Una diosa llamada Venus. Capítulo 15

"Cintura de Avispa".

16.- CINTURA DE AVISPA.

Me desperté incómodo y desorientado. No sabía dónde me encontraba ni, por supuesto, cuánto tiempo había pasado. Seguía tumbado de lado y, al girarme boca arriba, la parte rígida de la trenza empujó el tapón anal más adentro todavía, lo que me hizo gemir de dolor y volver a mi posición lateral. Poco a poco me acudieron todos los recuerdos a la cabeza: mi degradación, voluntariamente aceptada, mi nuevo estatus de esclavo, la de veces que había comido ya una polla, mucho más gorda que la mía propia y, para terminar, cómo había rogado que me mearan en la boca. ¿Se podía caer más bajo? Quería volverme a dormir, pero otra molestia adicional me lo impedía: tenía la vejiga tan llena que pensaba que no me podría aguantar.

Hice lo posible por ponerme en pie de la manera menos dolorosa, que no fue fácil, y caminar hacia Dios sabe dónde. Venus sabía lo que me iba a ocurrir, porque en la puerta había sujetado un cartel que ponía “el baño es la habitación de tu derecha”.

Abrí la puerta con cuidado. En mi lamentable estado no quería encontrarme con nadie. No iba a poder fingir una sonrisa ni una palabra amable. El pasillo estaba pulcro pero vacío. El sol que se filtraba por las ventanas empezaba a ponerse tras el horizonte: estaba terminando mi primer día en la Isla. Hacía menos de 48 horas yo era un joven sano que vivía en mi país. Creía tener una relación con una auténtica amazona hermosa e inteligente y ahora… ¿en qué me había convertido?

Entré en el cuarto de baño y me puse frente al retrete. Instintivamente busqué mi pene, solo para darme con el frío cinturón de castidad. ¿Cómo se suponía…? ¡Claro! Lo había olvidado… Demasiado dolorido para planteármelo, levanté los faldones de mi camisa y apoyé mis nalgas en la taza. Los esfínteres se aflojaron casi instantáneamente y un chorro denso, largo y especialmente oloroso de orina salió del dispositivo que aprisionaba mi rabo. Gemí, al principio de dolor y luego de placer. Ni siquiera me importó que me oyeran. Mi tripa menguaba visiblemente. ¡Qué cerca de reventar debía de haber estado!

Cuando me levanté, me temblaban hasta las piernas. Notaba especialmente la presencia del dilatador anal. Con lo que me incordiaba, ¿cómo iban a ponerme otro más grande alguna vez? Me miré en el espejo. Mi rostro se veía extraño. Aunque no había sido nunca muy peludo, tampoco había tenido un cutis tan fino y suave. Pasar la mano por él era extraño. Casi una sensación extracorpórea. Y el descomunal aro que colgaba de mi nariz… grueso a juego con los de mis pezones. Su peso hacía que los tres puntos perforados me dolieran todavía. Me levanté la camisa para observarlos con detenimiento. Mis pezones, como ya, ya no existían. Toda la aréola era ahora la carne que daba apoyo a los aros de metal. Intenté rozármela, pero la molestia fue tan intensa que desistí. Bajé la tela blanca. Tenía ojeras. ¿Qué menos se podía esperar, después de todo lo que me había pasado?

Suspiré profundamente y me decidí a salir del baño, con el mismo terror que de la habitación minutos antes. No sabía lo que me podía esperar fuera, pero lo que no me esperaba es que fuera en la negra forma de Kwanza.

—Ya era hora —me dijo, con un ademán de fastidio. Vamos, tenemos que seguir con las cosas. Aún hay mucho que hacerte y ya casi es la hora de cenar… —como si me hubiera leído el pensamiento, añadió inmediatamente— no para ti, claro. Tus necesidades son otras, ¿verdad?

Sus gruesos labios se curvaron en una sonrisa tenue, quizá un punto cruel, no supe interpretarlo.

—¡Venga! ¡Sígueme!

Sin otra opción, le obedecí. Como iba un paso por detrás, observé que los bultos que tenía en el pecho sin duda botaban y, a veces, parecía que marcaban un pezón en la tela. Así que Kwanza era una mujer… O más que yo, al menos. ¿La habría masculinizado como me estaba feminizando a mí? Me quedaban tantas cosas por entender…

Abandonamos la planta noble y volvimos al primer piso. Cruzamos un patio interior presidido por una fuente al estilo árabe, con naranjos a los lados y llegamos al otro lado, un edificio más modesto, oculto desde el exterior por la imponente fachada del principal. En él había multitud de camisas blancas como yo mismo. Todos ellos… o ellas eran imposiblemente andróginos. La mayoría tenía pechos pequeños pero apreciables. Se ceñían la ropa por la cintura para destacarlos. Algunos caminaban sobre tacones imposibles. Vi una que, incluso, tenía unas botas que solo le permitían caminar sobre la punta de sus pies, como las bailarinas de ballet. Además, tenía una bonita cabellera larga y rubia, con dos coletas a los lados. Por otro lado, era completamente plana. Su camisa era tan corta por detrás que dejaba su trasero al aire, pequeñito y duro. La trenza que salía era algo tan obscenamente grueso que dudaba que pudiera ser real, dado que partía sus nalgas en dos como si pertenecieran a personas diferentes.

—¡Deja de mirar a Coletas! —me dijo, en voz alta, mi guía—. Ya tendrás ocasión de cotillear más adelante. Ahora vamos tarde.

La interpelada clavó en mí sus ojos claros, tan sonrojada como yo mismo me había puesto de repente. Tímida, los bajó rápidamente y cambió la dirección de sus pasos para evitarme. Se movía con suficiente agilidad, dada la dificultad que debía representarle el movimiento sobre esos artilugios.

Otros seres comían lo que debía ser su cena. Estaba dispuesta en mesas alargadas y altas, dado que todos estaban de pie. Como yo, tampoco podían sentarse. El estómago me rugió ante el olor de alimentos procesados. No dije nada.

Finalmente llegamos a un cuarto en el que había diferentes atuendos extraños, como ortopédicos. Vi unas botas blancas como las de Coletas en un rincón y me temí lo peor.

—No, no son para ti —se rió—. Puedes estar tranquila… pero esto otro sí —cogió una especie de diábolo tamaño humano que yo, inocente, no reconocí al principio.

—¿Qué… qué es eso?

—Es un corsé. Desnúdate, anda. Rápido.

—Espera, espera… ¿corsé? ¿Qué se supone que…?

—¡Que te desnudes, coño! —gritó, tan inesperadamente que di un respingo. No esperaba esa reacción.

Obedecí, claro. Una vez más. Además, me salió de forma natural. Estaba seguro de que en mi país natal le hubiera respondido en vez de bajar la cara y hacerle caso. Un momento más tarde, sentí la rigidez de la pieza alrededor de mi talle. Por dentro era mullidita y hasta agradable, especialmente sobre mi nueva piel, pero por fuera estaba compuesta de tiras metálicas unidas por tela gruesa, para crear el efecto de reloj de arena.

Después de colocarla, Kwanza empezó, con manos ágiles, a cerrarlo con el entrelazado de los cordones por los abundantes corchetes. Cuando terminó de atarme, suspiré, aliviado. No eran tan terrible. Me sentía cómodo, incluso. Sujetaría mi espalda en los largos momentos que me iba a tocar estar erguido. ¡Qué equivocado estaba!

—Coge aire, Pajarito —me ordenó.

Yo, iluso de mí, obedecí. Un instante más tarde, puso sus músculos a trabajar y todo cambió. Apretó los cordones de manera que incluso el aliento se me escapó de los pulmones. De repente, solo podía tomar aire a cortos intervalos, y poca cantidad cada vez. Y no terminó ahí, sino que continuó apretándome hasta que pensé que me iba a partir por la mitad. Ni siquiera tenía fuerzas para gritarle que parase. Estaba alucinado viendo sus gruesos bíceps esforzándose y como hasta su calva se ponía tensa y sudorosa.

—¡Bueno! —acabó, poniendo los brazos en jarras—, hemos hecho un buen trabajo. Déjame que mire lo que hemos conseguido… —cogió una cinta métrica con la rodeó mi cintura—. Estupendo. 54 centímetros. No está mal. Tendremos que reducirlo hasta 44 al menos, pero para el primer día no nos podemos quejar, ¿eh?

—¿Quejarnos? —alcancé a decir con un hilito de voz, más parecido a un suspiro que a otra cosa—. ¡Si no puedo respirar! ¿Esto te lo ha ordenado Venus?

Vi un destello de envidia por un momento, no supe si hacia mi esposa o hacia mí, pero desapareció tan rápido que hasta pensé que no había ocurrido.

—A ver, Pajarito… que te vaya quedando claro, que a veces pareces tonto. No sé que habrá visto Ella en ti. Aquí nada, y repito: nada, se hace si no es su expreso deseo. Desde la talla que el culo de cada una de nosotras debe adoptar hasta quién tiene orgasmos o no… o si tienes derecho a alimentarte o no. Todo es su voluntad. Y ahora… ¡vamos! ¡Que se hace tarde!

Cuando salimos del edificio de servicio, Venus me esperaba, sentada en un banco, junto a la fuente del patio. El agua, cristalina, corría entre los pequeños canales, refrescando el calor de la tarde. Venus estaba vestida con un sugerente top amarillo, holgado por abajo y ceñido por arriba, que dejaba ver el nacimiento de sus jugosos pechos… y un poco más. Sonreía y ese gesto, como siempre, me derretía. Comía caviar y salmón que le preparaba una menuda asiática de apenas metro cuarenta y cinco y no más de treinta y cinco kilos. Hubiera parecido un niño de no ser por sus mirada, adulta y decidida. Bueno, todo lo que puede ser en una camisa blanca, claro.

—Bueno, parece que ya has terminado tu primer día. Seguro que ha sido distinto a lo que te esperabas en tu primer día de casado, ¿verdad? Pajarito, Pajarito… —rió—. Que no sabes dónde te has metido…

—Da igual, Venus —le respondí—. Solo deseo estar contigo. Cualquier cosa es buena si tú la deseas.

—Caramba —se extraño, dando otro mordisco a la fina tira de salmón que le acababan de servir—. Me sorprende agradablemente que lo entiendas. No es que tengas otra opción, pero siempre es mejor así que no por la fuerza. ¿No crees?

—Mi amor es total. No necesitarás la fuerza…

—Bueno, eso ya lo veremos —comentó, consiguiendo asustarme de nuevo—. Ahora descansa ahí mientras ceno.

Mi única opción para ello era quedarme quieto, erguido (dado que le nuevo corsé no me dejaba inclinarme y el dilatador anal no permitía que me sentase), salivando mientras devoraba delicias que me estaban vedadas. Empezaba a tener tanto hambre que estuve tentado incluso de robarle algo de su plato cuando no mirase. Pareció adivinarlo, una vez más, y clavó en mí sus ojos como carbones ardientes y recogí tímidamente mi mano, detrás de mi espalda.

Después del salmón con caviar hubo tomatitos cherry con aceite virgen extra, carpaccio de buey y frutas tropicales. La cantidad de comida que era capaz de engullir no dejaba de sorprenderme. ¿Quizá tenía que ver con la sorprendente cantidad de semen que eyaculaba —y que me encontré deseando al mismo tiempo que la rechazaba—? Había demasiados misterios alrededor de la imponente hembra con rabo que me tenía enamorado.

—Vamos a la cama, Pajarito. Estoy cansada y ya es hora de que te dediques un poco a mí.

Con su mera afirmación, se me aceleró el corazón. Ansiaba el toque de su piel, sus pechos gigantescos y sus besos con lengua que yo sumisamente dejaba introducir en mi boca. El problema era que ahora prefería meter en ella su otra sinhueso y eso cambiaba la perspectiva. Incluso si llegaba a excitarme (¿a quién quería engañar?, me iba a excitar, sí o sí) no podría correrme. Solo ella obtenía satisfacción, lo cual era aún más frustrante. Mientras me dejaba guiar a su (¿nuestro?) opulento dormitorio, pensaba que no me podía sentar bien un orgasmo dado por una polla… pero era consciente de que en caliente lo daría todo por lanzar mi lechecita lejos de mi aparato.

La habitación en la que mi esposa dormía era más grande que muchos apartamentos que había conocido. Estaba presidido por una cama redonda de proporciones absurdas. Dos… y hasta cinco personas podrían dormir en ella sin llegar a tocarse. Estaba decorada en rosa y negro, con una cantidad de cojines tan descomunal que podrían enterrarme con ellos y jamás se volvería a saber de mí.

A la derecha había un vestidor de semejantes dimensiones y, a la izquierda, un baño con la grifería de oro macizo. Había visto ya señales de opulencia, pero aquel derroche me dejó, literalmente, con la boca abierta, quieto, al lado de la puerta. Venus, como tantas veces hacía, se rió detrás de mí.

—¡Venga, Pajarito, cierra la boca! Querré que la abras luego para tragarte mi polla, pero todavía no… Anda… entra.

Yo, obediente, la seguí. Se sentó en la cama y yo estuve tentado de hacer lo mismo hasta que caí en la cuenta que no podía. Me quedé de pie, justo enfrente de ella.

Parsimoniosamente, empezó a desnudarse. Yo, tieso como una vela, asistía al lucimiento de sus hermosas carnes. Esos pechos gigantescos e imposiblemente erguidos que me hipnotizaban, sus caderas bien torneadas, el brillo moreno de su piel, sin una sola mácula, su melena, suelta al fin, caía entre brillos negros. Sus labios, jugosos, carnosos, apetitosos, que me sonreían con amor… porque en sus ojos también había amor. Pasión, deseo… pero con mucho sentimiento. A pesar de todo lo que me hacía, me amaba, de una forma diferente, dominante… como fuera, pero lo hacía. A mí, esa mirada, esa sonrisa, me derretía ahí mismo. Lo daría todo. De hecho, estaba dándolo todo, más allá de lo que había creído posible dar, porque mi amor era puro e intenso, más de lo que en mi vida había pensado que podía amar.

—¿Cómo ha sido tu primer día en mi casa? —preguntó.

—Raro, Venus. Aún no soy capaz de asimilar todo lo que me está pasando…

—Pero ¿te gusta?

Me quedé mirándola, incrédulo… al principio a los ojos. En breve fui incapaz de mantenerlo y bajé la vista… a sus tetas enormes y jugosas. No sabía si era adecuado seguir ahí, pero entonces juntó sus brazos para ofrecérmelas y no me cupo duda: le gustaba que se las mirase.

—¿Gustarme? ¿Cómo podría? Me han puesto tres piercings gigantescos, han eliminado mi vello corporal para siempre, me niegas la comida y… el placer sexual.

—Sigue, pequeño —me ordenó ante mi silencio, mientras se echaba hacia atrás. Su pollón, en reposo, lucía ya entre sus piernas sin ropa.

—Me… me excita verte. Me excita estar a tu lado… pero no puedo satisfacer esa excitación.

—Ya veo… Aún no entiendes nada. Es normal. Poco a poco lo irás comprendiendo. ¡Por supuesto que puedes satisfacer tu excitación! La única diferencia es que no es a través de tu orgasmo, sino del mío.

Alcé las cejas pero no dije nada. ¿De verdad pretendía que me sintiera a gusto cuando ella disfrutaba y yo me quedaba tremendamente frustrado cada vez?

—Venga, Pajarito… dime ¿disfrutas de comer mi polla?

Negué con la cabeza.

—Vamos… mírame a los ojos y dime que no.

Lo hice, desafiante. Con ganas de contarle que yo no era ningún maricón que disfrutase con el rabo de otro… o de otra… pero su cuerpo, tan femenino, tan sensual… mi propia verga peleó dentro de su estrecho recipiente, tratando de engordar pero, por supuesto, sin conseguirlo por la falta de espacio.

—¡Dímelo! —exigió, con ternura pero firmeza.

—Sí… sí me excita —fueron las palabras que salieron de mi boca a mi pesar.

—¡Por supuesto! ¡Como ha de ser, Pajarito! Ahora quítate la ropa. ¡Vamos!

Eso era fácil. Un rápido gesto y la camisa blanca que me cubría acabó en el suelo.

—Esto no puedo quitármelo yo solo —protesté, señalando mi corsé.

—¡Claro que no! De hecho, te lo acaban de poner. Hoy dormirás con él. De ahora en adelante, solo te lo retirarán para la higiene imprescindible y, más adelante, quizá en la cama. ¡Me gusta esa figura de reloj de arena! Es como la mía ¿ves? Seguro que te gusta mi cintura estrecha y mi culo poderoso… ¿A que sí?

Asentí en silencio.

—Anda, date la vuelta.

Noté que se incorporaba. Una mano se apoyó en mi nalga y la otra comenzó a estirar de la trenza anal. Nada que ver con las manipulaciones de María Victoria. Aún así, no era cómodo.

—Me duele —me quejé, mientras empezaba a salir.

—¡Huy! ¡Más te dolerá! Piensa que por ahí va a entrar mi verga… y no es precisamente delgada, ¿eh? Nada que ver con esto que has llevado hoy, poco más que un bolígrafo grueso.

—No estás contribuyendo a tranquilizarme, amor mío —se me escapó.

—Tampoco te quiero tranquilo. Estás más gracioso con ese semblante preocupado en tu rostro.

Hizo algo que liberó mi cinturón de castidad. Al instante, mi rabo se puso tieso. Lo veía reflejado en el espejo. ¿Siempre había sido tan pequeño? La comparación con Venus me dejaba en muy mal lugar.

Ejerciendo presión en mis hombros, me sentó al borde de la cama. Yo me sentía raro y pensaba que me iba a clavar lo que acababa de extraer de mi culo. En su lugar, el vacío de mi ano fue todo lo que noté. Echaba de menos tenerlo lleno.

Lo siguiente que sentí fue su aliento cálido en mi nuca y en mi cuello. Aplicaba sus labios sobre mi piel. Al instante, se me puso toda la carne de gallina. Cuando sus pechos se clavaron en mi espalda, pensé que la polla me estallaba en ese mismo momento. Moví las manos hacia ella.

—¡Ni se te ocurra tocarte, Pajarito!

Sonó tan amenazante que volví a dejar mis brazos relajados en los costados… y ella los recorrió con sus dedos. El toque fue casi eléctrico. Las sensaciones sobre mi recién estrenada dermis, privada de vello fueron tan intensas que creí por un momento que iba a estallar. Mi capullo estaba violeta, del deseo acumulado.

Sus manos se perdieron sobre la gruesa tela del corsé y con ellas las maravillosas impresiones, para reaparecer después cuando acarició mis nalgas y mis piernas.

—Túmbate a mi lado —dijo.

Así, lado a lado sobre la cama, continuó rozándome. Mis piernas no habían estado tan lampiñas desde el comienzo de la pubertad y sus caricias resultaban extrañas e intensas. Me cerró los ojos con una mano y me susurró, con un chorro cálido de voz en mi oído:

—Abre la boca.

Sin saber que esperar, lo hice. Todo podría pasar: su polla, orina… o a saber qué nueva indignidad. En lugar de eso, sentí sus labios sobre los míos, mordisqueándolos. Intenté moverme, responder.

—¡Quieto, Pajarito! Déjame hacer.

Así, inmóvil, noté como su lengua, por primera vez desde que había empezado a follarme la boca, volvía a introducirse en mi interior, palpándolo, rozando mi propia sinhueso, con la que sí que me dejó jugar, siempre que mis labios siguieran inmóviles y entreabiertos.

Entonces, para mi sorpresa, una de sus delicadas manos volvió a acariciarme… pero esta vez más íntimamente: inició una paja. Al principio muy suave, casi un leve roce sobre el glande. Luego continuó, más intensamente, sobre el tronco de mi verga. Subía y bajaba mientras jugaba en mi boca con su lengua. Yo pensaba que me iba a correr, pero ella sabía aplicar el grado justo de intensidad y de movimiento en cada momento para tenerme al borde, mientras jadeaba entre beso y beso.

—Acaríciame tú a mí. Con tus manos. Como te estoy haciendo yo.

En ese momento, masturbar un rabo no me importaba, loco de placer y pasión como estaba. Era grueso, a duras penas lo abarcaba con una mano: mi dedo medio no llegaba a tocar el pulgar. Era oscura, estaba dura… y goteaba líquido preseminal.

—Eso es, Pajarito. Así, muy bien. ¡Más fuerte! ¡Más intenso! ¡Que yo no soy tú, carajo!

Poco a poco, mientras ella hacía un suave juego de caricias sobre mi rabo, yo pajeaba el suyo con energía. Dejó de besarme y se sudó a mis jadeos: estaba disfrutando, la muy perra.

—¿Cuánto hace que no te corres, criatura? —me preguntó, cuando yo no pensaba ya ser capaz de articular palabra.

—Desde… desde aquella noche en tu apartamento, en mi ciudad. Desde que dejaste que mi semilla se derramase sin placer, así ha sido cada vez desde entonces.

—¡Qué mono eres! —sonrió, haciéndome una carantoña y besándome la punta de la nariz— ¡No pares de pajearme! Así es como debes ser: obediente y considerado. Por eso te quiero tanto.

Su afirmación de mi amor me llevó al límite. Casi me corro solo con sus palabras, pero consiguió retrasarlo un poco más.

—Vamos… ya es hora de que tengas tu cena. ¡Chúpame la polla! ¡Y hazlo rápido! ¡Quiero llenarte ya de mi leche!

Pensé que me iba a dejar así, con la cola a punto de reventar, pero no fue así. Equipado con el corsé, tuve que mover todo el cuerpo, ya que no podía doblarme, y apartar el aro de mi nariz para empezar un furioso sube y baja, haciendo ruiditos de chupar mientras su glande plano entraba una vez más hasta el límite de mi garganta.

—Pronto pasará más allá de tu campanilla, Pajarito. Antes de lo que te crees…

Su rabo había engordado un poco más, señal inequívoca de que se iba a correr… y no había dejado de tocarme. Yo sabía que no duraría más.

—¡Me corro! —gritó, de repente, casi a la vez que el primer chisquetazo me llenó toda la boca y me apresuré a tragarlo.

Justo entonces sentí que mi placer se disparaba y, con él, mi eyaculación. Pensando que iba a tener un orgasmo, seguí tragando lefazo tras lefazo, pegajoso, abundante, con su sabor entre ácido y amargo… pero yo no tuve mi recompensa.

Eyaculé, sí. Tuve placer, sí, una especie de placer difuso y calmo que se derramaba por mi cuerpo… pero no un orgasmo de verdad: insatisfactorio, insuficiente… Y es que Venus había interrumpido sus labores masturbatorias para dejar que mis copiosos chorros (una minucia al lado de los suyos, claro), cayesen sobre una de las almohadas que había puesto estratégicamente.

Al terminar, ella de derrumbó, rendida.

—¡Qué bien lo has hecho, pajarito! Ha sido un momento maravilloso. ¡Me encanta cuando te pones tierno para mí!

¿Era tierno hacerle una mamada a todo ritmo —la primera que conseguía sin que me follase ella la cabeza— mientras perdía una vez más mi orgasmo?

—Estoy demasiado agotada… Límpiate, ponte el cinturón y acuéstate a mi lado.

—Sí, Venus.

Pensando que era mi oportunidad, entré al baño. Intenté masturbarme furiosamente, recuperar el orgasmo robado… pero no pude. A pesar de no haberme corrido, mi glande estaba tan hipersensible como si así hubiera sido. Tocármelo era hasta doloroso. A mi pesar, lo limpié y salí. Ella parecía dormida ya pero, aún así, cogí el cinturón e introduje mi cosita en él. Como si no pudiera evitarlo, aunque me maldijera por ello.

Me acosté a su lado, con su cálido abrazo. Me dormí pensando cosas