Una decisión razonable (libro 3 de Luis e Isabel)

Tercera, y última parte, de la serie de Luis e Isabel. Hemos dejado a la pareja con Gonzalo, en Lanzarote...

Capítulo uno

1

—¿Os parece que nos vayamos a la terraza y así nos vamos conociendo? No soy de los que aquí te pillo y aquí te mato —nos preguntó Gonzalo, seguramente viendo que Isabel no parecía muy contenta con lo que estaba sucediendo y que necesitaba hacer que ella se entregara para conseguir su propio y verdadero disfrute.

No habíamos avanzado dos pasos, y yo ya tenía claro que aquello no me iba a gustar. Incluso era evidente que lo rechazaba de plano. Empecé a preguntarme si, cuando todo avanzara e Isabel estuviera disfrutando, yo sería capaz de soportarlo. Sabía que no, pero mi cabeza y mis temores, me obligaban a esforzarme. Tragué saliva con mi nerviosismo galopando en mi corazón que empezaba a desbocarse. Aunque, en cierta forma, sospechaba que Isabel no había empezado aquello de buena gana. ¿Era por Gonzalo? ¿Por qué yo estaba allí? ¿Quería una experiencia como esta?

Daba igual la respuesta. Yo sabía que aquello no me agradaba lo más mínimo. Era imaginarme a Isabel recibiendo un beso de ese chico y ya atormentarme. Con lo que cualquier cosa que viniera después, iba a ser demoledor para mí. No debía haber propuesto esto a mi mujer. Había cometido un error, me dije. Sin embargo, me callé, pensando que Isabel, aunque lo negara, en realidad o en el fondo, sí quería aquello. Y yo, a pesar de mi rechazo y de no poder soportarlo, en mi mente se dibujaba la ecuación de que si no accedía a este tipo de relaciones, terminaría perdiendo a mi mujer.

Salimos, por tanto, como nos indicó Gonzalo, a la terraza. Estábamos solos y hacía una noche muy acogedora. Por si aquello no fuera suficiente, nos fuimos a la mesa más apartada y alejada de la luz. Isabel se sentó a mi lado, muy pegada a mí. Gonzalo, que ocupó la silla de enfrente no dejaba de mirarla. En cierto momento, puso una mano en su pierna derecha y noté un movimiento de tensión en Isabel. Él, o no se dio cuenta, o prefirió obviarlo. No eran caricias bruscas, más bien suaves y delicadas. Isabel tenía un gesto muy extraño, como si cuando él la rozaba, ella sintiera una especie de calambre.

Era muy extraño, muy complicado de entender y de describir. Las dudas me asaltaban al galope de los latidos nerviosos y duros de mi corazón. El dolor y el sentimiento de que era lo mejor para nuestro matrimonio, se sucedían en mi cabeza. Pero yo sabía que no iba a poder…

Mi mujer cerró los ojos, nerviosa, y me cogió una mano con fuerza. Me di cuenta de que respiraba como si estuviera fatigada. Al momento me dio un beso, casi nerviosa. No despegó la boca de la mía y me pareció que no quería desengancharse. Incluso su abrazo lo percibí con un vigor más acentuado de lo normal. Aquello hizo que empezara a pensar que aquello, no era solo un error por mi parte.

Pensé en ese chico, en mi mujer, y me dolió muy dentro de mí. Mucho. Era indecible el terror que me ascendía solo con imaginarme a Isabel con otro. Separé mi boca de la de mi mujer, y también respiré con nerviosismo, muy agitado y alterado. Isabel se quedó mirándome durante un par de segundos extrañada y con una expresión de congoja. Su gesto era rígido, se podría pensar que incluso atemorizado. Con un movimiento, apartó la mano del chico y del inicio de manoseo de su culo. Noté de nuevo, que estaba muy tensa.

La única luz de la terraza se apagó y la oscuridad se hizo un poco más intensa. Los tres, de forma instantánea, nos quedamos quietos. Isabel se atusó un poco el cabello colocando los mechones rebeldes detrás de la oreja en un movimiento mecánico que yo conocía cuando dudaba o estaba incómoda. Un segundo después carraspeó con algo de aspereza.

Gonzalo se acercó un poco más a ella, moviendo la silla, y apartó el pelo de su cuello, preparando un movimiento lento que tenía como objetivo besar esa parte del cuerpo de Isabel. Mi mujer seguía sin responder a esos acercamientos de Gonzalo y yo ya sufría un aceleramiento importante de mis latidos provocado por la contrariedad e inquietud, ya irremediables, de ver aquello y atisbar lo que se avecinaba. Estaba molesto, me resultaba verdaderamente desagradable y no me gustaba nada la escena que estaba viendo. Isabel y yo enganchamos otra vez nuestras miradas. Yo ya dudaba muchísimo de que ella estuviera conforme con esto que estaba sucediendo por mi culpa. Empecé a sentir una especie de angustia lacerante, mientras ella continuaba con un gesto rígido, casi ausente, de amargura. Mi mente y mi corazón me gritaban que yo no quería continuar y que no solo yo sentía un profundo rechazo, sino que algo parecía no funcionar en Isabel.

Gonzalo inició un nuevo acercamiento hacia ella. Yo ya estaba en un estado de constante de nerviosismo, tormento y desagrado. Isabel, ahora cabizbaja, y con los ojos cerrados, apretados, colocó una vez más un rictus apesadumbrado, mientras Gonzalo, que había conseguido acercar otra vez sus labios al cuello de Isabel, empezaba a mostrar una pequeña sonrisa por el avance conseguido.

De pronto, ella se envaró otra vez, agitándose levemente, y provocando que desistiera de su beso. Isabel me miró, esta vez con ojos invadidos por un brillo de pena o quizá ya de angustia. Gonzalo, en ese momento, susurró algo al oído de mi mujer e intentó cogerla de la cintura pasando su brazo por la espalda. Pero ella volvió a quedarse agarrotada y rígida, de nuevo con gesto inexpresivo y diría que hasta de aislamiento.

Yo ya no podía aguantar más. Posiblemente no habían pasado ni tres minutos desde que nos sentamos en la terraza, pero ya era suficiente para mí. No, yo no podía ver a Isabel con otra persona. Había cometido un gran error y tenía que detener todo aquello. Vi los ojos de mi mujer fijos en un punto indeterminado de la noche. Quietos, con las pupilas clavadas en algún lugar lejano remoto, y por un momento, pensé que atemorizante.

Yo estaba a punto de estallar de rabia y de rechazo. Lo que estaba viendo me desagradaba totalmente. Isabel, en el momento que Gonzalo volvió a recorrer su cuello con ligeros besos, se envaró todavía un poco más, pero él continuó en su intento por pasear sus labios por esa piel. Noté que Isabel empezó a respirar con cierta rapidez, pero no era de excitación, sino más bien al contrario. Me miró y esta vez, vi con toda claridad una súplica en sus ojos que su sumaba al terror que se apoderaban de los míos al ver que todo aquello se aceleraba. Ya no se trataba de un juego en donde una frase o unas palabras dichas en determinado tono, nos resultaban estimulantes. Esto era total y dolorosamente real.

No podía permitir que aquello continuara. No. Esto no me gustaba. No era un cornudo de esos que consienten y disfrutan con que su mujer se acueste con otros. Nunca lo había sido y no quería convertirme en ello. Sí, me había traicionado y engañado, acostándose con otros, pero eso no significaba que me gustara o que lo permitiera. Ni por lo más remoto. Yo había perdonado a Isabel, como sucede en la vida en muchas ocasiones.

Respiré con dificultad y de forma acelerada. Mi corazón estaba desbocado y decidí que no podía pasar ni un segundo más sin poner fin a todo aquello. Me levanté de la silla con la determinación de que todo se paralizara en ese momento. Que nada más continuara. Era absolutamente insufrible para mí.

—Gonzalo… —dije—, no. Para, detente. No vamos a continuar…

Él a su vez, también se levantó de la silla con cara extrañada. Me acerqué a él, negando con las manos y la cabeza. Me froté la frente y el cabello. Puse mi dedo índice y pulgar sobre el puente de mi nariz y resoplé, como si necesitara coger fuerzas. Lo miré. Él se quedó un segundo quieto, extrañado, expectante. Isabel permanecía en la silla, como si estuviera ausente. Gonzalo le acarició el pelo, obviando mis palabras.

—No… —alargué la mano hasta tocarle el antebrazo. Mi tono había sido determinante—... Deja a mi mujer.

—Pero… —dijo él con extrañeza.

—No, Gonzalo… Esto se termina aquí.

—Sí… por favor… No quiero seguir con esto… —dijo ella con un hilo de voz, regresando de su ausencia, y levantándose mientras se acercaba a mí, huyendo de la nueva caricia en el brazo que Gonzalo había iniciado un segundo antes. Me miró, otra vez, con un punto de angustia.

—Joder, es el principio… seguro que os reponéis y disfrutáis.

Gonzalo intentó sujetar a Isabel, pero volví a detenerlo con mi mano derecha en su brazo, esta vez con un poco de más fuerza. Isabel, se revolvió, y vi sus pupilas encharcadas. Tenía una profunda súplica en ellas.

—Gonzalo, ya basta. Se terminó. —Mi presión en su brazo se hizo incluso, un poco mayor. Y mi mirada debió parecerle dura, porque se echó ligeramente para atrás. Nos miró a los dos alternativamente.

—Luis… —me susurró Isabel con lágrimas en los ojos.

Isabel se separó con rapidez de Gonzalo, que se quedó extrañado, vislumbrando qué pasaba, pero con claras molestias por ello. Se mesó el pelo y abrió mucho los ojos. Respiró varias veces con evidente desagrado. Isabel estaba de pie, ya a más de un metro de él, con la mirada perdida y un gesto de pavor en la cara…

—No quiero insistir más en esto. Gonzalo, no vamos a seguir. Lo mejor es que te vayas. Y ya. —dije con una mezcla de enfado, de satisfacción y liberación—. Esto es un error… y ni ella ni yo queremos continuar. No hay nada más de qué hablar, ¿entendido?

—Sí… yo no… yo no puedo —confirmó Isabel negando levemente con la cabeza. Estaba compungida, con la mirada ausente, la boca tensa, el ceño prieto y lágrimas brotando ya descontroladas de sus ojos.

Yo me quedé mirándole, aguantando un par de segundos esos ojos que se perdían, y leyendo en aquellas pupilas verdosas un agradecimiento por abortar aquella situación. Mi mano seguía haciendo una ligera presión en el antebrazo de él.

—Venga, tranquilos —empezó a sonreír—. Lo que os pasa es normal… ¿Sois nuevos en esto, no? —preguntó con amabilidad y con renovado intento de reconducir la situación.

Isabel, en ese momento, ya no aguantó más y se refugió en mis brazos, percibiendo yo un indisimulado temblor en sus hombros. Me abrazó y escondió su cara en el hueco de mi pecho y el brazo. La note débil y afligida. No entendía muy bien la razón, pero en ese momento se guarecía en mí buscando huir de algo. Era como cuando alguien entra en una casa un día de inmensa tormenta buscando cobijarse de la lluvia o de lo desconocido. Sentí un suspiro suyo, como de alivio, de bienestar.

—Gonzalo… Lo siento, pero no. Sé que no es lo que esperas, pero se terminó… Quiero que te vayas —dije respirando de nuevo con profundidad y abrazando con fuerza a Isabel.

—No jodas… —se quejó con un bufido de fastidio y apretó el ceño en señal de disgusto—. ¿En serio?

—Sí. Lo siento si te parece mal… —dije—. Pero no… esto termina aquí. —Fui de nuevo tajante.

Me miró con molestia, pero tranquilo. Respiró dos o tres veces y negó ligeramente con la cabeza.

—Esto no se hace, coño… —se quejó frunciendo el ceño y mirándome mientras chasqueaba la lengua—. Joder, si no sois de tríos… no lo propongáis.

—En eso tienes razón… Ha sido un completo error, pero aquí termina todo… Te pido que nos dejes solos, por favor —asumí y concedí.

—Sí… claro que os dejo, joder.

El tal Gonzalo negó de nuevo despacio, con lentitud, asumiendo que aquello se terminaba sin empezar. Masculló un «os podéis ir a la mierda», se dio media vuelta, dio una ligera patada a una de las sillas de la terraza y se fue.

Isabel no se movió de la posición que ocupaba. La abracé de nuevo con fuerza y un ligero hipido salió tenue y leve de su cuerpo. Intensifiqué mi presión en su espalda, y ya no aguantó más, soltando un reguero de lágrimas e interminables convulsiones.

Me sentí muy estúpido. ¿Qué había intentado provocar si yo, en realidad siempre había detestado aquello? ¿Por qué lloraba tan desconsoladamente Isabel?