Una diosa llamada Venus. Capítulo 12
Carlos entra a la casa y conoce a algunos seres andróginos.
12.- UNA CASA PARA UNA VIDA.
Me quedé con la boca abierta nada más bajar. Eso no era una casa. Ni siquiera un palacio: aquello era todo un complejo residencial dedicado exclusivamente a mayor gloria de mi mujer. Detrás habíamos dejado una estatua gigante en mármol que la representaba en toda su gloria y magnificencia. Tenía marcadas las señales del paso del tiempo. Si me hubieran dicho que era romana o griega me lo hubiera creído de no ser por la obviedad que Venus, joven y preciosa, estaba justo a mi lado y no llevaba dos mil años muerta. Además de que en aquella remota parte del mundo era poco probable que se hubieran construido ese tipo de reliquias.
Delante, había un gigantesco estanque con peces de buen tamaño que estaba limpiando un señor con librea del servicio de la casa. A su lado había una especie de ser andrógino de unos cuarenta y tantos, vestido con la misma camisa blanca que yo. Salía de su culo lo que solo podía definir como una gruesa maroma de barco. Si eso era señal de lo que tenía dentro, rogaba por no llegar yo nunca a esos extremos. Supuse que sería otro que había corrido mi misma suerte, pero no podía saber si era varón o mujer en su origen. Si tenía pechos, eran tan pequeños que no se notaban, pero sus rasgos eran más femeninos que masculinos, salvo por la ausencia total de pelo en las partes visibles de su cuerpo. Tampoco pude decir si tenía rabo o no y, en tal caso, si lo llevaba ceñido por un cinturón de castidad como el mío. Estaba ayudando al jardinero, acercándole las herramientas y el capazo en el guardaba las hojas muertas que sacaban del lago.
El edificio principal, al que nos dirigíamos, tenía una impresionante fachada neoclásica, con un pórtico de columnas de orden dórico. Tres filas de dieciocho elementos cada una y una altura de al menos cinco pisos, frontispicio aparte. Todo el lugar bullía de vida. Hombres, mujeres y bastantes más de esas personas vestidas como yo. Eran bastantes los casos en los que no podía diferenciar su sexo. A la izquierda y a la derecha se extendían las instalaciones, con otros edificios más pequeños y más convencionales.
—Me encanta esa cara que se os pone a todos cuando veis por primera vez este lugar. Solo por eso ya merece la pena —se rió. Yo ni siquiera la había visto mirarme—. Tu inocencia me pone muy, muy cachonda —susurró, a modo de promesa, tras acariciarme el mentón—. ¡Vamos dentro! Tengo ganas de volver a follarte tu boca y luego te irán explicando poco a poco cómo funciona todo aquí.
Los dos andróginos que habían acudido a recoger el equipaje (de mi esposa, yo no tenía nada más que mi camisa blanca) no hicieron gesto alguno si la explícita referencia sexual les había impactado.
—Vamos, sígueme —me dijo, mientras sus sirvientes acarreaban sus numerosas maletas.
El interior de su casa estaba forrado de maderas nobles, con mármol de Carrara en suelo y columnas y apliques de plata y hasta oro. Recargado, con un punto de estilo Rococó.
—Yuan, Kwanza, llevad al pajarito a su habitación. Quiero que se encarguen de él en cuanto esté el taller de estética preparado.
—¿Taller, Venus? ¿O quirófano? —alcancé a preguntarle con apenas un hilillo de voz, que pensé que tal vez ni siquiera me oiría, pero lo hizo.
Rió abiertamente, como solía.
—Ya te he dicho que no es tu labor en la vida hacer preguntas. ¡Tienes mucho que aprender, pequeño! Pero es normal. Nadie ha nacido con todo el conocimiento imbuido, ¿verdad? Pero bueno, para tu tranquilidad te diré que no, no es ningún quirófano. Puedes estar tranquilo —y cuando ya casi había respirado aliviado, añadió—: de momento.
Me sentía muy sobrepasado por todo y, sin embargo, solo sabía dejarme llevar dócilmente de un sitio a otro. Miré un momento sus ojos negros como el azabache y entendía por qué hacía todo aquello: era por amor. Así de sencillo, así de directo: la amaba y ella me correspondía. Estaba seguro. No podía ser de otra forma. Ella también sintió algo en ese momento de miradas encontradas y decidió demostrármelo. A su modo, claro.
—¡Espera un momento…! Pajarito, ven aquí.
Me acerqué de nuevo a su lado. Vivía por sentir su calor.
—Te he dicho lo que cachonda que me ponías, ¿a que sí? ¿Has olvidado la promesa que te he hecho afuera? No, no… Si yo tengo ganas de follarte la boca, tú has de adelantarte a mis deseos… Ha de ser así para que seamos un matrimonio feliz —a veces, solo a veces, me parecía notar un descarado tono de burla—. Arrodíllate. Ahora.
Estuve tentado de hablar. De decirle algo. De implorarle que no lo hiciera delante de todos sus criados, los andróginos, los hombres y las mujeres. Una de esas últimas, vestida con un tradicional vestido de sirvienta francesa, limpiaba el polvo de las estatuas del recibidor. El gesto, de repente adusto y terrible, de mi media naranja me hizo replanteármelo y me apoyé sobre mis rodillas. Un instante después, su rabo, grandioso y erecto, surgió como por encanto de su falda, arremangada. Mi posición tenía que ser cuidadosa para no clavarme hasta el estómago el incordiante falo que rellenaba mi recto. No podía reposar del todo, con lo que todo mi peso descansaba sobre los músculos de las pantorrillas.
Al contrario que otras veces, ni siquiera intentó ser amable. Tenía prisa y tenía deseo de correrse. Un instante después, el primer cuarto de su polla entraba y salía de mi boca, abierta al máximo para poder encajar ese miembro más propio de un caballo que de un ser humano.
—Había pensado en besarte —me explicaba, mientras jadeaba de placer—. Sabes que me encanta mi lengua dentro de tu cuerpo… pero después pensé que esto es una señal de amor más profunda… y no solo porque llegue más adentro de tu boca —medio rió—, sino porque es una señal más de tu adoración por mí y porque que te permita beberte mi semen espeso es una de las más grandes pruebas de lo que quiero. Quizá ahora no lo entiendas, pero lo harás.
Mientras tanto, yo luchaba para no ahogarme, por ceñir mis labios al tronco de su pene —algo relativamente fácil— y, sobre todo, para que mis dientes no rozaran su delicada piel sexual. Estaba seguro de que no le sentaría bien. Eso era bastante más complicado, dadas las dimensiones.
Tan concentrado estaba en mi tarea que hasta después de un rato no noté mi excitación. Mi propia colita estaba peleándose contra el cinturón de castidad… y perdiendo la batalla miserablemente. No lograba ponerse ni siquiera un poco erecta. Claro que eso no evitaba que mis fluidos preseminales goteasen desde la puntita, cayendo al suelo de gota en gota y formando un pequeño charco.
Poco a poco mis mandíbulas acusaban al esfuerzo de ser follado por la boca, pero eso no era nada comparado con el fuego que recorría mis canillas, obligado por la poco cómoda postura. Dos veces intenté usar las manos, bien para agarrar las nalgas de mi amada, bien para apoyarlas en el suelo y las dos veces me las retiró sin miramientos: Venus quería verme sufrir así.
—Te gusta que te penetre la boca con una polla de verdad ¿a que sí? —farfullaba, en pleno éxtasis—. Nada que ver con eso que tú llamabas así hace tan poco tiempo. Por eso no la usarás más. No te lo mereces. Has nacido para complacerme, incluso si no lo sabías. Eres mío, pajarito. Eres mi juguete.
Había puesto sus manos detrás de mi cabeza y la usaba como un receptáculo. En esos momentos yo no era un ser humano para ella (si es que alguna vez lo fui), sino un mero consolador gigante.
—Te estoy respetando porque eres mi marido y te amo. Por eso no está ahora mismo mi glande acomodado en tu esófago, pero eso va a cambiar. Igual que tu culo se abrirá, del mismo modo tendrá que hacerlo tu garganta. ¡Ya lo verás! ¡Y lo desearás!
Yo dudaba mucho que pudiera llegar a desear esas cosas tan humillantes, tan alienantes para un hombre, tan —sospechaba— dolorosas.
—Oh, sí, mi pequeño amante. Eres y serás mi juguete sexual. ¿No estás contento? ¿Cambiarías tu decisión? ¿Volverías atrás y no te enamorarías de mí?
No esperaba respuesta alguna. Estalló de placer en mi boca. Sus choros de lefa, pastosos y sobre todo copiosos, muy copiosos, me llenaron. Advertido por mis anteriores experiencias, empecé a tragarlos, muy a mi disgusto, a medida que se iba ordeñando en mí. No era concebible que nadie pudiera eyacular tantísimo habiendo pasado tan poco rato desde la última vez. Eso no era humano y parecía una manera más de establecer su dominio sobre mí. Y eso sin contar que, desde la boda, no había probado más bocado que su semen. Nada sólido. Como ella me había dicho y yo no quería creer.
Cuando acabó, dejándome lastimado en boca y piernas y de nuevo con el sabor de su semilla pegado a mi garganta, como un recordatorio de su dominio sobre mí, se guardó su trasto entre las piernas como si nunca hubiera aparecido. Por fin pude apoyarme y quedé en una postura parecida a las cuatro patas, con cuidado de no apoyar las nalgas sobre el suelo en ningún momento. Cuando levanté la vista, ella se retiraba, con su bamboleante culo alejándose de mí.
A mi lado quedaron los dos andróginos. Yuan era una delicada criatura asiática, de ojos rasgados y piel pálida, más blanca que amarilla. Tenía la nariz pequeñita y aplastada y un pelo largo, profundamente negro y brillante. Como todos los de su clase era bajito. Poco más de metro cincuenta y eso a pesar de sus tacones de fina aguja. De no ser por la ausencia de curvas, hubiera pensado que era una mujer. De su culo salía una trenza de unos cuatro dedos de grosor, del mismo color que su cabello.
Kwanza era negra, muy oscura. Solo el blanco de sus ojos, grandes y almendrados, destacaba en su cara, dado que tenía la boca, de gruesos labios, cerrada en un ademán serio. Me pareció ver un punto de envidia en su rostro. No tenía nada de pelo en su cuerpo, por lo demás musculoso y casi de mi altura, con metro setenta sobre sus pies descalzos. Era totalmente calva también. Ni cejas tenía, aunque sorprendentemente una especie de bultos en su pecho me hicieron pensar que quizá fuera una mujer muy masculina. Colgaba de su trasero lo que parecía una crin rizada y suelta, de pelo totalmente albo, al menos tan gorda como mi antebrazo, quizá más.
—Vamos, acompáñanos —dijo Yuan, después de unos segundos en los que intenté recuperar mi aliento—. No podemos perder mucho tiempo. Hay mucho que hacer.
Finalmente le hice caso. Llegué a ver a Venus subir la impresionante escalinata central. Cuando me atreví a mirar alrededor, a nadie le parecía extraña la escena que había tenido lugar. La sirvienta seguía limpiando, los mayordomos supervisando, el trajín del servicio ininterrumpido. Quizá vi un poco de celos disimulados en algún otro de los andróginos, pero nada más.
Me condujeron hacia el ala izquierda del edificio. Después de cruzar una galería acristalada, transitamos por un pasillo decorado con frescos y tapices de estilo Barroco. A ambos lados había puertas cerradas. Solo alguna estaba ocasionalmente abierta, pero a duras penas pude atisbar algo de su interior. Descendimos por una escalera y llegamos a un sótano sin luz natural. Al final, entramos en una estancia que parecía una mezcla entre la consulta de un dentista, la de un ginecólogo y un salón de belleza.
—Siéntate ahí —me indicó la oriental—. Pronto vendrán a trabajar contigo.
El artefacto era una especie de silla de estomatólogo pero, en vez de acolchada, de metal desnudo. Las piernas quedaban separadas, dado que el asiento para las posaderas era casi inexistente, necesario si no debía clavarme el tapón anal.
Me dirigí hacía allí cuando Kwanza, con una voz más grave que su compañero, aunque no masculina, me habló.
—¿Pero qué haces? ¡Tienes que desnudarte!
Me quedé paralizado. El metal tenía que estar helado. La africana no tuvo paciencia: se acercó a mí y, de un tirón con sus musculosos brazos, me dejó como Dios me trajo al mundo.
—Así es como debe ser. Ahora siéntate.
Salieron, cerrando tras de sí. Sospeché que nadie se tomaría muy bien que las siguiese, así que decidí obedecerles.