Una diosa llamada Venus. Capítulo 9
Carlos reflexiona, angustiado, sobre lo que le está ocurriendo.
8.- ANGUSTIA NOCTURNA.
—¿Qué te pasa, pajarito? ¿Acaso tienes frío? —preguntó mientras daba cuenta de su segunda langosta en salsa.
Empecé a murmurar mi explicación. Me encontraba cohibido por la presencia de sus dos sirvientes que, por lo demás, parecían ignorarme por completo.
—Más alto —se relamió—. No te oigo. No te preocupes por ellos —me los señaló vagamente con el dedo—. Tendrás que acostumbrarte a su presencia constante a nuestro alrededor, pero no están para realizar apreciaciones o sugerencia. Como si no estuvieran.
No estarían para eso pero, como seres humanos que son, sabía lo que estarían pensando. Lo mismo que haría yo en su lugar: un jovencito heterosexual desnudo, que creía haber pillado a una mujer estupenda y se encontraba a merced de algo parecido a un transexual millonario con ganas perpetuas de sexo. Y lo peor es que, en el fondo, no había hecho nada en contra de mi voluntad. Respiré profundamente antes de contestar.
—No, Venus, no tengo frío, pero me incomoda estar desnudo aquí, delante de todos. Siempre he sido un poquito reservado con mi cuerpo, ¿sabes? Y no es porque no sea un musculitos —en realidad era más bien delgado. Muy delgado—. Es que creo que hay cosas que es mejor guardarlas para la intimidad.
Volvió a reír, como siempre que le contaba alguna cosa que a mí me parecía muy lógica, pero que no entraba en sus extraños planes.
—Pero criatura… La mayor parte del tiempo a partir de ahora vas a estar desnudo o con ropas que seguro que no te van a gustar… al menos —hizo una pausa— hasta que no cambie tu forma de pensar, que ten por seguro que cambiará. Tu intimidad ya no es un asunto tuyo, sino mío. ¿Sabes lo que me apetecería ahora? Que te metieras debajo de la mesa y volvieras a comerme la polla.
Lo comentó naturalmente, como quien dice “por favor, pásame la sal”. Consiguió que me pusiera instantáneamente rojo como un tomate y, efectivamente, con ganas de esconderme debajo de la mesa. O mejor, encerrarme en el dormitorio. O todavía mejor, bajarme del avión en marcha.
—Pero lamentablemente, por muchas comodidades que tenga mi reactor no tiene suficiente espacio aquí debajo para que encajes bien… lo podremos hacer luego tranquilamente, ¿verdad? Después de todo, ya empiezas a saber lo que me gusta. Vamos, aún te falta mucho, seguro que tú lo sabes también, pero me has sabido dar placer mejor que casi cualquier otro. ¡Si es que por eso te quiero tanto, pajarito!
Los camareros continuaron impertérritos, pero yo me encontraba tan mal como alguien puede encontrarse. Encima, lo peor de todo es que mi pene, que se había logrado relajar antes mientras mi esposa comía, volvía a ponerse duro como una piedra ante la posibilidad de volver a lograr que ella disfrutase. Ya que yo seguía tan insatisfecho, al menos deseaba satisfacerla a ella. Quizá entonces me permitiera algo más. Hacía ya tanto que no sentía la explosión del orgasmo masculino…
Ella observó la reacción de mi cuerpo, que intenté disimular con mis manos
—No. No te tapes —comentó, divertida una vez más—. Me gusta saber que te excito. Seguro que estás deseando volver a chupármela, ¿eh? ¿A que sí? Venga, tonto…
Asentí en silencio. No era algo que desease admitir.
—¡Pues estupendo! —Volvamos a la cama. La noche es joven…
Había dado cuenta de tantas viandas que parecía inverosímil. Venus era alta, pero no tenía ni un átomo de grasa fuera de sitio en su cuerpo. Era todo músculos, fina piel, y curvas femeninas. Vale, quizá sus tetazas fueran acumulaciones adiposas, y quizá algo en su culo, pero eso no justificaba el pantagruélico festín que acababa de contemplar. Ni siquiera tuvo la decencia de invitarme hasta que acabó su segundo pastel de chocolate.
Nada más cerrar la puerta, dejó caer su bata con un gesto casual. Su hermosa desnudez y su gigantesca polla volvieron a quedar al descubierto.
—¿Te apetece comer algo? —ella le daba los últimos bocados a un bollo de miel.
Yo, realmente, no sentía apetito, pero la gula me hacía desear aunque fuera un mordisquito de algo dulce.
—Sí. Por favor…
—¡Perfecto! —Se entusiasmó, acabando el postre en dos bocados— Ven aquí…
Un segundo más tarde estaba de nuevo de rodillas, entre sus piernas, mientras usaba mi cabeza como un coño cualquiera, para follarme.
—Así me gusta… Qué bien lo haces, perraco —gemía, entusiasmada—. Antes o después vas a tener que aceptar mi rabo hasta los más profundo de tu garganta, hazte a la idea. Oh sí… ¡Oh, sí! Pero no será hoy. Hoy te estoy tratando bien, pajarito. Delicado. Después de todo, es nuestra noche de bodas.
Yo me sentía humillado. No estaba seguro, pero me temía que lo de invitarme a su pastel había sido una cruel broma para acabar haciendo por tercera vez lo que más le gustaba a ella: llenarme el estómago de semen, algo que hizo en menos de quince minutos. Yo estaba tan saturado que sentí incluso arcadas ante la descomunal cantidad de semen que eyaculó. Parte llegó a salirme por la nariz ya que ella, que sujetaba mi cráneo desde el principio de la mamada, no me permitió que me retirase mientras chorro tras chorro rellenaban mis cavidades.
—Muy mal, muy mal —me reprendió, con el mismo gesto entre enfadado y divertido con el que se reprende a un niño—. No puedes desperdiciar nada de lo que te doy. Deberías agradecérmelo, pajarito. Es tu alimento.
Mientras, de nuevo, recogió con sus dedos hasta el último cuajarón que había salido de mis fosas nasales y me forzó a comerlo, con firmeza pero sin retirar la sonrisa de su boca perfecta.
—Y ahora, pequeñuelo, a dormir.
Me depositó en su cama. Ella se echó detrás de mí, abrazándome por la espalda. Nos tapamos con la tenue sábana de seda. Yo temía que fuéramos a tener frío, pero la verdad es que, mientras no me separase, la sensación térmica era agradable. Y no era lo más seductor de todo. Su cálida y delicada piel sobre la mía, sus pezones clavándose con fuerza en mi espalda y su perfumado aliento en mi nuca me excitaban sobremanera. Tenía la polla tan dura que necesitaba, como fuera, obtener algún placer. Pero también sentía su gigantesco miembro rozando mis nalgas y eso me desesperaba. Quería apartar de mí su contacto, pero era inútil. Venus estaba dormida y un movimiento brusco podría despertarla.
Yo era incapaz de dormir. Demasiadas novedades, demasiado rápido. En poquísimas horas, mi vida había dado un giro radical. Por la tarde, era un joven heterosexual que se casaba con una mujer guapa, inteligente y millonaria, dulce (aunque estricta) y que me amaba. En menos de tres horas, le había comido la polla tres veces a una especie de transexual (porque no sabía qué era en realidad), me había metido dos dedos en el culo, consiguiendo que eyaculara sin sentir un orgasmo y me había garantizado que su rabo me taladraría el ano y la garganta. Ahora, sumiso, estaba acostado a su lado sin osar moverme. Encima, ella me lo había avisado varias veces. Y lo que es peor todavía: era de por vida. No tenía escapatoria (aunque no estaba muy seguro de desearla): estaba destinado a ser su juguete sexual para siempre. No solo eso, sino que me negaba el placer sexual para siempre. Mi condena era desearlo siempre y no lograrlo nunca.
Tan desnudo, de cuerpo y alma, y tan vulnerable estaba, que me puse a llorar como un chiquillo. Sin moverme apenas, evitando los hipos, pero las lágrimas resbalaban por mis mejillas. Mi rabo seguía duro como una piedra, buscando desesperadamente un alivio al deseo brutal que Venus despertaba en mí.
Ella seguía dormida, en paz absoluta, sin ser consciente de que su marido estaba hecho un mar de dudas y se sentía muy, muy infeliz.