Una diosa llamada Venus. Capítulo 18

"Arcilla y plastilina"

18.- ARCILLA Y PLASTILINA

Coletas salió, pero no estuve solo mucho rato. Al poco llegó Kwanza, con su carencia de pelo en todo el cuerpo, sus tetas marcadas bajo la camisola blanca, su gruesa trenza anal negra azabache (aunque parecía un simple adorno ante lo de la recién marchada rubia) y su cara de pocos amigos habitual. Me recorrió con la vista de arriba a abajo y pareció complacida ante lo apretado que parecía mi corsé debajo de la camisa.

—Hoy tienes mucho que hacer, Pajarito, así que será mejor que nos pongamos en marcha. Veo que ya has "desayunado". Mejor. No me gustaría que desfallecieras.

Esas palabras las acompañó de una mirada que no esperaba. No era desdén, no era superioridad; era... ¿envidia? No lo entendía. ¿Podría desear estar arrodillada, comiendo polla sin tener derecho a correrse en vez de, simplemente, tener su propia vida? Incluso no tener sexo era mejor que vivir continuamente excitado por hacérselo a otros, sin tener ese continuo recordatorio de lo que das y no tienes.

—Ponte esto —me ordenó, sin explicarme por qué ni de dónde provenía... ni siquiera qué era.

En su mano había una pieza de tela larga, de unos tres dedos de grosor. En principio pensé que era algo parecido al cubre pezones que llevaba Coletas, pero aquel era de tela ligera y suave, casi transparente incluso sin mojarse y se anudaba a la espalda. Éste era de cuero y tenía hebillas.

—¿A qué esperas? —se impacientó—. ¿Es que no tenéis cinturones en tu país?

Un cinturón, claro; el más cortito que había visto en mi vida, por otro lado. Algunos de los esclavos que tenían pechos lucían algo parecido para lograr que se apreciaran, dado lo holgado de la blusa blanca y lo pequeños que solían ser: en todos los dominios de mi esposa, sus tetas eran las más grandes... y por una diferencia más que notable respecto a cualquier otra.

No obstante, yo no tenía busto. ¿Para qué, entonces, apretarme la cintura? A duras penas daba de sí lo suficiente para abarcar mi talle en su parte más estrecha. De no haber llevado puerto el corsé, jamás habría sido capaz de abrocharlo. Entonces se me encendió la bombillita: yo no iba a lucir mis ausentes pechos, sino mi cintura de avispa, destinada a serlo más. Para ratificar mi descubrimiento, Kwanza volvió a hablar:

—Ahora lo tienes en el último de los agujeritos. Fíjate qué mal queda, casi tapado por la hebilla. Tu objetivo ha de ser llegar al primero. Entonces te quedará bien y habrás llegado a lo que se espera de ti.

La miré con ojos de cordero degollado. Así, pues, quizá los demás tampoco querían lucir sus curvas, sino que eran obligados a ello, como yo. Claro que, por ejemplo, mi negra interlocutora no tenía nada que la ciñera y Coletas parecía entusiasmada con sus botas de tortura y la brutal destrucción de su ano. Todo era demasiado complejo aún y yo no era más que un extranjero recién llegado a otra cultura en la que tendría que vivir mucho tiempo, quisiera o no. Lo mejor sería que siguiese aprendiendo.

Caminar se convertía en algo incómodo. El nuevo juguete anal era más profundo además de más ancho y lo notaba hurgar dentro de mí a cada paso. El corsé, por su parte, no me permitía mucho ejercicio sin asfixiarme. Tampoco podía hablar muy alto: simplemente, mis constreñidos pulmones no respondían a más de una tercera parte de su capacidad habitual.

Bajamos de la planta noble al piso inferior, el de recargado estilo Rococó. Mi guía iba un paso por delante de mí, fastidiada por mi incapacidad de seguirle el ritmo.

—Hoy iremos en primer lugar a ver a Beatrix. Seguramente se pase contigo bastante tiempo. Después de comer te enseñaremos algunas de tus obligaciones y las instalaciones que aún no has visto. Eso si Venus no te reclama en cualquier momento, claro. Ella tiene prioridad, como es lógico.

Su actitud, distante y un punto hiriente, no invitaba precisamente a la charla cercana. Yo no había hecho nada que la pudiera ofender, por lo que al final me armé de valor y me decidí a preguntarle:

—Kwanza... ¿te he hecho algo?

La mujer se paró en seco, tan bruscamente que casi choco con su poderoso culazo. Se giró hacia mí con los brazos en jarras. Temí haber perseverado en mi desconocido error. Me miró, de arriba a abajo y, de repente, se rió, con la boca muy abierta, enseñando sus dientes grandes y blanquísimos.

—¿Hacerme? ¡Claro que no! —volvió a su rostro serio habitual—. Aquí estamos muchas personas. Cada una venimos de una parte del mundo y a cada una nos han diseñado para ser de una manera. Yo no tengo una naturaleza dicharachera como tu amiga Coletas, por ejemplo (ya sabía que os llevaríais bien desde que te vi la primera vez: sois muy parecidas), ni soy dulce y casi etérea como Yuan. Aunque... si he de sincerarme contigo, hay algo de ti que me saca de quicio.

—¿Qué... qué te he hecho? —me atreví a preguntarle.

—¿Que qué haces? Vamos a ver, Pajarito... tienes el honor indescriptible de darle placer a nuestra ama y señora... nuestra diosa para muchos de nosotros... y aún así parece que te cuesta, incluso que te da asco o reparo. ¡Aquí la mayoría mataríamos por ocupar tu puesto! Todo esto gira por y para ella, a su alrededor y en su nombre. Somos sus más devotos admiradores.

—...Y sus esclavos —puntualicé.

—¡Como si eso importara! Tenemos absolutamente todo lo que deseamos. ¿Qué es, si no, la libertad?

—Venus me explicó lo que había hecho con algunas de vosotras... en general, siempre cambia a las personas para que sean precisamente lo opuesto a lo que eran al llegar aquí.

Kwanza comenzó de nuevo a caminar, más lenta; así pude mantenerme a su lado y continuar la charla.

—Por supuesto. Cuando yo llegué buscaba un trabajo de soldado o guardaespaldas. Sabía que había mucho dinero y, donde hay pasta, hay gente que necesita que la protejan. Entré al servicio de Venus al poco de aterrizar, pero no tenía ni idea de lo que me esperaba. Ella me enseñó a fluir, a ser flexible, a adaptarme... y en ello estoy desde entonces. Más humilde y más feliz. De hecho, si miro hacia atrás, me da vergüenza cómo me comporté en mis primeros treinta años de vida.

Era el primer esclavo que admitía que había sido un hombre... claro que era más una interpretación mía que algo que hubiera afirmado tajantemente.

—Pero... ¿y el sexo? ¿De veras estarías dispuesto —jugué con el masculino a idea— a tener que renunciar a todo tu placer a cambio de que Venus lo tuviera?

Hablar de mis relaciones —mis mamadas, más bien— era humillante. Yo seguía pensando y sintiendo como un varón heterosexual en cuanto reflexionaba un poco, sobre todo si estaba alejado de mi esposa, que ejercía sobre mí una influencia sobrenatural, quizá por su belleza sin par (polla aparte), quizá por sus feromonas o algún otro oscuro secreto. Por un momento incluso pensé que podría molestarle que hablase de mis intimidades, aunque después recordé que Venus no tenía ningún reparo en follarme la boca en cualquier lugar de la casa delante de cualquiera, por lo que poca intimidad había en ello.

—Nada, sigues sin entenderlo... y eso que tú eres su esposo, el mayor honor de los alcanzables por cualquiera de nosotros. De hecho, estás incluso por encima de muchos ciudadanos libres de la isla. No hay mayor honor que recibir la semilla de Ella. Frente a eso ¿qué importa tu mierda de orgasmo? ¡Aquí todos darían un brazo por ello! ¡O los dos! ¡Algunos incluso los han dado por menos!

Se detuvo en el sótano que ya conocía, en una puerta muy alejada del cuarto de la silla metálica en la que me habían depilado para siempre el día anterior.

—Hoy te quedas aquí. Luego vendrán a buscarte. Ya acabaremos nuestra conversación en otro momento, con las demás chicas... si quieres, claro.

Yo no entendía nada y pensaba que jamás lo iba a entender. Por supuesto que lo comentaría luego, a ver si lograba meterles algo de sensatez a todos los "camisas blancas".

En ese momento, otra realidad me reclamaba: una puerta cerrada. ¿Qué me esperaría dentro? No tenía sentido retrasar lo inevitable. Suspiré hondo y empujé.

Lo que me encontré dentro se parecía más a un consultorio médico que a cualquier otra cosa. A la izquierda había una camilla con un foco de quirófano encima. Más allá, varios armarios blancos cerrados. Al fondo, un escritorio funcional, detrás del cual se encontraba sentada una mujer con una blusa roja: Beatrix, supuse.

—Pasa, Pajarito, pasa y cierra la puerta —me dijo, con una sonrisa en los labios.

No había más silla que la que ella ocupaba. Tenía el cabello anaranjado, largo y revuelto, leonino y el rostro lleno de pecas, especialmente alrededor de la nariz, que era pequeña y ligeramente respingona. Los ojos eran marrón muy claro, casi naranja, grandes y redondos. Portaba unos pómulos altos y marcados y una boca de labios carnosos con dientes blanquísimos perfectamente colocados. Era la primera vez que estaba seguro que lo que tenía delante era una mujer, sin contar a la sádica María Victoria. La camisa no hacía nada por ocultar unos pechos generosos (al menos, para los estándares de la gente que había visto en la isla, por supuesto, nada comparable a Venus) que colgaban libres, sin lencería alguna debajo.

En el sitio donde debería estar la silla para el visitante había una marca amarilla en el suelo. Me indicó que me pusiera allí. Debía ser la postura normal cuando alguien tiene un trasto en el culo que le impide asentarlo en sitio alguno.

—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó, tan pronto como alcancé la posición.

—No. No tengo ni idea —le respondí, con total sinceridad.

La mujer se puso en pie y llegó a mi lado. Era más alta que yo, en parte gracias a unos impresionantes tacones rojos. Aparte de eso y de la blusa, no llevaba más ropa. No vestía a la occidental, como María Victoria, ni de manera sensual, como Venus. No tenía claro cuál podría ser su estatus en esa sociedad extraña en la que me encontraba, pero sospeché que más cercana a la mía que a la de ellas.

—Ven conmigo —me dijo, cogiéndome de los hombros hasta dejarme frente a frente con un enorme espejo que cubría toda mi figura, la suya y parte del recinto—. Dime, ¿qué ves?

Lo que veía me daba vergüenza y una sensación de extrañeza casi alienígena. Estaba yo, mi viejo yo, el de siempre, como había crecido hasta mis veintitrés años. La ausencia de vello corporal no era llamativa. Si uno no se fijaba, no se daría cuenta. Mi rostro se podía suponer simplemente recién afeitado. El corte de pelo seguía siendo el de siempre, corto y varonil. Había dos cosas que distorsionaban mi masculinidad: la ropa que llevaba, especialmente al estar ceñida mi cintura, que hacía un dramático efecto feminizador de reloj de arena, y el grueso aro que colgaba de mi nariz y que cubría mi boca, que me hacía sentir un tanto bovino. En cierta medida, parecía como un tipo que se hubiera disfrazado de mujer sin saber muy bien cómo hacerlo.

—No sé... no sé lo que veo —acabé por contestar, incapaz de asumir mi propio reflejo.

—Bueno, pues te lo digo yo: ves a un chico perdido que no sabe realmente donde está, cuál es su futuro ni su situación en la vida. ¿Me equivoco?

Tenía clavados en mí sus ojos de miel que, a pesar de ser amistosos, causaron que un escalofrío recorriese mi columna: había sido jodidamente precisa.

—Supongo... supongo que no.

—¿No te parece que no encajas con lo que hay aquí? Mejor dicho, ¿no te parece que tu físico no encaja?

Mi corazón se aceleró. ¿Qué me iban a hacer? ¿Qué me esperaba ahora?

—Yo... ¡Yo no quiero ser una mujer! ¡No como les hacéis a los demás!

Por un momento estuve a punto de entrar en pánico, pero la mujer de rojo me tenía firmemente cogido por los hombros y eso tuvo un extraño poder calmante.

—Pajarito, ¿quién te ha dicho que lo que hay aquí son hombres convertidos en mujeres?

—Nadie... —contesté, bajando la vista hasta el pecoso nacimiento de sus pechos.

—Eso me parecía. Entre los de tu condición y también entre los de la mía, el límite entre los sexos es difuso, inexistente, de hecho. No está en nuestra mano decidir lo que queremos o no. Seguro que tampoco esperabas hacerle una felación a una mujer como Venus. ¿a que no? Sin embargo se ha convertido en algo habitual de tu vida.

Me hizo enrojecer. Era humillante que todo el mundo supiera que me dedicaba a lamer el cipote del transexual más femenino y dominante de la historia de la humanidad.

—La vida que has conocido acabó en el mismo momento de la boda. Ese cambio quedó ratificado en el momento en que se firmó tu contrato de esclavitud con las autoridades locales. No hay marcha atrás. Eres por y para Venus —pensó un momento antes de continuar—. Eso no es tan malo. Ella ama para siempre y con mucha más intensidad de lo que tú o cualquiera puede entender. Quizá te cueste aceptarlo, pero haber ganado su corazón es algo muy, muy extraño. Deberías estar orgulloso de ti mismo.

Me sentí momentáneamente orgulloso. Luego, la sensación de que algo definitivo, en contra de mi voluntad, iba a pasar, contribuyó a hacer renacer mi desasosiego.

—Pero no quiero tener tetas. No quiero caminar sobre la punta de mis dedos, como Coletas, o tener el culo destrozado, solo sujeto por un gigantesco dilatador anal.

—No te preocupes. La mayoría cosas desagradables que temes y ves por aquí no te pasarán —ese "la mayoría" fue terrible—. Después de todo, eres el esposo de la jefa de todo esto, no un objeto sin valor o un juguete. Pero, a pesar de todo, vamos a aplicarte modificaciones. Lo hacemos porque es el deseo de Venus, no hay más vueltas.

Estuve tentado de salir corriendo. En lugar de eso, paralizado en el sitio, un par de lágrimas resbalaron por mis mejillas.

—Fuera lo que fuera, y no es nada radical o incapacitante, no debería preocuparte. Aquí no va a llamar la atención... no como lo haría si alguien que te conociera te volviera a ver, pero eso no va a pasar. Como te he dicho antes, tu vida empezó antes de ayer. Eres a todos los efectos una nueva persona. Hasta tu nombre es diferente.

—Entonces ¿qué me vais a hacer? —pregunté, con un hilillo de voz.

—Ven a la mesa, te lo explicaré.

Ella se sentó de nuevo y yo volví a ocupar mi lugar, de pie, en el lugar destinado al paciente.

—Una de tus funciones en la vida, quizá la principal, por lo menos de momento, es dar placer a Venus. Ya sabes que ella tiene unas ciertas peculiaridades respecto a otras mujeres que hayas conocido en tu vida. Eres consciente de ello, ¿verdad?

Varias veces al día me follaba la boca con un rabo gigantesco. Como para no estar al tanto de sus "peculiaridades".

—Parte de las modificaciones, destinadas a acomodarla en tu interior es esa trenza anal que llevas puesta. Cada vez será más grande y más gruesa hasta que pueda penetrarte sin desgarrarte. Ella no quiere, bajo ningún concepto, hacerte un daño definitivo. Pero aquí estamos para otra cosa. ¿No te has preguntado lo que soy, lo que hago?

—Sí —respondí, escuetamente.

—Soy, principalmente, una diseñadora, una moldeadora. Labios, pómulos, mentón... tengo la capacidad de tallar un rostro para adecuarlo a cualquier situación.

—Una cirujana plástica —intenté explicar.

La mujer negó con las manos con el mismo énfasis que si le hubiera dicho que era un tiranosaurio.

—Para nada. Aquí no hay bisturís, ni sangre, ni raspado de huesos o cartílagos. Esas técnicas carniceras pertenecen al mundo del que vienes. Debes ver las cosas con otros ojos. Lo que hago se parece más a manipular plastilina o arcilla que a cualquier otra cosa.

Estuve a punto de decir "eso es imposible", pero llevaba suficientes chascos ya para pensármelo dos veces.

—Naturalmente, no se puede esculpir lo que lo hay, como por ejemplo, un busto... pero no te preocupes —se apresuró a añadir, al ver el pánico de nuevo en mí— que no va a ser el caso. Soy una escultora de mucho prestigio, posiblemente la mejor del mundo en lo que hago... Claro —rió— que no hay muchas personas que tengan mi profesión. Si algo saliera mal, yo me juego mucho más que tú. Venus no perdona fácilmente ese tipo de errores y a ti podrían volver a esculpirte más tarde.

—Entonces... ¿vas a cambiar mi cara?

—Así es. No solo porque será más apta para darle placer a tu esposa, sino porque es un paso necesario para que aceptes tu cambio de identidad.

—¿Se lo hacéis a todos? —pensé en Kwanza, quizá la que más rasgos masculinos tenía dentro de su feminidad, en Yuan, en Coletas, en la pequeña oriental que servía la cena la pasada noche.

—No. Hay un plan para cada cual. Eso no depende de ti ni de mí.

—¿A qué me pareceré? —pregunté, con un hilillo de voz.

—Ya lo verás cuando acabemos. Ahora ven conmigo.

—¿Tengo opción? —murmuré, apenas con un hilillo de voz.

—¡Por supuesto que no! —rio—. ¡No me habían dicho que tuvieras ese sentido del humor!

Le resultaba tan extraña la idea de que alguien pudiera oponerse a lo que se decidía para él que ni por un momento pensó que hablase en serio.

Me condujo a la camilla, que tenía un agujero estratégicamente situado para poder colocar en él mi dilatador y así poder tumbarme. Más fácil de decir que de hacer: entre el corsé y el juguetito que salía de mi ano, me resultó casi imposible. De no haber sido por la ayuda de Beatrix, habría sido totalmente imposible que lo lograse. Aún así, fue difícil.

—Cierra los ojos, por favor —me dijo— y no los vuelvas a abrir hasta que te lo diga.

Obedecí, temeroso de lo que pudiera pasarme en caso contrario. No me hacía ni pizca de gracia ser un bloque de arcilla humano, pero peor sería estropear su trabajo de esculpido y quedar deforme. ¿Cómo sería mi nuevo rostro?

Oí los pasos colocarse justo tras mi cabeza. Al poco, empezó a verter un líquido de penetrante olor químico por todo mi rostro, desde la garganta hasta el comienzo del cabello. Lo dejó actuar. Los pasos se alejaron. Escuché el sonido de unos guantes de látex al colocarse en unas manos antes de que la escultora volviese a ocupar su lugar.

No sabía lo que me esperaba, así que cuando oprimió mi garganta con fuerza me dio tal susto que intenté apartarla con mis manos, temiendo que me fuera a estrangular, pero fui incapaz: todo mi cuerpo estaba paralizado. Intenté mover siquiera el dedo gordo de un pie. Imposible. Mi mente, eso sí, seguía funcionando con normalidad. Cuando la presión sobre mi cuello disminuyó y ya no temí por mi vida, supe que era una buena medida: ante operaciones tan delicadas era mejor cualquier mínimo movimiento podría conducir al desastre.

Cuando acabó con mi gaznate, sus manos enguantadas, con la misma energía siguieron por mi mentón, nariz, mejillas, frente... por toda la cara. A veces sentía algo metálico, como paletas o moldeadores. No tenía ni idea de lo que me estaba pasando y me sentía como un conejillo de indias sometido a una terapia experimental. Intentaba entender lo que modificaba y cómo lo hacía, pero las sensaciones eran demasiado difusas y mis procesos mentales demasiado acelerados para comprenderlo.

—Pues esto ya está —dijo, por fin, tras una eternidad de silencio—. Ahora voy a ponerte una máscara mientras se seca la sustancia. Volveré en un rato.

Se fue y me dejó, paralizado, solo y ciego y sin dejar de pensar en qué clase de monstruo me habría convertido.