Una diosa llamada Venus. Capítulo 10

Carlos conoce cual va a ser el atuendo que tenga que vestir al aterrizar

10.- ATUENDO PARA UN PAÍS DESCONOCIDO

—Bueno —me dijo, tras mirar su reloj, una vez que dio cuenta hasta del último sorbo de zumo—, ya debemos de estar llegando. No está muy bien visto que vayas desnudo por el aeropuerto, así que tendrás que llevar algo encima, ¿no piensas?

No podía estar más de acuerdo. Lo de ir desnudo, como me había advertido que sería lo habitual, no me parecía la perspectiva más acogedora del mundo.

—Enseguida los sirvientes te traerán algo de ropa. Mientras tanto, tendremos que hacer algo con tu cosita, ¿no crees? No es cuestión de que vayas apuntando hacia delante por la calle. Resultaría ligeramente incómodo.

¿Qué pretendería? Aunque no había perdido la ilusión de correrme alguna vez, no me hacía especiales ilusiones aquella mañana. Aún tenía su orina y sus semen pegado a mi garganta, me había usado, me había excitado después, teniendo especial cuidado de no darme demasiado placer y ni siquiera me había dado nada que aliviara ni una ni otra sensación.

—Venus, ¿podría beber un poco de agua?

—¡No me digas que tienes sed! —Rió, tras mirarme con sus perfectas cejas arqueadas bien alzadas, en señal de media sorpresa—. Con todo lo que has bebido, me parece extraño.

Quise mentirle. Quise decirle que, efectivamente, era la sed lo que me acuciaba… pero no pude. Era incapaz de ello. Absolutamente

—No es eso, mi amor… es tan solo que… el sabor…

—¡Acabáramos! —volvió a reír—. Anda, ven aquí, criaturilla…

Acudí a su lado y me senté junto a ella en la cama, de nuevo. Vestía un suave camisón fino con un gran escote y la marca de sus rotundos pezones amenazando con rasgar la tela. Me revolvió el pelo y me dio un brevísimo beso. Yo sabía que no iba a meter su lengua en mi boca después de lo que me había hecho tragar.

—Ya sé que no tienes la mejor de las sensaciones en tus papilas ahora mismo. Dime… ¿qué te molesta más, mi pis o mi leche?

Dudé antes de responder. Seguro que la pregunta tenía trampa.

—El pis, Venus. Aparte de ser humillante, es uno de los sabores más desagradables que he probado nunca. No quiero ofenderte, ¿eh? Seguramente cualquier otro sabría igual de mal.

—Bueno, pues entonces eres afortunado, pajarito. La orina es líquida y su gusto pasará pronto. La lefa, en cambio, que es más espesa, se quedará mucho tiempo agarrado a tu garganta. A veces, horas después aún lo notarás. Claro, eso suponiendo que pases horas sin saborear nuevos aportes, que ya te digo que no va a ser lo más habitual. Por eso no te enfades si te beso menos de lo que hacíamos antes de desvirgarte… entiende que no tengo ningún interés en saborear ningún semen… Esa es tarea tuya, no mía. Pero seguiré haciéndote tan mío como siempre, para que te sientas igual de querido… la única diferencia será que te follaré la boca en vez de meterte la lengua… ¡Si lo miras bien, no es tanta diferencia!

¿Qué no era tanta diferencia? ¡Para mí era un abismo! Un beso es algo normal entre un hombre y una mujer, aunque sea la lengua de ella la que penetra pero… ¿una polla? ¡Por Dios, aún no era capaz de asimilar todo lo que me había pasado en mi noche de bodas!

—De todas formas, no creas que solo tengo interés en tu boca. ¿Qué clase de esposa sería si no quisiera un coito como es debido? —Lo comentaba como si fuera ella y no yo quien tendría que entregar sus agujeros—. El sexo anal es una de las experiencias más placenteras para mí… y es la única manera en que vas a conseguir algo parecido a un orgasmo… Bueno, ya sabes… nada tan intenso como eso, pero es todo lo que vas a lograr, así que aprenderás a buscarlo y desearlo. Lo que pasa es que, ya lo has visto, mi rabo es muy grande y no quiero partirte en dos. Además, ya habrás visto que mi capullo no es como ese champiñoncito tan redondito que tienes tú: le cuesta entrar. Por eso tengo que ir preparándote poco a poco. Anda, abre ese cajón y dame lo que hay en él…

Se refería a la mesilla, en la que se encontraba una especie de objeto periforme de goma negra. Mediría unos doce centímetros, a lo largo de los cuales se ensanchaba hasta el equivalente a tres de mis dedos. Luego se estrechaba de golpe, continuaba un par de centímetros y volvía a ensancharse, al modo de una especie de asa. De ahí colgaba una especie de trenza fina de color castaño.

—Esto —me explicó— es un tapón anal. Se introduce en tu ano y la trenza queda por fuera, como señal de que lo tienes en tu interior —la miré con cara estupefacta—. Ya… ya sé que es pequeño para el tamaño de mi rabo, pero por algo tenemos que empezar —comentó, malinterpretando, posiblemente con toda la intención del mundo, mi gesto—. Luego iremos cambiando a otros más grandes.

—¿Y quieres meter eso dentro de mí? ¿Cómo una… —me costaba decirlo— como una… polla?

—¡Por supuesto que no! —exclamó, tras unas risas—. Esto no es como un consolador, tontín. Esto es… como un dilatador. Lo vas a llevar dentro de ti la mayor parte del tiempo. Vamos, cuando no esté usándote o tengas que aliviarte. ¡Vamos a empezar! ¿Prefieres con o sin lubricante?

Era otra de sus preguntas diabólicas. Era obvio que no quería que eso entrase en seco en mí. Me destrozaría. Por otro lado, admitir que quería lubricante era una manera de aceptar que me iba a taladrar el culo con ello… algo que yo no quería de ninguna manera,  a pesar de que sabía que, simplemente, no podía oponerme a sus deseos.

—Vamos, pajarito… decídete o decidiré yo por ti. Creo que sin lubricación no iba a gustar. Estamos intentando precisamente enseñar a tu tercer ojo a que le quepa mi instrumento sin dañarlo demasiado… pero a veces me puede gustar ver cómo te retuerces mientras empujo la goma. No creas que no entrará: es todo cuestión de fuerza: al final, cederá.

Tragué dos veces antes de soltar con un hilillo de voz:

—…Con… con lubricación, por favor, Venus.

—¡Estupendo! —Se palmeó las rodillas— ¿Ves como no era tan difícil? ¡Vamos a ponernos a ello!

Me puso aquel asqueroso ingenio justo debajo de la nariz.

—¡Vamos, empieza a lamerlo! ¿Qué clase de lubricante esperabas? A lo largo de tu vida te voy a follar muchísimas veces y no siempre vamos a poder disponer de vaselinas, así que he decidido que tu propia saliva será la mejor sustancia. Cuanta más capa pongas, mejor te entrará. ¡Venga! ¡Que no tenemos todo el día!

Empecé a chuparlo, como quien lame una piruleta o algo parecido. El sabor era… de goma, ni más ni menos. No había nada erótico en ello. No para mí, al menos.

—Lámelo más. ¡Cojones, pajarito, que parece que te cobren por la saliva! ¡Escupe! Pon saliva en la lengua y déjala deslizarse. Cuanto más gruesa sea la capa, mejor va a entrar.

Para mi desgracia, no le hice el suficiente caso. Me aplicaba, pero no era capaz de entender la necesidad de llenarlo de babas, como si fuera un bulldog al que su amo le tienta con un filete.

—¡Suficiente! Vamos, ponte a cuatro patas. Aquí, encima de la cama. Con el culo hacia mí. Perfecto. ¿Ves? Cuando quieres, haces las cosas perfectamente… Vamos a ello.

Yo me temía, como la noche anterior, que algo parecido a sus dedos me abrieran, dañándome pero, en lugar, de eso, lo que tuve fue la sensación más maravillosa desde que estaba con Venus: su lengua se posó en mi ano. Comenzó a lamerlo, lanzándome oleadas de placer por todo mi cuerpo. Escalofríos subían por mi espalda hasta mi nuca y el corazón se me aceleraba. Tan estupenda era la sensación que volví a sentirme por una vez en paz por el mundo y, en pocos minutos de su incansable lamida, mi esfínter se regaló, hasta el extremo de que consiguió meter la punta de su lengua en su interior. Justo entonces pensé que explotaba de placer, aunque en realidad no ocurrió nada. Mi polla estaba tan dura como una piedra, con el capullo ya más morado que rojo, de la excitación que sentía.

Fue el momento que eligió para parar y hacerme comprender que había humedecido demasiado poco el juguete. Estaba diseñado para entrar fácilmente y quedarse en su interior, pero la falta de humedad me dolía.

—¡Me hace daño, mi amor! ¡Me estás destrozando!

—No, pajarito. No te estoy destrozando. Cosas mucho más grandes te entrarán antes de que acabe la semana. Esto va a entrar, sí o sí. En cuanto pase la pera todo será más fácil.

No hizo caso de mis quejas ni de mis súplicas. Sujetándome con una mano de las nalgas, con la otra empujó firmemente el aparato hasta que se introdujo totalmente dentro de mí.

—¡Estupendo! ¡Ponte de pie, que te vea!

Con el culo dolorido, palpitando alrededor del intruso, pero menos escocido de lo que había estado cuando jugó con sus dedos dentro de mí, obedecí. La trenza salía hacia atrás y luego colgaba hasta la mitad de mis muslos, casi como la cola de algún animal.

—Estupendo. Ahora es el momento de que traigan tu ropa.

Como si la oyeran, un sirviente entró y dejó una especie de camisa larga y blanca sobre la cama, sin ningún reparo ante mi desnudo, que me incomodó más.

—Bueno, ahí tienes. Vístete.

No entendía. ¿Pretendía que me pusiera solo algo que dejaba mis piernas al aire, mi sexo sin sujeción y la trenza del tapón anal totalmente visible?

—¿Y qué voy a llevar debajo?

—¿Debajo? Nada, pajarito. Ese es el traje tradicional de los hombres en el lugar al que vamos.

—¡Venus! ¡Es imposible! No puedo ir así… Por Dios, se voy apuntando por delante y por detrás —me refería a mi pene y a la trenza.

—¡Oh, por el rabito que sale entre tus nalgas no te preocupes! Es lo normal entre los chicos de tu clase. Supongo que te dará un poco de vergüenza que sea tan fino… El penacho es indicativo de lo grueso que es el juguete que llevas dentro y, cuanto más gordo, mejor es tu consideración social. Pero vamos, eres un recién llegado. Supongo que sabrán entenderlo. En cuanto al rabito delantero… Es cierto que algo tenemos que hacer. Ya te he dicho que no me gusta que vayas manchándolo todo ni desafiando con su presencia mi dominio. Bueno, con su tamaño y el mío no es algo muy serio pero, aún así… no quiero competencia. Tendrás que aprender a excitarte sin que se ponga duro. Ya veremos cómo. De momento… ¡Traed un CB3000! —gritó de repente, sorprendiéndome tanto que di un salto atrás.

Un momento más tarde el servicio trajo un curioso aparato de metacrilato transparente y hueco con forma vagamente fálica, con una cierta curvatura, que terminaba en un aro con un candado.

—Vamos a meter ahí tu cosita.

Era notablemente más pequeño que mi propio miembro, especialmente en estado erecto, así que no entendía cómo pretendía hacerlo. No tardé en averiguarlo: con los hielos del desayuno metidos en una servilleta, mi rabo no tardó en menguar hasta que, con esfuerzo, lo introdujo dentro y cerró el candado. La llave desapareció rápidamente de mi vista, con lo que quedé negado de todo estímulo sexual hasta que no lo liberasen.

—Como verás, tiene un agujero en la parte delantera, lo suficiente para evacuar tu orina, pero no para que te puedas tocar. Además, como efecto añadido, tendrás que sentarte para ello. ¿No es adorable?

No lo era en absoluto. Ella, mi mujer, ¡mi esposa! meaba de pie y yo, su marido, tenía que hacerlo sentado. Todo parecía terriblemente cabeza abajo. Y yo no veía ningún escape.

—No va a ser el único hábito que tendrás que cambiar. Como habrás visto, la trenza tiene una parte rígida que sale de tan manera que no podrás sentarte de forma normal, salvo en sillas preparadas al efecto, o te podrías hacer daño. Como estás a mi servicio total, como mi marido y esclavo —era la primera vez que usaba esa palabra y no la asimilé en toda su magnitud—, aposentar las posaderas en un sitio estará normalmente fuera de tu alcance. Estarás de pie o en diferentes posturas sobre una cama… o el suelo. Ya lo aprenderás. Ahora no debes preocuparte de eso. En el avión hay un asiento preparado para ti. Vamos, que pronto aterrizaremos.