Una diosa llamada Venus. Capítulo 6
Llega el momento en que Venus y Carlos consumen su matrimonio. ¿Se parecerá en algo a lo que él espera?
6.- NOCHE DE BODAS.
Nos esperaba una limusina en el patio de los juzgados.
—No te preocupes de nada —me dijo, con una sonrisa heladora—. Todo el equipaje que necesitas ya está preparado en el avión. Despídete de tus padres.
Con ellos fue encantadora. Los cogió de las manos y se les habló como la nuera perfecta. Se quedaron un poco tristes pero ¿quién no lo está cuando un hijo se marcha para mucho tiempo, tal vez para siempre?
Así, vestidos aún tal cual nos habíamos casado, partimos rumbo al aeropuerto con un silencioso chófer, tan esquivo como los dos testigos que habían firmado en su nombre durante la ceremonia.
—No me habías dicho nada de que partiríamos tan rápido. ¿A dónde vamos?
—Pajarito, pajarito… —dijo, ignorando mi pregunta—, ¿alguna vez te han dicho que has nacido para esclavo? Tienes una adorable tendencia sumisa. Seguramente ni lo sabías. Tan solo he tenido que saber extraerla de ti aunque, sinceramente, ha sido fácil.
—Venus, no sé de qué hablas…
—Tampoco te hace falta. Tú has jurado ya tus votos. Eso significa que ya eres mío para siempre, ¿no estás contento?
Lo habitual sería que hubiera añadido “como yo soy tuya”, pero de eso no hubo ni una palabra.
—Tengo… tengo un poco de miedo —reconocí, sinceramente—. Todo es tan precipitado… y tú eres tan… dominante.
Rió como solía, con ganas, con su voz grave y femenina al mismo tiempo.
—Yo soy lo que soy y tú me complementas. Cierto que soy dominante. No lo sabes aún bien, pero eso no ha parecido importarte hasta ahora.
Después susurró en mi oído:
—Y no sabes las ganas que tengo de disfrutar de ti, de tu sexo. Mejor dicho, de mi sexo en ti. Como debe de ser.
Su aliento me provocó escalofríos por todo el cuerpo. Noté mis tetillas duras contra el tejido de la camisa negra.
—Tranquilo, tranquilo… —siguió, con su mano por primera vez en su entrepierna desde que yo la conocía, frotándose las bragas arriba y abajo—. Pronto vas a ser mío. No te pongas nervioso.
Casi por casualidad, rozó mi pantalón. Mi verga se puso instantáneamente dura.
Su aparato era un reactor ejecutivo con toda clase de lujos en su interior. Pasamos la seguridad a través de la entrada VIP del aeropuerto sin ninguna interrupción. Los detectores de metales no sonaron a pesar de sus piercings y pendientes. Yo, francamente, me sentí un poquito tonto vestido de esa manera. Incluso juraría que los vigilantes de seguridad se rieron de mí.
—¿El avión es tuyo? —Me maravillé.
—Claro que sí, pajarito. Cuando te digo que soy una persona con recursos es que lo soy.
Quince minutos más tarde, estábamos volando. Yo estaba muy quieto, en un asiento repujado de cuero, entre maderas nobles en la mesa y las paredes. No sabía si debía o podía hacer algo más. Me cogió de la mano y me hizo levantarme.
—Es la hora, pequeño. Ven conmigo.
Me dejé llevar dócilmente. El corazón me latía a más de ciento ochenta pulsaciones. Por fin iba a llegar el momento que tanto había deseado desde el día en que la conocí en aquel bar a finales de verano.
Una puerta en la parte posterior daba paso a un dormitorio con una cama redonda de dimensiones generosas para la anchura del fuselaje. Sábanas de seda rosa la cubrían. Me lanzó allí, donde, después de rebotar, quedé sentado, mirándola. Tras cerrar con llave, se acercó a mí, cimbreando sus caderas, con una mirada que no le había conocido hasta entonces. Agresiva, peligrosa. Dominante. Con un solo gesto arrancó sus bragas de encaje, negras, y me las arrojó a la cara, mientras mostraba media sonrisa.
Cuando conseguí quitármelas, algo no encajaba. Estaba tan enamorado que me costó entenderlo. Entre sus piernas, en vez de los labios gorditos que esperaba encontrar, había una polla como la mía. No, como la mía no. Desde que empecé mi romance con Venus, juraría que iba empequeñeciendo. Yo pensaba que, incluso antes de hacer, tenía un aparato similar a la media, que no es decir demasiado. Lo que salía de su cuerpo era… monstruoso. Curiosamente oscura para el resto de su tono de piel, era gruesa, casi como un antebrazo, cruzada de venas azules de buen tamaño. Su longitud era extraordinaria. No diría que hasta medio muslo, pero poco le debía faltar. Su glande, al contrario que el mío que era un champiñoncito rosa, era marrón y casi plano por arriba, bastante más grande que el cuerpo del pene. Un auténtico gigante que no logro entender cómo lograba esconderlo en sus ceñidos atuendos femeninos.
—Pero, pero… —balbuceé— ¿Eres… eres un hombre?
—¿Te parezco un hombre? —Respondió, malhumorada—. ¿Esta es la piel de un hombre? —Explicó, pasando su suavidad por mi cara— ¿Las manos de un hombre? ¿Tengo algo masculino en mi rostro? Dime, Carlos —gritó, por primera vez desde que la conocía— ¡En qué cojones te basas para decir que soy un hombre!
Con los brazos en jarras, su vestido de boda arremangado y ese obsceno pene duro saliendo de su cuerpo más de veinticinco centímetros, no sabía qué podía responder. Sin duda ella esperaba que me quedase tan mudo como me quedé.
—Te avisé, ¿recuerdas? Te lo dije muchas veces. Ahora eres mío para siempre… y tendrás que hacer las cosas a mi manera.
—Pero… ¡No soy gay!
Me abofeteó. No lo suficientemente fuerte para lesionarme, pero sí para imponerse.
—¡Me ofendes, pajarito! ¡Soy una mujer! ¿Es que no lo ves?
Se sentó en la cama, a mi lado, con el rabo enhiesto, mirando directamente hacia arriba. Me acarició el pelo, con cariño, con una ternura que no esperaba. Yo tenía mis ojos fijos en su rostro de piel inmaculada, sin un vello fuera de sitio, con sus cejas finas, femeninas, arqueadas. Ese cabello negro y fuerte que por primera vez llevaba suelto, en vez de su sempiterna coleta. Esos pechos descomunales, naturales. Todo era de mujer, entonces ¿sus genitales? ¿Por qué?
—Podría obligarte, ¿sabes? Legalmente eres mío, ya lo sabes… pero no es eso lo que quiero. Quiero que lo desees. Quiero que lo hagas por propia voluntad. Pajarito… ¿Tú me quieres?
Volví mi vista a sus ojos negros y penetrantes.
—Yo… Claro que te quiero. Es que… esto no me lo esperaba, ¿sabes? Yo tenía muchas ideas… muchos sueños…
—Piensa, pequeño… ¿Te parecería apropiado deslizar tu cosita dentro de mí?
Negué con la cabeza. Fue una respuesta impulsiva, que salió, sin pensar, desde muy dentro de mí.
—¿Lo ves? —Continuó—. Las cosas son como deben ser. ¿No lo ves?
De alguna forma retorcida, todo parecía tener sentido. ¿Por qué entonces algo dentro de mí seguía gritando que estaba fuera de lugar?
—Entonces… ¿qué eres, Venus?
—Soy tu esposa, pajarito. ¿No es obvio?
—No es eso lo que pregunto. Perdona por repetir la pregunta.
—Bueno, bueno… —condescendió, dándome un suave toque en la nariz con su dedo—. Hoy es nuestra noche de bodas y se permiten muchas cosas—. Con el tiempo, ya sabrás lo que soy. Eso no te debe preocupar ahora.
—Entonces… ¿Cómo debemos consumar? —pregunté, temiendo la respuesta.
—Podrías empezar por besar mi juguete, ¿no crees?
Lo miré. Grueso, desafiante. Seguía pareciendo fuera de lugar.
—No estoy seguro…
—No te va a hacer daño. Piensa que viene a ser como uno de mis besos, pero un poco más largo.
—¿Un poco? —gemí.
—Vamos. Inténtalo.
Suspiré y me incliné hacia ella. Jamás había visto un rabo tan cerca en mi vida. Ni lo había olido. Como era de esperar, tampoco tenía un solo pelito. Estaba bien depilado, como los dos huevos como pelotas de ping-pong que completaban el conjunto. Sin saber muy bien cómo proceder, abrí mi boca y la acerqué a su peculiar glande plano.
—¡Cuidado con los dientes! —Me avisó con voz suave y cariñosa.
El glande estaba curiosamente caliente y era a la vez duro y esponjoso. Si apretaba los labios sobre él, podía notar cómo la sangre circulaba dentro y fuera.
—Oh, pajarito. Así… Muy bien. Sigue. Un poco más…
Yo, como hombre, había visto mucha pornografía y había estado con un par de mujeres, aunque ambas eran un tanto reacias a chupármela, por lo que sabía más o menos lo que se esperaba de mí. Eran tan solo… que seguía sintiendo que los papeles estaban invertidos. Entones ¿Por qué me sentía tan excitado? Mi propio rabo amenazaba con romper los pantalones.
La polla de Venus era tan gruesa que resultaba difícil introducírmela sin morderla. Aquella primera vez estoy seguro que alguna vez debí rozarla con mi dentadura, pero no dijo nada.
El tronco era diferente al capullo. Notaba sus venas con la lengua y su dureza era mucho mayor, sin la sensación esponjosa.
—Eso es… ahora empieza a subir y a bajar. Despacio… siéntela.
La obedecí. Poco a poco mis labios iban recorriendo el trozo de verga que entraba en mi boca (su glande y dos o tres centímetros más). Notaba cómo pulsaba. Como estaba llena de deseo. Todas esas ganas contenidas todo ese tiempo de abstinencia. Jugaba con mi lengua, golpeando la herramienta, mientras apretaba los labios tanto como podía.
—Hummm… ¿Estás seguro de que nunca has hecho esto? Pareces nacido para ello. ¡Oh, Dios, qué bien lo haces! Así… introduce un poco más en tu boca…
Eso era más fácil de decir que de hacer. Notaba como su miembro se apretaba contra mis carrillos, como me llenaba toda la cavidad… Ni de lejos se acercaba a la campanilla: simplemente era demasiado grande para mi virginal boca. Yo seguía inclinado desde su lado y la postura no era la más cómoda, pero era incapaz de hacer nada que no me mandase mi diosa.
Como notó que no introducía tanto rabo como ella deseaba, empujó mi cabeza hacia abajo. No pude resistir su fuerza, pero ella, consciente de mi inexperiencia, se conformó con lograr esos dos o tres centímetros. Luego, con firmeza pero sin empujar, empezó a guiar mi mamada mientras me acariciaba el pelo.
—Así, pichoncito… así, ve chupando… adentro y afuera… adentro y afuera… Me gusta el ritmo que llevas…
Las mandíbulas empezaron a dolerme por el esfuerzo. Llevaba diez minutos mamándole la verga, pero me parecían diez horas. El cansancio se convirtió en dolor y hubo un momento en que no pude más y la presión de mis labios, que tengo le gustaba, disminuyó.
—No… no aflojes… ¿Te cansas, pequeño?
Intente asentir, lo que, con un rabo tan grande dentro de mí, era bastante complicado.
—Está bien… está bien… un poco más… Solo un poco más. Aguanta, mi amor.
Sujetó mi cabeza con ambas manos y empezó a follarme la boca. Ya no era una mamada controlada por mí. No era una entrega de mí hacia ella: era el uso de mi cráneo a su gusto. Se oían ruiditos de sorber cada vez que no podía mantener el rabo bien entre mis labios. El ritmo iba subiendo cada vez más y pronto, Venus no pudo hablar más y se limitó a jadear, cada vez más fuerte. El glande creció incluso más, amenazando con llenarme del todo. Ni una sola vez los empujones me llegaron a la garganta. Se estaba controlando. Siendo amable y gentil.
—Oh, dioses… noto que me voy a correr. Oh sí… ¡¡No se te ocurra desperdiciar ninguna gota!! ¡Ni una, o te arrepentirás!
Pero…¿pretendía que me lo tragase? ¿De verdad? No tuve tiempo de pensarlo más. De repente, se puso más tensa aún, su polla engordó tanto que temí no poder sacarla de mí y, chorro tras chorro, empezó a vaciarse. Yo tragaba tan rápido como podía, pero esa fuente parecía no tener fin. Probablemente eyaculó un cuarto de litro o tal vez más. Sabía ácido, se pegaba a la garganta, a mi boca… a todas partes y me hacía sentir muy utilizado, pero también muy suyo.
Cuando por fin terminó, mientras yo hacía esfuerzos para tragar la última gota, sacó su rabo de mi cavidad. Me miró y sonrió. Empujó con sus dedos algún grumo que había escapado a mi lengua e hizo que también me lo comiera.
—Todo dentro —explicó—. Como debe de ser.
Si hubiera podido estar más excitado, mi polla habría estallado.
—No, no —me rechazó, cuando intenté besarla—. ¿Con una polla recién comida? ¡Ni se te ocurra acercarme la boca! Ahora es el momento de ocuparnos un poco de ti ¿no crees?
De nuevo se me aceleró el corazón. ¿Por fin me iba a proporcionar un muy necesario orgasmo?