Una decisión razonable 7(libro 3 de Luis e Isabel)

Sigue la historia

Me levanté tarde, extrañamente cansado y vi a Isabel seria, con un gesto más apenado y triste que enfadado mirándome. Me acerqué a ella y la besé. Ella, no me rechazó, pero noté que no era como el resto de los días.

—¿Pasa algo? —Pregunté.

—Sí… Luis. Sí, pasa.

Vi sus ojos aguados, las ojeras de una mala noche, el gesto cansado y entristecido…

—Nunca vas a olvidar… —me dijo sin mirarme.

—¿A qué te refieres? —Mi extrañeza iba en aumento.

—He visto el vídeo… No era mi pretensión, te lo prometo. —Se excusó—. Pero ayer no podía dormir… y me metí en el ordenador para pasar el rato. Lo vi… —añadió.

El corazón me dio un vuelco, y empezó a golpearme con consistencia. Pero aun así, absurdamente, pretendí fingir.

—¿Qué… qué vídeo? —No creo que disimulara bien.

Vi como Isabel esbozaba una tenue y apagada sonrisa.

—Sabes a lo que me refiero… ¿Por qué, Luis?

El silencio se hizo entre ambos. Era estúpido pretender que no sabía a los que se refería. Vi en sus ojos un brillo de pena inmensa.

—Fue cuando… —me quede callado. Me costaba seguir—. Cuando…

—Cuando estaba con otros… —terminó ella en voz suave y queda.

Asentí sin atreverme a hablar.

—No sé cómo lo lograste. Seguramente que pusiste cámaras… —Se encogió de hombros y se colocó el pelo detrás de la oreja—. No te culpo… Me lo merezco. Pero ¿qué significa que lo sigas teniendo, Luis?

Durante los dos segundos en los que me quedé en silencio pasaron varias excusas, veloces y sinsentido, por mi cabeza. Desde la verdad, que era el medidor de sus reacciones para ese sexo al cual habíamos ascendido a través de ella, hasta el de que por consejo de mi abogado lo había hecho y olvidado borrarlo. Cerré los ojos. Era infame si continuaba con aquello.

—No sé con claridad la razón por la que lo conservo… Isabel, es algo… —suspiré y elevé las cejas en señal de auto incomprensión—… sé que no está bien, pero de alguna forma… —carraspeé—, me sirve para… para medirte.

Aquella última palabra sonó acusadora, con culpas latentes y no olvidadas. A rencor y a necedad. Isabel no dijo nada. Se acercó a mí.

—¿Para medirme? —Me preguntó verdaderamente extrañada. No había rastro de enfado en sus palabras.

Resoplé. En ese momento veía absurda mi respuesta. Pero tenía que continuar con mi explicación. Aunque se lo tomara fatal.

—Cuando… —carraspeé y no pude evitar desviar mis ojos de los suyos—… cuando te veo… ahí, en el vídeo… pues me hago una idea de tu excitación. De cómo disfrutas… de tus gestos… de tus… bueno, de que… —volví a respirar muy hondo—… mido cómo follabas y cómo lo haces conmigo. —Me detuve y me quedé en silencio—. Es absurdo, lo sé… pero me sirve para saber que…bueno, que creo que necesitas un sexo de más… de más potencia que el mío. —Cerré los ojos, avergonzado.

Isabel no dijo nada. Cuando abrí los párpados ella no me miraba. Lo hacía al suelo, al lugar en donde había estado con aquel chico tatuado.

—Bueno… No te puedo culpar, Luis… Hice las cosas muy mal y te provoqué mucho sufrimiento. En fin que… que… bueno, no sé si lo entiendo, pero no te voy a culpar…

Volvimos a quedarnos en silencio. Ella parecía pensar. Yo deseaba que aquella conversación terminara y olvidáramos todo. En ese momento veía la estupidez de haberlo dejado en el ordenador. Aunque tampoco podía olvidar que todo tenía una razón. Y como si adivinara mis pensamientos, en voz muy baja, mirándome con temor por mi respuesta, me preguntó.

—¿Y cuándo lo grabaste… qué querías hacer con él?

Su voz no sonaba de acusación. Era más cercana a la de una incomprensión, de necesidad de entenderlo, de pena anegada y que en ese momento fluía sin remedio.

—Pretendía… —yo negaba despacio con la cabeza, como si aquello ya estuviera tan lejano como incierto—. Es algo que pasó, una estupidez, Isabel… —intenté zafarme.

—Dímelo, por favor —me rogó—. No te estoy culpando. Ni siquiera estoy enfadada. Pasaste por un infierno y yo hice todo porque me dejaras… No te estoy recriminando nada. Solo te pido entenderlo.

—Quería las mejores condiciones del divorcio… —contesté muy rápido, con la voz baja, y en cierta medida, avergonzado—. Estaba muy dolido por tu comportamiento, Isabel… No… no razonaba o lo hacía movido por instintos muy primarios y de… de pura venganza.

De nuevo la falta de tono en mi voz en aquella última palabra. Ella me observó y se colocó ese mechón rebelde detrás de su oreja.

—¿Te refieres a… a… a las condiciones esas que me enumeraste cuando me viste… tras… tras… la violación?

Asentí con lentitud y cerrando de nuevo los ojos. Me costaba mirarla. Porque sí. Yo podía haber solicitado el divorcio de forma simple y tranquila. Sin otra pretensión. Pero no, quise una cierta venganza o redención. Mi deseo, en ese momento, no era otro que quitarla lo que ella más quería: a sus hijos. En el fondo, y lo sabía, mi afán era continuar con una vida parecida a la que tenía, pero dejándole a ella en medio de la desolación de no poder disfrutar con facilidad de Isa y Pedrito. Y sí, tenía mis motivos, mi justificación, mis razones… Todo eso me lo daba el sufrimiento que yo había pasado por su conducta. Pero no me podía negar a mí mismo, que el vídeo era una prueba para vengarme, para sacar el máximo provecho, para, en el fondo, destruirla. Podía entenderse como justo. O no, y simplemente ser consciente de que yo, a mi manera, había buscado su daño. Daba igual.

Ambos nos quedamos en silencio. Ella se sentó a mi lado y me cogió una mano. La noté sin temperatura, fría, con la piel que nos alejaba del contacto.

—Sabes lo peor, Luis… —Una sonrisa de medio lado, de infinita tristeza se dibujó en su cara.

Isabel se echó el pelo por detrás de las orejas soltándome la mano. Luego carraspeó, me miró y negó muy despacio. Volvió a cogerme de la mano. La besó con suavidad. Sonrió con tensión.

—Recuerdo que me dijiste que querías que me fuera de casa, que les diera a los niños todos lo necesario para sus estudios y que vivieran bien… Que no te pidiera pensiones y que te dejara en paz con el dinero… ¿Eran esas tus condiciones?

Volví a asentir. Intente hablar pero me pidió continuar. Lo hizo sin mirarme, con los ojos fijos en algún punto indeterminado, ajeno y distante a mí y a ella misma.

—Te hubiera dado todo… Sin necesidad de ese vídeo… que entiendo era para, no sé… asegurarte de que no te iba a discutir nada de todo eso, ¿no?

Ya ni siquiera fui capaz de mover un músculo. Vi el abismo entre los dos, sentí la tenaza de la tristeza.

—Todo… Te lo hubiera concedido conque solo me lo hubieras pedido. Yo sabía que estaba siendo cruel contigo. Como te he dicho varias veces… una hija de puta. Me merecía todo aquello y más. ¿Por qué no me lo dijiste directamente? ¿Tan necesario era ese video? ¿Necesitabas la venganza…? —me miró con tristeza—. Lo entiendo, no te creas. Como te digo, lo merezco. Y también, como siempre te dije —aquí sí me miró—, nunca he dejado de quererte. Sé que no me crees y que piensas que es una frase hecha… Pero es la realidad.

—Isabel… aquello sucedió hace mucho…

—Sigues viendo ese video, Luis. Ni has olvidado, ni lo vas a hacer nunca. Y lo malo es que siempre lo he sabido. —Negaba despacio con la cabeza con algunas lágrimas asomando en sus ojos—. Siempre he sospechado que aquello que hice, nos arruinaría. Que no se pueden olvidar ciertas cosas. Sé que soy culpable… y te entiendo de sobra —habló con creciente humedad en los ojos.

—No pensaba que si te lo pedía… —intenté excusarme.

—Pues sí, Luis… Te hubiera concedido la custodia compartida, que no me pasaras pensión, que incluso tuvieras el dinero suficiente como para que si no lo dilapidaras, fuera bastante para vivir sin ningún problema… De verdad, Luis. Te lo juro.

Vi sinceridad en los ojos de Isabel. Una expresión que me hizo sentirme un poco idiota. Me vi buscando una venganza por lo que Isabel me había hecho. Comprensible, sí, desde luego. Pero, también me hacía convertirme en una mala persona. En alguien que no había visto por mis hijos ni por mí, sino una necesidad de redención por haber sido engañado y traicionado. Isabel se había comportado mal. De una forma miserable, cruel y despiadada. Pero, yo, en ese momento, con sus ojos claros mirándome llenos de tristeza, no me vi mejor.

—No sé qué decir… —acerté a duras penas a balbucear.

Isabel se levantó del taburete, se me quedó mirando y bajó la vista al suelo.

—Ahora entiendo lo de Lanzarote… Lo de Peter… los juegos y fantasías… No te culpo, de verdad —me detuvo mi intento de hablar con la mano derecha—, solo es que ya lo entiendo. —Se quedó de nuevo callada—. Nunca vas a olvidar ni a perdonarme. Y seguramente, es lo justo. Pensé que sería capaz. Pero en el fondo… como te acabo de decir —sonrió con tristeza—, también sospechaba que iba a ser imposible.

—Isabel…

—No Luis… tienes razón. —Negó despacio con la cabeza—. Siempre tuviste razón… Te hice demasiado daño y ya es irreparable… Hoy mismo firmaré un divorcio con esas condiciones. Dime la cantidad que te parece oportuna…

Me levanté y la cogí con suavidad del brazo.

—No, de verdad que no… —negué con la cabeza y la atraje hacia mí.

—Sí, Luis… Es lo mejor —me dijo aceptando mi abrazo y apoyando su cabeza en mi pecho—. No vas a olvidar nunca. Y eso, aunque creas que eres capaz, te impide perdonarme.

—Te he perdonado, Isabel…

Ella, entonces sonrió triste, me acarició la mejilla, y dos lágrimas salieron de sus ojos.

—No… No creo que lo hayas hecho. Mis errores siempre nos van a perseguir. Son muy grandes. Es mi culpa, Luis. Y aunque se me rompa el alma —en ese momento, empezó a llorar con fluidez—, es lo mejor para ambos. Rehaz tu vida…

—No quiero rehacer nada… Te quiero a ti.

Isabel agachó la cabeza, se enjugó las lágrimas y sonrió con infinita tristeza.

—¿Te acuerdas cuando te dije que no te merezco? Pues es verdad…

—Isabel, olvidemos esto… Vamos a dormir. Mañana pensaremos todo con más calma y lo veremos con tranquilidad.

Le abracé y ella se dejó hacer. Estuvimos así unos minutos, ella sintiendo mis brazos a su alrededor y yo cómo se refugiaba en mi pecho. No quise soltarla.

—Voy a borrar ese video inmediatamente…

—Luis…

—Isabel, lo voy a borrar… No quiero que pienses que eso me separa de ti. Sí, me hiciste mucho daño, me mataste en vida. Pero si asumo que te perdono, debe ser con todas las consecuencias. Sin reproches. Sin acusaciones… Quiero seguir contigo.

Ya no nos dijimos nada más. En la cama seguimos abrazados, en apariencia tranquilos. Conseguimos serenarnos y hasta nos sonreímos uno al otro. Hablamos y pensé que estaba todo dicho y que aquello se había quedado en una mera conversación. Nos dormimos en nuestra cama, ella cerca de mí, sin rehuir mi contacto. Yo, incluso la volví a abrazar, para demostrarle que la quería, que ella era mi vida.

Pero al despertarme, no estaba. Ese sábado, esa mañana de sábado, Isabel se fue. Se fue de mi vida, dejándome otra vez, muerto en vida.

Habrá quien diga que fue lo mejor, que lo nuestro no tenía futuro, que lo que ella había hecho no tenía perdón y que lo deseable para mí y mis hijos, era la libertad. Rehacer mi vida, buscar una nueva compañera e intentar ser feliz.

Se equivocan.

Es muy fácil juzgar. Es curioso como todos tenemos el convencimiento de que tenemos la resolución de los problemas de los demás. Y en la mayoría de los casos, no somos capaces de solucionar mínimamente los nuestros. Yo no critico ni quiero descalificar a los que piensen que me falta de decisión, o me sobran deseos de venganza en vez de conseguir un divorcio lo más ventajoso posible, pero yendo de cara. O que tengo poca sangre… A todos esos, los diré que ese mañana de sábado, fui tremendamente infeliz. Y me da igual que piensen lo que sea. Yo quería a Isabel. Mi camino a la felicidad pasaba por ella. Y, a pesar de su tremendo error, de sus engaños, de sus infidelidades, también era justo reconocer que había sido capaz de retornar a una vida placentera y dichosa conmigo. Me había hecho feliz. ¿Eso no contaba?

¿Qué hay que valorar más? ¿Los errores o los aciertos? ¿Las estupideces o las ganas de enmendar esos errores? ¿Los esfuerzos por ser de nuevo un matrimonio feliz deben quedar enterrados? ¿No valen para nada…?

Yo solo digo a esa gente que me puede criticar por sentirme dolido, apenado y triste al ver que Isabel se había ido, que no sean tan ligeros a la hora de juzgar. Es posible, aunque no lo deseo, que los toque pasar por algo así, o parecido. Y que, a pesar de estar tan seguros, de sentirse tan convencidos de sus decisiones, todo puede volverse en contra. Cuando una persona quiere, no hay barreras. Y los esfuerzos por ser de enmendar errores, deben valorarse.

Por la tarde, a eso de las cinco, llegó un sobre en manos de un taxista. En él, tras abrirlo, vi una demanda de divorcio. No era la de Isabel. Era la mía, la que nunca firmé pero tampoco deseché. Estaba firmada por ella y en donde me daba la custodia compartida, la propiedad de la casa mediante una donación que se debía formalizar en el notario y una cuenta corriente con una cifra bastante más que considerable.

Luego había una carta…

Una carta que me partió en dos.