Una excursión con mi padre
Un padre y un hijo, de excursión por la montaña, acaban cogiendo más confianza de la que deberían...
Tras mucho tiempo de insistir, mi madre al fin consiguió lo que se propuso durante años: que mi padre y yo nos llevásemos mejor. Siempre he pensado que algunos padres lo son por presión, simplemente porque la madre quiere un hijo y no porque realmente ellos lo quieran. Es lo que siempre he pensado de mi padre. No significa que no le quiera, ni que él no me quiera a mí, si no que, como nunca ha tenido mucha confianza conmigo, nunca hemos tenido una relación muy estrecha. Eso a mi madre le quemaba por dentro y, después de estar insistiendo a mi padre acerca de que deberíamos hacer más cosas juntos, al fin mi padre se atrevió a proponer algo.
No tenía muchas expectativas sobre cómo iba a ser la excursión que propuso mi padre sobre la cena. Cerca de donde vivíamos había una montaña, una de las más elevadas de los alrededores, que contaba con una ruta muy sencilla para hacer a pie. En la cima había varios bares y restaurantes; el dueño de uno de ellos era amigo de mi padre. Su idea fue que hiciéramos senderismo y, después, tomar algo en el bar de su amigo. Yo no era muy dado a hacer largas caminatas, pero la ilusión de mi madre me dio a entender que eso le hacía feliz. Haríamos la excursión el sábado por la mañana; aún era jueves.
En aquel entonces yo era un estudiante de dieciocho años, con una complexión bastante adulta, pero con rasgos todavía de adolescente. Mi pelo, largo y moreno anudado en un moño, hacía que la gente no se fijara en que casi ni me saliera barba. Pese a que tenía pelo en las piernas, los brazos, las axilas y el pubis, prácticamente no tenía ni uno en el tórax. También tenía unos brazos y piernas bastante robustas por pura genética, que contrastaban con algo de tripa debido a que prefería jugar a videojuegos antes que hacer una actividad como la excursión con mi padre.
El sábado por la mañana llegó y mi padre y yo nos encaminamos hacia la montaña. Cogimos el coche unos kilómetros hasta el inicio de nuestra ruta, cargamos las mochilas a nuestros hombros y comenzamos a caminar. Era de esperar que un sábado a las nueve y media de la mañana no me apeteciera ir a caminar por una montaña, así que no le ponía mucha atención ni a la excursión, ni a las vistas, ni mucho menos a mi padre. Es cierto que se mostró muy cercano a mí, preguntándome acerca de varias cosas de mi vida: mis amigos, el instituto, mis planes de futuro, incluso por los videojuegos que tanto había condenado.
No habíamos llegado ni a la mitad de la excursión cuando hicimos un alto en un mirador para descansar. Aunque no estuviéramos a mucha altura, las vistas elevadas permitían que viéramos campos y algunos pueblos hasta donde alcanzaba nuestra vista. La verdad es que esa ruta me traía buenos recuerdos, ya que la había hecho otras veces con toda la familia, con amigos, con el colegio… Serían los recuerdos de mi niñez y lo que dijo mi padre que hizo que viera esta excursión como un recuerdo más que añadir. Al fin y al cabo, hacía años que no recorría esa montaña; volver me pareció un vistazo a mi infancia. Mi padre, mientras mirábamos el horizonte, me rodeó del brazo, me abrazó contra él y dijo: «Tenía muchas ganas de pasar un momento así contigo, Román».
Emprendimos la marcha de nuevo, ahora hablando de vez en cuando, profundizando más en todo lo que me había preguntado antes. Pensé que, por una vez que se interesa, mejor contarle todo. Nunca se sabe hasta cuándo puede durar esta curiosidad… Pasado un rato me quedé algo rezagado y contemplé a mi padre de espaldas. Yo me consideraba un chico alto, pero mi padre aún lo era más. Ha estado haciendo trabajos físicos toda su vida, así que estaba bastante tonificado, aunque la edad no le había perdonado algo de barriga debido a la comida basura y a la cerveza que se tomaba cada día. Sin embargo, mi padre tenía muy buen físico, unos brazos y unas piernas musculadas que quedaban perfectamente ajustado al chándal que había escogido para la caminata. Al poco rato, mi padre se giró y me dijo que me diera más prisa o no llegaríamos a la cima.
Después de caminar durante un interminable rato, de hacer diversas paradas para observar las vistas, la vegetación o algún animal que encontramos, llegamos a la cima de la montaña, donde aguardaba un pequeño pueblo prácticamente deshabitado edificado alrededor de una plaza con una iglesia. Tras cruzar las dos únicas calles del pueblo, llegamos a la plaza, donde había un bar antiguo. Entró mi padre a saludar a su amigo y yo le seguí. Nos dieron una mesa en la terraza y no pude evitar fijarme en que estábamos solos en prácticamente todo el pueblo. El camarero explicó a mi padre que invirtieron dinero en reformar un pueblo cercano, que tenía una ruta más accesible para excursionistas, y que prácticamente ya nadie subía a ese pueblo. Los pocos habitantes que tenía el pueblo hacían su vida en otras partes; la cima se había convertido en un pueblo dormitorio. Con este amargo sabor de boca, el camarero nos trajo una cerveza para mi padre y una cola para mí. Obviamente, yo ya había probado el alcohol y también me había emborrachado, pero decidí hacerme el bueno delante de mi padre. También nos trajeron un aperitivo con la bebida. Cuando todo se terminó, pedimos otra; cuando la siguiente se terminó, nos trajeron otra.
Seguimos repitiendo hasta que se hicieron las tres de la tarde, entonces nos pusimos en marcha de vuelta a casa. Durante el camino de vuelta seguíamos hablando de nuestras cosas, hasta que mi padre me preguntó por el tema relaciones. Yo, que siempre había sido bastante cerrado a la hora de contar algo sobre mí, solamente le dije que había estado con una chica. Me preguntó si había hecho algo con ella, pero eso ya no se lo respondí. Intentó hacerse el colega para que se lo contase, diciendo “Va, hijo. Tenemos que poder contarnos estas cosas, ¿no?”. Accedí a sus chantajes y le dije que sí, sin entrar en detalles. Por lo visto, le di paso a mi padre a que compartiera su opinión y experiencia. Recuerdo que un consejo que me dio era que aprovechase cuando era joven, porque con la edad las mujeres van perdiendo el interés. Él, de hecho, me confesó que poco hacía ya con mi madre. Fue una imagen bastante extraña, pero, en el fondo, compadecí a mi padre. Aunque yo no follase mucho, aprovechaba por las noches para hacerme pajas en la cama. Imaginaba que mi padre no.
En uno de los descansos que hicimos a la bajada, estaba mirando el móvil mientras mi padre fumaba un cigarrillo cuando me di cuenta de que no había meado desde que salí del bar del pueblo. Le dije a mi padre que iba a mear, me acerqué a un arbusto algo apartado y me bajé la bragueta. Antes de que empezase a mear, noté a mi padre a mi lado, que también se bajó la bragueta y dijo: “Yo también me estoy meando. Me pongo aquí contigo, para que no nos vea nadie”. Con gente delante me cortaba un poco a la hora de mear, pero tenía tantas ganas que me dio igual. Al poco después de empezar yo, lo hizo mi padre. Miraba al suelo, concentrado en mi chorro, pero veía de reojo el chorro y el rabo de mi padre. Se asomaba una polla morena, circuncidada -mi padre había retirado la piel para poder orinar mejor-, con bastante vello… Me quedé mirando cómo meaba, por curiosidad de ver cómo lo hacía alguien que no era yo, pero ambos acabamos de hacerlo. “Buah. Qué a gusto me he quedado”, soltó él.
Cuando terminó de salir el chorro, mi padre empezó a sacudírsela como si nada, para quitar todos los restos. Yo, por imitación, hice lo mismo, aunque no lo tenía por costumbre. Alcé un poco la vista y vi que mi padre también miraba cómo lo hacía yo. La situación me empezó a dar algo de morbo: los dos totalmente solos, en medio de la montaña, algo apartados del camino principal, sacudiendo nuestras pollas después de haber meado… No es que mi padre me excitase, si no el hecho de estar compartiendo esto con mi padre. La curiosidad por lo que está prohibido. Me perdía entre estos pensamientos mientras ambos seguíamos con las sacudidas, bastante tiempo después de que no quedase ningún resto de orina en nuestra polla. Entonces, ¿por qué estábamos siguiendo?
Volví a bajar la vista hacia el rabo de mi padre y lo noté algo más crecido, más inflado; mi padre pasó de sacudírsela a meneársela delante de mí. No sé de qué me sorprendí, si en ese momento yo la tenía todavía más dura que él. Eso sí, ni la mía empalmada llegaba a alcanzar la de mi padre semierecta. Con una inesperada confianza, mi padre dijo: “¿Qué? ¿Aprovechamos antes de llegar a casa?” y, sin esperar respuesta, agarró bien su polla y empezó a moverla de arriba a abajo. Yo seguí meneándola un poco más, tímido, ya que no imaginaba que mi padre me ofrecería hacerme una paja con él entre los árboles. Él, por otro lado, estaba tranquilo, mirando alrededor, a su rabo y al mío. “¿Nunca te has hecho una paja con otro tío?”, preguntó. La verdad es que alguna sí que me había hecho con mi mejor amigo las noches que dormíamos juntos, normalmente viendo algo de porno; nunca me había imaginado que lo haría con mi padre.
Él volteó la cabeza, asegurándose de que nadie pasara, y se adentró un poco más entre los arbustos sin guardársela, diciendo que estábamos muy cerca del camino principal. Yo le seguí unos cuantos metros, hasta que llegamos a un pequeño claro entre los pinos, en el que mi padre se había detenido frente a mí, mirándome. Una vez ambos estuvimos colocados, cada uno volvió a coger su polla y seguimos con la faena. Delante de mí se encontraba mi padre, pajeando una polla que debía medir unos veinte centímetros, con unas venas gruesas que bombeaban la sangre necesaria para mantener erecto todo lo que tenía él entre las piernas. Sus huevos, grandes y peludos, rebotaban al compás de la mano de mi padre. No podía dejar de mirarlo, era hipnótico. De vez en cuando miraba hacia dónde miraba mi padre, que, efectivamente, también tenía la vista clavada en mi polla. “Ya la tienes mucho más grande que cuando eras un crío, ¿eh?” dijo mientras aproximó su mano a mi polla para cogerla. Cuando me la cogió, me quedé petrificado. Su mano, grande y cálida, me producía una sensación increíble. “No tanto como tú”, le respondí agarrándole también la suya y empezando a pajearle.
Los dos nos pajeamos mutuamente mirándonos a la cara y a nuestras pollas. Tocar a mi padre, mientras veía su cara de placer, que se manifestaba tocándome él a mí de vuelta no era para nada lo que me esperaba de esta excursión, pero, desde luego, lo estaba disfrutando. Sentía un líquido recorrer mis dedos; era de mi padre. Se mojó su dedo pulgar en su propio líquido y me llevó ese dedo a los labios, pasándolos de derecha a izquierda. Solté un pequeño gemido, por lo que mi padre empujó mi cara hacia el suelo poniéndome de rodillas frente a su polla. Seguí tocándole, contemplando ese majestuoso rabo, hasta que le miré a los ojos. Él simplemente asintió una vez, mientras me agarraba la cabeza y me la llevaba hacia él. Yo, simplemente, abrí la boca y me la metí. El líquido que salía de ese glande se mezcló con toda la saliva que tenía en la boca, haciendo que tuviera más y más ganas de seguir.
Con una mano tenía agarrada la base de su polla, que iba masajeando al mismo tiempo que iba moviendo mi boca y mi lengua por su punta. Para ser la primera vez que hacía una mamada, los gemidos de mi padre, cada vez más fuertes, me indicaban que lo estaba haciendo como a él le gustaba. Con la mano que me quedaba libre me tocaba a mí mismo, para excitarme todavía más, pero de lo que estaba pendiente era de que mi padre disfrutase. Él empezó a mover sus caderas, empujando su polla dentro de mi húmeda boca; tanto, que mis labios se tocaban con la mano con la que la agarraba. Decidí quitarla, para que no estorbase. Entonces, él me agarró la cabeza y empezó a meterla entera. Noté cómo se abría paso a través de mi garganta, produciéndome unas pequeñas arcadas. Quise parar y me la saqué, pero cuando miré a mi padre sabía que eso era justo lo que quería. “Qué bien lo haces, hijo…”, susurró. Volví a abrir la boca y yo solo me la metí hasta donde él lo había hecho segundos atrás.
De haber habido alguien alrededor, probablemente hubiera escuchado el gemido que soltó mi padre cuando lo hice. Era un gemido grave, cercano a una exhalación profunda. Con el rabo de mi padre en mi garganta, movía la cabeza lentamente, adaptando mi cuello al grosor de su polla. Pasado un breve tiempo, mi padre me agarró la cabeza con las dos manos y me ordenó que aguantase. Empezó a follarme la boca, muy fuerte y de forma insistente. Dobló un poco las rodillas para que entrase toda dentro de mí. Yo puse los ojos en blanco mientras él usaba mi boca a su antojo. Lo hacía con mucha insistencia, como si no le importara que yo no pudiera casi ni respirar. Iba sacándola de mi boca para que descansase, pajeándose, pasándola por delante de mi cara e incluso azotándome los labios y la lengua con ella. “¿Te gusta la polla de tu padre?”, preguntó. Yo no pude evitarlo, estaba demasiado caliente y no dejaba de pajearme. Solo asentí con la cabeza. Él interpretó que quería más y volvió a lo que estaba haciendo.
Pasaron varios minutos, repitiendo el mismo proceso, hasta que mi padre no pudo aguantar más y me avisó de que se iba a correr. Después de hacerme tragar por última vez todo su rabo, la sacó y empezó a pajearse frente a mi cara. Yo le respondí abriendo la boca y pajeandome a la vez. Cuando no pudo contenerse, empezó a soltar una leche espesa que me pringó toda la cara. Jamás había visto una corrida tan abundante. Entre gemidos y exclamaciones de placer, la metió de nuevo en mi boca y me pidió que se la limpiase. Hice caso y saboreé lo que me estaba dando. Yo tampoco pude aguantar más y me corrí en el suelo, gimiendo entrecortadamente por la polla de mi padre. Cuando ambos nos recuperamos del cansancio, yo me limpié la cara, nos las metimos en los pantalones de nuevo y reemprendimos el camino de vuelta a casa.
La relación con mi padre, claramente, mejoró muchísimo. Cogimos más confianza, charlamos de todo e hicimos más excursiones y salidas similares. Lo que hicimos en aquella excursión no lo contamos a nadie, así que guardábamos el secreto y cada vez que teníamos ocasión repetíamos.