Una enmarañada tarde de lujuria
Inútilmente puta movía mis nalgas resfregándome en su fronda. Al compás de su taladro jamás sabré si el me perforaba o yo me penetraba hundiéndome hasta el fondo esa esperanza cuantificada a lo largo y a lo ancho, centimetrada en fuego y fogonera de pasión.
Había sentido hablar de aquello de ir directo al grano. La idea se presentó como una revelación y me detuve en seco. Gregorio no pudo pararse y me llevó por delante. Mis sensibles nalgas sintieron la flacidez de la verga adormilada y poco importó el impacto, el lugar o la hora.
-Lo siento, dijo posando su mano cálida en mi cintura. Hasta los hilos de la blusa sintieron su magnetismo.
-No fue nada, contesté, aunque su calor desató una descarga entre mis piernas.
-Te debo una disculpa más profunda, dijo.
- “Bueno”, asentí sin querer y el muy turro, como si me hubiera leído el pensamiento, descuidadamente dejó deslizar su mano sobre mi mullido trasero.
Lo miré reprendiéndole pero el mensaje de mis ojos no surtió efecto. Por el contrario, haciéndose el tonto me apretó contra su cuerpo. “No”, dije separándome, “voy al baño”.
Las luces blancas daban al recinto el ambiente menos romántico que haya visto. De no ser por los preservativos mal disimulados entre los cestos y los rincones, aquello parecía un wc y no un lugar de amor al paso.
Expulsado con fuerza el chorro de pis se deshizo en el agua de la taza y aquella sensación de liberación y su ruido al impactar en el fondo, supieron celestiales a mis sentidos y a mi vejiga, mientras algún gas percutía un tanto tímido acompañando el placer del displacer.
La puerta se cerró, como dice el tango, y vi a través de la rendija, reflejado en el espejo de los lavabos, el rostro expectante de Gregorio. Carraspeé sin pensarlo y el supo que aquel acorde era mío y que estaba en el último cubículo.
Quise apurarme y salir pero él, rápido y eficiente ya estaba frente mío tratando de cerrar la portezuela a su espalda.
Me descubrió con los pantalones bajos y la tanga esposándome los tobillos. Me sentí presa y tuve miedo. Más por dramaturgia que por supervivencia estiré mis brazos, quise alejarlo pero, con alguna y mal disimulada ayuda mía, tomó mi muñeca y torsionó mi brazo sobre mi espalda.
Con la maniobra a salir de boca, sintiéndose un as en el dominio, inclinó mi torso hacia la pared dejando en un primerísimo plano mi lampiño culo.
“Cállate”, murmuró. Solo atiné a mover afirmativamente la cabeza demostrándole un temor que no sentía y acerqué mis nalgas a su destino.
El viril y rústico jean que cubría su santabárbara rozó mi piel y fue el detonante. Los líquidos me inundaron y mi clítoris se endureció cual pingo. Un desordenado brillo húmedo se esparcía entre mis piernas en tanto él, desprolijamente, maniobraba para liberar su verga.
Cuando la piel de su veleta se acercó a la mía, una suave descarga me calentó por dentro y mi sexo se abrió en flor esperando el aguijón que, al contacto con mis labios, resbaló hasta mi estómago incendiándome por dentro, de un solo saque y de una sola vez.
Su tea estiraba mis pliegos a lo ancho y a lo largo de mi cueva y su dedo masajeaba mi endurecido estambre. “Turra”, su voz engravecida de pasión, “turra”, ardía en mis oídos. “Turra”, resonábame y su machacante movimiento insertaba carne más carne y más adentro y más profundo.
Inútilmente puta movía mis nalgas refregándome en su fronda. Al compás de su taladro jamás sabré si el me perforaba o yo me penetraba hundiéndome hasta el fondo esa esperanza cuantificada a lo largo y a lo ancho, centimetrada en fuego y fogonera de pasión.
El sigilo de los primeros momentos quedó en el olvido cuando los gimoteos poblaron los rincones y el, alocadamente hermoso, meneábase dentro mío cada vez más tenso, cada vez más rápido, cada vez más grueso, cada vez más hondo.
Pulsando mi espíritu desde adentro ensanchó mis carnes y estalló descargando su lava a borbotones. Estertor tras estertor fue llenándome.
“Como yo de tí”, pensé en el momento justo en que una oleada, nacida en el centro de mi cuerpo, explotó mi tensión en contorsiones sucesivas.
Tras los cimbronazos descargó su cuerpo en mi espalda. Su respiración cálida se normalizaba calentándome la nuca mientras su virilidad languidecía entre mis piernas hasta que el duro y salvaje guerrero se salió de mi cueva convertido. indefenso y dulce.
Se arregló la ropa sin mirarme y salió del reservado dejándome parada con las piernas abiertas y chorreando esperma.
Un “oh, disculpe” me alertó que no estaba sola.
Las gotas bancas y calientes caían de mi hueco a la taza del inodoro.
Con todo lo buena que soy me senté dejando que sus restos se escurran al infierno.