Una decisión razonable 6(libro 3 de Luis e Isabel)

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Hacía una semana que habíamos regresado de Lanzarote. No podía quejarme de la vida con Isabel. Casi todos los días hablábamos con nuestros hijos. Era inevitable sentirnos un poco chafados cuando cortábamos la conversación. Los echábamos de menos. Entre nosotros volvió de nuevo a surgir complicidad, bromas, guiños de buen humor, conversaciones interesantes… de alguna forma habíamos regresado a nuestros primeros años de matrimonio. ¿Era por no tener a nuestros hijos con nosotros? ¿Cuándo regresaran, seguiríamos igual? Era difícil responderse.

Por una parte, el hecho de estar solos nos permitía hacer bastantes planes de pareja. Y eso, ayudaba a cimentar esa complicidad entre ambos. Otra de las ventajas era que, siendo sinceros, no distribuíamos nuestras atenciones entre los niños y nosotros. Todo recaía en el otro. Las atenciones de Isabel iban, por completo a mí. Y las mías, hacia a ella. Alguna noche, mientras cenábamos, nos preguntamos si esto no sería algo irreal y con los niños tendríamos que volvernos a desenfocarnos de nosotros.

Un día vinieron a tomar un vino a casa Mamen y Tania. Y quien dice vino, dice picar algo, que se convirtió en cena y una copa después. Yo, intenté estar ajeno a lo que charlaban. Se suponía que era una cena de chicas y que tendrían que hablar de sus cosas. Me parecía bien. Yo, en esos casos, solía irme a correr, me colocaba los AirPods y con un audiolibro o algunas canciones, me pasaba un buen tiempo haciendo ejercicio. Luego me duchaba, veía alguna serie o película, leía, y me iba pronto a la cama. Generalmente, a dormir, pero no era raro que termináramos provocándonos y desnudos al poco.

Ese día que vinieron Tania y Mamen a casa, yo salí a correr como otras veces. Regresé a los tres cuartos de hora, después de sudar un buen rato y de realizar estiramientos. Todavía estaban en la cocina, con algunas carcajadas y buen humor. Cuando entré por la puerta, se me acercó mi mujer.

—¿Qué tal cielo? —me saludó dándome un beso en la boca.

Aquello provocó los comentarios jocosos de sus dos amigas.

—Sois muy empalagosos… —rio Mamen.

—Una pareja feliz… —apuntó Tania elevando su copa de vino en una especie de brindis.

—No les hagas caso a estas zorras, mi vida. Se mueren de envidia. —Y volvió a besarme.

—Yo quiero uno como el tuyo —comentó Tania guiñando un ojo a mi mujer.

—Dúchate y vente con nosotras. Te hemos dejado algo de picar a cambio de que nos cuentes qué haces para que nuestra amiga esté tan abducida contigo.

Reí el comentario de Mamen. Lo cierto era que las tres se divertían. Alguna noche habían salido a cenar y no había día que mi mujer no me dijera que Tania, de una forma u otra, siempre ligaba. Otra cosa es que decidiera o no rematar la noche.

Llegué a la cocina recién duchado y me senté con ellas. Era un grupo divertido, cada cual diferente y complementarias. Mamen, más ingenuamente perversa, porque a pesar de que decía alguna cosa sin tener intención —o yo al menos así lo creía—, no se desprendía de un cierto erotismo. Tania, en cambio, era un volcán. Su mirada, su pose, su manera de reír, de tocar, ese acento suave, esos ojos rasgados… Sí, entendía que fuera la que siempre triunfara.

Isabel, en cambio, y quizá por ser la mayor, era la más serena. Para mí con una belleza elegante, tranquila. Un halo que traspasaba la mera guapura. En ese sentido, Mamen era más bella y Tania más exóticamente atractiva. Pero Isabel desprendía elegancia.

—¿Qué hago con Eduardo…? —preguntaba Mamen con la cabeza apoyada en las manos mientras miraba a mi mujer y a Tania con un fingido gesto inocente.

—Chica, es bastante mono —dijo mi mujer llenando de nuevo las copas de vino.

—Ya… Eso es verdad —admitió Mamen.

—Mi niña, lo tienes loquito. Y es un buen tío, ¿qué más quieres? —apuntó Tania llevándose la copa a la boca.

—¿Tú qué opinas, Luis? —me dijo de pronto, sin yo esperarlo.

—¿Me dices a mí, Mamen?

—No hay otro Luis por aquí… —sonrió con una simpática malicia.

—No me metas en esos líos, Mamen… —repliqué intentando zafarme de la pregunta.

—No, dinos… en serio. ¿Qué opinas? —apoyó Tania a su amiga.

—Mira que sois malas… —intentó defenderme mi mujer.

—Venga va… Dime, ¿qué hago?

—¿En serio me lo preguntas…?

—Claro.

—De acuerdo. —Me limpies las manos y apuré mi copa de vino mientras pensaba en mi respuesta—. ¿Cuando estás en casa por la noche, te acuerdas de él? —pregunté a Mamen, mientras me servía de nuevo.

—Sí…

—¿Es un sí, de, qué ganas de verlo o un sí, de qué tal estará? —insistí.

—Pues… cuando llego a casa, siempre le llamo.

—Algo es algo, pero no sé si suficiente —comenté tras comer algo de jamón—. ¿Y cuándo cuelgas?

—¿Cómo cuando cuelgo? ¿Que qué hago cuando cuelgo? —preguntó intrigada Mamen.

—Sí, claro. ¿Cuelgas y te haces la cena? o ¿cuelgas y te quedas pensando en qué bonita está la noche?

Tania se rio.

—Esa es una buena pregunta, mi niña.

—Últimamente pienso que me apetece irme a una casa rural con él a pasar un fin de semana… —contestó Mamen.

—Pues quédatelo —dije con seguridad volviendo a picar algo de jamón.

—Isabel —intervino Tania—, yo quiero uno como tu Luis. ¿Dónde se encargan, mi niña?

—Tania, cielo, se rompió el molde.

—Lo rompiste tú, cabrona… —le espeto con un mohín de burla la policía nacional.

—No te quepa duda, corazón.

Mi mujer y Tania se echaron a reír. Mamen me miraba.

—Pues creo que te voy a hacer caso… —me dijo elevando su copa y ofreciéndome un brindis.

Seguimos charlando un poco y minutos más tarde, me despedí y subí a nuestro cuarto. Era más de las doce de la noche, y yo tenía que estar a las ocho y media en la oficina. Pocos minutos después se escuchó la puerta y cómo se despedían de mi mujer.

—Me han dicho mis amigas que te tengo que cuidar mucho —me dijo con un apunte de sorna Isabel.

—¿Y eso?

—Tania, en concreto, me ha dicho que como te deje escapar se planta en la puerta en menos de cinco minutos.

—¿Para regañarte?

—No… para secuestrarte.

—¿Qué pasa, que la gusto? —bromeé.

—Siempre me ha dicho que eres un tío muy interesante —me dijo mi mujer desprendiéndose de la camisa y del sujetador para ponerse la camiseta del pijama.

Reí meneando la cabeza. En el fondo disimulando, pero no pude evitar la imagen de ella, de Tania, desnuda. Miré a mi mujer que se colocaba en ese momento la parte de abajo del pijama. La detuve y la besé en el cuello.

—¿No tenías que ir mañana pronto a la oficina…? —me dijo traviesa.

—Sí… pero ya ves —la conteste ante de besarla en los labios.

—Pues por mí, que no quede, cielo… —dijo mientras se despojaba de la parte de arriba del pijama y se quedaba completamente desnuda.

Me besó con pasión, ganas. Con esa chispa de picante que da un poco de alcohol. Esta vez no lo mezclamos con Peter, con sus comentarios, aderezando aquello las caras y gestos de Isabel siendo penetrada por mí. Su espalda arqueada, cabalgándome con precisión de experta amazona. Sus brazos sobre mí, su lengua ágil y atrevida. Mis manos y mis dedos buscando botones de placer, mi deseo encendido y mis ganas de satisfacernos…

Caímos exhaustos y sonrientes veinte minutos más tarde, nos miramos y ambos meneamos la cabeza.

—Estamos locos, cielo… —me dijo mi mujer divertida, mientras me acariciaba la cara y me besaba en la mejilla.

  1. Isabel

Las pesadillas habían remitido algo, pero tras lo que había estado a punto de suceder en Lanzarote, y mi subsiguiente bloqueo, empezaron de nuevo a visitarme.

No quise decir nada a Luis. Es complicado de describir la razón del porqué. Una mezcla de vergüenza por sacar ese tema y otro de miedo porque él empezara a pensar que podría rechazarlo un día que quisiera tener sexo conmigo, me hacían esconderlo.

Pero por ahora, con él, no me pasaba. Yo lo achacaba a que era quien me había ayudado a sacarme de ese pozo cuando se quedó conmigo y se portó tan maravillosamente bien. O puede que simplemente fuera que lo quería con locura y eso era suficiente. El resultado, que Luis era la única persona con la que me podía acostar y me aterraba que pensara lo contrario.

Sí había una cosa, en cambio, que me preocupaba. Y que, de alguna forma, achacaba la extraña decisión de Luis de intentar un trío en Lanzarote. El hecho de introducir a Peter en nuestro sexo, creo que ya era contraproducente. No sabía si esa fantasía había provocado que Luis se lanzara a probar aquello, aunque luego ambos no continuáramos y decidiéramos dejarlo antes de que iniciara nada.

Me dejaba preocupada aquello. Tenía decidido decirle a Luis que nos olvidáramos por completo de ese juego. No quería provocar ningún tipo de confusión ni de deseo incontrolable. Yo, que ahora ya sabía con total certeza que me sería imposible estar en este momento con ningún otro hombre que no fuera Luis, tenía, además, que buscar algún tipo de ayuda, de terapia que me ayudara a arrinconar aquel recuerdo de la violación.

Me decía a mí misma que eso también debería decírselo a Luis. Si él había sido capaz de rescatarme, de sacarme de aquello, estaba claro que podría ayudarme también a superarlo y a enterrar esas imágenes. Mi única duda residía en que, posiblemente, él se sentiría en la obligación de no tocarme, de no provocarme para que no nos excitáramos. Y yo, por absurdo y extraño que pareciera, necesitaba ese sexo con Luis. Era nuestra mejor conexión, la más íntima y directa. Nuestra convivencia iba muy bien, podría decirse que inmejorable, pero ese sexo tan natural, tan jovial y desvergonzado, me recordaba a nosotros de jóvenes. A aquella felicidad que tuvimos y que de alguna forma dilapidamos o dejamos morir.

Sin embargo, a veces, en cambio, pensaba que debía ocultárselo. Y ese pensamiento venía provocado por la vergüenza que sentía. Tanto por el hecho de la violación en sí, como el significado que tenía para mí. Yo, de alguna forma, me lo había buscado. Era una especie de castigo divino, merecido por mi manera de comportarme con Luis. Sé que nadie se merece que lo violen. Pero, también sentía que era el parapeto definitivo para que Luis supiera que nunca más iba a estar con otro. ¿Y si dejaba todo como estaba? Eso, al menos hasta ese momento, era lo que necesitábamos para que Luis se convenciera de que jamás iba a volver con ningún otro.

Respiré y me froté la cara con las manos. Estaba confusa, en esos momentos en donde no sabes muy bien que dirección tomar. Decidí, entonces, distraerme un poco, navegar por Internet, despejarme e intentar olvidar, por un tiempo todo aquello. Me bloqueaba pensar siempre en lo mismo, ahogarme en ese bucle.

Esas noches en que me atizaba el insomnio y la espiral de imágenes de aquella terrible noche, deambulaba por la casa sin rumbos fijos. Me sentaba en donde él lo hacía, aspiraba el aroma de su ropa… Era como si necesitara tenerlo presente en cada momento, un muro ante mis recuerdos y una especie de coraza que ahuyentaba mis miedos.

En una de esas noches, me acerqué a su ordenador portátil y me senté en la silla que solía utilizar. No tenía la más mínima intención de fisgonear ni de saber qué escribía o veía. Simplemente me senté con el ánimo de distraerme y matar el tiempo, pero al tocar una de las teclas, se iluminó. Luis no lo había apagado.

Navegué un poco por internet, por alguna tienda de ropa y algo de noticias. Así estuve, sin apenas fijarme ni detenerme en nada, casi una hora.  Pero cuando iba a cerrarlo de nuevo, la pantalla, me fijé en que tenía en la barra de tareas un archivo de vídeo que se llamaba “Isabel viernes viaje a Córdoba”. Me pudo la curiosidad y cliqué en él.

Me quedé atónita. Absolutamente bloqueada, sin poder reaccionar… Me vi allí, follando con Adrián, abandonándome a ese sexo desenfrenado y carnal. Olvidé respirar y de forma hipnótica, no podía dejar de mirar aquello. Era como sentir los golpes de un boxeador y estar noqueada. Todas mis culpas y faltas, a golpe de sexo, volvían a crecer. A rememorar aquellos días en lo que tanto daño hice.

Y volví a llorar.

Luis me había grabado en esa noche. Quizá con cámaras preparadas en el salón. Negué despacio, sin poder culparlo. O quedando su culpa muy por detrás de la mía. Aquella grabación me recordó a mí misma, a esa Isabel que no quería que regresara por nada del mundo y a esos días en que un Luis distante, que huía de mí con toda la razón, deseaba alejarse de mí para siempre.

¿Por qué Luis seguía manteniendo esa grabación? ¿Era una prueba para restregármelo? No podía reprocharle nada. Era, por terrible que pareciera, lo justo. Y entonces, regresó la idea funesta de que el destino era alejarnos. La idea de que a Luis el divorcio nunca lo había abandonado, me inundó.

Quizás, me dije mientras cerraba la tapa del ordenador, era lo que teníamos que haber hecho desde un principio. A tenor de esa grabación, Luis no iba a olvidar jamás mi pasado…

Quería a Luis con locura…

Por eso, mi deber era alejarme.

Y posiblemente, para siempre…