especie de segunda autoridad en el medio, asistente de la dirección era su título. Por otra parte, Elena cuajó bien en el puesto que su marido le designó, pues poseía marcado acento artístico en sí misma por lo que resultó ser una buena supervisora del trabajo realizado por los diseñadores de plantilla, que corregía y a veces mejoraba ostensiblemente.
Durante ese curso Daniel mantuvo la habitual relación con su casa, pasando allí las Navidades y la Semana Santa. Pero al fin llegó el mes de Junio y con el mes las pruebas de los últimos créditos de las dos carreras cursadas, Económicas y Empresariales, con lo que obtuvo ambas licenciaturas. También representó su definitiva vuelta a casa y su incorporación a los negocios de su padre, prácticamente ya en vísperas de ser D. Daniel el IIIº a todo ruedo.
Cuando llegó a casa lo hizo con el propósito de al menos descansar los tres meses de verano, pero su padre, a puerta cerrada, le hizo ver que eso no iba a ser posible, que se tendría que conformar con los cortos días de descanso que su padre se tomaba cada verano. Su padre estaba enfermo, muy enfermo, pues en los últimos años había desarrollado una afección cardíaca que no paraba de ir a más, por lo que el trabajo al frente de sus empresas le estaba matando. En fin, que Daniel se tenía que preparar a marchas forzadas para sustituirle en todo; o, mejor dicho, sucederle.
Como es natural, lo primero que Daniel hizo fue visitar al cardiólogo que atendía a su padre y este no es que le confirmara cuanto su padre le dijera, sino que le franqueó que el estado de su padre era bastante peor de la que D. Daniel le informara, pues éste se cayó que había sufrido ya dos amagos de infarto de miocardio de los que nadie en casa tenía noticia. Luego en pocos días Daniel se incorporaba a un despacho contiguo al de su padre como ayudante personal del Director General del Grupo de Empresas.
Pasó el verano, acabó el año y comenzó el siguiente, y Daniel estaba bastante más cerca que lejos de estar al corriente de todo cuanto incumbía al trabajo de su padre con lo que antes de llevar un año incorporado era Adjunto a la Dirección General del Grupo de Empresas y a la Presidencia de los Consejos de Administración, faltando su padre cada día más al despacho de modo que la dirección efectiva de sus negocios iba quedando más y más en sus manos.
A su madre, Elena, la veía y trataba a diario pues siempre la Directora de Producción tenía asuntos que tratar con el Director General, pero relación personal y mucho menos materno-filial no existía, lo que no impedía que Daniel sometiera a su madre a un celoso control; a tal extremo llegó la cosa que Elena prácticamente no daba un paso sin que Daniel lo supiera, pues fuera como fuese él siempre se enteraba de lo que hacía, ya fuera en la oficina como fuera de ella.
Un aspecto había en que, al menos al principio, escapaba de su control; dado su desempeño en la empresa Elena viajaba a veces con cierta asiduidad, viajes a los que, habitualmente, la acompañaba su asistenta, la que antes llevara casi todo lo que ahora afectaba a la Directora de Producción, puesto que antes no existía, creándolo D. Daniel el IIº expresamente para su mujer. Pues bien, tan pronto como Daniel pasó a ser Adjunto y su padre empezó a no presentarse al despacho, le encontró un mejor puesto a la asistente de Elena, la Secretaría Personal del Director General en tanto ponía como nueva asistente a la que desde su incorporación fuera su propia secretaria, mujer bastante madura en la que sabía podía confiar plenamente. Esta recibió instrucciones precisas del ya en la práctica D. Daniel el IIIº, de ser la sombra de Dª Elena y no separarse de ella ni un segundo del día, misión que desempeñó como Cancerbero no lo haría
Aparte de esto la obsesión por el cuerpo de ella casi había desaparecido. Lo ocurrido en la finca, verla directamente y en pleno “juego” con el Santos y sus inmediatas consecuencias, haberla deseado hasta el extremo de imaginarse a sí mismo ocupando el lugar del gañán, haberse llegado a masturbar, disfrutar como disfrutó que, incapaz de parar, siguió provocándose orgasmos en serie… Le espantó, le machacó más, mucho más moral que físicamente… Las vomitonas, los mareos, los desmayos… Todo, todo había tenido un origen mucho más psíquico y moral que físico. Se odió, se despreció hasta lo indecible… Y hasta lo indecible odiaba y despreciaba a su… ¿Madre?... ¡No, no podía perdonarla, ni olvidar lo que hizo aquella tarde… Ella era la culpable, la barragana indecente!… La mujer infiel al mejor hombre del mundo, su padre, que la quería hasta el punto de cerrar los ojos y perdonar lo imperdonable…
Sí, a Elena el marido la había perdonado, pero él, Daniel, no podía perdonarla…
Ah, por cierto, la noche de aquella tarde en que tan a gusto “jugara” Elena con el Santos, éste desapareció de la aldea donde vivía sin dejar rastro, misterio nunca resuelto. Y es que “alguien” le dijo que desde ese día su cabeza tenía precio para “alguien”; bagatela de dinero… Sólo un cuarto de millón de euros, “porca miseria”…
Poco más de un año llevaba Daniel ejerciendo oficiosamente de D. Daniel el IIIº, cuando plenamente ascendió a tal honor por fallecimiento de su padre; y ya se sabe la fórmula, “El Rey ha muerto. ¡Viva el Rey!” por la que el príncipe heredero pasa a ser el nuevo Rey. Para entonces variaron algunas cosas, por ejemplo que Elena pasó a ser Adjunta a la Dirección General del “holding” y Adjunta a la presidencia de sus Consejos de Administración por disposición irrevocable de Daniel. Así la tendría más cerca y podría controlarla mejor pues la relación Director-Adjunto debe ser muy íntima, aunque sin, necesariamente, connotación erótica alguna. Y no la hubo entre Daniel, D. Daniel el IIIº ya a todo ruedo, y Elena.
Claro, no la hubo hasta que surgió arrolladoramente. Fue unos tres años después de morir su padre y marido, cuando Daniel frisaba en los veintisiete años y Elena andaba por los 44, cumplidos o a poco de hacerlo. Había surgido un problema con uno de los mejores clientes, catalán, barcelonés exactamente, titular de una de las más importantes cuentas de la empresa pues sus campañas publicitarias eran de las que casi te salvan un año y la cosa estaba entre si continuaba con nosotros o se “pasaba al enemigo”. Iría él, Daniel, pero con Elena, Directora del departamento y, francamente, excelente ejecutiva capaz de “colocarle” un congelador a un esquimal.
Un coche de la empresa los llevó a Barajas, donde tomaron el primer vuelo del Puente Aéreo a las 6,45, con lo que estaban en Barcelona a las ocho de la mañana. Desayunaron en el mismo aeropuerto mientras detallaban los últimos aspectos de las propuestas que llevaban, repasando una vez más toda la estrategia acordada hasta en sus mínimos detalles. Eso era, realmente, labor de Elena: Ella pergeñó la idea general de las propuestas y ella las desarrolló.
A las diez de la mañana estábamos en las oficinas del cliente y reunidos con él, D. Andreu Puigvert, y su “Estado Mayor”. La entrevista fue larga y dura y Elena lució en todo su esplendor de Ejecutiva de altos vuelos. Dominaba la situación con suprema elegancia pero también con increíble aplomo y seguridad. Fue un recital de gracia, desplante y personalidad que apabullaba, pues su soberana belleza ayudaba no poco a ese dominio de la Sala de Conferencias que les acogía. La entrevista acabó pasadas las quince horas y almorzaron con el Sr. Puigvert en un restaurante próximo que no estaba mal, algo más que aceptable.
Durante el almuerzo D. Andreu Puigvert les dijo que no se preocuparan, que la renovación del contrato la tenían casi asegurada. A él las propuestas que traían le habían parecido óptimas y estaba seguro de que a sus asesores también; lo habían hablado y sus comentarios iban por ese sendero, luego el Consejo de Administración al día siguiente no podría por menos que refrendarlo: Los accionistas sólo son señores que cortan y cobran cupones de sus acciones, ellos, los técnicos que aconsejan lo mejor para los accionistas. Por finales el señor Puigvert se ofreció a enseñarles la Barcelona nocturna, quedando en pasar a recogerles a eso de las nueve para cenar algo pero Daniel impuso cenar los tres en el hotel, pues tenía mucho gusto en invitarle, y así quedó la cosa.
Las doce y media de la madrugada serían cuando los tres abandonaban el hotel, y en el coche del señor Puigvert se mezclaban en el tráfico de la noche barcelonesa. El conocimiento de la Barcelona nocturna se limitó a recorrer las calles y avenidas frecuentadas por los noctámbulos barceloneses, todas ellas iluminadas hasta la saciedad, darse una vuelta por un Music Hall de moda y un disco-pub, también de moda. Luego se apalancaron en una gran discoteca de ambiente claramente caribeño, música típica de aquellas cálidas latitudes y chavalas de impresión buscando “caza”; unas por la cosa pecuniaria, otras por amor al arte de Eros.
El local ya estaba casi atiborrado a esas horas, cerca de las dos de la madrugada, con lo que no fue fácil encontrar mesa, pero el Sr. Puigvert debía tener influencias en ese local y como por ensalmo resultó que una de las mesas reservadas no lo estaba tanto, pues se la adjudicaron. Se sentaron con Elena entre ambos caballeros y el amigo Puigvert desde un principio intentó caerle en gracia a la mujer, con tanto éxito como yo con las cartas, que siempre pierdo.
Llevarían un rato sentados cuando a la mesa se dirigió un individuo, Humberto, una mezcla de caribeño e italiano de muy buen ver: Treinta y muchos o cuarenta y pocos años, alto y fornido, piel claroscura, que desvelaba raíces híbridas de caliente sangre africana, sangre ardiente caribeña y no muy fría sangre italiana. Una especie de latin-lover del Caribe. A Daniel le cayó fatal desde que le vió, más aún desde que se sentara entre Elena y él separándolos. Y a mejorar tal impresión no ayudó el par de “monumentos” que le acompañaban, dos ejemplares de mujer de esas que licúan al “témpano” de tío más gélido de la tierra. Una de ellas tomó asiento junto al señor Puigvert en tanto la otra lo hacía junto a Daniel, pero mientras el señor Puigvert se esforzaba con su vecina de asiento era el “monumento” sentado junto a Daniel quien se esforzaba con él.
Al momento el “latin-lover” pidió permiso a Daniel para bailar con su madre, pues como madre e hijo el señor Puigvert los presentó al Humberto, petición que Daniel no pudo rechazar, pues, ¿a cuento de qué él, su hijo, limitaba la libertad de su madre para bailar?. Le lanzó una mirada inquisitiva, como preguntándole si le apetecía bailar con el tipo, a lo que Elena respondió levantándose a toda prisa para bailar con aquel otro “monumento”, de hombre esta vez, no de mujer.
La pareja, tomados de la mano, se encaminó a la pista y allí se enlazaron comenzando a bailar. El Humberto se movía cual los de su tierra suelen hacerlo, con gracia, con sensualidad, esa garra que apasiona a las mujeres y Elena no le iba tan a la zaga, contoneándose al bailar, moviendo las caderas y lo que no eran las caderas con sensualidad suma, de esa que hace que el pantalón de un monje anacoreta se expanda hacia adelante en “tienda de Campaña”. La música, de ritmo bien movido que invitaba a lucirse el bailante, se trocó en melodía más suave, menos movida, pero cargada de toda la sensualidad de aquellas ardientes tierras, y los cuerpos de Humberto y Elena se empezaron a unir hasta quedar ambos fuertemente enlazados, con Humberto abrazando a Elena por la cintura y ella al hombre por el cuello, pechos y caras muy juntos y misteriosos cuchicheos al oído entre ambos.
Daniel estaba enfermo. Enfermo de rabia, enfermo de celos, enfermo de furia destructora, sin perder ni un segundo de vista a los dos bailarines y recomiéndose por dentro ante el espectáculo que estaba viendo. El viejo odio hacia Elena resurgió con fuerza, con muchísima fuerza agarrándose a su garganta hasta asfixiarle casi.
En ese momento el señor Puigvert y los dos “monumentos” se empeñan en que salgamos nosotros también a la pista; Daniel cedió y los cuatro salieron a la pista de baile. Entonces Daniel perdió de vista a Elena y al Humberto.