Una fantasía

Yo estaba ya desvestido, ansioso por su tardanza, cuando ella llegó envuelta en un pijama con shorts. Se desvistió y se metió a la cama conmigo, y empezamos a besarnos, a lamernos el cuerpo uno al otro, a gozar de nuestra primera noche de toda la noche juntos.

UNA FANTASÍA

Tengo una fantasía, me dijo María, sonriente.

Yo observé su mirada chispeante, pícara, su gesto divertido.

Me la había cogido durante dos meses, desde que nos había presentado una amiga en una fiesta organizada "para los hombres sólos" del trabajo, donde yo había ido "por no dejar". Acababa de romper con mi chava de años, y todavía no me sentía con ganas de iniciar una nueva relación. Ella dijo que se había fijado en mí por mi seriedad, dado que me había visto aislado en un rincón, con una bebida en la mano. Supo que tenía problemas, y vino hasta mí para aliviarlos.

Ella también tenía problemas, pero de otra índole. Era doctora, tenía una buena posición social y económica, pero también un marido que le ponía los cuernos con una amiga, y había decidido pagarle con la misma moneda. Acudió a la fiesta con esa intención en la cabeza, y yo resulté el agraciado.

Bailamos, bebimos unos tragos, y y con el valor del vino en el cuerpo nos besamos por primera vez. Luego, alrededor de la una de la mañana la dejé en el estacionamiento. Si fuera por mi esposo ni volvía, me dijo. Pero mis hijos me esperan.

Nos dimos un largo beso y quedamos en que ella me llamaría por teléfono. Yo volví a la fiesta.

Tres días después me llamó, quedamos de vernos en un sitio y pasó por mí en su elegante automóvil. Nos fuimos a un hotel. Ahí conocí su bien cuidado y hermoso cuerpo a satisfacción, el perfume delicioso esparcido en sus pechos y en todo su cuerpo, el sabor de su sexo oloroso e incitante. Le quité la ropa interior de encajes que se había puesto especialmente para mí y Le metí la verga una y otra vez en esa cosita suya tan exquisita. En la intimidad del cuarto de hotel bramaba que quería ser mía, que se la metiera toda, que mordiera sus tetas, sus nalgas firmes y redondas, su espalda blanca, que le jalara el cabello. Fue una verdadera entrega apasionada, una de esas en que uno sabe que está ante una mujer experta en las lides del amor y que tiene que dar todo de sí: Tuvo varios orgasmos antes de que yo me decidiera a emplearme a fondo, y terminé en sus brazos con una explosión de semen y rugidos que tal vez se oían hasta fuera de la habitación. Pero en esos hoteles, usted lo sabe bien, ni quien diga nada. A eso va uno, sabiendo que del otro lado se está haciendo lo mismo.

Terminamos exhaustos, pero gozando cada minuto de nuestra nueva relación. Nos bañamos, nos vestimos, y ella insistió en que a partir de allí yo no usara ningún tipo de loción que dejara en ella un rastro que despertara sospechas en el esposo. Así lo hice. Ella me ofreció como trofeo el cenicero del hotel e insistió en me lo llevara. Por si no nos volvemos a ver, dijo, será un bonito recuerdo de lo que alguna vez tuvimos.

Pero sí nos volvimos a ver, y no sólo una vez sino una y a veces dos veces por semana, siempre en sitios cercanos a hoteles, sin mucha gente. Metía el auto al estacionamiento y salía con unos lentes oscuros y una mantilla en la cabeza, en un afán de disfrazarse para pasar desapercibida. Y siempre me pedía que le metiera toda la verga, que le mordiera los senos, que chupara su sexo, que le diera de nalgadas hasta que se le pusieran rojas. A veces tengo miedo de que me esté volviendo sádica o ninfómana, me dijo una vez. Pero por lo pronto no aparentaba ningún temor, y se entregaba a mí como yo a ella, ansiosamente.

Era linda, con el pelo teñido de rubio, la tez blanca, y un vello púbico castaño casi dorado que adornaba graciosamente su coño. Yo lo tenía negro, muy negro, y mi falo duro y enhiesto se perdía en esa garganta que abría ella para mí gozosamente. Me la cogí de mil maneras posibles, de pie, acostados, sentado en el borde de la cama, en la silla, en la mesita del hotel, en la alfombra. Yo procuraba que mi bella doctora tuviera siempre dos o tres orgasmos antes de mi eyaculación. Eramos dichosos, todo lo que se puede en una relación furtiva que agregaba la emoción del peligro: ¿Y si alguna vez nos descubría el marido? Nos mataría, decía ella. Pero jamás nos arrepentimos.

Tenía dos hijos, una niña de 4 y un varón de dos años, y ya no podría tener más familia. Del último bebé ya sabía lo de su marido y decidió no tener más hijos.

Pero yo tenía una fantasía que me juró que cumpliría, la de pasar una noche entera juntos, amándonos hasta el amanecer.

Un fin de semana junto con nuestra amiga común organizó un paseo hacia un hermoso lago, donde además había un balneario. La amiga trajo a sus dos hijos, uno de 4 años y el otro de 16, y ella también a los suyos. Rentamos dos habitaciones contiguas, una para las mujeres y los niños, y supuestamente una para mí. Esa tarde, en la alberca del hotel el hijo de la amiga y yo jugamos unas carreras en natación, y yo terminé siendo el ganador. Los ojos de María estaban fijos en mí, con una chispa de adoración y orgullo, con una sonrisa que quería decir: Ese es mi hombre.

Al filo de la medianoche se reunió conmigo en la habitación. Sus hijos estaban dormidos, y la amiga y su hijo los cuidaban.

Yo estaba ya desvestido, ansioso por su tardanza, cuando ella llegó envuelta en un pijama con shorts. Se desvistió y se metió a la cama conmigo, y empezamos a besarnos, a lamernos el cuerpo uno al otro, a gozar de nuestra primera noche de toda la noche juntos. Me pedía que le mordiera los pechos, que le castigara sus nalgas redondas y blancas, que le jalara de los cabellos, que clavara mis uñas en su espalda, al fin que como siempre las uso muy recortadas no le dejaban ninguna marca. Mordí todo cuanto ella quiso, chupé ansiosamente su sexo, y ya había logrado el primer orgasmo pero mi lengua y mis labios se paseaban todavía por sus glúteos para iniciar el segundo asalto cuando me dijo: tengo una fantasía. ¿Qué? Pregunté yo, jadeando ya por el placer. Que me cojas por detrás. Yo pensé escuchar mal, o que se trataba que enchufara su vagina por detrás, como ya lo habíamos hecho. Pero no, no se trataba de eso. Quería que le diera por el culo.

Sacó de su bolso una crema que untó en mi polla y en su trasero, se puso en cuatro y me ofreció un culo brillante por el ungüento, un agujerito color de café con leche que palpitaba, como llamando mi verga. Mi capuchón creció desmesuradamente con la idea, el cabezón estaba a más no poder de hinchado, y el resto de mi sexo palpitaba también, al igual que mi corazón, con la emoción de penetrarla por el culo. Carajo, me dije, esto tiene que ser amor del bueno, amor del que se olvidan los prejuicios, amor total, sin reservas. Y le puse el glande morado en el ojete y se lo dejé ir. La crema había hecho su trabajo lubricando bien la zona, y prácticamente entré sin dificultad. Con la luz de la penumbra podía ver claramente como iba entrando mi verga en esa abertura, o más bien como su culo se iba tragando mi verga, o las dos cosas. Sentía la presión de su esfínter apretando alrededor de mi pene, y todavía más: se impulsaba hacia atrás en un intento de que le entrara todo. Supe que no había más cuando los vellos de mi tronco acariciaron su abertura. Pero ella seguía pujando y empujando su cuerpo contra el mío. ¿No te duele? Le pregunté. Un poco, dijo, pero no te salgas. Que una mujer me dijera eso, que dicha. No me salí. Al contrario, mi pelvis empezó un movimiento hacia atrás y hacia delante para comenzar a cogérmela.

Qué delicia. Nunca había probado un coño tan hermosamente apretadito, como un guante perfecto para mi sable. Para aumentar el placer, de tanto en tanto me salía y volvía a embestirla, gozando con los grititos que ella daba al sentirse penetrada. No soporté mucho tiempo, y me derramé intensamente en su culo. Mis rugidos de placer aumentaron como nunca antes, y ella cooperó lanzando su trasero con fuerza para recibir en lo más profundo mi líquido seminal. Cuando me salí, escurría la leche de su trasero hasta mojar las sábanas. Me derrumbé a su lado, temblando de emoción y de placer como nunca. Mi pecho bajaba y subía aceleradamente y creí que iba a tener un ataque de lo emocionado que estaba. Pero nada pasó. Esa noche dormimos abrazados, y ya empezaba a clarear cuando nos tocaron la puerta. Era su amiga, que venía a despertar a María para que los niños no sintieran su ausencia. Ella se fue, y yo me quedé recordando la hermosa noche que habíamos tenido.