Una diosa llamada Venus. Capítulo 19

"rostros y cuerpos"

19.- ROSTROS Y CUERPOS.

Me había quedado dormido. Con el poco descanso que había tenido por la noche, la quietud y la horizontalidad me habían llevado al reino de Morfeo. La dulce voz de Venus me trajo de nuevo al reino de los vivos.

—¿Cómo te encuentras, Pajarito?

Intenté responderle pero no pude. Seguía inmovilizado y mudo. La máscara permanecía sobre mi rostro. No tenía ni idea de si habían pasado dos horas o dos días. A juzgar por el hambre que empezaba a sentir, probablemente lo segundo. Claro que, desde que había llegado, siempre estaba hambriento. Lo normal si la dieta está compuesta solo por semen, aunque fuera en notables cantidades.

—¿Estás segura de que ya está todo bien? —preguntó a una segunda persona.

—Totalmente. Le hemos dejado incluso un treinta por ciento más de tiempo por seguridad, así que se le puede quitar la máscara en cuando lo desees.

—¿Y podrá moverse?

—Le costará un poco. Efectos de la medicina, nada serio.

Alguien, no sé quién de las dos, puso las manos en la careta y dejó de nuevo mi rostro libre. Aunque luché con todas mis fuerzas, fui incapaz de abrir los ojos. Seguía ciego y atento a todos los sonidos.

—¡Vaya! —se admiró Venus—. Es sorprendente. No es nuevo, porque por algo te contrato a ti para estas cosas, pero aún así: siempre consigues dejarme con la boca abierta. ¡Es una obra de arte! ¿Es así ya para siempre o hace falta algún retoque?

—No, no, para nada. Si estás satisfecha el cien por cien, no hay que tocar nada. La carne ya ha recuperado su consistencia habitual.

Acompañó esas palabras con diferentes toques sobre todo mi rostro, con uno o dos dedos. Después se unió otra mano. Supuse que mi esposa también quería confirmarlo.

—¿Quieres que lo levante ya? —preguntó Beatrix.

—No. Espera. Tengo una idea... ¿Puedes moverlo de manera que su cabeza quede colgando?

—Claro.

Un instante más tarde retiraron la parte de la camilla que sujetaba mi cuello, con lo que la parte posterior de mi cráneo quedó apoyado en mi nuca. Si pudiera mirar, mis ojos apuntarían directamente hacia la pared de enfrente y, si hubiera estado de pie, al techo. Mi frente era en ese momento la parte más baja de mi cuerpo y mi boca la parte más elevada de mi cabeza. Oí ruido de ropa que caía y al instante supe lo que iba a pasar.

—Vamos, Pajarito —susurró Venus en mi oído—, utiliza esa herramienta mágica que tienes en tu boca. ¡Da placer!

Lo habría hecho (como si tuviera alguna elección) de no estar paralizado además de mudo, con lo que tampoco pude explicárselo. No importaba mucho. Separaron manualmente mis labios (el inferior arriba y el superior abajo) y una cosa gruesa, dura y cilíndrica se deslizó entre ellos: una polla, obviamente.

El movimiento de mi lengua se iba recuperando, así que la deslicé por todo el capullo que me penetraba y por el tronco a medida que entraba. A pesar de la postura, que hacía que me latieran las sienes, esa mamada me estaba resultando más sencilla que las habituales. No sentía los labios tan distendidos ni el miedo a rozarla con mis dientes.

—Así es, mi amor. Lo estás haciendo muy bien. Sigue.

El rabo empezaba a entrar y salir de mi orificio oral sin que yo pudiera hacer demasiado por impedirlo o por aumentar el placer. Un cierto hormigueo en los labios me avisó de que, al menos parcialmente, era capaz de usarlos, así que me apliqué también con ellos. Cuanto antes se corriese, antes obtendría mi sustento o, al menos, me dejaría de follar la boca.

La verga cada vez entraba más profundamente en mí hasta, que en un momento dado, los cojones chocaron con mi nariz. Fue solo un instante antes de retirarse en su continuo mete-saca, suficiente para darme cuenta de que algo estaba mal. Muy mal: ni el grosor, ni su longitud... ni la forma del capullo, que era mucho más redondeada, pertenecían a Venus. ¡La mamada la estaba recibiendo alguien distinto!

Intenté protestar. Mis brazos, aún hormigueantes, seguían totalmente paralizados. Mi garganta filtraba el aire, pero no soltaba un solo sonido. Solo el cambio de respiración fue mi queja.

—Así... lo estás haciendo muy bien... muy bien... Sigue.

Venus seguía hablándome. Era ella, no me cabía duda. Su perfume, su presencia, su calor... Pero no su polla. ¿Podría permitir que un desconocido me violara? ¿Lo habría traído ella? Ya era duro chupársela a mi mujer... pero después de todo era de sexo femenino... o lo parecía mucho. Además, la amaba. Comérsela a un hombre... era más de lo que podría tolerar. Más que una humillación, sería la completa destrucción de mi personalidad. Incluso de mis ganas de vivir.

El desconocido empezó a empujar mi campanilla, provocando menos arcadas de las habituales. La parálisis de mi cuerpo seguramente también afectaba al sistema digestivo. En un momento dado, su pubis chocó con mi barbilla y sus cojones reposaron en mi nariz. ¡La polla estaba dentro de mi esófago! Había pasado mi glotis y reposaba en mi garganta. Por supuesto, no podía respirar. Si la situación continuaba, moriría asfixiado. Afortunadamente, la sacó casi hasta el final antes de volver a penetrarme. Aproveché el momento para coger aire. A instante, mi garganta volvía a estar ocupada. La situación se repitió incontables veces, cada vez más rápido, a medida que quien abusaba de mí iba acercándose al orgasmo. Oía unos escasos gruñidos por toda señal de disfrute, agudos, casi femeninos de no ser por la fuerza con la que me estaba follando. Aprendí sobre la marcha a respirar a breves intervalos cada vez que mi faringe estaba libre. Si hubiera vomitado, seguramente me habría ahogado sin remedio.

Tras lo que me pareció una eternidad, con un suspiro, quien me estaba follando se acabó por correr, con su polla hasta el fondo, de manera que sus chorros de lefa cayeron directamente en mi estómago, sin necesidad de saborearlos y sin que supiera si era mucho o poco. En realidad, solo sus suspiros, la manera en que temblaba todo su cuerpo y que su capullo había crecido más, me indicaron que había llegado al final.

Mi follador se retiró, para mi inmenso alivio y, cuando pensaba que todo había acabado, Venus volvió a hablar:

—Has estado fabuloso, amor mío. Ahora me toca a mí, que casi me corro solo viéndote.

Lo que me acababa de pasar no tenía nada de erotizante ni de sensual: más que utilizado me sentía violado. Pero a Venus le había gustado. Tanto, de hecho, que se había excitado, como sentí poco después cuando su polla, esta vez sí, gruesa y gigantesca, entró en mi boca.

La experiencia era totalmente diferente. Lo anterior había sido sencillo, al menos físicamente, ya que no psicológicamente. Lo suyo era mucho más difícil. Me llenaba toda la cavidad, hasta el último rincón. Ni hablar de que pudiera pasar a mi garganta. Solo con chocar con mi campanilla me notaba más que lleno, a reventar. Mis mejillas se hinchaban por el esfuerzo de respirar mientras me follaba el cráneo, porque era mucho más primaria, mucho más animal. No tenía cuidado ni mimo: buscaba su placer, su satisfacción. Yo luchaba por no morderla por accidente, manteniendo mi cabeza colgante tan abierta como me era posible.

—Así... me encanta que seas mi pequeño depósito para el semen. Dioses, Pajarito, qué placer me das. ¡Qué placer!

Me sujetó los laterales de mi testa, como solía hacer para hacer el mete-saca más intenso y rápido, solo que esta vez tenía otra idea. Logró alinear perfectamente todo mi aparato digestivo superior, desde la boca hasta el esófago, de manera que no había ni una curva ni un giro que le impidiera hacer lo que hizo: empujó su rabo hasta la campanilla y, al llegar, en vez de detenerse como solía, con un gemido prolongado, pasó más allá.

Además de no poder respirar, sentí inmediatamente una dilatación y un ardor que no había experimentado hasta entonces. Mi cuello se había hinchado como el de una serpiente. Como la persona que anteriormente me había utilizado, su pubis chocó con mi mentón y sus huevos, más grandes, acabaron a la altura de mis ojos.

—¡Oh sí! —gemía— ¡Lo has logrado, Pajarito! ¡Lo has hecho! Tendrás que acostumbrarte a ello, ¡vaya si te acostumbrarás! ¡A tragar mi polla hasta el fondo! ¿A que nunca habías tenido un rabo tan dentro de ti?

Por supuesto que no lo había tenido. Yo estaba enrojeciendo por la falta de oxígeno, pero a ella parecía no importarle. Afortunadamente, como el anterior, no se quedó mucho rato ahí: manteniéndome alineado, la sacó y la metió repetidamente.

Las primeras veces me resultaba igualmente doloroso y en ningún momento cedieron las molestias que en otras condiciones, con mi cuerpo despierto, hubieran sido horribles náuseas. Poco a poco, mi esófago fue acostumbrándose a alojar al descomunal intruso.

—Es genial, Pajarito, es genial... Me das un placer enorme, descomunal. Me encanta cómo tu estrecha garganta ciñe mi cipote. ¡Oh, sí! Es mucho mejor que cuando lo haces con la boca. ¡Dioses, cuántas veces me vas a comer la polla en tu puta vida! ¡Más vale que te vaya gustando, porque no vas a hacer otra cosa!

Como siempre, al aproximarse al orgasmo sus frases pasaban a tener un tono más agresivo que no sabía si interpretar literalmente o tan solo como una expresión de su placer. En ese momento, de todas formas, bastante tenía con respirar y no asfixiarme como para tener en cuenta detallitos del futuro que quizá no ocurrieran.

Mi cosita, sin embargo, debía pensar con criterios propios porque, de alguna manera, mientras yo sufría la brutal penetración de mi esposa, que utilizaba todo mi tracto digestivo superior para su placer, había intentado ponerse dura dentro de su apretada celda, sin éxito, claro. El gusto que estaba dando me estaba vedado a mí.

Finalmente, estampó de nuevo sus huevos en mis ojos y, con el capullo tan profundo como podía llegar, se corrió, lanzándome chorros y chorros que, como en el caso anterior, cayeron directamente en mi estómago, solo que en este caso sí que noté que la cantidad era relevante: me sentí lleno.

Extrajo su rabo con un sonoro "pop" y se sentó en la camilla, poniendo su rotundo culo junto a mi cara.

—No te preocupes, Pajarito —jadeaba, aún bajo los efectos del placer— que esto no pasará habitualmente: el sabor de mi lefa te acompañará cuando hagas que me corra. Si lo hago como hoy, en tu interior, ya te dejaré que me la dejes limpia y reluciente a lengüetazos. ¡Ahora ya siendo ya tiempo de que recuperes tu movilidad!

Por lo menos, mi hambre se había saciado. Venus estaba equivocada: no tener que aguantar su leche agarrada a mi garganta era una bendición, no un castigo. Una garganta que, por lo demás, estaba dolorida, no sabía si por lo que había entrado en ella o por lo que me había hecho Beatrix.

El hormigueo sobre todo mi cuerpo iba aumentando paulatinamente. Recuperé lo primero el uso de mis brazos. Tras un rato aumentó la fuerza en mi cuello y pude dejar de tener la cabeza colgando hacia atrás, para mi gran alivio. Mis párpados se despegaron por fin. Aparte de la espalda de mi esposa, que me tapaba parte de mi ángulo de visión a la derecha, todo lo que veía era el foco de quirófano que había sobre la camilla, afortunadamente apagado, por lo que no me deslumbré. Intenté hablar, pero no logré más allá de un suave balbuceo ininteligible.

—No intentes hablar —apuntó la relativamente lejana voz de la escultora de personas—. Espera a que todo tu cuerpo se despierte.

—Hazle caso, Pajarito —intervino mi amada—. Sabe de lo que habla.

Me acarició la cara con una suavidad y una ternura infinitas, algo que parecía incompatible con cómo me había follado la boca apenas unos minutos antes. Me giré para verla. Había vuelto su rostro hacia mí y tenía un gesto dulce, algo que pocas veces mostraba. Cuando se puso en pie, su gigantesco badajo, que seguía libre, osciló amenazadoramente cerca de mí. Aún sin erección daba miedo.

Fue ella misma la que sujetó mi cuello y me ayudó a incorporarme hasta que quedé sentado, con la trenza anal colgando sobre el agujero de la camilla. Me sentía extraño. Me palpé el rostro, buscando algo diferente. No noté nada. Supongo que los ciegos tienen sus sentidos más desarrollados.

—Ahora te verás en el espejo, tranquilo —me dijo Venus, dándome un suave masaje en los hombros—. Lo primero es que procures no marearte. Has estado tumbado mucho rato y el corsé ya no te permitirá respirar tan hondo como antaño.

—No estoy mareado —le contesté.

Mi voz era extraña, casi alienígena. Sonaba como la de un adolescente o la de una chica que intentase poner voz masculina. De nuevo me entró pánico.

—¿Qué... qué me habéis hecho? —intenté chillar, pero todo lo que salió fue un gallo y luego un agudo dolor en las cuerdas vocales.

—Ya no puedes gritar —me explicó mi esposa, condescendiente, dándome de paso un beso en la nuca—. No me ha gustado lo de esta mañana en la ducha, así que aprovechando que tenías que venir a ver a Beatrix de todas formas, le he dado instrucciones también en ese sentido.

—Es horrible —me lamenté con mi nuevo tono, tan monocorde que no transmitía emoción alguna.

—Te acostumbrarás, mi amor. Ahora mismo me siento tan unida a ti, te amo tanto, que te daría un beso en la boca... pero el caso es que acabas de comerte dos pollas... así que lo sustituiremos por una lamida de polla. Ven aquí...

Me ayudó a bajar del artilugio sin dejarme el culo en el proceso. Yo estaba tan atontado por el cambio de voz que me dejé arrodillar dócilmente y le di un beso en el capullo, grueso y plano.

—Así... Pasa la lengua por el tronco... No, no te lances a chupar. ¡No quiero otra mamada! ¡Es solo un beso!

Al mismo tiempo, me acariciaba y alborotaba el pelo. Por detrás, más despatarrada que sentada en la mesa, estaba la escultora. Sonreía. Había algo extraño que no llegué a interiorizar en ese momento.

—Me gusta veros tan unidos —comentó, como si fuéramos una pareja normal paseando de la mano—. ¡Sois unos tortolitos estupendos!

No podía hablar en serio: yo arrodillado, lamiendo un gigantesco rabo, con un corsé que apenas me dejaba respirar, la garganta dolorida por haber acomodado dos vergas, con una voz diferente y Dios sabría qué habrían hecho con mi cara. La miré un instante: su rostro no tenía señal alguna de burla o mentira. Venus cogió mi barbilla para que mis ojos volvieran a los suyos, a sus ascuas ardientes que me dominaban desde arriba.

—Ya está bien, Pajarito. Ya me doy por suficientemente besada. Ahora ven conmigo.

Me puso de nuevo en pie. Donde había estado mi cabeza había cabello en el suelo. Mi cabello, a juzgar por su longitud y color. ¿Me lo habían cortado o era algo peor? Las piernas a duras penas me sostenían.

Beatrix entró de nuevo en mi campo de visión y entendí lo que estaba mal: su ropa. Mejor dicho, la ausencia de ella. La blusa roja estaba en el suelo, arrugada. La mujer estaba desnuda. Sus pechos, con grandes pezones rosados que ocupaban más de un tercio de la superficie, firmes y puntiagudos, se movían suavemente con cada inspiración. Era hermosa. No como Venus, claro, era más mundana, más terrenal... pero había algo que compartían: entre sus piernas también había un rabo, en su caso oscuro, circuncidado y en reposo. ¿Es que nada ni nadie es lo que parecía ser en esa isla extraña fuera de los mapas? Así que, por su rubor, su desnudez y las gotas que se escurrían de su pene, era ella la que me había follado la boca hasta los huevos, animada y apoyada por mi mujer.

Temblando, finalmente me encontré cara a cara con mi reflejo. Lo que el espejo me devolvía no era yo. Era algo que se movía cuando yo lo hacía, pero desde luego no mi rostro. En primer lugar, el pelo estaba mucho más corto y alborotado, como lo lucen algunas lesbianas. Mis ojos eran más redondos, casi con un rictus perpetuo de sorpresa. Las cejas, en cambio, eran más finas sin caer en excesos) y casi rectas. Mi nariz había menguado: ahora se mostraba diminuta y recta, nada que ver con mi tocha parcialmente aquilina. El aro, por tanto, tan grueso y grande, aún destacaba más, reforzando el aspecto bovino del conjunto. Los pómulos eran más altos, más marcados, casi altivos, y la barbilla, el óvalo facial, más suave, más redondeado, indudablemente femenino.

El cambio más drástico estaba en mi boca. De siempre había sido grande con labios finos. Ahora esa segunda parte había cambiado: no llegaban a ser dos salchichas o un pico de pato. De hecho, no llegaban a estar fuera de lugar como los de aquella modelo llamada Esther Cañadas... pero eran un cambio dramático respecto a lo que conocía. Pasé la lengua por ellos. Se notaban naturales, carnosos y suaves y me daban un perpetuo rictus de fastidio, como de niño que pone morritos lo que, sumado a mis ojos asombrados me hacía no entender mi propia gesticulación.

En conjunto, lo que devolvía el espejo no era la imagen de un hombre, pero tampoco de una mujer. Era algo entre medias, con más de lo último que de lo primero. Como la escultora me había dicho, nadie me reconocería: ese no era mi rostro y la figura de reloj de arena tampoco era mi cuerpo. Tan solo mi falta de tetas y mi culo, pequeño, me daban aún rasgos masculinos. Cualquiera que me viera podría pensar que era una mujer que no se había desarrollado o un hombre tremendamente afeminado. Nada que ver con lo que era antes de tumbarme en esa camilla maldita.

—Que... ¡qué me habéis hecho! —gemí, con mi nueva voz.

—Adaptarte a lo que has de ser, Pajarito —me explicó Venus—. Ahora no te sentirás tan mal cuando tengas que comerme la polla o te folle el culo delante del personal del palacio o visitas—solo pensar en que su rabo del tamaño de un antebrazo tenía que entrar en mi ano me hizo tragar saliva—. Fíjate en cómo eres. ¿Crees que estás destinado a follar o a ser follado? ¡Responde! —exclamó, al ver que permanecía callado.

—No... no lo sé... yo... te amo, pero...

—Te he hecho una pregunta clara. Espero una respuesta igual de clara.

—Pero mi amor...

Me cogió de nuevo por la barbilla para clavar sus ojos en los míos, pero ya no era un gesto amable. Me hacía daño.

—Pajarito ¿es tu destino follar o ser follado?

No pude aguantar su mirada, su fuego, su fuerza interior.

—Para ser follado. Por ti —me atreví a añadir.

—No, Pajarito. Para ser follado sí, pero no solo por mí, sino por quien yo diga cuando yo lo diga. Como aquí la señorita —indicó a Beatrix, que inclinó la cabeza en señal de aquiescencia—. Jamás volverás a penetrar nada —cogió la jaula que encerraba mi cosita y la apretó; no sentí nada—, ni volverás a correrte. Nunca, en tu puta vida. Eres una criatura creada por y para mi placer. No hay muchos así en todo el mundo, ¿sabes? Por eso, cuando te vi aquella noche en tu ciudad, supe que debías ser mío.

—Venus, yo pensaba que me amabas...

Rió abiertamente antes de continuar.

—¡Por supuesto que te amo, Pajarito! ¿No crees que todo esto es una señal de mi amor por ti? ¿Qué es el amor? ¿No es el conjunto de razones por el que sientes que una persona ha de estar a tu lado y por la que harías cualquier cosa para que fuera feliz? Claro que tú igual no lo sabes aún, pero a mi lado serás feliz. Estabas destinado a esto desde que naciste. Es algo parecido a las reencarnaciones del Dalai Lama, que los monjes tibetanos buscan por todo el mundo: alguien nace en el mundo para mí y ese has sido tú. ¡Pocos honores tan grandes hay!

—¡Pero si ni siquiera mi físico has respetado, Venus! Podrías haber convertido a cualquiera en lo que has hecho de mí.

—No, Pajarito, no podría. ¿Crees que muchos tienen una boca grande como la tuya? La mayoría de personas no pueden encajar mi capullo sin rozarla con los dientes y para mí es muy importante que puedas tragártela hasta los huevos. Sin eso no hay relación. En cuanto al culo... bueno, eso da más de sí en todos. Ya veremos si tú eres de los que les duele o de los que lo encajan bien. De una manera o de otra, te lo voy a romper muchas veces en tu vida.

Contaba todo eso delante de Beatrix, que no se daba por aludida. Se limpió el rabo con papel y volvió a vestirse, como si estuviéramos hablando del tiempo.

—¿Quieres saber por qué te llamé Pajarito?

Asentí con la cabeza.

—Eres menudo y delgado, con culito pequeño y duro y sin mucho músculo en ningún sitio. Hasta yo peso más que tú, además de ser más alta, claro. Eres como un pajarito. Y más que lo vas a ser, dado que el cambio de dieta va a hacer que piernas aún más kilo. No, no te alarmes. No quiero un anoréxico a mi lado... tan solo me gusta que seas delgadito, con cintura diminuta y culo y tetas pequeños.

—Pero... pero... —toda mi mente era confusión— ¿soy un hombre o una mujer? ¿Qué soy Venus? ¿Qué soy?

—¡Y qué más da, Pajarito, qué más da!

Se fue de la habitación, después de depositarme un beso en la frente. Me quedé junto a Beatrix. La miré y, de pronto, me eché a llorar, inconsolablemente.