Una diosa llamada Venus. Capítulo 11
Primer contacto con el país de Venus
11.- EXTRAÑAS COSTUMBRES EXTRANJERAS.
Lo de “un asiento” era una cruel ironía o quizá una manera de ir enseñándome mi lugar en la vida. Me sentía terriblemente extraño con cada paso que daba con ese objeto extraño alojado en mi recto y la trenza que salía del mismo, que me impedía sentarme. Donde yo esperaba encontrar una butaca con un agujero perforado, lo que había era una especie de ataúd vertical con varias correas que cruzarían mi cuerpo.
—Tus tiempos de sentarte han terminado hace un rato, pajarito —me dijo Venus, con una mirada divertida. Esta será desde ahora tu manera de viajar, salvo que necesite otra cosa de ti, como que me comas la polla durante el vuelo o cosas parecidas. De todas formas, tú vas a viajar poco de ahora en adelante.
—Pero… aquí tampoco puedo colocarme. El… —estuve a punto de decir “rabo”, como si se tratara de un perro o de un caballo—, la cosa esta chocará con el fondo de todas formas. Además, estaría de espaldas al avance del avión.
Rió, en voz alta y un buen rato. Creo que incluso percibí un gesto divertido en sus sirvientes durante un breve instante.
—Pero, tonto, ¿crees que has de poner ahí la espalda? ¡Lo que tienes que apoyar es el pecho, mendrugo. Hazlo para que te puedan asegurar para el aterrizaje.
Inseguro, me apoyé como me habían indicado, con la frente contra el duro aluminio forrado de terciopelo y el torso empujando contra el fondo del artilugio. Casi al instante, unos brazos fuertes empezaron a asegurar las correas, de manera que en unos segundos me quedé totalmente inmovilizado. Mis propios miembros estaban encajados en unos rebajes ad hoc practicados sobre el metal.
Cuando pensaba que la cosa no podía ir a peor, una mano levantó la camisa blanca y dio una cachetada en mi nalga desnuda. Si hubiera podido mover siquiera un poquito mi cabeza, me la hubiera golpeado contra el aluminio por la sorpresa. La carcajada y caricia posterior en el cachete dolorido me indicó que había sido mi esposa la autora de tal abuso.
—Así estás perfecto, cariño —la oí, junto a mi oído. Un momento más tarde deslizó dentro de mi oreja su lengua, causándome escalofríos de placer que se transmitieron a mi verga, sujeta dentro de su tubo irrompible, por lo que no llegó a ponerse dura.
Sus pasos firmes y seguros sobre los tacones habituales que gastaba me rodearon y, para mi alivio, abrió una compuerta delante de mis ojos.
—Como ves —me explicó—, estos cacharros vienen equipados con todo tipo de adelantos. Ahora debo dejarte y ocupar mi propio asiento. Ya sabes, la seguridad lo primero.
Y de esa guisa tomamos tierra, con mi culo relleno del tapón anal, que aún me palpitaba a su alrededor, el sabor de la orina en mi garganta, diluyéndose poco a poco (no así el de su semen) y un montón de dudas y miedos en mi cabeza. Mi campo de visión abarcaba tan solo la pared que separaba la cabina de la zona de pasajeros. Aunque aguzaba mis oídos, los ruidos no eran diferentes a los de cualquier otro vuelo.
—Una pena que no puedas ver la belleza de mi isla desde ahí, pajarito —dijo ella—, pero la seguridad es lo primero, ¿no crees?
Cuando el avión se detuvo, me liberaron de mi curiosa prisión. Venus estaba espléndida. Sobre unos altos tacones que me dejaba aún a mayor distancia de su cabeza, llevaba su melena profundamente negra suelta, ondeando a cada paso. Cimbreaba su trasero, ceñido en una ajustada falda hasta la rodilla y su increíble busto parecía tener vida propia en las partes libres de su generoso escote. Su atuendo era más formal y menos sensual de lo que me tenía habituado pero, aún así, me volvía loco como solo mirarla. Si mi polla no hubiera estado aprisionada en su celda constrictora, se hubiera puesto dura solo con mirarla. Quizá el cinturón de castidad no era tan mala idea después de todo…
Solo nosotros dos bajamos del aparato. Una bofetada de calor húmedo me recibió en cuanto puse un pie en la escalerilla y el sol me bañó con su luminosidad intensa. Era un aeropuerto muy pequeño, nada que ver con los monstruos masivos que conocía en mi país. Apenas media docena de aviones aparcados, todos pequeños, privados. No parecía ser un sitio con mucho turismo.
Había hombres y mujeres normales, de todas las razas y colores, con una cierta tendencia hacia los rasgos de la Polinesia. También había otros, como yo, menudos y delgados, vestidos con la misma camisa larga blanca, adecuada para el calor reinante. Del culo de alguno salían trenzas finas parecidas a la mía, pero la mayoría tenían trabajados diseños capilares, en ocasiones con tanto pelo que me daba miedo siquiera pensar lo que debían tener encajado en sus traseros.
Además, había un porcentaje sorprendentemente alto de mujeres grandes, blancas y de pecho gigantesco. Auténticas amazonas como mi señora esposa. Eso me indicaba que Venus no era única. No era un transexual al uso, sino algo más que entonces ni siquiera podía imaginar. Tan solo sospecharlo.
—¿Qué te parece mi isla, pajarito?
—Sorprendido, Venus. No sabía que algo así existiera.
—Tampoco necesitas saber mucho más. Para ti yo soy el principio y el fin, todo lo que has de conocer y, créeme, me vas a conocer muy bien.
La forma en la que lo dijo me resultó al mismo tiempo excitante y terrible. Empezaba a darme cuenta de en lo que me había metido y, lo que era peor, por mi propia voluntad: con una especie de consolador en el culo, un cinturón de castidad, obligado para siempre a renunciar a mis orgasmos, en un país extraño y con una mujer que tenía más rabo que yo. ¿Qué podía empeorar?
El coche que nos condujo pertenecía a su servicio personal. Lo conducía un tipo de piel oscura como el ébano y cabeza afeitada. El lado posterior derecho tenía un tradicional asiento, pero el izquierdo tan solo un cojín en el suelo.
—Arrodíllate ahí mientras vamos a casa. Es tu sitio.
Pensé en desobedecerla pero, después de haber sido amarrado en una caja de aluminio dentro de un avión, después de tener una trenza saliendo del culo, tampoco veía otra opción que obedecer. ¿Siempre había sido tan manso, sin fuerza de voluntad? Porque no era solo amor… era algo más lo que me impulsaba a hacerle caso sin reflexionar siquiera.
El viaje en esas condiciones no era nada cómodo, a pesar de que el chofer realizaba su trabajo de manera impecable.
—¿Aún tienes en tu garganta mis sabores? —me preguntó al poco de arrancar.
Tragué saliva para comprobarlo, lo que le hizo gracia.
—Tu semen sigue ahí —le respondí, un tanto incómodo—, pero el de la orina ya no lo noto.
—Eso es bueno. Me ha gustado que buscaras en tu esófago las sensaciones. Estás aprendiendo rápido, pajarito. Dime —cambió de tema radicalmente— ¿estás contento con tu nueva vida? Aprovecha porque es una de las pocas veces que podremos hablar de igual a igual.
¿Ella consideraba de igual a igual tenerme arrodillado a su lado, tener que mirar hacia arriba? Apenas era capaz de ver sus ojos como carbones encendidos por encima de sus gigantescos pechos, que eran los que oscurecían casi toda su cabeza desde mi posición. Como no contesté, continuó hablando:
—Venga, no seas tímido. Pocas veces vas a poder hacerlo como hoy. ¿No estás contento de lo feliz que me haces? La verdad es que verte ahí, arrodillado me dan ganas de follarte la boca y llenarte bien de leche de nuevo, pero la pena es que no tenemos tiempo. Estamos cerca y tú todavía no has aprendido a chuparme la verga para hacer que me corra en cinco minutos.
Lo dijo de una manera tan casual como quien habla del tiempo. Yo busqué con la mirada la nuca del conductor, pero no reaccionó. Como era normal, al parecer, en sus criados.
—Venus, lo cierto es que me siento muy humillado… No es que no me gusta complacerte. Ya sabes que sí… no es eso —ella me miraba atenta, sin burlarse—, pero de ser un hombre heterosexual, esperando penetrar a mi mujer en la noche de bodas, me has convertido en un comepollas, dices que no voy a poder tener ni un orgasmo más en mi vida y, además, me has metido un cacharro en el culo que todo el mundo puede saber.
Me acarició el mentón con el mismo gesto que haría alguien a un niño o a un perro especialmente obediente.
—Lo que dices no es totalmente correcto, pajarito… No eres un comepollas: eres mi comepollas. La diferencia es notable. Soy una mujer especial, ya lo sabes, pero no un hombre… claro que tú tampoco eres demasiado masculino. Mírate… Eres algo… algo diferente. Algo entre medias. Quizá como yo, pero de otra manera. Pero eso es precisamente lo que me enamoró de ti, ya te lo he dicho. Quizá no lo veas, dado que en tu cultura no es exactamente así, pero solo te estoy mostrando amor, mucho amor. Estás destinado a grandes cosas a mi lado.
Pasó un dedo por mi columna que me causó un escalofrío de placer.
—Que no tengas orgasmos no quiere decir que no vayas a disfrutar… tan solo es que tienes que disfrutar a través de mis orgasmos, no por tu ridícula y prescindible cosita. Es otra cosa que irás aprendiendo. En cuanto a tu dilatador anal, aquí es normal en los de tu clase. Nadie te va a mirar mal ni va a hacer comentario alguno por ello. Los murmullos serían si no lo llevases. Además, poniéndonos en lo práctico, ya sabes que mi rabo no tiene nada que ver con el tuyo. Ya de por sí le costará abrirse camino en tu culo. Si no te preparo antes, te podría desgarrar de tal manera que podrías hasta morir. Y eso que tenemos la medicina más avanzada del mundo.
El estremecimiento cambió a uno de miedo, acompañado por un breve sudor frío: no solo amenazaba mi masculinidad, sino que mi propia integridad física podía estar en juego.
—Tu vida en todos los sentidos me pertenece ahora, pajarito —me explicó, muy seria pero no enfadada—. Eres mío. Aquí no tienes más derechos que los que yo te dé. Ten mucho cuidado con lo que hablas y a quién: no sabes si estás cometiendo una ofensa… y aunque soy poderosa, contra ciertos aspectos de nuestra justicia no puedo luchar. No querría verte acabar colgando de un soga. No a ti, que eres lo que he buscado tanto tiempo. Me importas mucho, pequeño. Por eso, ante la duda, baja la cabeza y actúa de manera sumisa. Así nunca te equivocarás. ¡Oh! Ya estamos llegando —se ilusionó.
Al girarse hacia la ventana, sus pechos gigantescos rebotaron y su baile me hipnotizó un rato. Desde mi posición, arrodillado, no podía ver nada. Oí una verja abrirse y posteriormente cerrarse y aún así el vehículo tardó cinco minutos en detenerse. Eso me indicaba que la propiedad debía ser inmensa.
—Baja —me ordenó, cuando alguien abrió la puerta.
Tragué saliva: fuera lo que fuera lo que había de pasarme, iba a ser allí.