Una historia con final feliz

Un psicólogo, para ayudar a un tímido paciente a perder su miedo al sexo, contrata a una prostituta que le hace creer que ha ligado.

UNA HISTORIA CON FINAL FELIZ

CAPÍTULO 1. EL PLAN. PUNTO DE VISTA DE DIEGO.

Hacía mucho frío aquella noche de sábado, tanto, que el aliento se convertía en volutas de vapor. Una mujer joven y atractiva aguardaba clientes en las inmediaciones de un edificio ennegrecido rodeado de andamios. Era evidente que no estaba a la intemperie porque le habían dado plantón. Cualquier ser medianamente sensato habría acudido a la cita.

Pensé que le gustaría a Fernando porque encajaba con su paradigma de cómo debía ser una mujer. Veintitantos años, silueta redondeada, piel tersa, mandíbula bien dibujada.

Su atuendo consistía en un vestido de un tejido acrílico, de color azul y sin cinturón; por lo demás, medias de rejilla y tacón de aguja. Al cuello, un cordel del que colgaba una especie de amuleto de madera y bajo el labio inferior un “piercing” esférico. Media melena rubia con mechas de color rubio ceniza y, lo más destacable de todo, una curvilínea esbeltez resaltada por su ajustado vestido. Llevaba un pequeño bolso a juego colgado en bandolera. Me acerqué hasta ella despacio, con cautela y me presenté, permitiéndome tutearla porque la duplicaba en edad.

—Me llamo Diego Álvarez. ¿Podría hablar un momento contigo?

No respondió. Me miraba con extrañeza, como si no me entendiera, no me hubiera oído bien o estuviera valorando si era de fiar y debía ponerse a la defensiva. Pero yo proseguí:

—¿Cómo te llamas?

—Indira —pronunció con voz clara y acento español de la península. Si era extranjera no se le notaba nada.

—Un nombre precioso.

Esbozó una media sonrisa.

—Gracias, pero si estás tratando de ligar, vas muy desencaminado. Cobro doscientos euros por hora si la cama la pones tú y doscientos cincuenta si la pongo yo en esa pensión de ahí enfrente. Una felación, por ser tú, te la dejo en cincuenta. Te la puedo hacer en el coche o en cualquier sitio discreto. Todo con preservativo, por supuesto.

Española. Claramente. No sé de dónde, pero tampoco importaba demasiado. Cada vez hay más mujeres españolas ejerciendo la prostitución, empujadas por la ambición desmesurada, agobiadas por la falta de expectativas laborales o estranguladas por las estrecheces económicas. Ya no era un estigma social propio de inmigrantes.

—Quiero contratarte para hacer un trabajo.

Indira se puso en guardia:

—¿Contratarme para hacer un trabajo? —inquirió frunciendo el entrecejo, donde tenía unas ligeras arrugas verticales, incongruentes con su edad, que se remarcaron—. ¿Qué quieres decir con contratarme? Perdona, pero eso que estás diciendo me suena muy raro. ¿Te gustan las cosas raras, las perversiones?

Negué con la cabeza.

—Soy psicólogo y estoy buscando una chica guapa, que bien podrías ser tú, si quieres, para ayudarme en un caso que tengo entre manos.

—¿Y de qué va eso? Si puede saberse.

—Te lo explicaré, pero no aquí. Hace frío. Vayamos a un bar y te lo cuento tranquilamente. ¿Te parece? Y así me dices si te interesa.

Accedió, tras pensárselo un momento. No había apenas gente por la calle. No creo que perdiera gran cosa por tomar un café y estudiar mi propuesta.

Nos cobijamos en un bar a apenas un par de manzanas del sitio en el que nos encontrábamos. El establecimiento era grande y apenas había clientes. En un televisor de plasma se veían vídeos musicales, uno tras otro. Nos sentamos en una mesa y el camarero se acercó solícito. Yo pedí un café solo y ella un cortado.

Me quité el chaquetón de paño forrado con piel de borreguillo y lo coloqué en el respaldo de la silla. Ella cruzó las piernas para ocultar lo más recóndito de su anatomía.

—Yo no sé cómo no os heláis ahí fuera —comenté—. Hace un frío que pela.

—Gajes del oficio —repuso con estoicismo—. Ya quisiera yo ir abrigada hasta el cuello, pero tengo que lucir un poco el tipo para atraer clientes.

—¿No has pensado en ejercer en un lugar un poco más caldeado? Estarías más resguardada del frío y más protegida. Y no correrías el riesgo de que te pusieran una multa.

—Gracias por el paternalismo, pero ya he estado en uno de esos sitios y no quiero repetir la experiencia. No me trataron mal, pero el dinero se lo quedaba el dueño del local y a las chicas nos daban una birria de sueldo. Y por lo que respecta a la protección tengo un spray de pimienta muy eficaz. No tengo miedo. Y ahora: ¿Me puede explicar para qué me ha traído aquí? Acceder a venirme a tomar un café con usted no implica que tenga toda la noche.

—Está bien, está bien —hice con las manos un ademán conciliador. No quería irritarla. Ella ya era mayorcita para cuidarse por sí sola—. Solo me preocupaba por ti, Indira. Por cierto, Indira es tu nombre auténtico o es tu nombre de guerra. No es un nombre muy común que digamos.

—Es falso, pero queda bien, ¿no? A mí me gusta. Creo que encaja bien conmigo y con lo que hago.

—¿Te gusta lo que haces?

Su rostro se contrajo durante una fracción de segundo, pero al hablar lo hizo con reposada calma:

—Preferiría trabajar de Ministra, pero es lo que hay. Tengo un crío de un año. Mi pareja me abandonó al poco de tenerlo. El pobre se agobió con las responsabilidades que le habían caído y se esfumó. Supongo que al extranjero, pero no lo sé. Judicialmente no le pude reclamar nada porque no estábamos casados; ni siquiera éramos pareja de hecho. El muy cabrón me jodió la vida.

—¿Quién te lo cuida?

—Una señora mayor vecina mía. Con un trabajo normal no llegaría a fin de mes, pero prostituyéndome gano bastante y no estoy con el agua al cuello.

—Ya.

El camarero trajo las consumiciones y pagué la cuenta con un cochambroso billete de cinco euros, de esos que uno está deseando quitarse de encima cuanto antes, porque temes que alguien te lo pueda rechazar.

—Como te he dicho antes, soy psicólogo. Hago terapias para tratar la ludopatía, los problemas de comunicación entre parejas. Trabajamos también miedos, fobias, en fin... A principios de año vino a mi consulta un señor llamado Fernando Gimeno. Su apariencia es normal. Tiene treinta y seis años. Es una persona tan sumamente tímida y retraída que es incapaz de conseguir tener una relación con una mujer. Me contó que estaba absolutamente desesperado. Que no conseguía hacer ningún avance en este terreno. No es que no follara, es que no conseguía ni trabar una conversación de más de quince segundos con ninguna mujer.

El camarero trajo la cuenta y las vueltas en un platillo. Indira permanecía atenta y en silencio.

—Es hijo único y vive con su madre, que es una mujer muy dominante que siempre está metiendo las narices en sus asuntos. Le controla sus horarios. Le registra sus cajones. Si un día se retrasa un cuarto de hora en su regreso del trabajo, le pide explicaciones. Su madre es nociva para él, para su desarrollo vital, pero también es la única persona que hay en su vida. La única que supuestamente le quiere. O, al menos, le quiere de la manera que ella entiende que debe querer a alguien: protegiéndole en exceso y cortándole las alas.

Un tipo con gabardina entró en el bar con andares derrotados y tomo asiento en uno de los taburetes que había junto a la barra. El camarero se le acercó servicial.

—Le dije que le daría unas pautas de actuación, pero para que surtieran efecto, le dejé caer que debía independizarse y aprender a tomar sus propias decisiones, a guardar secretos, que si no, las mujeres difícilmente le tomarían en serio. Trabaja en un taller en el que hacen limpieza industrial de contenedores y no gana mucho, pero es muy ahorrador y como ha vivido siempre en casa de sus padres, está en una posición económica bastante desahogada. Además ha sabido invertir con acierto sus ahorros en acciones y tiene bastante pasta. Pasa por mi despacho los lunes y le cobro cuatrocientos euros por una consulta de dos horas, que no es moco de pavo para los tiempos que corren, y paga sin rechistar. Está convencido de que puedo ayudarle. De que necesita a un experto para ponerle en el buen camino. De que poniendo en práctica unos cuantos consejos, solucionará su problema.

Indira daba vueltas a su café con la cucharilla distraídamente mientras me escuchaba. Rasgó el sobrecillo del azúcar y lo echó en la taza. Me fijé en sus uñas. Tenían dibujillos con forma de arabescos o quizá grecas.

—Me contó que un par de años atrás había ido una vez de putas, pero que no había podido correrse porque estaba hecho un manojo de nervios. Y que como se había sentido muy mal después, no le había quedado ninguna gana de repetir la experiencia. Creía que perder la virginidad le ayudaría a coger confianza con las mujeres, que se sentiría diferente, pero se equivocó. De hecho, ir de putas no es algo que los hombres exhiban ufanos, sino que es algo que normalmente se hace anónima, casi clandestinamente. Nadie cuenta: “Ayer me fui de putas y sodomice a una, anda que no lo pasé bien”. O “Vaya trío que me hicieron ayer, pero pagando, eh, pagando a tocateja”. Normalmente, a un hombre le enorgullece conquistar a una mujer tras vencer esforzadamente su oposición, sus reticencias, sus requiebros. A otros les alegra o se sienten más realizados derrotando a sus rivales, otros pretendientes. Pero como norma general, pagar por sexo para un hombre es humillante, es algo así como admitir que uno vale muy poco, que carece de físico, de inteligencia, de labia…, de mordiente para estar con una mujer, por así decirlo.

Hice una pausa para empezar a beber el aromático brebaje. Indira me contemplaba acodada en la mesa, sin perder ripio de mi narración:

—Llevamos seis consultas, una semanal, cada una de una hora. Trato de que recupere su autoestima, porque si uno no se sabe valioso, nada puede conseguir en la vida, pero no veo avances. No tiene amigos, con lo que apenas va a ninguna parte que no sea del trabajo a casa y de casa al trabajo, donde, faltaría más, se mofan de él porque no tiene pareja. Tampoco quiere apuntarse a ninguna asociación, porque también ha tenido malas experiencias al respecto. Soledad, aburrimiento. Dice que la gente va mucho a su bola. No le gusta salir, pero sí le gustaría tener pareja. Es su mayor ilusión en la vida. Trato de explicarle que para encontrar pareja, tiene que ir a sitios donde haya mujeres y tratar de trabar una conversación con alguna. Que debe superar su vergüenza paralizante, que todos decimos ridiculeces, que todos fracasamos, que todos cargamos a cuestas con un largo listado de agravios y mezquindades y, sobre todo, que las mujeres también van al baño, que no son una especie tan diferente a nosotros. Hace dos semanas logré convencerle para que saliera una hora a una discoteca llamada “Urbanitas”. ¿Te suena?

Indira cabeceó en señal afirmativa.

—Me contó que intentó hablar con una, pero que no le hizo caso. Por algo se empieza. Alabé sus progresos, pero Fernando es una persona de carácter depresivo y está tan hundida, que hace falta un plan de choque brutal para que solucione su problema. Y ahí entras tú.

—No entiendo que pinto yo en medio de todo esto. No me acabas de decir que de ir de putas no quiere ni oír hablar

Le hice un gesto, para que me dejara explicarme.

—He ideado un plan. El próximo sábado le diré que vuelva a acudir al “Urbanitas”. Te enseñaré unas fotos suyas para que puedas identificarle y te pondrás a su vera. Ponte una ropa parecida a la de hoy, ya sabes “marcando estilo”, y quédate cerca de él, como si hubieras ido a ligar. Si ves que no se atreve, dirígele alguna mirada, échate la melena para atrás, arrímate un poco, pero intenta no hacer nada. Deja que sea él quien tome la iniciativa, por mucho esfuerzo que eso le suponga. Quiero que sienta que controla la situación. Si ves que ni siquiera así reacciona, toma medidas.

—¿Me puedes enseñar esas fotos? —me pidió Indira.

—Faltaría más —dije girándome para buscar mi móvil en el bolsillo interior del abrigo—. Quédate bien con su careto, para que luego no haya confusiones.

Le enseñé varas fotos que le había tomado en mi consulta, con la excusa de ponerlas en su expediente.

—¿Y bien? ¿Qué te parece?

—Físicamente no está mal —repuso después de observarlas con detenimiento—. Pero por lo que me has contado debe de ser muy sosito el pobre. Y un hombre sin personalidad, un hombre que no te da un poco de vidilla es un plasta.

—No tires tan pronto por el desagüe a mi cliente. Es muy aficionado a la lectura. Sigue la actualidad literaria. Y también hace bastante deporte. Sobre todo bici. Se pega unas palizas tremendas por el parque. Está en forma. Y psicológicamente sé que está transtornado, yo diría que en una fase inicial de una depresión severa, pero, como tú dices, es lo que hay.

Tras emitir dicho parlamento, me interesé por su punto de vista.

—¿Qué opinas? ¿Qué te parece el plan?

—Pues que todo esto no es más que un burdo engaño y dudo mucho de su eficacia. Tarde o temprano, llegará la ruptura y se llevará una decepción de la leche. Y ni que decir tiene que cuanto más alto sube uno, más dura es la caída. A lo mejor es peor el remedio que la enfermedad.

—Vamos por partes. Claro que es un engaño. Que sea burdo o fino depende de ti. Aunque si tú no le dices nada, él no va a saber nada. Mientras el piense que es verdad, será verdad. Haz bien tu papel de actriz y no sospechará nada. Pero, al margen de verdades y mentiras, lo importante aquí, el motivo que me mueve a hacer esto es su propio bien. Necesito que entre en contacto con la realidad de los sentidos y de nada me sirve recomendarle ir de putas, porque él no quiere, puesto que no es un logro romántico, no es una conquista. Tampoco quiero mandarle a un psiquiatra. Los psiquiatras te medican hasta convertirte en un zombie. Hace falta que el huevo eclosione, que el pollo salga del cascarón, que despierte, que vea la vida con unos ojos mas esperanzados. Si así consigo esto, estaré haciendo grandes avances en ayudarle.

—¿Y luego qué?

—Cuéntale cosas. Invéntate una vida. Y dale sexo muy dosificado, con cuentagotas. Las cosas obtenidas con ahínco, con esfuerzo, se agradecen más. Lo que a uno le dan en exceso termina por no valorarse. Tiene que aprender a luchar para conseguir el favor de las damas, a saborear la realidad en toda su crudeza.

—Pero vamos a ver, Diego. Tú lo que me estás pidiendo es que le dé amor de pareja. Yo cobro por hacer sexo con el cronómetro en una mano. Puedes estar seguro de que no me dedico a inventarme relaciones sentimentales.

—Te pagaré bien. Dale amistad, cercanía, contacto físico. Entre el amor y la amistad no hay tanta diferencia. No es ningún imposible lo que te estoy pidiendo.

—¿Me lo tiro o no?

—La primera noche no. Seguro que te pide el teléfono. Dáselo. Quedad el sábado siguiente para ir a un centro comercial, a hacer unas compras o al cine, por ejemplo. Ahí sí puede haber mayores avances. Después de ir al centro comercial, te lo llevas a un hotel y ahí te lo follas. No quedes entre semana. Hazte la dura, di que no te pilla bien. ¿Cómo lo ves?

Indira se lo pensó un momento.

—No es lo más fácil que me han pedido, pero creo que podré. Tomo nota. Una noche, más una tarde y una noche con el tal Fernando haciéndole creerse que ha ligado. Nada de mencionarle que soy una pilingui pagada por ti.

—Eso es —corroboré—. Es un reto, pero te pagaré mil quinientos euros. Espero que esa cantidad sea suficiente.

Indira asintió levemente con los ojos entornados, mientras calculaba si aquella suma resultaba razonable. No puso objeciones.

—¿Y después qué?

—No adelantemos acontecimientos —dije—. Llegados a este punto, llámame. Sé que Fernando puede encontrar perfectamente una mujer, pero tengo que conseguir que coja confianza en sí mismo. Y esta experiencia le hará coger confianza. De momento, me conformo con eso. ¿Trato hecho, pues? Parece que no te veo muy convencida.

—Trato hecho —aprobó Indira saliendo del ensimismamiento en el que estaba inmersa—. Pero no soy una profesional de la actuación. Podría notar que no me gusta, que no siento nada hacia él.

Sonreí abiertamente.

—Todas las mujeres sois profesionales de la actuación. Fingís orgasmos, mentís como bellacas, disimuláis mejor que nosotros. No me vengas con que no vas a poder manipular a un buenazo como Fernando, porque eso no me lo creo yo ni harto de ginebra. Supongo que querrás que te pague por adelantado y en efectivo, ¿no?

—No, si te parece hazme una transferencia en el banco que ponga nómina —replicó con retintín.

Saqué un sobre de mi abrigo y se lo entregué. Indira contó con rapidez de veterana cajera de banco los billetes de cincuenta euros.

—Aquí hay setecientos.

—El resto te lo pagaré cuando termines el trabajo —respondió—. Dentro del sobre hay una tarjeta con mi teléfono y mi dirección. No acudas al despacho sin llamarme previamente, no vaya a ser que coincidas con él. Necesitaré tu número de teléfono.

Me lo dio.

—El sábado que viene a las doce de la noche en la discoteca “Urbanitas”. ¿Alguna duda?

—Ninguna.

CAPÍTULO 2. EN LA DISCOTECA. PUNTO DE VISTA DE INDIRA.

El sábado por la tarde me duché pensando que aquellos setecientos euros eran los más fáciles que había ganado nunca. Maliciosamente se me ocurrió que no tenía por qué acudir al encuentro de ese tal Fernando. Al cuerno el psicólogo y sus extravagantes terapias. Así aprendería para la próxima. El único dato que tenía de mí era mi número de teléfono. No contestar era suficiente para aplacar la peor de las furias.

Aunque mientras me enjabonaba mi vientre endurecido por los abdominales y mi pubis depilado con láser, pensé que no cumplir mi parte del trato sería muy perjudicial para mí. En primer lugar, porque perdería la oportunidad de ganar los ochocientos euros restantes. Segundo porque tendría que buscarme otra zona para ejercer, al menos, durante un tiempo prudencial. No es bueno ganarse gratuitamente enemigos cuya fortaleza uno desconoce. Debía ser una mujer de palabra y sanseacabó. Claro que acudiría a la cita.

Me vestí para la ocasión con lencería de marca “Tentación”, unos pantalones de cuero “Giovanni Ferreti” y una blusa blanca muy escotada de la diseñadora “Rose Palmer”. Para calzarme escogí unos “Strada” de entre mi creciente colección. Los zapatos y los bolsos de cierto nivel son mi ruina, pero en mi fuero interno la siento como una ruina constructiva que me hace vibrar alto.

Me sentí observada en la discoteca, pero cuando tienes un tipo decente y eres medianamente guapa, aprendes a convivir esa sensación.

Pasaban diez minutos de las doce de la noche. Busqué a Fernando con la mirada hasta que di con él. Estaba en el extremo de una de las barras espiando sin disimulo los gráciles movimientos de las camareras y se le veía incómodo, agobiado. Se notaba que estaba allí por obligación, por compromiso. No encajaba en aquel ambiente.

No era feo y estaba bastante delgado, pero su imagen dejaba mucho que desear. Llevaba el pelo cortado un poco descuidado y peinado a raya a un lado, con lo que transmitía una imagen un tanto trasnochada, como de película de los años cincuenta. Desentonaba un poco en aquel ambiente ostentoso en el que la gente se regía por las modas.

Su guardarropa precisaba de una pronta renovación. Sus vaqueros no eran modernos, ni entallados y no le quedaban nada bien. La camiseta era del año catapún y había sufrido demasiados lavados. Y sus zapatos con hebillas eran decididamente anticuados. Bebía a sorbos una bebida que supuse que sería agua mineral. No tenían pinta de beber alcohol. Llevaba el abrigo atado a la cintura. En un momento dado se sacó el móvil para mirar la hora: antediluviano, sencillamente antediluviano. Si buscáramos la comparación con un ordenador, sería de los que usaban tarjetas perforadas.

Pero, en fin, no sé de qué coño me quejaba. Me había tenido que tirar a vejestorios inmundos a los que no se les ponía la polla dura ni aun contratando a un taxidermista. Fernando era medianamente joven y parecía buena gente. Yo haría mi parte en aquella función, cobraría y a otra cosa, mariposa. No tenía por qué implicarme emocionalmente, ni preocuparme del resultado de aquel rocambolesco plan.

Me acerqué a la barra justo al lado de Fernando y pedí una cerveza con limón. Estar ligeramente achispada me ayudaría. Al arrimarme, el hombre se encogió, se replegó y se arrinconó en un extremo de la barra evitando el contacto físico. Le resultaba demasiado imponente para que se atreviera a decirme nada. Los palos psicológicos que había recibido le habían afectado más de la cuenta. Tenía mucho trabajo por delante. Estuve un rato esperando muy cerca de él, pero estaba prácticamente segura de que no me iba a dirigir la palabra porque le hubiera dado pánico hacerlo.

Una camarera me sirvió la bebida delante de mis narices, colocando una servilleta de papel en el gollete. Me quité el abrigo de fieltro y busqué con la mirada dónde colgarlo. Localicé una percha metálica en una columna justo detrás del lugar que ocupaba Fernando. No podía pasar por detrás, porque había gente quieta alrededor. Aún sabiendo que no llegaba, me estiré para alcanzar la percha, rozándome a propósito con su cuerpo, apretando de forma descarada mis tetas contra su espalda, así, como quien no quiere la cosa.

—Perdona —dije, como si aquello hubiera sido una molestia para él.

Atribulado por el contacto de mis atributos mamarios se volvió hacia mí cabizbajo y con cara de susto; respiraba agitadamente. No sé, se debía de pensar que le iba a soltar un sopapo porque había hecho algo muy censurable. No se atrevía ni a responder, ni tan siquiera a mirarme a la cara. Al poco, se dio cuenta de aquella zona estaba tan concurrida que no tenía por dónde dar un rodeo, y caballerosamente cogió mi abrigo y lo colgó.

—Gracias.

—De nada —murmuró y volvió a su actitud huraña de persona que huye del mundo.

Desde detrás la gente trataba de acceder a la barra y la corriente humana nos hizo apartarnos a un lado.

—Ya no quedan muchos caballeros por ahí —le alabé, acercando mi boca a su oreja—. Has sido muy amable.

—No tiene importancia, señorita.

—Me llamo Indira.

—Yo Fernando.

Me dio dos besos insulsos y mecánicos en las mejillas. Dos ósculos sin energía, de esos que uno da por obligación y que no transmiten nada.

Seguí pegada a su lado para que me dijera algo. Casi tartamudeó, pero por fin se atrevió a dirigirse a mí:

—¿Estás… esperando a alguien?

Lógicamente pensaba que una chica como yo no estaría sola por mucho rato, pero aquel sábado no iba a ser para él un sábado frustrante.

—No, he venido sola —le dije mirándole a los ojos—. De cacería, ya sabes. A pillar maromo.

—Ah, qué bien —repuso tragando saliva y apartando la vista.

Y haciendo un esfuerzo añadió:

—Pues como yo, pero al revés.

Me quedé callada, pero receptiva. Esperando muy atenta a que reanudara la conversación. Yo ya había roto el hielo con el escandaloso numerito del abrigo y el resto debía hacerlo él.

—Yo también he venido solo —confesó—. Me agobian un poco estos sitios, pero llevo un tiempo tratando de mejorar mi vida social, pues la tengo un poco abandonada.

—A mí también me agobian, no te creas. Al final, todo el mundo mira y mira y nadie mueve un dedo.

Sobrevino un silencio tenso. Fernando empezaba a soltarse y me contó un aspecto de su vida del que Diego ya me había dejado caer algo:

—No suelo salir los sábados por la noche —confesó—. Los domingos me levanto pronto, me da igual la época que sea del año, y me voy a hacer un circuito con la “mountain bike” por el parque o por caminos de los alrededores. Remato la faena tomándome unas papas bravas en una terraza.

—A mí también me gusta la bici, aunque soy más de pedalear en la bicicleta estática del gimnasio. El sillín es más cómodo que los de las bicis de verdad y así evito que me duela el culo. También hago elípticas, me meto de vez en cuando en la clase de aerobic

—Yo prefiero las cosas al aire libre —dijo Fernando—. Por cierto, llevas unos pantalones muy chulos. ¿Dónde te los has comprado?

—En ningún lado, los trinqué en unos grandes almacenes en un descuido del de seguridad.

Se sorprendió ante mi revelación hasta el punto de quedarse con la boca entreabierta, pero como yo sonreía y era evidente que bromeaba, se rió como quien suelta aire.

—¿Te gustan? Me los compré en Milán, en un viaje que hice con mi amiga Sonia. Son de “Giovanni Ferreti” y te puedo asegurar que casi tengo que dejarme sodomizar para comprarlos, pero valió la pena. ¿Son de mi talla, no?

Me di la vuelta para que contemplara mi tentador trasero y cómo los pantalones se ajustaban a la perfección a mis piernas, como uno guantes de látex a las manos de un cirujano. Sé perfectamente las sensaciones que despierto en los hombres con esos pantalones puestos.

—Te… quedan bien, sí —confirmó con voz entrecortada y casi inaudible—. Parecen hechos a medida.

Luego agregó con voz ensoñadora:

—Milán tiene que ser muy bonito.

Era la voz apesadumbrada y tristona de alguien que quiere hacer cosas, pero que siempre pospone todo, por que se lo prohíben todo, por falta de decisión y porque nunca encuentra el momento ideal ni las personas adecuadas para hacer las cosas.

Opté por usar el sentido del humor.

—En Milán hay, sobre todo, gomas. Está todo plagado de gomas, de borrar, del pelo, mascar y de las otras, de las de impedir la procreación, que son las que más abundan.

Sonreía con timidez y se notaba que le hacía feliz mi parloteo resuelto y desenfadado.

—A mi madre no le gustan los viajes. Dice que no es más que tirar el dinero. Que uno ha nacido donde ha nacido y ya está.

—A la mía tampoco es que le haga mucha gracia, pero cuando puedo hago alguna escapada. Me hace sentir a gusto con el mundo. Hay que vivir haciendo realidad algún sueño de cuando en cuando. Yo creo que las cosas no hay que pensarlas demasiado. Cuando uno ve que la situación es propicia, hay que pasar a la acción y ya está.

—A la acción y ya está, ¿no? —dijo atreviéndose a acercarse a mí hasta quedar a menos de un palmo. Se le veía algo nervioso, pero no tan azorado como al principio. Y como mujer, tengo que reconocer que transmitía más miedo que deseo. Como si gozar fuera para él, motivo de sufrimiento. Como si alguien le fuera a castigar por disfrutar mientras otros sufren.

—Pues claro, ¿para qué vas a dejar que pase el tiempo a lo tonto? —le pregunté.

Seguía sin reaccionar, sin atreverse a tocarme un vello del brazo. Me pasé los dedos por el cabello suelto mirándole intensamente a los ojos. En vista de su recalcitrante inmovilismo, simulé malinterpretar su miedo, su indecisión, pero ni por esas.

—¿Tan fea soy que no me quieres meter mano?

Fernando se indignó.

—Pero si eres una diosa. Lo que daría yo por estar con una chica como tú.

—Pues empieza por bajar de las nubes y aterrizar en la realidad de las tres dimensiones.

No captó la indirecta. Finalmente, tuve que agarrarle una mano y colocarla en mi trasero porque no se atrevía a tocarme. Una vez puesta donde correspondía, la mano, temerosa al principio pues solo rozaba y más suelta después, ya no paró de acariciar mis nalgas y mis caderas con creciente furor. Me abracé a él dejándole hacer. Él contribuyó estrechándome con fuerza e incorporando la otra mano a sobar y amasar mis redondeados cachetes.

—No sabía si querías que empezara —dijo para justificar su inacción.

—Si no quisiera nada contigo, te habría parado los pies a la primera frase.

—Claro —dijo impregnando de deseo su mirada—. ¿Me permitirías darte un beso?

Cabeceé con sosegada desesperación.

—Eso no se pregunta —le afeé—. Búscalo si crees que es el momento, pero nunca lo pidas como quien pide la hora, porque tiras por lo suelos todo el encanto. Hoy besos, mejor no.

Entonces se armó de valor y trató de que yo me incorporara a su solitaria vida.

—¿Te gustaría que fuéramos a un lugar más tranquilo? A comer algo, quizá.

—Pues no —respondí fingiendo crueldad.

Fernando se quedó estupefacto, visiblemente herido. De golpe y porrazo, tras el buen cariz que parecía estar tomando la situación, tenía que afrontar una dura negativa.

—¿Por qué no? —quiso saber.

—Porque no me sale a mí del coñete —le solté en tono jovial, haciendo que se riera abiertamente. Empezaba a quitarse el disfraz de la seriedad, empezaba a desembarazarse de las máscaras del hombre torturado—. Vámonos.

Salimos del local. En la salida había gente fumando y hablando en corros. Fernando me ofreció la mano y se la di. No me gusta vincularme afectivamente con nadie y traté de tener en mente que yo no era sino el brazo ejecutor de un engaño tramado por un psicólogo. Sin embargo, contrariando mis previsiones confieso que el contacto de su mano no me desagradó del todo.

Entramos en un establecimiento de comida rápida abierto las veinticuatro horas. Pedimos unas hamburguesas y hablamos hasta bien entrada la madrugada. Hablamos de nuestros gustos respectivos y solo mentí al contarle que trabajaba de dependienta de farmacia. Intercambiamos los móviles. Y quedamos el sábado a las cuatro de la tarde en la puerta de un centro comercial que habían inaugurado recientemente.

CAPÍTULO 3. EN LA CONSULTA. PUNTO DE VISTA DE FERNANDO.

No me lo podía creer: había ligado. Qué guapa era la tía, además. Y vaya cuerpazo. Y por si no fuera suficiente, jovencilla: veintisiete años. Y graciosa, siempre de cachondeo. Vaya chispa. ¡Es que te partías con ella! Aquello era para mí una hazaña sin parangón. Parece que los consejos de Diego habían dado su fruto. Y menudo fruto más delicioso. Ni en mis mejores sueños habría podido imaginar algo así. No encontraba ni un pequeño defecto a semejante pibón. Además, no tenía muchos estudios, con lo que no había una distancia social e intelectual muy grande. Un dato más a mi favor.

Pasé el domingo hiperactivo, alterado, sin poder centrarme en nada, rememorando el tacto glorioso del culo de Indira. Y eso que lo había tocado a través de un pantalón de cuero. Tampoco era cuestión de deslizar mi mano por dentro, en público. Mi mente no alcanzaba a imaginarse cómo sería el tacto del auténtico. Estaba eufórico, enardecido gracias a aquel suceso, que para mí era todo un acontecimiento.

El lunes por la tarde, a la hora de siempre, acudí a la consulta de Diego. Anuncié mis progresos en la puerta del despacho con una sonrisa de oreja a oreja.

—He ligado, Diego.

—¡Pero eso es fantástico, Fernando!

—He conocido a una chica maravillosa. Es lo mejor que me ha pasado en la vida. Es guapa, físicamente está muy bien y tiene una voz preciosa.

Noté un acceso de lágrimas que no pude contener del todo. Aquello era increíble. Diego se mostró muy efusivo y fue a darme un cordial abrazo:

—Llevas tanto tiempo conteniendo tus emociones, bloqueando tus sentimientos, que es normal que ahora estés así.

Una vez nos hubimos sentado, narré con detalle lo sucedido. Diego me pedía de vez en cuando alguna aclaración, pero permaneció atento a la historia hasta el final.

—¿Te preguntó por tu pasado? Las mujeres interesadas en una relación siempre preguntan por el pasado.

—No, no me preguntó nada.

—Mala señal, pero no es algo definitivo. ¿Y tú? ¿Le preguntaste?

—Yo sí, quería saberlo. Suponía que no era virgen, pues es una chica bastante atractiva. Me dijo que su última relación había tenido un novio anterior, pero que había roto hacía ya un año. No entró en detalles de por qué había roto ni nada, aunque me hubiera gustado mucho saberlo.

Hice una pausa para sacar un asunto que me traía de cabeza:

—Diego, ¿le cuento que me fui de putas una vez o quedaré muy mal?

El psicólogo meditó un poco la respuesta.

—Cuéntale todo lo que quieras. No trates de adivinar lo que ella va a pensar. Cuanto más nos abrimos a los demás, más somos nosotros mismos. Si a una mujer, le ocultas desde el principio, un suceso de tu vida que no te gusta, tendrás que tener mucho tiento (hizo con la mano un movimiento serpenteante) para esquivar este suceso de tu vida siempre. Además el tema puede salir más adelante y es mejor que vea que eres sincero. Todo acaba saliendo a flote.

La respuesta no me satisfizo del todo.

—¿Y no le caeré mal por haberme ido de putas? Pensará que soy un putero. Igual me mira un poco de medio lado.

—Fernando: ir de putas no es algo normalizado del todo por cuestiones legales, pero casi. Una prostituta es una mujer como otra cualquiera que, por circunstancias diversas, decide acostarse con personas a cambio de dinero. Y no tiene más vueltas de hoja. Si me dijeras que tienes que ocultarle que has estado diez años en la cárcel por violar a niños de parvulario o que el otro día mataste a un gachó, lo tiraste al río y te está siguiendo la pista la policía, eso, sería otro cantar. Pero lo que has hecho no es nada del otro mundo.

Dicho esto, Diego me pidió silencio, apoyó los codos en la mesa y, colocando las manos en ojiva, habló:

—Disfruta del momento, porque llevas mucho tiempo buscando algo así y estas cosas no suceden a diario. Como puedes comprobar, estás perfectamente preparado para entablar una relación con una chica. Basta con intentarlo unas cuantas veces y, sobre todo, no quedarse en casa, en tu zona de comodidad. Hemos hablado de esto unas cuantas veces. Hay que afrontar los cambios en la vida, porque la vida cambia constantemente y en la zona de comodidad nunca suceden cambios voluntarios. Me alegro de que hayas comprobado que ligar no es una cosa del otro jueves. A veces es suficiente con estar en el sitio apropiado. Aunque veinte digan que no, llegará una que dirá que sí. Es tan sencillo como eso. Hay que esperar con paciencia a la que dice que sí. Puede tardar en llegar, pero al final aparece una que te hace caso.

Hizo una pausa dramática.

—No obstante, es importante que no eches las campanas al vuelo. Las relaciones esporádicas están a la orden del día. La mitad de los matrimonios terminan. No digo que fracasen, digo que terminan. Lo que quiero decir que en el mundo de las relaciones de pareja hay un sinfín de circunstancias imprevistas que hacen que un proyecto se venga abajo. Las mujeres son cíclicas, raras. Unas veces están muy bien contigo y otras te odian. Ojalá vaya todo bien, pero si, desgraciadamente, la cosa se queda estancada, no te lamentes. No hay nada malo en ti. De la misma manera que has conocido a esta chica, puedes conocer a otra. Estás haciendo grandes progresos y te felicito por ello. Pero tampoco quiero que te pegues un disgusto si la cosa no funciona.

—Diego: te puedo asegurar que hemos congeniado perfectamente. Estas cosas se notan. Nadie sale de una discoteca con otra persona por obligación. Admito que al principio hubo cierto nerviosismo. Pero se notaba que le había gustado. Luego, en la hamburguesería, todo fue más fluido. Parecía que la conociera de toda la vida. Ahora necesito que me ayudes a no meter la pata.

—Mira: no puedes estar con una tía pensando que te está haciendo un examen a cada instante. Actúa con naturalidad. Sé tú mismo. Trátala bien. Deja que se explaye hablando todo lo que quiera. A las mujeres les encanta hablar. Síguela en su conversación interviniendo de vez en cuando. Que vea que no está hablando para las paredes. Respétala, no metas las narices en cosas de las que ella no quiera hablarte. Deja que actúe por iniciativa propia. Cada persona es libre de hacer lo que quiera. Y, por encima de todo, deja que las cosas sigan su curso. La vida no se puede encapsular, ni amordazar, ni controlar en exceso.

—Me gustaría hacerle un regalo. ¿Qué crees que le gustaría? Sugiéreme algo, por favor. No se me ocurre nada.

El psicólogo lo pensó un momento.

—Regálale bombones, mismo. Sería raro que no le gustara el chocolate. Y si no le gusta siempre lo puede regalar a otra persona. Una caja pequeña, porque la tendrá que llevar en el bolso, pero de calidad. Compra la más cara que encuentres. No andes racaneando con tu chica. Ella merece lo mejor.

—Así lo haré.

CAPÍTULO 4. LA LLAMADA. PUNTO DE VISTA DE INDIRA.

Como la consulta con Fernando, si mal no recordaba, la pasaba el lunes, llamé el martes por la mañana. El móvil sonó tres veces antes de que Diego respondiera.

—Indira, dime.

—¿Te pillo en buen momento?

—Me pillas en un momento inmejorable. Estoy más solo que la una.

—Supongo que ya has hablado con Fernando.

—Ayer hablé con él, sí —confirmó—. Estaba más contento que chupillas. ¿Qué te pareció?

—Es como un niño grande —califiqué—. Espero que el sábado ponga un poco más de su parte. Si no, no sé cómo me lo voy a trajinar. Se nota que quiere barro, pero está tan acobardado

—Lo has hecho muy bien, Indira. Está que no cabe en sí de alegría. Ayer casi se pone a llorar. No ha sospechado nada. Dame tu versión de los hechos.

—Se ve a la legua que está necesitado, el pobre. Estuve bastante rato al lado de él, pero tuve que ser yo quien inventara una manera de entablar conversación, porque si no, dudo mucho que se hubiera atrevido a hacer nada.

—¿Te metió mano?

—Estaba bloqueado por el miedo y por muchas señales que le hiciera, estuvo quieto como un pasmarote. Tuve que agarrarle la mano y ponerla encima de mi culo para que empezara a hacer algo. Se refociló largo rato sobándome el culo.

—¿La cosa no pasó a mayores?

—No, estaba tan nervioso que ni siquiera creo que se empalmara del todo. Pero se nota que lo disfrutó. Supongo que si nunca tienes nada de sexo, te conformas con cualquier cosa.

—¿Y luego fuisteis a una hamburguesería, no?

—Eso es. Le conté que trabajaba de dependienta de farmacia sin concretar dónde y le dije que vivía de arriendo con una compañera de piso. En realidad, vivo de alquiler, pero sola. Hablamos de aficiones, de viajes. Es una persona muy metida en su mundo, muy pendiente de sí misma. Pero no es porque sea egocéntrico, no está todo el rato hablando de lo fascinante que es. El problema es que relacionarse le cuesta una barbaridad.

—Ya lo sé —corroboré—. Es muy tímido. Los tímidos hablan poco y en un tono tan bajo que casi no se les oye. Rehuyen el protagonismo, evitan las apariciones en público. Un tímido como él padece lo indecible al alumbrarle los focos de la luz pública.

—Diego, ya sabes que el sábado termina el trato. Lo caliento durante la tarde, me lo cepillo por la noche y el martes me paso por tu despacho para que termines de pagarme lo acordado.

—Lo sé perfectamente. Tengo el sobre preparado para cuando vengas.

—No quiero meterme donde no me llaman, pero se va a pegar un batacazo de los que hacen historia. Espero que sepas lo que haces.

—La psicología no es una ciencia exacta. He hecho una apuesta novedosa para ayudar a Fernando y seguiré con ella hasta las últimas consecuencias. Ayer le expliqué que la vida hay que disfrutarla según viene, que las relaciones de pareja no tienen por qué ser duraderas y mucho menos eternas. Aprender eso forma parte del proceso de la vida.

CAPÍTULO 5. EN EL CENTRO COMERCIAL. PUNTO DE VISTA DE FERNANDO.

Llegué a mi cita con media hora de antelación. No pensaba llegar tarde ni loco. Oportunidades como esa no sucedían todos los lustros. De hecho, hubiera preferido llegar tarde al trabajo, aunque mi encargado se hubiera enfadado. Me entretuve mirando el escaparate de una librería que había según se entraba al centro comercial, vigilando por el rabillo del ojo las enormes puertas de apertura automática por las que no dejaba de entrar y salir gente. Se veía lo último de la escritora australiana de novelas de intriga Nora Roberts, que se titulaba “Almas condenadas”. Y lo más nuevo de un creador de novelas románticas llamado Ernesto Altarriba: “La prometida del Capitán”. En la portada salía una hermosa mujer en camisón regando unas flores. También estaban la edición de bolsillo de la exitosa novela histórica ambientada en la Revolución Francesa “La hoja de la guillotina” de Jacob Bertignac.

De súbito, unas manos suaves me taparon los ojos mientras leía los títulos de las novedades editoriales.

—¿Quién soy?

—La diosa.

Me volví y la vi. Iba con vaqueros azul claro llenos de adornos, borlas y remiendos decorativos con flecos en las perneras, una cazadora de cuero granate y un pañuelo de seda al cuello. Los zapatos eran de plataforma.

Le di dos besos. Que suave y delicada era. Noté que poco a poco se me estaba diluyendo mi pesado cargamento de amargura, odio y resentimiento. Estaba empezando a estar a gusto en el mundo. Con una tía así al lado, ya no envidiaba a nadie. Ni quería vengarme de los que me habían hecho pasarlo mal en el pasado, ni quería otra cosa que estar con ella.

Le entregué la caja de bombones y me obsequió con un besito directo a los labios que casi me hace desmayarme.

—Gracias, cariñito. No tenías que haberte molestado. Me los comeré a tu salud. ¿Te parece que vayamos a “Zarina”? Me gustaría comprar unas cosillas.

—Me parece genial —respondí.

Mi corazón iba muy revolucionado. Era increíble lo feliz que estaba. La puse una mano en la cintura y comenzamos a andar. No llevábamos ni tres minutos caminando en dirección a una tienda de la multinacional húngara, cuando su móvil sonó.

—Perdóname un momento, cielo —me dijo posando su mano en mi brazo.

Y dicho esto se apartó de mí unos pasos, abrió su atestado bolso y respondió a la llamada. Tenía un teléfono grande con ordenador incorporado, de esos que no caben en la palma de la mano. Qué pereza me daba comprarme un cachivache de esos.

Hice como que contemplaba la cartelera de unos multicines, aunque era todo oídos. Permanecí atento a la conversación que mantenía Indira. “Hoy me es imposible”, “Tendrá que ser la semana que viene”, “Te llamaré más tarde, chao”. Un calambrazo de amargura recorrió mi interior, aunque siguiendo a pies juntillas el consejo de Diego, consideré prudente no preguntarle acerca de la identidad del intruso, a no ser que saliera de ella contármelo. Aunque me picaba la curiosidad, no estaba dispuesto a quedar como un cotilla. Quería hacer las cosas bien desde el principio. Me sabía mal la interrupción, pero no me quedaba otro remedio que aguantarme.

Ella guardó su móvil en el bolso y se acercó hasta mí, que seguía contemplando en la cartelera electrónica las sesiones de las películas cuyo comienzo era inminente. Aparecía también, en tiempo real, el número de localidades libres en cada sala.

Me pizcó amistosamente en la espalda emitiendo un ruidillo muy gracioso. Me encantaban sus movimientos, vaya encanto de tía.

—¿Hay alguna buena? ¿Quieres que entremos? Podemos hacer las compras más tarde.

—No, mejor vamos a “Zarina”. No me apetece encerrarme en un cine. Solo miraba.

Esquivamos la larga cola del cine y bajamos por unas escaleras mecánicas a otro nivel del centro comercial. Flanqueando la puerta de “Zarina” había un guardia jurado y un auxiliar de seguridad que colocaba en bolsas transparentes las bolsas con las que entraba la gente, como medida para evitar robos. Una señora con gafas de sol y muy arreglada salía en ese momento del establecimiento, pasando entre las pantallas detectoras de alarmas, con la inconfundible bolsa de color morado de la cadena de tiendas de ropa.

Le sujeté el bolso a Indira y la seguí de aquí para allá por la extensa tienda, que no estaba muy concurrida porque era pronto. Miró cinturones, luego cazadoras de piel y finalmente cogió en otra zona de la tienda dos pantalones negros ceñidos.

—Vamos a ver cual me queda mejor.

La acompañé hasta los probadores y me quedé en el exterior de brazos cruzados con su bolso. Pero Indira, al ver que no la seguía, regresó hasta donde estaba y me agarró del brazo.

—Vente conmigo para adentro, que me tienes que decir qué tal me queda.

El guardia de seguridad que antes había visto en la puerta daba un lentísimo paseo por las diferentes estanterías, asegurándose de que todo estuviera en orden.

—¿No me dirán nada, no? —pregunté con cierto resquemor.

—Pero qué te van a decir —masculló—. Hijo, si todos los hombres fuerais tan cortados como tú, la humanidad se habría extinguido ya.

Nos metimos en el último cubículo de la derecha. En el pasillo nos cruzamos con una muchacha alta y estilizada como una modelo. En el probador había un enorme espejo con el marco del morado corporativo de la tienda, un taburete y una percha con varios colgadores. Había una percha de plástico en el suelo.

—¿Te gusto? —me preguntó.

Me indignaba sobremanera que lo pusiera en duda. Suspiré por mi incapacidad para transmitir mis emociones.

—Para mí eres una diosa. En mi vida he estado con una tía tan increíble como tú. Me tienes en el cielo. Todavía no me creo que hayas quedado conmigo. Una tía como tú debe de tener oportunidades para quedar con tíos a patadas.

—Bueno, pues que sepas que las diosas nos encarnamos en el mundo para vivir experiencias humanas antes de volver a nuestro olimpo donde bebemos néctar y comemos ambrosía. Así que deja de tener tanta vergüenza, que no pasa nada. Y hazme el favor de olvidarte de los cientos de oportunidades que pueda tener. Estoy contigo. Te he elegido a ti. Disfrútalo.

Luego se desembarazó de la cazadora, revelando así una camiseta gris de cuello de cisne, con un dibujo de un koala, que insinuaba la forma de sus senos, y la dejó colgada en la percha. Acto seguido se soltó el cinturón y se desabrochó el pantalón. Luego se sacó los zapatos sujetándose en mi hombro, se quitó el vaquero y lo puso doblado sobre el taburete.

Me quedé extasiado contemplando su parcial desnudez. Solo llevaba un tanga de tela translúcida, parecida a la gasa. Se dio la vuelta para que pudiera verla bien. Tenía un culo precioso. Por delante, se le marcaban los labios mayores. Me pareció que no llevaba ni un pelo.

Suponía que tras largarme semejante discurso, no me iba a propinar un bofetón por meterle mano. Y no pensaba desbaratar la mejor oportunidad que me había brindado el destino porque me atenazara la vergüenza. Llegaba la hora de los valientes.

Alargué la mano despacio y le manoseé con suprema delectación el culo. Esta vez sin que el pantalón de cuero del modisto italiano se interpusiera entre nosotros. Se lo acaricié sin recato notando una repentina afluencia de sangre a mi miembro.

Mientras yo concentraba mis atenciones en aquella parte de su anatomía, ella se quitó la camiseta del koala y el sujetador a juego con el tanga dejando expuestos sus espléndidos senos, unos senos con la areola muy pequeña. Mis globos oculares casi se salen de las órbitas al contemplar aquello al natural.

Sin pedir permiso, interrumpí los tocamientos en sus glúteos y probé el delicado tacto de sus pechos, coronados por sus pezones que, de momento, estaba blandos como una pasa.

—Aún tengo las tetas gordas, ¿no? —me preguntó con voz candorosa, como una bella adolescente que acabara de descubrir lo mucho que se apreciaba el orificio de su entrepierna, entre el público masculino.

No acerté a articular palabra. Solté una especie de bufido de aprobación. Mi corazón latía desbocado.

Al cabo se volvió a dirigir a mí:

—Ahora quítate la ropa. Que seas hombre no te da derecho a no estar en igualdad de condiciones conmigo.

Con bastante vergüenza miré en la parte superior del probador. No había ninguna cámara. Me apresuré a desnudarme depositando la ropa sobre el atestado taburete. Descalzo como estaba, me di cuenta de que en el suelo estaba enmoquetado. Entretanto ella se había desprendido del tanga, la única prenda que aún no se había quitado. Era la primera vez que una tía, voluntariamente, se despelotaba delante de mí.

—No llevas ni un pelo —observé con la boca seca contemplando su entrepierna.

—No tengo ni un pelo de tonta, chaval —repuso.

Luego, Indira se arrodilló para estar a la altura de mi cintura y me sujetó el miembro con una mano. Mi pene había perdido consistencia debido a la inquietud que sentía, temiendo la posibilidad de que alguien nos estuviera vigilando desde arriba o desde el otro lado de la puerta. La chica se afanó en que adquiriera rigidez apartando mi prepucio y dando lengüetazos a mi glande.

Me parecía violento, incómodo que una mujer tan bella, tan idealizada, se metiera en la boca mi pene, apéndice que yo siempre había considerado sucio. Yo tenía una profusa mata de pelos en la base y más dispersos en el la zona baja del tronco y en el escroto. Más desperdigados por el resto del cuerpo.

Me daba la impresión de que me costaría disfrutar del sexo, porque, hasta el momento, me había resultado traumático practicarlo. Me resultaba incongruente como una película de dibujos animados violenta. Yo no estaba preparado tampoco para ver a mi diosa enfangada en semejantes quehaceres, pero ella, con rostro circunspecto y sin hacerle ascos a nada, trataba de que mi pene despertara de su letargo.

Mi apéndice desapareció entre sus labios pintados con gloss y volvió a aparecer húmeda, pero aún más flácida. Mi miembro no reaccionaba. La posibilidad de que nos pillaran “in fraganti”, me impedía empalmarme. Quizá a ella, protagonizar aquella escena le debía de parecer muy morboso y transgresor, pero solo a ella. A mí no.

En vista de que sus esfuerzos eran en vano, Indira me interpeló, dándome un toque en la cara con la mano.

—Mejor en otro sitio más tranquilo, ¿no?

—Pues sí, ¿para qué nos vamos a engañar?

Nos vestimos buscando nuestras prendas en el amasijo de ropa. Ella se probó los pantalones arqueando la espalda, sacando el culo para afuera, mirándose mucho al espejo desde todos los ángulos posibles y comprobando que no hubiera ningún desperfecto en las costuras. Uno le quedaba como anillo al dedo y fue el que me pidió que le guardara. El otro lo volvió a colgar de la percha.

Salimos del probador, pusimos el pantalón descartado en su sitio, fuimos a la caja y ella pagó con una tarjeta de crédito. Al enseñar el DNI, me fijé en que no ponía Indira, sino María de la Encarnación.

—Tú no te llamas Indira, ¿no? —le solté mientras guardaba la documentación en su bolso.

—Mi madre me puso su mismo nombre, pero yo lo odio. Es muy largo. Indira me parece más bonito. A la gente le digo que me llamo Indira. Es divertido. ¿Qué pasa? Que a ti todo el mundo te llama Fernando. Nunca te han puesto un apodo o te has hecho llamar de otra forma.

Ella me tendió la bolsa con la compra. La cogí y se la llevé el resto del trayecto.

—Pues sí —confirmé sin mucha alegría—. En el trabajo me llaman “bicho raro”. Y mucha gracia no me hace, la verdad. Por cierto, ¿te importa que te haga una pregunta?

—Lo que quieras, cariñín.

—Antes, involuntariamente, he oído algún retazo de tu conversación. ¿Con quien hablabas, si puede saberse?

Frunció el entrecejo por una fracción de segundo, pero enseguida relajó el rostro. Se puso dramáticamente seria al hablar.

—Con mi amiga Sonia. Quería quedar hoy, pero la he dicho que ya tenía plan. Y por cierto, déjame que te dé un consejo: No pretendas ser el protagonista absoluto de todos los aspectos de mi vida. Yo no tengo por qué darte explicaciones de cada dedo que muevo. Que te haya dejado pegarte el lote conmigo, no te da derecho a pedirme cuentas de todo.

—Lo siento, Indira. Me temí lo peor. Creía que te estaba llamando tu ex.

—La relación con mi ex está muerta y enterrada. Yo de ese tío no quiero volver a saber nada.

—Tanto secretismo me ha descolocado. ¿Qué más te hubiera dado decirme? Me ha llamado mi amiga Sonia. Quería quedar, pero le he dicho que hoy no podía.

—Llevamos menos de un día juntos. Eso es muy poco tiempo para desvelar todos mis secretos. ¿Qué pasa? ¿Qué tú no tienes secretos?

—Pues sí —confesé a mi pesar—. Me fui de putas hace un año.

—¿Y qué tal?

—Pues la verdad es que no muy bien. Estaba tan acojonado que no pude hacer nada. La polla no me respondió.

—Tranquilo. Esas cosas pasan en las mejores familias.

—¿Y no te parece mal que me fuera de putas? ¿No te parece algo de golfos, de depravados?

—La gente es libre de hacer lo que quiera con su dinero. ¿Qué más da que se lo gaste en viajes, en fútbol, en coches o en darle gusto al cuerpo? Puedes estar seguro de que no pienso juzgar a nadie. No creo que irse de putas sea algo malo. Imagínate que el mayor sueño de tu vida es que te hagan un trío, pero no lo puedes conseguir por tus propios medios; es lógico que busques la manera de cumplirlo.

—O sea, ¿que no te parece mal?

—No, para nada.

Indira entró en una pequeña tienda de gafas de sol a echar un vistazo. Me quedé en la puerta con su bolsa, contemplando sus andares, sus movimientos. Al lado había una tienda de lencería. En el escaparate había una fotografía de una sonriente modelo. Era guapísima y vestía un precioso conjunto, pero mi Indira no tenía nada que envidiarla.

Seguimos caminando entre la creciente concurrencia de gente. Ojalá me encontrara con algún conocido, o con algún compañero de trabajo. Estaba deseando ver la cara de imbécil que se le quedaba cuando viera que estaba con un pedazo de tía de flipar. Se la presentaría para darle en todos los morros. No, mejor no se la presentaría. ¿Por qué iba a instar a Indira a repartir besos? Que le dieran por culo. Ninguno de ellos me había presentado a mí nunca a ninguna de sus mujeres. Me habían hecho el vacío, así que ahora les haría el vacío yo a ellos. Miraba a alrededor y no veía a nadie conocido, pero tampoco me importó demasiado. Con Indira a mi lado, no podía pedirle más a la vida.

—Quizá no fuera mala idea que nos metiéramos en el cine —propuso Indira. Ya habíamos dado un recorrido al enorme centro comercial—. Tampoco vamos a estar andando sin ton ni son toda la tarde.

—¿Qué quieres ver, mi vida? —pregunté introduciéndome en el engolado vocabulario propio de la pareja.

—Me gustan las comedias y las películas románticas.

Observé la cartelera tratando de compaginar, en la medida de lo posible, sus gustos con los míos. Si hubiera ido solo quizá hubiera hecho lo inevitable y habría visto la de los dragones, para ver si era tan extraordinaria como decían, pero no pensaba contrariarla bajo ningún concepto. No todos los días iba acompañado de una chica a la que agradar en todo lo posible.

—Podíamos ver “Segundas oportunidades”. Es una comedia romántica española. ¿Qué te parece? Así, de paso, apoyamos un poco el cine patrio —sugerí.

—¿De qué va?

Nos aproximamos a un cartel promocional junto al que figuraba un resumen o sinopsis de la película. Lo leí en voz alta:

—Dori y Ángela son dos compañeras de piso que atraviesan una profunda crisis sentimental, cada una a su manera. Dori se enfrenta a un futuro incierto siendo madre soltera y Ángela encadena un desengaño amoroso detrás de otro. Ambas se preguntan: ¿Dónde está la pareja ideal y por qué es tan difícil encontrarla?

La miré pendiente de su reacción:

—¿Te parece bien esta?

—¿No te apetece que veamos la de los dragones? —me tentó.

El día anterior se había estrenado una gran saga de fantasía en tres dimensiones que había arrasado en Estados Unidos y cuya primera entrega se llamaba: “Los guardianes del imperio”. El devastador bombardeo mediático con las imágenes más espectaculares del “tráiler” había eclipsado a películas de público más minoritario. Se perfilaba como uno de los grandes estrenos del año. De hecho, en cuatro de las diez salas de aquel cine la ponían. Y hasta había una zona en el vestíbulo, junto a la tienda de las chucherías, donde habían colocado figuras de cartón promocionales de los personajes del film.

Los informativos televisivos habían elevado el estreno del largometraje a la categoría de evento. Por ello, ofrecieron un aluvión de noticias los días precedentes. El pasado viernes, echaron en un informativo nocturno un breve reportaje acerca de la noche en vela que se habían pegado los adolescentes londinenses el día previo al estreno. Y en un programa de actualidad que había visto ese mismo día, por la mañana, hicieron entrevistas a cinéfilos (algunos con camisetas negras de “merchandising”, largas melenas) que acababan de ver la película.

—No me gustan demasiado esa clase de películas que nos meten hasta en la sopa. Se me hacen un poco pesadas. Parece que sea obligatorio ir a verlas.

Me miró complacida largamente. Desde que la conocía, quizá fue la vez que más ahondó en mis ojos, como si tratara de llegar a lo más profundo de mi alma. Guardamos cola (aunque con una tía como Indira al lado, no sabía durante cuánto tiempo podría seguir guardando cola) y compramos las entradas. Faltaba media hora para que empezara la siguiente sesión.

—Tengo que ir al lavabo —anunció.

Nos encaminamos a unos servicios que estaban al fondo de un pasillo lateral del centro comercial. Delante de la puerta del baño femenino había un cartel amarillo de plástico que anunciaba que lo estaban fregando.

Indira me agarró de la mano y me condujo hasta el baño de discapacitados, que estaba libre.

—Vamos los dos antes de que nos lo quiten —se justificó.

En cuanto hubimos entrado, cerró con pestillo. El cuarto estaba a oscuras, pero un sensor de presencia nos detectó y las luces de unos focos encastrados en el techo se encendieron, revelando un habitáculo espacioso. Nuevamente estábamos a solas en un reducto público de intimidad, de esos que Indira siempre encontraba. Ya solo nos faltaba para el pleno hacer algo en la cabina de teléfono donde se cambiaba Superman.

En el extremo había una taza. Flanqueándola había dos barras metálicas cilíndricas sujetas en la pared de azulejos. El lavabo era grande, su grifo tenía un mando muy alargado y estaba instalado a una altura más baja de lo habitual y el espejo estaba un poco inclinado hacia abajo, para que la gente que fuera en silla de ruedas pudiera verse.

Indira se quitó la cazadora y la dispuso doblada sobre una de las barras. Luego se bajó los pantalones hasta los tobillos, se bajó hasta las rodillas aquel tanga que parecía hecho de papel cebolla y, con la falta de pudor que la caracterizaba, se puso a orinar con las piernas flexionadas, apuntando el chorrillo a la pared interna de la loza. Luego se limpió con un trozo de papel que sacó de un enorme portarrollos metálico y dentado.

Expresé mis reparos.

—¿Crees que estamos haciendo lo correcto?

Me miró un poco mosqueada.

—Mira que eres petardo —me juzgó—. No estamos haciendo nada malo. ¿Qué quieres, que entre en el baño de mujeres, me resbale y me rompa la crisma? ¿No ves que están fregando? En algún sitio tendré que mear, ¿no? ¿O quieres que me mee encima?

—Es verdad —musité, analizando mi ridiculez excesiva, mi neurosis constante motivada por cualquier nimiedad.

—¿Tú quieres mear? —me preguntó.

—Ya que estamos —repuse.

Oriné dándole la espalda. Pero Indira no se cortaba un pelo y antes de que pudiera guardarme la herramienta en su sitio, vino adonde estaba y me la agarró, conduciéndome hasta la amplia pila del lavabo.

—Vamos a ver si conseguimos hacer algo.

Me colocó el miembro dentro de la pila. Abrió el grifo y del caño que tenía un rociador salió agua como la que sale de la alcachofa de una ducha. Me lavó el miembro con escrupulosidad, entreteniéndose en los recovecos. Se me mojó también la ropa en esa zona. Aproveché para manosear su culo compacto, comprobando que el manoseo con vaqueros deja mucho que desear.

El agua estaba fría y mi miembro se quedó encogido, flácido. Pero el tacto cálido y revitalizador que transmitían las manos de Indira, permitió que mi pene mojado comenzara su expansión.

—Tranquilo.

Fue al sitio donde estaba el váter y bajó la tapa.

—Siéntate aquí —me indicó.

Así lo hice y me ayudó a bajarme los pantalones hasta dejarlos arrebujado a la altura de mis tobillos. Luego se quitó todo lo de arriba, se arrodilló y empezó a chuparme el miembro. Al principio el nerviosismo me impedía dejarme llevar por las sensaciones e incluso, a veces, la dureza de mi artilugio disminuía, pero ella no cejó en su empeño. Buscaba la manera de alternar su estimulante trabajo oral con el movimiento de vaivén de su mano, para propiciar mi liberación seminal. Noté la dureza de costra de su paladar y el cosquilleo que me proporcionaban sus dientes, mientras degustaba las sensaciones de aquel momento singular. Tuvo que emplearse a fondo con mi herramienta, pero no escatimó esfuerzos. En los primeros compases me la frotó con el ímpetu del campeón que agita una botella de champán en lo alto del pódium para que la bebida salga disparada a presión. A veces me la agarraba con tres dedos, otras con el puño. Si decaía se la ponía entre las tetas, buscando la resurrección carnal con la tibieza de sus preciosos senos. Y hasta, de cachondeo, hizo un amago de meneármela con el sobaco, haciéndome reír con la ocurrencia.

Por momentos, fue placentero; otras un simple trámite corporal. Aunque no negaré que mientras me masturbaba, sentía una orgullosa autocomplacencia.

Un cuarto de hora después, salía de mi miembro un espumarajo de esperma blanquecino, mientras era incapaz de sofocar (no quería que me oyeran desde el fuera) un gemido algo desgarrado que dio buena muestra del placer que sentí. Lo podía haber esquivado, pero no quiso hacerlo. Más bien se diría que, a propósito, se apuntó mi semen a la cara, como la chica que se aplica al cutis la crema hidratante de un frasco, para masajeárselo después. Como si aquel líquido formado en mis testículos fuera un elixir de la eterna juventud. Unos pegotes viscosos como cela de vela derretida fueron a parar a su rostro juvenil.

Habiéndome liberado de mi tensión sexual (afortunadamente resuelta), Indira se puso en pie.

—Gracias —le dije.

Me miró como si la hubiera insultado a ella y a toda su familia, pero su tono fue apagado, como quien no le queda otro remedio que asumir que a partir de cierta edad ya no se puede cambiar la personalidad de nadie.

—No me des las gracias. No queda bien.

—Pero, ¿por qué no? —respondí aventurándome a llevarle la contraria—. A mí ninguna chica me ha hecho nunca una paja. Y llegas tú y pum. ¿Cómo no te voy a agradecer lo que estás haciendo por mí?

—Los miembros de una pareja no pueden estar todo el día dándose las gracias. A la larga resultaría estresante. Parecería un contrato mercantil.

—¿Por qué se habla de miembros de una pareja, si yo solo veo un miembro? —dije mirando hacia mi pene, que empezaba a desinflarse.

Rió mi chiste con energía y desenfado. Me sentí halagado. Ahora el placer era psicológico, pero no menos intenso que el corporal.

—Ahora vamos a lavarnos, que nos van a dar las uvas —dijo ella, dando por concluida aquella sesión de sexo.

En esta ocasión, me lavé yo solo usando el lavabo como improvisado bidé. Ella también se lavó sus partes con papel higiénico mojado en agua y secándose después con un largo trozo de papel. Después recompusimos nuestra vestimenta. Y habiéndonos asegurado de que no quedaba nada por el suelo, abandonamos nuestro temporal nido de amor.

Compramos dos botellines de agua mineral y pasamos a una sala de poca capacidad en la que habría treinta o cuarenta espectadores, como mucho.

Llegamos con tiempo. Empezó la proyección con un trailer de una película ya estrenada en Estados Unidos y que aún tardaría unos meses en llegar a España. Se llamaba “Planeta Infierno” y saqué en claro que era un película de ciencia ficción en un futuro donde las cárceles no existían. Las personas que habían cometido algún crimen eran desterradas a un planeta inhóspito, repleto de actividad volcánica y terremotos. Salía una imagen de un tío cogiendo una raíz del suelo y comiéndosela con voracidad. Además del suplicio al que la tierra les sometía de continuo, también habitaban fieras de aspecto demoniaco, como sacadas del inframundo. Los presos, hombres y mujeres, se juntaban para organizarse como los primitivos y tratar de sobrevivir.

—No me gustaría estar en su pellejo —le comenté en un susurro.

—Ni a mí.

La segunda era una producción franco-belga y trataba de tres amigas mochileras de aspecto un tanto hippie que decidían recorrer en tren o en cualesquier otros medios de locomoción Asia y Oriente Medio. Una de ellas llevaba un par de rastas y las otras dos tenían un aspecto más convencional. La película se titulaba “Los últimos años de la inocencia”. A las tías les pasaba de todo a partir de que les robaban el equipaje y el dinero en un descuido. “¡Te dije que no lo dejaras todo en el mismo sitio! ¡Te lo dije!” El enfado de una de ellas culpando a otra, ilustraba aquel momento de inflexión de la historia. Las embajadas o consulados a los que acudían, instalados en la corrupción más descarada, se desentendían de ayudarlas y con la familia no podían contar para sacarlas del apuro, pues todas estaban reñidas por diferentes motivos y no quería  humillarse ante la familia. Para que el filme tuviera su puntillo de lección vital, las mochileras se veían obligadas a hacer favores sexuales para comer y obtener favores hasta ir aproximándose a su casa porque no podían elegir precisamente el trayecto que más les convenía. Por las imágenes que aparecieron les debían de pasar todo tipo de desventuras por diferentes países. Hacían autostop y en una imagen se veían las tres sentadas muy juntitas en la cabina de un camión destartalado, que traqueteaba por una pista de tierra que discurría por una planicie inmensa. La cara de la que iba más cerca del conductor, que tenía impresa en la cara una boba sonrisa, era todo un poema. Se veía mucho sexo explícito. En una de las últimas escenas salían la muchacha de las dos rastas, que poseía unas tetas muy voluminosas, fornicando con un anciano de pelo ralo a quien la joven jaca le venía un poco grande. La chica decía en tono de supino aburrimiento: “No podemos estar así toda la noche. ¿Piensas terminar hoy?” Una frase que arrancó espontáneas risas en el auditorio.

—Yo no me iría a un viaje así ni loco —volví a comentar.

—Pues volvemos a estar de acuerdo —coincidió—. Y siendo mujeres, en esos países, aún hay que echarle más valor para ir. ¡Qué pereza!

Al fin, pusieron la recomendación de edad de “Segundas oportunidades”, que no era otra que “Solo para mayores de dieciocho años”. Supongo que la única forma de que Europa pudiera competir con el grandioso, pero puritano cine estadounidense, que se hacía con casi toda la cuota de pantalla, era con un guión divertido aderezado con tetas y culos. Me resultaba chocante también que, generalmente, haya que tener más edad para ver escenas de sexo que de violencia. El nombre de la productora, “Horizonte Films” era un extraño híbrido entre dos idiomas.

La proyección no llegó a los noventa minutos y transcurrió sin incidentes. A Ángela la interpretaba una pujante actriz española cuyo nombre artístico era Daniela Braun. Aparecía en diferentes escenas exhibiendo sus senos bien constituidos para deleite del público masculino.

A lo largo de la película se acostaba con diferentes tíos, pero ella de quien verdaderamente estaba enamorada era de su médico de cabecera, que estaba casado, tenía hijos y, como poco, podría haber sido su padre. Para Ángela, los otros hombres (así lo decía ella misma en cierto momento del filme) no eran más que una simple afición y eso que algunos eran bastante atractivos. “Para mí, tirarme a un tío es como hacer un crucigrama, un pasatiempo. Y, con el paso de los años, te das cuenta de que no se puede perder el tiempo con crucigramas”. Pensé que la mente de las mujeres no es nada fácil de entender. E interiormente, sabía que por extraña e incluso surrealista que me pudiera resultar la película, la realidad superaba con creces la ficción.

Ángela iba a la consulta de su médico de familia que, por cierto, no era ningún atractivo galán con buena planta, sino un señor desgarbado y con ojos saltones. Refería dolores imprecisos en la zona abdominal y el galeno le pedía que se tumbara sobre la camilla para tratar de descubrir las causas del dolor. Ella se dejaba hacer tumbada sobre la camilla, bajándose un poco los vaqueros para facilitar el examen, de forma que dejaba a la vista su recortado pubis.

Ángela simulaba ser una hipocondríaca para seducir al doctor. En otra ocasión, le contaba al médico lo que sigue: “Desde hace unos días padezco un dolor lacerante en la parte baja de la espalda.” Y sin que el médico pudiera abrir la boca, se daba la vuelta y se bajaba de golpe las mallas para exhibir la insultante perfección de su alzado culo. “¿Cómo es ese dolor que siente? ¿Dónde es exactamente? —preguntaba el médico tratando de mantener la calma con aquella paciente y que no le diera un arrebato ante aquella lujuriosa provocación—.” “Justo aquí —respondía Ángela señalándose determinado punto de sus redondeadas nalgas.”

Al final, tras un sinnúmero de visitas por razones esperpénticas, el facultativo sucumbía a los encantos de la mujer que se lo estaba poniendo todo en bandeja de plata. Se saltaba a la torera el juramento hipocrático para protagonizar una escena subida de tono, en la que la rigurosa praxis y los protocolos médicos no tenían cabida. La penetración, con la bragueta bajada y sin juegos previos, era rabiosa, enfebrecida, desentendiéndose del placer de la mujer, como una urgencia fisiológica que tuviera que satisfacer de inmediato.

Su historia se entrecruzaba con la de Dori, interpretada por la actriz Enma Cuevas. Dori, estaba hasta las narices de que los hombres, en cuanto se enteraban de que era madre soltera, huyeran despavoridos. “Parecen ratas huyendo de un naufragio” le contaba a su compañera de piso, en cierta escena de la película en la que ambas intercambiaban confidencias. No podía competir en belleza ni en juventud con Ángela, pero cuidaba bastante su alimentación y, además, acudía a diario al gimnasio para ejercitarse.

Dori tenía la peculiaridad de que le gustaba hacerlo en sitios extraños, porque no quería llevar a hombres a su casa para que su hija de tres años no se enterara de sus devaneos. Por eso a un monitor del gimnasio que frecuentaba se lo tiraba en un angosto cuarto de contadores. A un camarero que conocía en un bar de copas, se lo cepillaba en el cuarto de la limpieza con una bombilla que colgaba de unos cables, entre fregonas, mopas y productos de limpieza. Un botones se la tiraba contra una barandilla de una escalera de incendio. También le hacía una felación a un hombre en un ascensor, haciendo una parada entre dos plantas. Al entrar en la cabina del ascensor, una anciana se quedaba pasmada, al comprobar que en medio del espejo había una mancha, que enseguida asoció con cara de extrañeza a la pareja que con tanta cortesía la acaba de saludar un momento antes.

Tras muchas peripecias en las que los hombres escogidos solo querían sexo sin compromiso y cuando la paciencia comenzaba a escasear y la desesperación adquiría dimensiones exageradas, Dori conocía a su príncipe azul. Ángela no tenía suerte y Álvaro, que así se llamaba el médico, no abandonaba a su mujer por ella, sumiéndola en la tristeza.

A la salida del cine, sin mediar palabra, abracé a Indira. Ella no se revolvió, sino que se dejó hacer. No era un abrazo con connotaciones sexuales sino cariñosas. Al rato nos separamos. Me hacía falta preguntarle algo que ardía en mi interior.

—Esto se puede preguntar de muchas formas: ¿Qué has visto en mí? ¿Qué tengo yo que no tengan otros? O más sencillamente: ¿Por qué te gusto? —pregunté.

—En realidad no me gustas. Hice una apuesta con una amiga a ver si tenía cojones suficientes para salir contigo y ahora me debe una cena.

Su broma me hizo sonreír, pero le clavé la mirada demandando una respuesta seria. No quería que se volviera a salir por la tangente, pero Indira llevaba las riendas y se me adelantó:

—¿Y yo te gusto? —me preguntó.

—Lo que más del universo —repliqué.

—¿Por qué?

—Porque eres guapa, estás muy buena, eres graciosa. Y por mil motivos más que no te digo para que tu ego no se infle demasiado.

—¿Te gusto más que tu propia vida?

—Ahí habría un empate. Sin mi vida no podría disfrutar de tu presencia.

—¿Qué te ha parecido la película? —me preguntó.

—Ha estado bien, entretenida.

—¿Y qué opinas de la historia de las protagonistas?

—No sé a qué te refieres.

—¿Te irías con una mujer que tuviera un hijo o preferirías una mujer soltera, sin cargas familiares?

—Depende de cómo fuera la mujer.

—Imagínate que yo tuviera un hijo. Date cuenta de que sería un lío y perderías parte de tu libertad. ¿Querrías seguir saliendo conmigo?

Respondí con arrolladora contundencia.

—Por supuesto que sí. ¿Dónde hay que firmar? Y aunque tuvieras dos. O aunque me dijeras que no puedes tener hijos. Me es indiferente. Aunque te marcharas ahora y no quisieras verme más, puedes estar segura de que hoy ha sido uno de los días más felices de mi vida.

Indira se quedó pensativa, abismada en su mundo interior. Me interesé por ella:

—¿En qué piensas?

—En nada —musitó con voz muy dulce.

—¿Dónde quieres ir?

—Llévame a cenar —pidió ella—. Es lo que toca para reponer fuerzas.

CAPÍTULO 6. EN EL HOTEL. PUNTO DE VISTA DE INDIRA.

El lugar elegido para la escena final fue un hotel de cuatro estrellas de una cadena inglesa llamada “Silk”. Como su propio nombre indicaba, esperaba que todo marchara como la seda.

Se empeñó en pagar y no le quise llevar la contraria. Además de puta no iba a poner la cama. La habitación era espaciosa. Contaba con una cama enorme y dos butacones a juego con las cortinas. La calefacción estaba tan alta que al poco rato de entrar, noté que las orejas se me ponían rojas.

Me abordó con su timidez habitual. Con esa especie de tanteo temeroso de quien piensa que está haciendo algo indebido y puede llevarse un sopapo de un momento a otro. Fue a ponerme una mano en un pecho, pero se lo impedí apartándome y emitiendo un sonido de desaprobación.

Decididamente había llegado la hora de ser un poco mala. Diego me dijo claramente que el sexo se lo tenía que dar dosificado, que tenía que luchar por conseguirlo y así lo iba a hacer. Para que la terapia tuviera éxito era imprescindible que, en lo sucesivo, se diera cuenta de que no todo el monte es orégano. Y yo quería averiguar hasta que punto lo podía chulear, hasta que punto podía aguantar la sumisión. O si acabaría rebelándose.

—No vayas tan rápido, que eres muy cerdito tú, ¿eh?

—Perdona —musitó agachando la cabeza, a causa de mi actitud desdeñosa.

—A ver si te vas a pensar que por hacerte una mamada soy tu esclava sexual hasta el fin de los siglos —le solté—. A mí también me gusta que me hagan cosas. Túmbate en la cama boca arriba.

Acató mi orden sin decir ni mu. Por mi parte me desprendí de la cazadora, de los zapatos y de los pantalones, por este orden. Luego desplacé la almohada para que no molestara y sujetándome en el cabecero de la cama me puse a horcajadas sobre su cara. Me dirigí a él con crueldad:

—¡Chúpame los bajos, bicho raro!

—¿No sería mejor que te quitaras el tanga? —osó preguntar con la boca pequeña.

—No, así. Haz lo que te digo. ¡Venga!

Empezó a lamer la tela de mi prenda interior. Percibía un leve cosquilleo en mis partes. Al poco rato, posó sus manos en los laterales de mi culo. Pero lo hizo con la temerosa prevención de quien acaricia a un animal doméstico del que no sabe si va a recibir un mordisco.

—¿Te he dado permiso para que me toques el culo? —le espeté en tono furibundo ante su creciente desconcierto.

—No —admití.

—Pues entonces esas manos quietecitas que luego van al pan.

Advertí el abultamiento de su entrepierna. Una clara señal de que no lo estaba pasando tan mal. Siguió lamiéndome durante un rato con el impedimento de la tela traslúcida.

Luego me aparté de encima de él y, junto a la cama me quité el tanga lanzándolo con despreocupación. Recoger la ropa desperdigada en una habitación de hotel es una de mis mayores aficiones.

Se recreó contemplando mi parcial desnudo, pero no tardé en volver a sentarme encima de su cabeza. Notaba la orografía de su rostro y su aliento en mis bajos. Empezó a chuparme los labios externos y así estuvo durante un rato echándole bastantes ganas.

—Chúpame el ojete —mandé inclinándome un poco hacia delante para darle facilidades. Pensé que tendría que insistir para someterlo, pero accedió sin más.

—Méteme la lengua todo lo que puedas.

Trataba de atravesar el esfínter con su lengua, pero en esa posición lo tenía muy complicado pues mi ano estaba prácticamente ocluido.

—¿Has estado entretenido, verdad?

—Pues sí —confirmó—. A decir verdad no me has dejado levantar cabeza.

Sonreí. Parece que estábamos avanzando a pasos agigantados.

Me aparté de encima de su cara y me puse tendida sobre la cama de rodillas, con los brazos estirados y el culo en pompa. En esa posición la apertura del ano era mayor. La lengua ahora entraba más fácilmente y alcanzaba cotas más profundas. Reconozco que lo hizo sin remilgos y se entregó bastante. No voy a negar que me estremecí de puro gusto bastantes veces.

—Por hoy ya vale —dije incorporándome para buscar el tanga.

—Pero Indira, tía. ¿No me irás a dejar así?

Me hice la despistada, mientras empezaba a ponerme la prenda íntima.

—¿Dejarte cómo?

—¿Pues cómo va a ser? Con la polla como el as de bastos.

—¿Pero crees que me vas a poder follar en condiciones?

—¿Acaso lo dudas? —respondió con una actitud flamenca de la que no había hecho gala hasta el momento.

—No sé si vas a saber —dudé con fingida malicia—. Igual tengo que llamar a otro chico para que te haga una demostración.

—Tranquila. Ya verás como todo saldrá bien.

Me hizo sonreír. El carácter apocado empezaba a extinguirse. La actitud timorata y dócil empezaba a diluirse. El tío empezaba a dominar los juegos de palabras con fina ironía, como si fuera el rey del mambo.

Se desembarazó de la ropa en menos que canta un gallo, me quitó la que aún llevaba puesta y me agarró impelido por una instintiva fiereza largo tiempo contenida. Me sobó por todas partes sin rastro de aquel recato enfermizo del principio, besándome con voracidad por toda la superficie de mi cuerpo. Se entretuvo mucho rato jugueteando con mis pechos. También me lamió los pezones como un lactante hambriento.

Luego me hizo tumbarme boca arriba y colocó su glande a la entrada de mi vagina. Ahí sí que tuve que frenarle con severidad:

—¿Y el preservativo qué?

—Déjame hacerlo sin nada, por favor. Te juro que la saco antes de correrme.

—Eso dicen todos, pero siempre hay una gota que se escapa y surge una situación embarazosa. ¿Sin condón…? ¡No me jodas!

Fui al bolso y cogí un preservativo de la marca “Aventura”. Se lo puse asegurándome de que se ajustara bien a su miembro, sin bolsas ni pliegues.

Los primeros empujones fueron un poco torpes, pero no tardó en acoplarse a la perfección. Me notaba humedecida por mis líquidos y conforme me la metía se producía un leve sonido acuoso.

Llevando la batuta en todo momento, al cabo me hizo ponerme a cuatro patas sobre el colchón y en dicha postura siguió penetrándome. Sin dejar de moverse, me agarró por las tetas y las sobó como un artesano del barro que las estuviera moldeando para darles su forma definitiva.

Un poco más tarde me levantó por las piernas, sujetándome una con cada brazo, introdujo con veneración su instrumento en mi hendidura y continuó con las embestidas, procurando retardar todo lo posible el momento del orgasmo.

Procuré relajarme y traté de disfrutar todo lo posible. La verdad es que se lo había ganado. Se había portado muy bien. Había personas que se portaban bien contigo, pero otras, por trabajar en el oficio más antiguo, se creían con derecho a excederse. Es uno de los inconvenientes que tiene ir por libre.

Giré la cabeza y contemplé su crispación, sus dientes apretados, su cara congestionada. Aguantaba como un jabato. Me temía que se correría a las primeras de cambio, pero estaba haciendo ímprobos esfuerzos para agradarse a sí mismo y para agradarme. Y a fe que lo estaba consiguiendo, pues empezaba a notar unas sacudidas de gozo que me recorrían todo el cuerpo.

Descargó su leche caducada en el preservativo, conforme emitía un largo gruñido. Momentos antes yo también había sentido la punzada placentera de un orgasmo como hacía tiempo que no recordaba.

CAPÍTULO 7. LA LLAMADA. PUNTO DE VISTA DE DIEGO.

El lunes vino un Fernando irreconocible a la consulta. Me contó lo ocurrido el sábado con pelos y señales. Le dije que no hacía falta que entrara en tantos detalles, que lo que había hecho o dejado de hacer con Indira era un asunto personal entre ellos dos. Me hizo muchas preguntas sobre asuntos de pareja, para evitar las desavenencias y conflictos. Estaba claro que Indira no había querido decirle que aquella iba a ser su última velada, quizá para no ofenderle.

El martes estuve esperando la visita de Indira, pero ésta no se presentó. Supuse que había tenido algún imprevisto y no quise llamarla. Pero al llegar el viernes, la impaciencia me instó a ponerme en contacto con ella. No quería que Fernando se llevara una desilusión mayor de la cuenta. Tenía que enterarse lo antes posible de la forma de sobreponerse a los desengaños y a las historias fallidas. Tampoco me gustaba deberle dinero a nadie. Un trato es un trato.

Atendió a la llamada cuando estaba a punto de saltar el buzón de voz.

—¿Indira?

—Dime.

—No has venido a recoger el sobre. ¿Te ha pasado algo? ¿Has tenido algún contratiempo?

—No, no ha pasado nada malo. Simplemente no lo quiero.

—No entiendo nada.

—Pues que estamos en paz.

—Sigo sin entender. ¿Me lo puedes explicar?

Hizo una pausa.

—Estoy con Fernando.

—¿Cómo? —pregunté anonadado.

—Que estoy con Fernando —repitió—. Le he contado todo: que tengo un hijo, que alquilo mi conejo para sacarlo adelante. Y todo le parece bien. Ni una mala cara, ni un mal gesto. Necesito un padre para mi hijo porque llegará un día no muy lejano en el que ya no se le podrán ocultar las cosas y no quiero llevar una doble vida, no quiero mentir cada dos por tres, no quiero esconderme. Quiero cambiar de vida y me he dado cuenta de que Fernando está loco por mí y me va a llevar siempre en palmitas.

Me temí lo peor:

—¿Le has contado algo de mi plan?

—No, no quería ponerte en evidencia. ¿Cómo te iba a traicionar?

—Bravo, Indira. El lunes Fernando vino a la consulta haciéndome preguntas propias de una pareja en sus inicios. Pensé que no te habías atrevido a cortar con él, pero veo que, inesperadamente, las cosas han tomado otro rumbo.

—Así es.

—¡Cuídate, Indira! Y mucha suerte porque te llevas un diamante en bruto.

—Hasta siempre.