Una diosa llamada Venus. Capítulo 1

Como la mayoría de mis escritos, éste tiene que ver con temas como la negación de la satisfacción sexual, transexualidad, sumisión, hechos imposibles que en la realidad simplemente no pueden ocurrir y cosas similares. Esto es una fantasía erótica que comparto con vosotros

1.- CONOCER A UNA DIOSA.

La conocí en un bar cualquiera, una noche de sábado. Alta sobre sus tacones imposibles. El negro era el color que mejor la definía: pelo oscuro, brillante, largo, recogido en una coleta. Ojos que brillaban como dos carbones encendidos. Ropa escasa, ceñida, que no hacían nada por ocultar unas formas generosas, incluso exageradas: unos pechos gigantescos, una cintura estrecha y un culazo de vértigo, tan grande como duro. Se llamaba Venus y era el epítome de la feminidad. No podía yo sospechar entonces lo que se ocultaba entre sus piernas. ¿Quién podría hacerlo?

Atraía miradas que despreciaba pero, por algún motivo, a mí me sonrió. Incluso me guiñó un ojo, maquillado con sombras pardas. Y me sonrió, con su boca de labios gruesos.

—¿Has venido aquí solo? —me preguntó, con una voz profunda y muy, muy sensual.

Asentí con la cabeza. Había algo en esa mujer que me hipnotizaba. Anulaba mi voluntad y todo lo demás dejaba de importar. En realidad, estaba con mis amigos, que se daban codazos cómplices al verme “triunfar” con la más guapa del local. Desde el primer instante, ella lo supo, pero le dio igual.

—Me alegro. Porque ahora estás conmigo.

Era sorprendente, todo en ella. Dueña de una inteligencia sin parangón, con cien temas de conversación y muy consciente de que mi vista iba una y otra vez hacia su escote. Toda su piel era blanca, en contraste con el resto de su persona. Eso atraía aún más mis miradas.

Aquella noche no pasó nada. Bueno, nada físico, porque creo que fue en aquel momento cuando yo me quedé ya prendado de ella para siempre.

Nos vimos la tarde siguiente, en el parque principal de la ciudad. Para caminar y conocernos mejor. Vestía de manera más conservadora, con un jersey sin mangas de cuello vuelto y una falda holgada, por la rodilla. Empezaba el otoño y se agradecía un poco más de ropa. Su maquillaje también eran más suave, menos llamativo aunque, por primera vez en mi vida, lo que me hipnotizaba no era su cuerpo sino su cerebro. O mejor dicho: ambas cosas.

—Carlos, me gustas mucho —acabó por decirme media hora después, sentados en un banco—. Creo que tú y yo podríamos llegar lejos.

Mi primer pensamiento fue “¿de verdad? ¿Un tipejo normal como yo?”, pero fui capaz de pronunciar otras palabras:

—Tú… me gustas mucho desde el momento en que te vi anoche, Venus. Hay algo en ti… no sé cómo expresarlo, pero me absorbe... Me…

Sonrió y mostró sus dientes, rectos, blancos como la leche.

—Lo sé, pequeño. Es fácil verlo en tu rostro. Ya sé que te cuesta expresarlo… No te preocupes. Es normal. Los hombres no sois muy dados a contar vuestros sentimientos.

Yo no estaba de acuerdo. Desde siempre había sido un chico de palabra fácil, pero había algo en ella que me anulaba. Me encogí de hombros y asentí.

—Sin embargo, Carlos, si quieres que empecemos a salir, tienes que respetar mis condiciones, ¿de acuerdo?

—Por supuesto.

—Sé lo importante que es el sexo para vosotros, los hombres —su manía de meternos a todos en el mismo saco me resultaba un poco desconcertante—, pero conmigo tendrás que esperar, ¿de acuerdo? Cada cosa llegará a su tiempo. En algunos aspectos soy una chica bastante tradicional.

—No hay problema —contesté, esperando que no se me notara demasiado la decepción en la voz.

—Como habrás visto, soy también un poco mandona. Es mi forma de ser y no la puedo cambiar. Espero que no te importe.

Levantó sus fijas cejas, preciosamente arqueadas, para reforzar su pregunta. ¿Importarme? Mi único deseo era complacer a esa mujer maravillosa. Como si quería que me pusiera a cuatro patas y le sirviera de asiento.

—Por supuesto que no. Me parece muy bien cómo eres.

Ella, que tenía sus manos sobre las mías, las levantó y me acarició la cara.

—Me gusta que esté así de suave. Quiero que siempre que estés conmigo estés recién afeitado. No te importa ¿verdad?

Era mi costumbre rasurarme a diario, así que no me pareció en absoluto un problema.

Agarrando firmemente mi nuca, llevo mi boca a la suya y, por primera vez, me besó. Su boca sabía a uvas recién exprimidas. Primero tanteó mis labios. Luego mordisqueó el inferior. En ese momento yo ya tenía una erección considerable. Casi dolorosa. De alguna manera, era incapaz de aceptar que una mujer tan hermosa, tan sensual… con unos pechos (que siempre habían sido uno de mis fetiches) tan descomunales, reparase precisamente en mí.

Deslizó su lengua dentro de mí. Curiosa al principio, luego inquisidora. Exploraba los interiores de mi cavidad. Yo empecé a jugar con mi propia sinhueso, peleando con la suya, empujándola, acariciándola. Aproveché un momento en que la retiró para entrar yo en su boca. En ese momento, agarró mi pelo y tiró de él, separándonos.

—No —dijo con voz firme, enfadada—. No metas jamás tu lengua en mi boca, ¿está claro? Soy yo quien da los besos y quien la usa dentro de ti. ¿Está claro?

—Claro… claro que sí, Venus —acerté a responder, un tanto confuso. ¿Tan importante podía ser eso?

Al verme aceptar su orden, sonrió de nuevo.

—¡Qué tierno eres, a veces! Tú y yo vamos a llegar muy lejos. Mucho.

Y volvió a besarme. Inclinada sobre mí. Su cabeza encima, la mía debajo. Usó su húmedo apéndice tanto como quiso dentro de mí… y yo lo disfruté, cada vez más y más excitado. Mis jugos seminales habían llegado a empapar el pantalón, de tanto como los emitía.

Quedamos con la promesa, de nuevo, de vernos al día siguiente. Ella tenía mil planes. No sabía en qué trabajaba, pero sí que tenía dinero. Eso no iba a ser un problema. En absoluto.

Esa noche me masturbé furiosamente, tres veces seguidas. A tanto había llegado la excitación que me había causado. Sus senos, sus besos, su lengua en mi boca… Nunca en mi vida había necesitado tanto el alivio sexual que el orgasmo me proporcionaba.