Una decisión razonable 5(libro 3 de Luis e Isabel)

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Continuaba sin poder quitarme de la cabeza aquellas dudas y sensaciones extrañas que me turbaban. No conseguía ordenar aquello ni tener una mínima línea coherente de razonamiento. Cerré los ojos incluso con fastidio por no saber concretar aquella amalgama de pensamientos.

No escuché la mampara de la ducha abrirse. Solo vi dos manos, las de Isabel, que me abrazaban y una de ellas descendía hasta mi pene. Al principio, cuando noté el roce me asusté y me giré, pero enseguida vi su rostro muy cerca del mío, con una sonrisa pícara. Sin dejarme decir nada, atrajo con su mano más libre mi cabeza y me besó en la boca. Fue un beso largo, a medias entre el deseo y una transmisión de cariño. Me abrazó ahora con ambas manos y alargó aquel beso con otro de similares características. El agua caía en mi espalda y la mojaba también a ella, completamente desnuda; preciosa, esbelta, cimbreante. Notaba su lengua, viva, buscando la mía, en una especie de juego que era acompañado de algún pequeño suspiro.

Fui a decir algo cuando nos separamos, pero me tapó la boca con una mano. Se acercó más a mí, dejando que el chorro del agua le cayera por su pecho, y se arqueó un poco hacia atrás ofreciéndome aquellos dos magníficos senos. Los lamí, mientras la atraía a ella hacia mí, notando como mi polla se endurecía y ella se entregaba con una media sonrisa de satisfacción y deleite. Noté en el interior de mi boca sus dos pezones enhiestos, duros, tiesos de placer. Y a sus manos descender de nuevo a mi entrepierna y empezar a acariciarla desde la base de mis testículos hasta el glande. Sin que me dijera nada, me agaché y coloqué mi boca cerca de su depilado pubis. Un pubis por el que el agua caía desde la plana verticalidad de su vientre. Miré hacia arriba y vi como ella cerraba los ojos esperando que yo trabajara allí y que la surtiera de un goce que esperaba. Se acarició una teta, pellizcándose ligeramente el pezón. La otra mano empujaba suavemente mi cabeza hacia su petición de placer.

Agarré sus nalgas y las llevé hacia mí. Introduje la lengua con ganas, buscando llevarla al cielo con rapidez. Una sensación de sexo me embargaba a pesar del fin de semana que habíamos pasado. Los gemidos de mi mujer, sus suspiros pidiendo más y su movimiento pélvico, insinuante e inequívoco, me excitó. Le oí gemir, primero con dulzura, después con un sonido algo más ronco y posteriormente con un pequeño gruñido. Elevó su pierna izquierda y la apoyo en una de las bandejas del jabón, permitiéndome una entrada diáfana y clara hacia su sexo. Con su mano derecha se entreabrió los labios vaginales y me incitó a no parar hasta el final. Apoyó su espalda en la pared y se dejó hacer. Con su mano libre me empujaba la cabeza con suavidad, se acariciaba los senos o me ayudaba dejando paso franco a su interior.

El agua me trajo el sabor de su placer, junto con sus primeros espasmos, cuando conseguí alcanzar con mi lengua su clítoris y centrarme en él. Estuve un par de minutos con aquello, notando la excitación de Isabel, jugando con mi lengua y mis dedos. Hasta que, con una sacudida más tensa y profunda, dejó escapar dos o tres bufidos que acompañaron a su orgasmo.

Me levanté y besé con fuerza su boca. Algo me empujaba a poseerla, a follarla otra vez como si se tratara de Gonzalo o del chico tatuado en ese sueño tan complejo de Lanzarote. En mi interior volví a entender que Isabel no quería hacer el amor. Quería follar, sentir esa fuerza del placer intenso, del orgasmo por apetencia, del choque de cuerpos que buscan satisfacer necesidades y no tanto la complicidad de dos personas que se aman. Me miró un momento y enseguida se deslizó hasta mi entrepierna. La excitación había hecho que mi polla estuviera tiesa como un mástil e Isabel no dudó en introducirse en la boca más de la mitad de mi pene. Desde arriba, sin hacer apenas nada, la vi bombear su cabeza adelante y atrás engullendo sin reparo y con deleite mi polla una y otra vez. Me lamió los huevos, se los introdujo con suavidad en la boca y volvió a chuparme la polla como pocas veces lo había sentido.

No tardé en sentir que el orgasmo me llegaba e intenté retirarme, pero el espacio limitado de la ducha y que Isabel quiso permanecer cerca de mi pene, hizo que los tres o cuatro disparos de esperma cayeran en su cara y su cuello. No dejó por eso de seguir lamiendo y chupándomela. Era algo terrible y morbosamente placentero. Nunca había sentido algo parecido y seguramente, tampoco había emitido un bufido semejante cuando alcancé el orgasmo y empecé a disparar semen en una abundancia también desconocida para mí. Isabel dejó que el agua la limpiara; con suavidad, tranquilidad y total naturalidad, mientras me miraba y una sonrisa perversamente encantadora se dibujaba en su cara, hasta hacía pocos segundos repleta de mi semen.

—Me parece a mí que a los dos nos gustan demasiado las duchas… —sonrió con simpática picardía.

Isabel

Lo decidí en un momento en que me desperté ya cerca del aeropuerto de Madrid. Luis era mi parapeto ante mis miedos y recuerdos. Había sido quien me había salvado de aquello. Era, como me dijo Tania en una ocasión, mi refugio, mi salvación y mi hombre.

Por eso decidí que le daría todo el sexo que quisiera. Morboso, excitante, directo, contundente… Algo que le hiciera disfrutar al máximo. Como antes de nuestro viaje a Lanzarote…

Ese fin de semana había sido un punto de inflexión. Un fin de semana en donde, de forma extraña y compleja, habíamos abierto algunas cajas que podían ser perturbadoras. Yo, mis recuerdos de aquella noche en esa fiesta. Luis, sus deseos de un sexo más desenfrenado. Más libre… más al estilo que yo había tenido esos meses. ¿Sería por eso? ¿Aunque él no lo supiera, estaba intentando empatarme, por así decirlo? Podía ser… O no, y me estaba haciendo composiciones de lugar equivocadas.

Fuera como fuese, mi decisión era agradar a Luis. Hacerle sentir, y que se creyera por fin, que yo no deseaba estar con nadie más en nuestra cama. Y, no sé si acertada o equivocadamente, tenía que hacerlo, y demostrárselo, con sexo. Con eso que él parecía demandarme. No podía, ni debía, fallar en aquello de lo que yo me había quejado cuando nuestra vida se volvió monótona y aburrida.

Si yo me intenté convencer de forma falsa y estúpida que nuestro sexo aburrido y previsible era uno de los motores de mi deseo de vivir y follar como una loca, ahora mi deber era ser consecuente con aquello. No podía fallar a Luis en esto. En esto, ni en nada.

Pensé en buscar ayuda profesional. No era la primera vez. Desde que empecé a despertarme por las noches y a no dormir de forma continuada, aquella posibilidad ya comenzó a rondarme por la cabeza.

Tenía que decírselo Luis. Si había alguien capaz de ayudarme, era él. La sensación de desamparo, de miedo o de sacar esos demonios fuera de mí, me empujaban a él. Yo, en el fondo, sabía que una terapia era la forma de vencerlos, o de empezar a hacerlo, pero me daba miedo a que eso pudiera revivir en él sus ganas de abandonarme. Y con razón. Mi culpa era tremenda. Llegué, en un arrebato de monstruosidad a pensar que me merecía la violación.

Luis era la mejor persona que conocía. Y mi marido. Y el que, a pesar de todo, había estado a mi lado. ¿Yo lo hubiera hecho en caso de haber sido él quien se hubiera ido con otras? No lo sé, pero creo que no. Por eso yo seguía temiendo que un día se fuera. Que me dejara… que el pasado regresara. Que el recuerdo de todo aquello volviera a aflorar y terminara por hacer lo más lógico: dejarme.

Por las noches me levantaba y seguía vagando sola por casa. Me quedaba pensando, enquistada en todos estos pensamientos sin que terminara de sacar conclusiones válidas.

La única que tenía clara, era que, si un día Luis retomaba esa senda del divorcio, aunque me lo mereciera, yo me quedaría muerta. Muerta en vida, como él me dijo en alguna ocasión. Siempre lo quise. Sin tenerlo siquiera claro, sin darme cuenta de ello, pero nunca dejé de quererlo. Recuerdo que cuando reflexionaba sobre todo esto, en medio de mi vorágine sexual, la sensación que tenía era de lástima y de pena. Y no voy a decir ahora que eso era irreal. No, sería una cínica. Pero también era cierto que le dije muchas veces que seguía amándolo. Tampoco mentía, aunque parezca absurdo y casi excluyente.

Y mi arrepentimiento fue total, definitivo y claro. Sé que me excedí en esa última fiesta, en esa despedida que me llevó hasta mi propio abismo. Que nunca debí tomar el camino que me llevó hasta allí. Que lo que fue hastío y miedo a un aburrimiento total de Luis y de mí, tras la violación, se convirtió en una desesperada lucha por mantener a mi marido. Me demostró mucho.

Es maravilloso… pero sobre todo, es valiente. Tuvo coraje para defenderme, para ayudarme, para perdonarme y para creer en mí. No lo tenía nada fácil. Quizá, incluso, imposible e irracional. Pero lo hizo. Y fue porque nunca dejó de quererme.

¿Cómo pasé yo a amarlo con locura tras aquello? Fue espontáneo, como cuando un náufrago se aferra a un trozo de madera para seguir flotando. Él fue mi refugio, mi asidero, mi razón para continuar y no caerme al pozo. ¿Vi la luz?  No, lo vi a él. Quizá, volví a verlo a él. O tal y como yo lo entendía, me enamoré de él de nuevo. Como una niña, como la chiquilla que descubre un amor verdadero por primera vez.

Y necesitaba regresar a eso. A mi vida sencilla y fluida con él. Me acuerdo ahora de la charla de Mamen, de la de Tania… de mis propios pensamientos en las noches anteriores a que quedara con Adrián y me fuera a esa desafortunada e infausta fiesta al día siguiente con Pepe. La luz roja de la alarma ya estaba encendida, pero no la escuché. Fui estúpida e inmadura. Gilipollas, imbécil, cruel… todo lo que se pueda añadir, es poco.

Casi pierdo a Luis. Solo de pensarlo, me angustio. Me produce una sensación de culpa infinita, muy dolorosa.

Como un día le dije en ese restaurante, no sé si lo merezco. A veces miro a la esquina donde esperé esa noche a Jon. Nunca hubiera hecho aquello, pero fue algo insensato, producido por la inmediatez y el desenfreno. Al menos, estaba a salvo de las miradas de vecinos, alejado o a resguardo de que alguien me viera. Podía haber sucedido, sí, claro. Que en ese momento pasara alguien conocido, pero por suerte la cierta lejanía a esa esquina de los chalets pareados en donde vivíamos, me daba algo de impunidad. Pero eso no era lo importante: me había recogido en mi casa, y eso era profanar algo sagrado.

Lo de Adrián fue igual que estúpido y vil. Lo metí en casa y ahora, con el recuerdo de la fiesta aquella, me entran temblores de pensar qué podría haber sucedido de haber sido un tipo violento, por ejemplo. Y sí, también me arriesgué demasiado a que me vieran. Entre los pasillos y viales de un día de fin de semana, no era muy normal que hubiera gente por allí, y de hecho, me cuidé de ser precavida. Pero, de nuevo, podía haber sucedido que algún vecino se percatara. Había follado en mi casa con otro hombre… Esa era la cruel verdad. Lo pensaba y me carcomía por dentro.

Es tenebroso lo que el sexo te hace hacer. No pensar en las consecuencias, arriesgarte hasta el extremo de las drogas y un desenfreno absurdo, peligroso y desquiciado. Me asusto al pensar hoy en ello, y me veo, como si recordara a otra persona diferente a mí. No quiero volver a esos días…

Y por eso me dio tanto miedo la noche con Gonzalo en Lanzarote. Ya no solo por el bloqueo que tuve por los recuerdos de la violación. El rechazo por regresar a ese lado oscuro era constante. Me atosigaba pensar que a Luis le atrajera aquello. Porque yo no podía negarme. Sería injusto para él. Se lo debía… pero me aterraba.

No, no quería hacerlo. No deseaba otra cosa que amarlo. Estar con él a solas. Sin nadie de por medio. Sin Peter, ni las insinuaciones para que folláramos con más ímpetu. Me veía extraña en ese juego. Como si el hacerlo me fuera a devolver a ese estado de shock de Lanzarote.

Como ya me había propuesto, tenía que conseguir que el sexo con Luis fuera extraordinario. Pero por mí misma, sin atajos de otras personas ni figuraciones…

Solo necesitaba saber si a Luis aquello le bastaría.