Una diosa llamada Venus. Capítulo 13
Tirado en una habitación fría. ¿Qué le espera a nuestro protagonista?
13.- CAMBIOS COSMÉTICOS.
No estaba cómodo. Desnudo, con tan solo la especie de sandalias que me habían dado, el cinturón de castidad que me evitaba cualquier sensación en mi polla y la trenza que salía de mi culo, veía el sillón de metal como un ominoso instrumento de tortura. Aproveché esos breves momentos para intentar tocar, aunque fuera un poquito, mi miembro, ansioso de caso. Era una especie de pequeña rebelión interna. Aunque delante de Venus la obedecería (no tanto por no tener más remedio sino porque la amaba y eran los términos de nuestro amor), no veía por qué no podía darme aunque fuera un poquito de satisfacción. Eso no iba a cambiar nada en mi relación con ella. Pero era inútil.
Con la punta de mis dedos no logré ni siquiera rozarme. Estaba excitado… no por haberle comido la el rabo. Eso me resultaba extraño y parcialmente desagradable (lo cual era una mejora respecto al rechazo visceral de la primera vez). Me excitaba pensar en ella y… haberle sido capaz de causarle un orgasmo. Me sorprendí al pensar en ello: me gustaba que se corriese por mí. Si buscaba incluso más dentro de mí, me gustaba que se corriese en mi boca , por extraño que pudiera parecer.
Todo eso no cambiaba el hecho de que debía sentarme en ese trono helado… y que era mejor que lo hiciera antes de que me encontrasen levantado. Cuidadosamente me descalcé —pensé que no era adecuado estar calzado en un sitio así—. El suelo ya fue una desagradable sensación, pero nada comparado a lo que me esperaba. El metal estaba tan frío que se pegó a mi espalda cuando la apoyé en su respaldo. Me encontré incluso tiritando, pero poco a poco me forcé a adoptar la posición. Mis pezones se habían puesto duros como piedras y, en general, tenía toda la carne de gallina. La trenza anal quedaba colgando en el espacio entre las piernas, que estaban elevadas, si bien no tanto como en un paritorio. La cara interior de cada nalga también quedaba al aire, porque todo el peso de mi cuerpo descansaba sobre los muslos. Apoyé los brazos en los sitios destinados a su reposo e intenté moverme lo menos posible. Poco a poco, mi cuerpo fue calentando el desagradable artilugio y llegó un momento en que, de no ser por la incomodidad de su dureza, casi podría haber estado a gusto.
Mi reposo acabó tan bruscamente como todo ocurría últimamente en mi vida: la puerta se abrió una mujer. Tendría los cuarenta y cinco cumplidos y ocultaba el paso de la edad tras una gruesa capa de maquillaje que no desentonaba ni resultaba demasiado estridente. Tenía el pelo rubio oscuro, rizado, y unos ojos castaños, muy mediterráneos. Sus cejas eran una tenue línea y su nariz recta y un punto grande. Vestía con colores llamativos, un escote significativo que dejaba ver gran parte de unos pechos grandes que habían conocido épocas mejores.
—¡Bueno, bueno, bueno! ¿Qué tenemos aquí? —se lanzó, en tromba— ¡El último capricho de Venus, seguro! ¿Cómo te llamas, criatura? ¡No, no me lo digas! ¡Da igual! Seguramente ni tú mismo lo sabes.
—Mi nombre es Carlos —dije, intentando sacar algo de dignidad en medio de todo.
—Claro, claro, querido… Veamos lo que tiene la jefa planeado para ti —tecleó algo en una pared que hasta ese momento me parecía como las demás, pero que contenía un monitor táctil— Ajam… Ya veo… Ya… Ajam… —murmuraba para sí.
Yo no tenía ni idea de lo que se estaba fraguando, pero me temía que no me iba a gustar. Como todo.
—¿Quién… quién eres? —alcancé a preguntar.
—¿Yo? Soy María Victoria, la esteticista personal para las adquisiciones de Venus. ¿No estás contento?
¿Por conocer su nombre? Pues no especialmente… pero estimé que era más prudente callarme. En algún sitio detrás de mí se empezó a oír ruido de instrumental, pero estaba fuera de mi alcance visual.
—¿Sabes? —continuó— Venus y yo nos conocimos hace años, incluso antes de que me contratase en exclusiva. ¡Es una mujer única! Bueno, supongo que eso ya lo sabes tú —rió estridentemente—. Y no, no me refiero a su físico. ¿Impresionante, eh? Seguro que a estas alturas ya lo conoces bien, que eres su maridito… En fin, vamos a ponernos con lo que hay que hacerte…
—¿Qué es lo que hay que hacerme?
—¡Chissst! Ya lo sabrás cuando lo haga. Ahora cierra los ojos, encanto.
La obedecí, no sé por qué y, de repente, con un sonoro chasquido, unas abrazaderas metálicas atraparon mis miembros, dejándome efectivamente atado a la silla.
—Así mejor. Algunos de vosotros intentan escapar o ponerse violentos, ¿sabes? Por eso Venus añadió estos dispositivos de seguridad. Loada sea.
Volvió a entrar en mi campo visual. Llevaba en las manos un frasco con algún tipo de sustancia. Se había puesto unos guantes de látex grueso, como el de los médicos forenses, que le llegaba hasta el codo.
—¡Vaya! —exclamó, poniendo los brazos en jarras—. Veo que ya te han puesto la cosita para que no te toquetees. ¡Todos con la misma historia! Los hombres no podéis estar quietecitos, supongo. Bueno, eso lo vamos a solucionar ahora mismo.
De algún lugar extrajo una llave y accionó el seguro del cinturón, que se abrió con un “clic”. En un momento, mi pene, libre de su prisión desde hacía varias horas (¿cuántas?; había perdido la cuenta) se endureció, lo que hizo gracia a la mujer.
—Lo dicho: tan previsible como todos. A saber lo que ha visto Venus en ti…
Canturreando y con la ayuda de un pincel, empezó a extender la sustancia del bote por todo mi cuerpo. Desde debajo de los ojos hasta la punta de los talones, pasando por mi pubis y mis huevos. Por un momento fue una sensación intensamente placentera en esa parte de mi cuerpo, tan necesitada de atención. No era lo mismo que estimular mi polla, pero dada mi necesidad, debería servir.
—¿Qué es eso? —le pregunté.
—Ya habrás visto que a tu esposa no le gustan mucho los pelacos. Vamos, el vello corporal. Pues esta crema lo destruye para siempre. Donde te haya tocado, te ha destruido los folículos. Además, como efecto secundario, aumenta casi un cincuenta por ciento la sensibilidad de la piel.
—Algo así no existe —le disparé, muy seguro de mí—, si no, la gente no se gastaría el dinero en carísimas sesiones con láser y otros tratamientos.
—Hay muchas cosas que tú no crees posible y que aquí lo son. La tecnología está en algunos aspectos bastante más avanzada que en el resto del mundo. Y ahora, ¡a callar! Dejemos que la poción mágica actúe.
Por todo mi cuerpo, poco a poco, comenzó una sensación hormigueante que se convirtió al poco en un picor intenso. Atado en la silla de metal no podía retorcerme ni rascarme pero, al menos, había dejado de pasar calor: el picor se convirtió en un ardor tan pronunciado que estuve a punto de romper a llorar.
—¡Esto es insoportable! —acabé por gritar.
—Sí, sí que debe serlo, criaturilla… Hasta ha bajado tu erección. Menos mal, porque me resultaba molesta.
Hasta ese momento no reparé en que, no solo me estaba viendo desnudo una perfecta desconocida que me doblaba la edad, sino que estaba causando sobre mi cuerpo algunas modificaciones irreparables: me podía ir olvidando de tener barba, pelos en las piernas, en las axilas, etcétera. De acuerdo que Venus me había dicho que no iba a correrme más, pero eso era algo puramente de palabra. Sin el cinturón de castidad, podría tocarme (como de hecho pretendía hacer), pero la ausencia total de vello corporal era un paso más. Con un escalofrío prensé en las criaturas andróginas que había visto. ¿Quizá estaba destinado a volverme como ellos? ¿Eso era lo que me esperaba? No lo creía. Por un lado era cierto que me vestía como ellos y que de mi culo salía el mismo juguete (si bien más delgado), pero por otro, era mi esposa la dueña de todo aquello. Aquellos eran sus sirvientes. Incluso esta María Victoria que se permitía burlarse de mí con total crueldad y que me tenía atado a la silla.
—Bueno, vamos ahora con tu culito —dijo—. Vamos o, como lo llamaría la jefa, “tu nuevo sexo”.
Se rió de nuevo. Luego accionó un dispositivo en la cabecera de la silla de tortura y todo se volvió aún más incómodo. En un instante me encontré mirando al techo mientras mis piernas se elevaban y mi ano quedaba perfectamente horizontal. Me encontré sentado como un astronauta antes del despegue, con las salvedades del artilugio en que me encontraba, claro.
La mujer agarró el instrumento que me ceñía las entrañas y, sin ninguna ceremonia, lo extrajo de un estirón. Temí que el intestino hubiera salido con ello. Aullé de dolor.
—Vamos, vamos… qué exageradito. ¡Un parto tendrías que tener y entonces me cuentas! Además, cosas más grandes van a entrar por ahí. Y más rápido.
Desde luego, no estaba contribuyendo a mi tranquilidad. Ni un poquito. No es que no sospechase que Venus me iba a taladrar antes o después con su herramienta descomunal —de hecho, así me lo había dicho—, pero prefería no pensar en ello.
Sin el artefacto que llevaba tantas horas en mí, me sentía de repente vacío por dentro. El culo parecía no cerrarse y, por un momento, desee volver a tenerlo dentro en vez de disfrutar de mi breve libertad. Al poco, ya empecé a acostumbrarme a lo que debería ser mi estado normal. Mi tranquilidad duró poco.
—No tienes pelos en la zona anal ni en el perineo. Estupendo. Pero no nos podemos arriesgar, ¿sabes? Aún eres joven y, cuantos más años tienes, más vello sale. Así que vamos a aplicar también nuestra medicina ahí. Pero antes, usaremos un blanqueador en esa zona. Venus ha decidido que seas más bien blanquito de piel, así que eso vamos a hacer. Le gusta el contraste con tu cabello oscuro.
El supuesto “blanqueador” no fue molesto (aunque también lo aplicó por mi pene con tal delicadeza que no logré estimularme), pero el destructor de folículos me hizo arder al poco tiempo. Hubiera llorado de no considerarlo algo poco masculino.
—Bueno, ahora te dejo. Las cremas tienen que actuar un rato.
Salió de la habitación y me dejó sin ningún estímulo para distraerme de la tortura de picazón y ardor que me embargaba.
No sé el tiempo que debió pasar antes de que alguien más entrase. Con mi mirada perdida en el techo no pude saber quien hasta que se paró justo delante de mí. Era Yuan, con una sonrisa en los labios.
—Hola. Voy a ser tu guía en lo que respecta a tu higiene personal. Atiéndeme, por favor.
Sus gestos, sus andares, su mirada, todo me hacía pensar que era una mujer. Incluso a pesar de su ausencia de curvas. Hay mujeres que no tienen apenas pecho ni caderas. No sabía con qué género referirme.
—Estoy un poquito incómodo para atenderte bien.
—Tendrá que valer. Ahora escucha —seguía sonriendo, pero en sus ojos rasgados había un destello de dureza, o me lo había parecido a mí—. Es importante que aprendas a tener tus entrañas limpias. No creo que te guste saborear mierda cuando tu chica saque su rabo de tu ano. Por eso, es importante que aprendas a aplicarte lavativas.
Un momento… ¿lavativas? La miré con cara de sorpresa, pero no dije nada.
—Este instrumento —me enseñó un conjunto de tubos flexibles que por un lado tenían una bolsa y por otro una pequeña sonda anal— te lo deberás aplicar cada mañana y, dependiendo de cómo lo vayas viendo, quizá una o dos veces más al día. Lo importante es que todo tu recto quedé inmaculado. Al principio podremos empezar con medio litro, pero poco a poco deberás aguantar hasta dos litros en tu interior. Por tu bien.
Dudaba mucho que fuera por mi bien, pero no podía discutir. Ya vería si lo hacía… No estaba diciendo que fuera mi obligación. Tan solo una recomendación.
—Hoy haremos la primera práctica. Para eso estás ideal en esta postura. Ya lo verás.
Salió de mi campo de visión, pero pronto sentí su presencia entre mis nalgas. Di un respingo cuando introdujo el extremo del tubo en mi interior. Un momento después, noté como el líquido, afortunadamente tibio, me llenaba.
—Esto no es solo agua —me explicó—. Tiene una solución jabonosa para contribuir a tu limpieza y un complemento vitamínico de absorción rápida a través de la mucosa intestinal. No se te ocurra derramar ni una gota —amenazó al final.
Estaba incómodo. Sentía que mi estómago se había distendido, aunque no podía ser nada más que el tramo final de mis tripas. Yuan metió una especie de pequeño tapón que selló efectivamente mi conducto. Así, a la comezón de todo mi cuerpo, se unió el dolor en mis adentros.
—Volveré dentro de un rato. Hasta entonces más te vale aguantar. Además, así refuerzas tus músculos anales, ahora que aún te funcionan —suspiró, mientras acariciaba su larga y gruesa trenza anal. Supuse que ella, la pobre, ya estaba más allá de eso.
No estuve mucho tiempo solo. Entro un hombre, oriental. No cruzó una palabra conmigo. Me puso un antifaz, con lo que intenté agudizar mi oído. Parecía que estaba jugando con mis pezones, lo que me hacía sentir profundamente incómodo. Una cosa era Venus que, rabo aparte, era el epítome de la feminidad y otra un hombre. De repente, un dolor agudo atravesó cada una de mis tetillas, acompañado de un ruido como de grapadora. Un instante más tarde, empezó a toquetear mi nariz. Intenté pelear con él, pero fue inútil, atado como estaba. El dolor en mi tabique nasal fue aún mayor. Por mis ojos caían lágrimas como puños, acto reflejo del daño en la zona. Cuando se retiró, algo frío y metálico se apoyaba en mi labio inferior. Devolvió la luz a mis ojos y se fue, dejándome con otro problema del que preocuparme ¿Qué me había hecho?
A pesar de mis esfuerzos, fue incapaz de descubrirlo. Los pezones y la nariz me escocían sobremanera, tanto que estuve a punto de perder el control del esfínter que apretaba el pequeño tapón anal que Yuan me había puesto. Afortunadamente, la quemazón de todo mi cuerpo empezaba a disminuir.
¿Cuánto rato me iban a dejar ahí, consumiéndome entre dolores y sufrimientos?