Una guardia de fin de año
el vestuario del quirófano le parecía siempre muy erótico.
Una guardia de fin de año
el vestuario del quirófano le parecía siempre muy erótico. No sabía bien por cual de los motivos; Si era el olor a hombre. Si era ese desorden tan poco femenino. O si era su traicionera imaginación, sin más. Lo prefería poco concurrido. Las masas le agobiaban. Con dos o tres personas era más que suficiente. Charlar y mirar con disimulo, era más divertido. Más de cuatro significaba no poder recrearse a gusto, sin descaro. También las horas, más bien las deshoras, eran mejores. Esos turnos largos, que acababan cuando ya casi nadie estaba por el área quirúrgica, eran las mejores. Tal vez, el hecho que no se tuviera que tener tanto reparo en visitas inesperadas que interrumpieran algo, o que esa soledad de vestuario le disparaba su imaginación, añadían un factor agradable a su gusto por ese lugar.
Había imaginado muchas situaciones. A veces tan intensas que le habían deparado alguna que otra situación incómoda. Ya que incómodo era no poderse desvestir por culpa del cerebro. No necesitaba sildenáfilo, o como coño se llamase, más bien era bromuro lo que requería.
A cierta edad esas situaciones eran de agradecer. Tener a pupilos jóvenes, cada año, dispuestos para aprender, más allá del hecho científico y de docencia, tenía un plus de novedad entre taquillas. La carne fresca suele saber mejor.
La juventud siempre suele sorprender. No sólo por su textura sino también por su pensamiento menos contaminado por la experiencia, siempre represora. Imaginar en el vestuario era divertido pero vivirlo, fue lo más parecido a un sueño
Corrían por allá las once de la noche de un verano. Entró agotado. Jurando se por enésima vez que eso no podía ser. Que esos horarios no valían ni la pena ni estaban pagados. Imbuido en ese reniego tuvo eso que los míticos llaman una aparición.
Frente a la ventana un joven en pelotas apoyado en un radiador estaba como mirando a través del cristal. En su mano derecha sujetaba un teléfono móvil. Pronto se percató que ese cirujano estaba desnudo porque le habría pillado en mitad del desvestido. Le sorprendió la actitud de parlotear sin vestirse al mismo tiempo. El nudista seguía mirando el paisaje, él empezó a contemplar al mancebo. Fibroso y con tendencia a ser musculoso, no debía pasar el metro ochenta. Apoyado en el radiador su codo, al tiempo que la poca distancia con el suelo le obligaba a tener las piernas muy abiertas. Charlaba con alguien de confianza; el tono y las risas lo delataban. No parecía percatarse de que hubiera alguien más en el vestuario, o al menos eso pensaba. Esa familiaridad al otro lado del inalámbrico le permitía poder manejarse sin reparo, como cuando empezó a acariciarse el muslo derecho y subir hasta la nalga prieta, respingona y sin grasa. De rascado se pasó a magreo, un masaje que acompañaba son leves movimientos de la mano izquierda que le abrían lo más íntimo. Un poco mas abajo de esa sombra entre nalgas abiertas, colgando como si fuera un toro de lidia; Dos par de huevos bien colocados. Grandes y colgantes, pero no lo suficiente para poder tapar la punta del badajo, ya que eso que se vislumbraba, en la sombra, era más que una buena poya.
El otro médico por un día sobrevenido a voyeur involuntario, pero sin casi ánimo alguno de reparo de la situación. La escena le había pillado quitando se la camisa del pijama. Entonces clavó su mirada en la piel del otro y se le fue, a su vez, quedando algo más estrecho su pantalón. Quieto parado y sin saber que hacer ni que decir. Al principio pensó en carraspear, pero la velocidad de los acontecimientos se lo impedía. Una sorpresa le llevaba a otra mayor.
La mano que le separaba la nalga pronto dejo de ese menester para buscar otro entretenimiento. Viró rápidamente para ir a la parte delantera. Parecía que estuviera asiendo su rabo. Pero no sólo eso, también tenía tiempo para entretenerse con los testes. Mientras hablaba se los rascaba y asía. Hasta incluso se apretó todo el paquete para empujarlo hacía atrás hasta que la punta del glande no circuncida parecía saludar, entre las piernas, a las nalgas.
En ese instante el mirón supo que era demasiado tarde para decir nada. Lo mejor que podía hacer era continuar mirando. Ese espectáculo era mejor que su imaginación.
El joven trauma de golpe se giró. El medicó de mediana edad se sentó disimulando en el banco de enfrente de las taquillas. El joven parecía verlo. Pero continuó con su charla sin despeinarse.
Con el giro, dejó al descubierto toda su desnudez frontal. Pectorales anchos algo velludos, abdomen fibroso a la altura del resto del cuerpo. Y lo que se intuía en la sombra se hizo realidad. Un badajo de campana de catedral. Con grandes venas surcando en su piel. Rodeado de una gran mata rizada que subía triangular hasta el ombligo. En esa nueva postura, su mano no paraba quieta. Era como si tuviera vida independiente. Juguetona como ella sola jugada con esos colgantes de entre pierna. Incluso llegó en más de una vez a descapullar al ofidio.
El casi cuarentón, pese a su edad, estaba sofocado. Sofocado por que sabía que el otro conocía de su ausencia de soledad. Rojo por, tal vez, vergüenza ajena y, también, por la propia ya que estaba extremadamente excitado.
Su mente le llevaba a abalanzarse sobre el joven, hincar las rodillas, abrir boca para calcular hasta donde sería capaz de tragar. Otras veces le llevaban a perderse en ese ojal lleno de pelos que se dejaba entre ver.
Al rato, el joven se volvió a colocar mirando a la noche tras el cristal, tal vez mirando el campanario que se dibujaba en el perfil de la ciudad. Con ese nuevo cambio quedó enseñando de nuevo su ancha espalda, sus ovaladas ancas y sus fuertes piernas, columnas que sujetaban ese apéndice que parecía haber crecido.
A sus años, no podía más. Se levantó bruscamente. Se bajó el pantalón del pijama. Dejando su slip a punto de reventar sin tocar. Sabía que si lo tocaba no respondía de nada dentro de ese vestuario. Cogió sus pantalones. Como velocidad de bombero se vistió. Salió corriendo de esa sauna.
Una vez en la oscuridad de su coche. Se bajó la bragueta. Liberó su animal a golpe de embestidas.
A lo lejos mientras se vertía las ganas con fuertes sacudidas sonaron doce campanadas. Fue una manera diferente de despedir el año. Esa era la pega de ser medico y estar de guardia de transplante