Una diosa llamada Venus. Capítulo 14

Carlos sigue en la silla de tortura. ¿Qué nuevas indignidades le esperan?

14.- CAMBIOS EN EL ESPEJO.

Por fin, cuando yo pensaba que iba a perder el conocimiento por los esfuerzos y padecimientos, Yuan volvió a entrar, con sus pasos imposiblemente tenues sobre sus altos tacones. Su presencia era como la de un fantasma. Uno especialmente sensual. Pensé por primera vez en ella (¿o era “él”?) con deseo. Desde luego, estaba loco de amor por Venus pero eso no cambiaba el hecho de la asiática era, a su modo, atractiva y yo era un hombre que había pasado mucho tiempo sin tener un orgasmo. Como resultado, mi libido aumentaba y mucho me temía que lo seguiría haciendo exponencialmente.

—Bueno, criatura —me dijo, con una sonrisa traviesa, como si hablase a un niño— ya puedes soltar lo que tienes dentro de ti. Voy a traerte un cubo. Veo que ya ha pasado por aquí el señor Lee —mencionó al ver mi nariz y mis pezones—Supongo que te estará doliendo un montón.

Quise responderle, pero en lugar de eso solo pude hacer una mueca que pretendía ser una sonrisa. Estaba demasiado angustiado e incómodo, retorciéndome lo poco que me permitían mis ataduras sobre el metal desnudo por el picor, mis tripas distendidas y lo que fuera que me habían hecho en nariz y tetillas.

Accionó el dispositivo que me volvió a colocar vertical. Cuando retiró el tapón anal, todo salió a presión, emitiendo incluso sonoros pedos que me ruborizaron.

—Lo… lo siento —alcancé a decir.

—Criaturilla —respondió, tras hacerme una carantoña en el mentón… No lo sientas… Es normal. Algún día dejará de sonar, ya lo verás. Será todo más limpio, más suave… pero por ahora, ya ves… sucio y maloliente —me enseñó el cubo—. Por eso vamos a por una segunda ronda.

En total fueron tres pero, afortunadamente, las dos siguientes no me las hizo retener más de unos minutos, mientras seguía a mi lado. Intenté hablar con ella un poco.

—¿Qué me ha hecho el señor Lee? —alcancé a preguntar. Primero lo primero.

—¡Cuánta curiosidad! ¿No crees que debería ser tu esposa la que te explicase lo que te han de hacer, tanto ahora como en el futuro?

—Supongo… pero la curiosidad me está matando.

—Además del dolor, claro —rió.

—Admito que tiene algo que ver. Y eso no por hablar del picor, claro…

—Cada triunfo requiere un sacrificio, pequeñuelo —dijo, a pesar de que ella era bastante más bajita que yo—. Mira. Tócame la piel… —al estar atado, acercó su muslo desnudo a mi mano, asegurada a la silla— ¿Qué te parece?

—Está… Es muy suave —me maravillé. No había rastro de vello alguno y el tacto era sutilmente sedoso.

Se rió tímidamente, con lo que sus ojos quedaron convertidos en tan solo dos rayitas, mientras se tapaba la boca con la mano.

—Pues para eso es necesario sufrir este ardor. Todo el mundo que lleva la camisa blanca ha pasado por este sillón.

—Pero es que… yo soy un hombre. No quiero esto. No quiero tener la piel sedosa…

Empezaba a asustarme y a entrar en pánico, ante lo que la oriental me cogió de la mano y no dijo nada. Su gesto tuvo un efecto balsámico. Me miró muy seria hasta que me calmé.

—Tú serás lo que Venus quiera que seas. ¿Acaso no la quieres? ¿No te has casado con ella por amor?

—La quiero más que a mi vida —salió, casi automáticamente, sin haberme detenido a pensarlo.

—Entonces acepta lo que tenga decidido. Aquí serás feliz con ella y entre nosotros.

—¿“Nosotros”? ¿Eres… —no me atrevía a preguntarlo— un hombre… o una mujer?

Pensé que se enfadaría. Después de todo, estaba poniendo en duda la sexualidad de alguien. No conocía a nadie, de un sexo u otro, a quien eso le pareciera bien. Pero Yuan volvió a sorprenderme con una mirada enternecedora.

—¿Y qué más da? Todos los que vestimos así dejamos atrás lo que fuéramos antes de llegar aquí. Deja de darle vueltas a tal o cual género. Todo eso ya pasó.

Mientras decía eso, miraba mi pene, que había vuelto a su rigidez después del mal rato causado por los sufrimientos y ardores.

—…Y será mejor que te vayas olvidando de tu juguetito —quitó de nuevo el tapón de mi ojete y la tercera y última lavativa salió, ya totalmente limpia de mis productos de desecho—. Eso se ha acabado —concluyó con un suspiro.

—¿Eso quiere decir que tú tampoco puedes tener placer sexual?

Alzó sus tenues cejas antes de contestar, ya desde la puerta. Parecía haber pensado en irse sin decirme nada.

—En absoluto. Placer sexual, mucho. Pero tendrás que aprender a sentirlo de otra manera. Disfrutar a través de Venus, no de ti. Ya aprenderás. Seguro.

—¡Espera!

Pero no me hizo caso. Me dejó allí, atado, solo, excitado y dándole vueltas a tantas cosas que me estaban pasando. Mi culo se abría y cerraba como resultado de las lavativas y los tapones anales. La tenue cinta en la que acababa el que había llevado desde el avión reposaba cerca, junto al cinturón de castidad. Sospechaba que no volvería a tardar en meterse en mi interior.

Después de un tiempo indeterminado pero que, por una vez, me había parecido corto, volvió a entrar María Victoria.

—¡Caramba! —se burló, nada más entrar al reparar en mi erección— Ya veo que se te ha pasado el efecto del picor. Parece que te alegras de verme. Claro que llamar “pene” a esa cosita sería un tanto injusto para los penes de verdad ¿no crees?

Fui incapaz de responderle. Tampoco le importó. Cogió una manguera y empezó a rociarme con ella. El agua estaba helada y salía a mucha presión. No tardé en estar tiritando. Intenté aguantarme mis quejas. Aún tenía un poco de orgullo, pese a estar atado y dolorido. Apreté los labios.

—Poco los cierras cuando tu mujercita te mete la polla, ¿eh? ¡Quién te lo iba a decir! —volvió a burlarse—. Esto del agua a presión no es ningún capricho, no creas —explicó—. Es necesario quitar todos los restos de producto de manera efectiva. No queremos que quede sobre tu piel y acabe destruyendo más que tus folículos pilosos. ¿Verdad? Y lo de que sea fría… Bueno, prefiero que sufras un poquito. Seguro que no te importa demasiado…

Incluso peor que estar helado era el dolor cada vez que golpeaba mi nariz o mis tetillas. Intentaba disimularlo, porque estaba seguro de que si lo descubría, lo haría con más saña. Finalmente terminó, dejándome goteando y aterido y un poco asustado. ¿Y si se habían pasado de la dosis y realmente habían destruido “algo más que mis folículos pilosos”? Sin ninguna ceremonia, me dejó libre, soltando cada una de las ataduras.

Lo primero que hice fue llamarme la mano a la cara y al pecho, a ver qué demonios tenía allí. Mis manos tocaron algo frío y grueso. Quise estirar de ello, pero un dolor agudo y penetrante me hizo gritar de dolor.

—Déjate los piercings en paz, animal —rió la cuarentona—. Si tanto quieres verte, ahí tienes un espejo —me señaló la pared, detrás de mí.

Me di cuenta, en primer lugar, de que me costaba moverme. Después del tiempo indeterminado, pero en cualquier caso largo, que me había pasado atado a esa especie de instrumento de tortura en forma de silla, mi cuerpo estaba anquilosado y dolorido. Lo que fuera que había en mi torso era pesado y bamboleaba a cada paso, estirando dolorosamente de mis tetillas hacia abajo.

Casi tambaleando, me paré ante el espejo. Mi erección no disminuía, pero ahora mi curiosidad era mayor. Seguía siendo yo, pero mis rasgos de alguna manera se habían suavizado. Toda mi piel estaba tersa y suave. Deslicé la palma por el rostro. Desde niño no lo había sentido tan delicado… y lo mismo pasaba con el resto del cuerpo. No tener ni un solo pelo por debajo de las cejas me hacía sentir algo más infantil, pero también algo más femenino. Mis formas seguían siendo mías, por supuesto, delgadito y menudo… pero hombre. O no. ¿Qué era Yuan? ¿Y Kwanza?

María Victoria salió de la habitación. Ni siquiera se despidió. Me quedé solo, con mi erección y mi reflejo en el espejo. Mi atención fue al acero que el señor Lee había taladrado en mi cuerpo. Efectivamente, eran tres piercings, pero no como ninguno que yo hubiera visto antes. Eran gruesos, de prácticamente un dedo de grosor, de manera que mis dos pezones ahora eran parte de la carne necesaria para que esos monstruos colgasen de ellos. No podían sobresalir ni nada parecido. A efectos prácticos, mis tetillas eran ahora dos aros de acero.

En la nariz era algo parecido. Aunque no tan grueso, un aro de buen tamaño colgaba hasta más allá de mi labio inferior. Cuando comiese, tendría que apartármelo con la otra mano. “Qué cosa menos práctica” fue mi principal pensamiento.

Me sentí en parte asqueado por lo que me habían hecho y en parte con una tremenda necesidad de desahogo sexual. Pasé mi mano por el rabo, levemente. Noté una sensación mucho más intensa de lo que estaba acostumbrado. Solo con un leve roce, un escalofrío de placer me recorrió el cuerpo. “Normal”, pensé, “cuando llevo tanto tiempo sin alivio.

No tuve tiempo de más: la puerta se abrió y apareció Venus. Me dio tal susto que pensé que se me paraba el corazón. Como un niño al que atrapan con la mano en el tarro de las galletas. Sin embargo, ella me miraba con una ternura enorme, diferente a lo que solía.

—Pajarito, estoy tan orgullosa de ti —sonreía—. Te has portado excelentemente en este trance tan difícil… ¡Pero has dado un paso sin retorno hacia un mundo mucho mejor: el mío!

Hizo algo que no solía: me abrazó. Sinceramente. Noté sus pechos clavándose en mi cara. Era más alta que yo, pero no la recordaba tanto.

—Ahora tus tetillas y nariz deben dolerte un montón… pero pronto curarán y te sentirás orgulloso de ellos. Serán tu seña de identidad.

—Pero… me duelen y son molestos, amor mío —protesté—. Por ejemplo, no sé cómo voy a… bueno, a comer con este aro en la nariz. Tengo que emplear una mano solo para apartarlo.

—Bueno, criaturilla, te acostumbrarás —me acarició el mentón—. Lo importante es que vamos a estar muy juntos y muy enamorados. ¿No es suficiente?

—Claro… claro que sí, Venus —me dejé convencer, aún sin seguridad.

—Veo que tienes tu cosita tan dura como acostumbras. ¿Tienes ganas de sexo?

Pensé. Era la típica pregunta trampa que solía hacerme. Yo sabía que no podía tener un orgasmo si de ella dependía, pero era obvio que no podía mentir. Entonces se me ocurrió tomar la iniciativa.

—Sí, mi vida. ¿Te puedo comer la polla?

La frase salió así, entera, de mis labios. Y no me costó porque, de alguna manera, lo deseaba. Era extraño, pero sentía que Venus estaba orgullosa de mí y yo quería corresponderle.

Me miró con las cejas levantadas casi cinco segundos enteros. Sonreí porque la había sorprendido.

—Claro que sí, pajarito, claro que sí —en su rostro volvía a mostrar amor. U orgullo por mí.

Un instante más tarde, su apartado, tan grueso y duro como siempre, estaba ante mis narices. No recordé el piercing y, al chocar con él, vi las estrellas. Cerré los ojos y una lágrima de dolor se escurrió desde mi ojo.

—Cuidado, criatura, cuidado —susurró—. No te quiero hacer daño. No ahora…

No supe si interpretarlo como que en el futuro me lo haría o como que el dolor estropearía el momento. Opté por lo segundo.

A la segunda, apartando con cuidado el aro, introduje su capullo entero en mi boca y ella gimió. Yo estaba arrodillado y Venus seguía de pie, apoyando sus manos en la parte de atrás de mi cabeza. Sin embargo, no me obligó. No me folló la boca como solía. Estaba dejando que cogiera mi propio ritmo y no quise decepcionarla. Aunque era muy novato aún en tales lides, pronto me encontré moviendo mi cabeza adelante y atrás, controlando yo por una vez la penetración.

—Oh, sí, pajarito… qué bien… qué bien lo haces. Un poco más, métetela un poco más adentro. Así... Así...

Yo intentaba obedecerla, pero su herramienta era descomunal y suficientes esfuerzos tenía que hacer para evitar que mis dientes la rozasen.

—Es perfecto, pajarito, perfecto. Pronto toda mi polla estará dentro de tu garganta —farfullaba—, pero no quiero aún desvirgártela. Poco a poco, ¿verdad? Poco a poco te vas a ir acostumbrando… ¿a que sí?

Yo me limitaba a mirarla a los ojos, esos ojos negros, intensos como dos carbones, mientras sentía amor en sus palabras y en mis hechos.

—Más rápido… más rápido, pajarito. ¡Más! ¡Quiero correrme! ¡Quiero que te tragues toda mi leche!

Sin embargo, mi cuello tenía un límite y no conseguía la velocidad que a ella le gustaba. Por eso, acabé por sacármela de la boca, chorreando babas, y suplicándole:

—Fóllame la boca, Venus, por favor. Quiero que me disfrutes como te mereces.

No tuve que repetírselo. A partir de ese momento fue ella quien cogió la iniciativa. Yo bastante tenía con apretar los labios y separar los dientes. Ella, sujetándome lo alto de la cabeza, me usaba como una vagina en lata y no tardó en correrse. Me pilló casi por sorpresa, porque solía tardar más. El primer chorro casi me atraganta y no pude comerlo. A partir de ahí, mientras ella disfrutaba, yo trataba de no ahogarme. No logré comer casi nada. Su semen se esparció por mi barbilla, pecho y hasta por el suelo.

—Una pena, pajarito, una pena. En otras condiciones, esto merecería un castigo, pero no hoy. Suficiente es que lo hayas desperdiciado. Sé que lo has hecho lo mejor que has podido. Lo has hecho tan bien que no he podido mantenerlo más en mí. ¡Sabía que había hecho bien al elegirte!. Anda… levántate…

Me cogió de las axilas para ponerme de pie. Me miró con cariño y depositó un largo beso… en mi frente. No esperaba otra cosa, todo manchado de semen. Ella no besaba semen. Lógico. ¿O no?

—Bueno, tendremos que ocuparnos de ti ¿no crees?

Afirmé con la cabeza, ilusionado. Quizá al haber aceptado de buena gana su rabo, ella levantaba la prohibición de mis orgasmos.

Naturalmente, estaba equivocado. Un chorro frío de agua sobre mi pene me devolvió a la dura realidad. Estaba tan helada que notaba como agujas clavándose en mi nueva y sensible piel. Un momento más tarde, cuando había vuelvo a convertirse en un colgajo arrugado, volvió a ponerme el cinturón de castidad.

—Así estás más guapo. Ahora date la vuelta para que pueda ponerte de nuevo tu bonita trenza.

Frustrado y algo triste, la obedecí. Le costó entrar más de lo que hubiera pensado. Ya me había acostumbrado a estar vacío por dentro.