Una experiencia alucinante

Nunca supuse que la venta de un seguro me dejaria esclavizada de por vida a otra mujer.

UNA EXPERIENCIA ALUCINANTE

Soy directora de La Continental Seguros de Vida SA, con sede en Barcelona. Llevo allí 22 años de los 43 que tengo, ha sido mi primer y único trabajo. Soy casada con dos hijos. No soy una belleza, pero tengo buena apariencia. Mi marido es una buena persona, fiel a sus convicciones, moralista y católico. Un matrimonio sin grandes estridencias. Todo era normal, quizás demasiado, hasta que recibí el encargo de visitar a una acaudalada señora que deseaba tomar dos seguros de vida. Justo el día de pago.

Concurrí ataviada con un traje sastre de color claro, maquillada discretamente y con zapatos de tacón bajo. El portafolio, de tipo morral, colgaba del hombro. Mi vida cambió para siempre a partir de ese día.

Me atendió un hombre en bata de seda. Estaba bien afeitado, era educado y olía bien. Se identificó como uno de los dos maridos a los cuales la señora deseaba asegurar. Así tal cual. Quedé impactada de entrada. Me acompañó hasta una salita donde me recibiría la señora. Allí comenzó mi tremenda experiencia. La mujer estaba sentada, cruzada de piernas, en un taburete grande con un cojín. Me miraba fijamente, parecía comerme con los ojos. Era extraordinariamente atractiva, todo en ella era bello y armonioso y su cuerpo despedía una avasallante sensualidad. Debía ser muy alta, de pelo moreno, largo, que le caía a los costados, ojos negros de mirada fulgurante y boca de labios rojos, carnosos y sensuales. No lucia mucho maquillaje. Las piernas cruzadas eran largas y fibrosas, puro músculo. Calzaba sandalias stiletto de talón desnudo. Me señaló el taburete de enfrente.

Estábamos muy cerca. Con una sonrisa me saludó pidiéndome datos sobre el seguro que deseaba contratar. Entonces observé que debajo de la señora había otra persona. Veía las piernas y el tronco. Ella estaba sentaba sobre el rostro de alguien y se balanceaba masturbándose con él. Esto me turbó y de inmediato me sonrojé avergonzada. La mujer en respuesta puso la mirada en blanco, echó el rostro hacia atrás ¡Dios, qué hermoso cuello! y emitió unos gemidos de placer. Se estaba corriendo en mi presencia. Era el primer orgasmo que conté esa fatal mañana.

Luego descruzó las esbeltas piernas. Su desvergonzada desnudez volvía a teñirme de rojo las mejillas. El pubis depilado lucía una hermosa vulva. Los labios vaginales eran carnosos y ligeramente rosados..., pero fue su clítoris lo que me dejó paralizada, era enorme enhiesto, puntiagudo, palpitaba aún del último orgasmo, parecía un pene. Ella, mientras me hacía preguntas, miró hacia donde estaba el de la bata y le hizo apenas una seña con los ojos. De inmediato el servil marido se interpuso entre nosotras. Arrodillándose comenzó a lamerle el coño. La señora me miraba con fijeza. Hizo más preguntas. Yo apenas balbucía las respuestas. Mientras, se corría una y otra vez, en la boca de uno o del otro, por el culo o por el coño, sin tapujos, gimiendo, gritando y anunciando sus orgasmos a los cuatro vientos. Yo estaba perdiendo el hilo de la conversación. Ella, usando la cabeza del servil marido, presionó sobre el clítoris. Volvió a correrse a los gritos. Me hacía preguntas entre gemido y gemido. Yo ya estaba totalmente turbada.

De pronto se puso de pie sin miramientos. Era altísima y encima con stilettos ¡Qué cuerpo, dios mío...! El marido del frente cayó a mis pies. El de atrás se levantó con la cara rojiza, amoratada. Comprendí por qué ella se balanceaba. Además de pajearse con el pobre hombre, le permitía respirar. Les ordenó que trajeran sus documentos para hacer la póliza. Permaneció desnuda con las piernas abiertas. Me dijo que aguardara unos segundos. Comenzó a masturbarse con los dedos a escasos centímetros de mi rostro. Yo veía todo. El clítoris que ella manoseaba, grande y rosado, me volvía loca. Avergonzada descubrí que ansiaba chuparlo. Echó el cuerpo hacia atrás y el pubis casi toca mi boca que estaba abierta Volvió a correrse. Pude ver como sus labios vaginales, el clítoris y toda la vulva se estremecían en fuertes palpitaciones. Yo no ocultaba mi rubor, era imposible. La mujer se estaba apropiando de mi personalidad. Se la veía avasallante, agresiva y acostumbrada a manipulear a los demás a su antojo.

Los maridos volvieron. Uno de ellos trajo un arnés consolador. Entre ambos se lo calzaron a la señora, que se dejaba hacer. Fuimos a la mesa, me senté en una silla y comenzamos a redactar el contrato. Apenas podía escribir. Estaba atenta a lo que hacía la fascinante mujer. Ella le hizo chupar el consolador a uno de los sirvientes lubricándolo con saliva y se lo introdujo en el ano del otro, que ya estaba agachado sobre la mesa. ¿Cómo mantener la compostura frente a semejante espectáculo del poder femenino? La señora hacía con sus serviles maridos lo que le daba la gana. Sentí que me bajaban intensos calores a mi propio coño. Nunca me había pasado algo así. Mi marido y yo teníamos relaciones cada tanto y muy formales . Ella penetraba a uno mientras se chupeteaba en la boca con el otro, que le sobaba los senos y acariciaba sus enormes pezones tan afilados como el clítoris. Volvió a estremecerse otra vez. Luego cambió de víctima. Le hizo chupar el consolador recién sacado al primero y se lo metió al segundo. Creo que iba por el décimo orgasmo en mi presencia. Yo estaba cada vez mas ofuscada. Algo dentro mío me impulsaba a servirla, a arrastrarme a sus pies, a ser usada por ella, agasajarla, chupar ese clítoris, esos pezones, esos tacones afilados, lamer el suelo donde pisaba...

Los maridos firmaron el contrato nombrándola a ella beneficiaria. Con esta devoradora de hombres no van a durar mucho, pensé cada vez más excitada. Ella me saludó acompañándome hasta la puerta. Los maridos venían detrás sobándole las nalgas, uno a cada lado. Allí no terminó mi humillación, faltaba más. Yo estaba desesperada. Ese clítoris me volvía loca, tan grande y poderoso. Doblegaba a todo el mundo, hombres y mujeres. Antes de que abriera la puerta no pude contenerme y caí al suelo de rodillas frente al clítoris que me apuntaba como un fusil. Ella se agachó un poco abriendo las piernas para que estuviera a mi alcance. Un torbellino de servidumbre y obcecación se apoderó de mi. Zambullí el rostro en ese coño y comencé a sorberle el clítoris rosado y afilado. Succionaba con ternura, suavidad y enloquecido frenesí, sus jugos eran un néctar para mí. Ella respondió con una corrida tras otra. Me apretaba el rostro mientra gritaba y se estremecía en mis labios. Los espasmos de su sabroso coño me recorrían la boca sedienta. Pasó un buen rato chupando con deleite y ella regalándome sus corridas. Luego me arrinconó contra la pared y comenzó a fregarse en mi cara y en el cuello. Me paseaba el gigantesco clítoris por todo el rostro mientras seguía corriéndose entre espasmos. Podía ver como uno de los maridos le masajeaba las nalgas y el otro le metía un dedo en el ano. Ella se masturbaba por delante conmigo y por detrás con el sirviente. Gemía y gritaba oprimiéndome el rostro contra el pubis. Yo estaba ansiosa por servirla el resto de mi vida. Antes que me echara de su casa como una perra en que me había convertido, sucedió lo más humillante. Los maridos me sostuvieron con los brazos abiertos. Lo hacían sin forzarme —ni falta que hacía— solo para que no me cayera desmayada y la mujer completara su dominación. Ella se agachó un poco más. Las piernas abiertas, los músculos tensos, el talón desnudo y los pies calzados en las sandalias. Con su mano en la vulva abrió los labios y me apuntó. Sabía lo que iba a venir. Estaba sedienta por recibirlo. La vulva se fue hinchando lentamente. Se estremecía. Comenzó a salir el chorro, fuerte y caudaloso. Ella lo dirigía a todo mi cuerpo. Yo abría la boca extasiada pidiendo más. La fascinante mujer me meó de arriba abajo, dejándome empapada. Luego, sin ninguna vergüenza, le lamí el coño limpiándola y me postré a sus pies relamiendo sus sandalias y metiéndome los tacones hasta la garganta. Completamente mojada olía a sus fluidos. Ella por toda respuesta abrió mi bolso, que le alcanzó uno de los sirvientes y dejó caer todo en el suelo, pisoteó su contendido rompiendo todas mis cosas con la suela y con el afilado tacón. Sin vacilar, de una patada, me quitó el dinero que llevaba. Recién había cobrado mi nómina. Yo estaba orgullosa de que ella me utilice para su goce. Mi sueldo —que no es poco— se lo gastará en un nuevo par de sandalias de tacón. Diré a mi marido que me han asaltado. Ella como despedida puso la suela de sus zapatos en mi boca limpiándolas en los labios. Yo estaba orgullosa de servirla. El mayor deleite era ser avasallada por esa malvada mujer.

Me fui a casa toda empapada, en el coche pensaba como entrar y cambiarme sin que nadie me viera. Mi marido ya no me importaba en absoluto. Mi vida ya tenía dueña. Serviría a esa mujer el resto de mis días. La ropa no pensaba lavarla nunca más.