Una Diosa llamada Venus. Capítulo 3

Aunque sigan sin tener sexo, Carlos y Venus cada vez están más unidos. Se avecina un gran cambio en sus vidas.

3.- PROPUESTA DE MATRIMONIO.

Habían pasado seis meses y un duro invierno en que había estado junto a ella todos los momentos en que no trabajaba o dormía. Había hecho muchas, muchas cosas. Algunas ni siquiera sospechaba que existieran ni que se pudieran hacer sin salir de la ciudad. Muchas cosas, salvo sexo, a pesar de que me masturbaba cada día, incluso varias veces. Nadie me había excitado jamás tanto. Nuestro contacto físico se había reducido a besos, caricias en la cara o en los hombros, los masajes que yo le daba a ella y alguna vez que frotaba mis brazos cuando me veía castañetear de un frío que a ella no parecía afectarle. Tenía detalles conmigo. Ella cariñosa y buena. Al menos, lo era siempre que le hiciera caso. Al pie de la letra.

Fue entrada la primavera cuando aceptó por primera vez subir a mi casa… pero no fue para tener un tórrido revolcón, sino para conocer a mis padres. Aquel día iba vestida de una manera tan discreta como lo justamente informal para no resultar discordante. Fue la invitada perfecta y, al final, mis dos viejos estaba encantadísimos de haberla conocido.

—Es la chica perfecta —me dijo mi madre, cuando Venus fue al lavabo—. No la dejes escapar, hijo mío.

Al parecer, tenía esa capacidad, casi mágica, de encantar a todos aquellos con quien se propusiera hacerlo.

—Me gustaría pasar un rato con su hijo, si no os importa —pidió, al regresar.

—Por supuesto, hija, por supuesto —aceptó mi padre. Id a hacer vuestras cosas, que sois jóvenes.

Es posible que me guiñara un ojo, pero no quise verlo. No me resultaba cómodo que pensasen que fuésemos a tener sexo estando ellos en la casa. Aunque, desde luego, eso no fuera a pasar.

Venus observó mi habitación con los brazos en jarras. Ese día de abril había elegido unos zapatos con apenas tres centímetros de tacón, lo que la dejaba, por una vez, apenas media cabeza por encima de mí.

—¡Vaya, vaya! Así que… ¿Aquí es dónde pasas tu tiempo?

—La verdad es que no mucho desde que estoy contigo… pero sí. Aquí duermo.

—Y aquí es donde te masturbas cada noche después de que te deje en la puerta. ¿A que sí?

No lo preguntaba: lo estaba afirmando. Como tantas otras cosas de mi vida, parecía adivinarlas con una mirada. Me puse rojo como un tomate, no tanto por el hecho en sí, sino por temer defraudarla. Me daba igual que se enfadase, lo sabría compensar… pero no que me dejase. No sabría cómo continuar.

—Sí. Aquí es —reconocí, con un susurro.

—Y ¿por qué lo haces?

Me removí, incómodo, pasando el peso de un pie al otro. Ella acarició mi cabeza, con infinita ternura. Después me dio un beso en la frente.

—Dímelo, criatura. Conmigo no puedes tener secretos. Yo lo sé. Solo quiero oírtelo decir.

—Porque… porque eres la cosa más excitante, más atractiva, más sensual y que más he amado y amaré nunca.

Rió y juntó sus labios con los míos. Su lengua invadió mi boca una vez más. Yo me dejé hacer. Disfrutaba de entregarle mi cavidad para sus juegos y exploraciones.

—¿Ves como no era tan difícil, amor mío? Si tú quieres, pronto acabará tu abstinencia.

—¿De… de verdad? —Se escapó, desde lo más profundo de mi alma.

—De verdad porque pienso casarme contigo. Naturalmente, si tú quieres, pajarito. ¿Qué dices?

Mi familia nunca ha sido especialmente religiosa. Yo estaba convencido, hasta ese momento, de que el matrimonio era una institución caduca, cosa del pasado, y que nunca iba a verme en tales. Sin embargo, la simple propuesta sirvió para convencerme. Instantáneamente.

—¡Por supuesto que sí! Y no… no te pienses que el por el sexo, Venus. Es por todo. Es por cómo eres. Es por lo que me das. No hay nada que desee más que pasar el resto de mis días junto a ti, mi princesa.

—Me gusta eso de “princesa”, pero soy mucho más que eso para ti. Lo sé. Me alegro mucho de que te guste lo que te ofrezco. Sin embargo, tendrás que escuchar con atención, porque una boda, menos aún conmigo, no es una tontería. Hay muchas condiciones que tendrás que aceptar, libremente.

—Cuéntamelas.

—Por supuesto, tendrás que vivir conmigo. No como todos los matrimonios: “juntos”, sino, como te he dicho, tú conmigo. Eso representa que vivirás en mi casa y yo seré quien tome las decisiones sobre ella, dado que es mía.

—Nada me gustaría más. Además, así tengo que preocuparme de una cosa menos —medio bromeé.

—Mi casa no está aquí. Viajaremos lejos. Tendrás que dejar a tus padres, tu trabajo y todo lo que conoces atrás. Yo te daré una nueva vida, con mi gente y mis cosas. No te faltará nada que necesites

—Si son solo una décima parte de lo encantadora que tú eres, seré feliz.

Me acarició el mentón con una suave sonrisa en su rostro. Como si dijera “si tú supieras…”. No supe interpretarlo.

—Y, por supuesto, tendremos sexo. Tendremos mucho sexo. Más del que puedas desear.

—Eso me extraña…

Sujetó con energía la barbilla que antes rozaba con cariño y me forzó a mirarla a sus ojos oscuros y terribles.

—No me interrumpas, Carlos. Nunca me interrumpas.

Asentí en silencio. De repente, tuve miedo de contrariarla.

—Pero tendremos el sexo a mi forma y a mi modo. Como a mí me guste y buscando lo que yo necesito. ¿De acuerdo?

—Así será —respondí, rápidamente.

Sexo a su manera iba a ser mejor que ningún sexo, ¿no?

—La boda —continuó— será una ceremonia sencilla, civil, sin banquete ni más invitados que los imprescindibles. Yo la organizaré y te diré cuando va a celebrarse

—Otro problema menos para mí, mi amor.

—Haces bien —volvía a sonreír— en aceptar que sea yo quien tome las decisiones. Nada me haría más feliz que te dedicases a satisfacerme, a llenar mis deseos.

—Sabes que he nacido para eso —exageré, embriagado por el amor que me subyugaba.

—Por último, y esto debes reflexionarlo bien, si te casas conmigo ha de ser para siempre. Sin vuelta atrás. No podrás divorciarte, ni separarte, ni nada parecido. Estaremos juntos para siempre. El sitio al que vamos no tolera que las parejas se rompan. Reflexiona bien, porque esto es definitivo.

Remarcó la última palabra sílaba a sílaba.

—Sí quiero, sí quiero y sí quiero. Contigo para siempre —le respondí, sin reflexionar como me había pedido.

Con esas palabras sellé mi destino.