Una decisión razonable 4(libro 3 de Luis e Isabel)

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1

Pedimos el desayuno en la habitación.

Yo estaba mirando al mar mientras bebía con tranquilidad el zumo de naranja. Había tomado una tostada con tomate y aceite, e Isabel algo de fruta y queso fresco.

Había sido un despertar extraño. Como si alguien ajeno a mí estuviera ocupando mi cuerpo, pero mis pensamientos siguieran perteneciéndome. Cuando abrí los ojos noté algo encima de mí. Era Isabel; abrazada a mi pecho y todavía dormida.  No pude evitar sentir cariño y que el amor volviera a desatarse en mí. Recordé sus lloros, su convulsión y el nerviosismo que atenazaron a mi mujer. Su soledad en la terraza, pensativa, ajena a todo y abandonada en sus pensamientos y reflexiones. Allí, en aquella silla, en medio de una oscuridad nocturna, me pareció muy débil y necesitada. ¿De verdad no le había gustado aquello? ¿Era por Gonzalo? ¿Por mí?

También, a la vez, regresaron a mí las imágenes del sueño que me invadió; a ella, disfrutando y follando. Había sido muy real, y por ello duro, molesto, con mucho dolor, fastidio y celos.

Me fui a la ducha intentando no despertarla. Quería pensar yo solo y comencé a hacerlo mientras caía el agua en mi espalda y cabeza. Estaba con los ojos cerrados, dejando que los sentimientos encontrados se reorganizaran. Pero de pronto sentí unos brazos alrededor de mi cintura y de mi pecho y unos besos en la espalda. Me volví. Era Isabel que me miraba con aquellos ojos que me hechizaron hacía ya muchos años. Sin decir nada, se abrazó a mí y el chorro de agua la cubrió también. Se acomodó en mi pecho con mucha fuerza y cerró los ojos. No nos movimos durante varios segundos, y supongo que cada uno pensando en lo sucedido la noche pasada.

Se giró y me miró. El agua en su cara, su boca entreabierta, sus ojos fijos en mí. Acerqué mi boca a la suya, que me recibió con unos labios húmedos, expectantes, receptivos y cariñosos.

—Te quiero tanto… —me dijo en un susurro cuando terminamos.

2

La ducha había sido un momento muy especial, en donde conectamos y creo que ambos nos sentimos cercanos el uno del otro. Pero yo necesitaba hablar con Isabel. No llegaba a comprender los lloros, la expresión de angustia y el nerviosismo. Quería saber qué le ocurría. Y sobre todo, sus sensaciones al haber estado cercana a estar con otro hombre. Sí, sé que me juzgarán por ser pusilánime, falto de carácter, de haber estado a punto de permitir el sexo de mi mujer con otro. Pero nadie sabe lo que pasa por la cabeza en mi situación. Y sobre todo, en la mía. Nadie podía ponerse en mi lugar, con mis características, mi carácter, mi convencimiento de que Isabel era la mujer de mi vida y que no podía dejar de quererla. Me da igual si se me entiendo o no. Son mis sentimientos. Todos somos muy valientes a la hora de ver los toros desde la barrera. Pero hay que bajar a la arena y enfrentarse al morlaco… Cara a cara.

Le vi llevarse el vaso de zumo a la boca. Beber un ligero sorbo y echar el cuello hacia atrás dejando que la tibieza de la mañana la invadiera en aquella terraza que se abría al mar. Isabel apoyó los pies descalzos en otra de las sillas y emitió un ligero suspiro de comodidad, mientras me miraba con una sonrisa en la boca. Me tiró un beso desde allí.

—Isabel… —empecé a decir—-, necesito que hablemos de… —titubeé.

—Solo quiero estar contigo, Luis. —Me cortó con suavidad al primer segundo de mi titubeo—. Te lo juro, amor…

Me quedé observándola sin saber muy bien cómo reaccionar. Por una parte, me complacían aquellas palabras. Pero ¿eran suficientes? ¿Bastaba con aquello?

Asentí despacio.

—Eso… lo sé, Isabel… —sonreí. Y desvié mi mirada al mar. Aún me bullían en mi interior muchas preguntas, pero dudaba si era el momento de hacerlas si conseguía reconducir desde ese momento la relación con mi mujer—. Anoche… Yo tampoco quiero que esto suceda más…  —me detuve. No estaba seguro del terreno que pisaba.

Vi que se puso seria, tensa, que la sonrisa se le helaba en la boca.

—¿Qué… qué pasa?

La vi aguantarse unas lágrimas. Hacer verdaderos esfuerzos por no volver a llorar. ¿Qué era lo que atenazaba a mi mujer? Respiró muy hondo, cerró los ojos y se serenó. Luego se incorporó en la silla y me tomó una mano. Me miraba en silencio, y se colocó un mechón de su melena que la brisa acababa de descolocar, detrás de su oreja. Continué sin saber qué decir.

Entonces ella se levantó de la silla, rodeó la mesa con el desayuno y se sentó en mis piernas. Me abrazó y me besó en la boca. Sentí el sabor del zumo de naranja en su lengua y sus brazos alrededor de mi cuello.

—Quiero estar contigo el resto de las noches de mi vida… —Sus palabras me taladraban. Era una bendición escuchar aquello—. Te quiero con locura. Por favor, créeme.

Yo asentí y miré sus pupilas tan cerca de las mías, buscando un beso y un abrazo.

—Ayer… —no podía olvidarme—. ¿Qué te pasó…?

No me dijo nada. Solo me miraba con los ojos medio entornados, dejando que la brisa meciera su pelo.

—No pasó… nada, o nada que no sea lo normal… No… no quiero hacer eso. No me pareció… no sé… No me gusta. No quiero a nadie más conmigo. Solo a ti.

—¿Por qué? —la noté un poco nerviosa y dudando con las palabras a utilizar—. ¿Qué sentiste?

—No… No me apetece nada hacerlo… —se encogió ligeramente de hombros—. Solo quiero estar contigo.

Sentía que había algo extraño en ella. Pensé que se me escapaba alguna variante que no terminaba de entender. Yo había visto a Isabel con él mientras estaba allí, en el bar y aunque triste o seria, todo parecía normal. ¿Había sucedido algo en esa conversación?

—¿Pero, qué te pasó…? —Cerré los ojos. Me dolía escucharme— ¿Te dijo algo… no sé… algo… malo?

—Luis… no quiero hablar de ello… por favor.

No dije nada más; respeté su decisión, pero sentía una necesidad de saber. Abracé a Isabel. Vi sus ojos chispeantes muy cerca de los míos. Nuestras puntas de ambas narices se rozaban. Sentía el calor tibio de su cuerpo, la suavidad de su piel cuando le besé el cuello.

Me abrió el albornoz e introdujo sus manos acariciándome el pecho. Se despojo del cinturón del suyo y sus espléndidos pechos quedaron a la vista, con los pezones enhiestos, rozándome con puntiaguda excitación.

—Quiero… quiero… necesito follarte… —me dijo muy despacio, encendiéndome el deseo y provocándome una erección brutal—. Ahora… Que me quieras, que me abraces, que me hagas disfrutar y que olvidemos lo de ayer…

Me cogió el pene con una mano mientras seguía lamiéndome el cuello.

—Quiero follarte… que follemos —me repitió—. Quiero sentirte a mi lado. Solo quiero contigo, Luis… Siempre, las veces que quieras, cuando te apetezca… —me dijo muy bajito.

Su boca resbalaba por mi cuello, mis orejas, mis labios. La escuchaba susurrar, con los ojos entreabiertos, rozando su lengua en mi piel.

—Que te corras en mi boca, en mi culo, en mi coño… Quiero gritar contigo, que me partas en dos y me hagas gemir mil veces… Contigo, mi vida… Siempre contigo. Nadie más… Tú y yo…

La besé. Con ansia, con fuerza, con inusitada excitación, sin importarme otra cosa que mi mujer volvía a estar conmigo. Sí, podía ser un cándido, un cornudo que no había tenido los redaños de comenzar de nuevo con mis hijos y otra mujer tras sus escapadas y gravísimos errores. Sí, todo eso era cierto. Pero también, que quería a Isabel. Nunca había dejado de quererla, de desearla. Esa era la verdad.

Cuando la tumbé en la cama y empecé a restregar mi polla dura como un martillo en su pubis, supe que podíamos volver a ser muy felices. Sí, podía ser extraño, incomprensible, absurdo… Pero a nuestra manera, volvíamos a ser una pareja que buscaba mantenerse junta y enamorada.

Tan solo en mi interior, porque no me olvidaría nunca, resonaba como una letanía, aquella frase que se me repetía desde hacía meses: «follé como una loca…»

Y entonces, al ritmo de esa frase que pasaba por mi mente como en un bucle, penetré a Isabel. Lo hice con determinación, intentando imitar el sexo de ellos. Con ímpetu, probándome a mí mismo y midiendo si esa forma de hacerlo era satisfactoria para Isabel.

Se quitó el albornoz, quedándose completamente desnuda, aguantando con gemidos cada vez más prolongados, mis embestidas. Dejando que la penetrara con casi furia. Alcé sus piernas como en el sueño de esa noche, y profundicé al máximo con mi polla en su interior. Notaba el compacto entrechocar de nuestra carne, su humedad, su apetito, su querencia a ese sexo. Yo resoplé y ella me miró mientras adecuada sus caderas a las mías. Apoyada en los codos, echó su cuello atrás dejando que el pelo le cayera por la cara, salvaje, indómito, mientras emitía un gemido largo, de disfrute máximo.

Seguí con esa postura haciendo que ella tuviera que descansar toda la espalda en la cama. Me llevé sus piernas a mis hombros y hundí todo mi ser en ella. Esta vez más lento, pero llegando al final, hasta sus más recónditos deseos. Ambos gemimos, bufamos y nos acometimos con un punto de fiereza.

Yo estaba cerca del orgasmo. Ella también. Intenté ralentizar el mío, pero me fue imposible. Su vagina, al ritmo de esas caderas expertas y bravas, me impidieron retrasarlo. Saqué mi polla de su interior y casi sin darme tiempo a apuntar a su vientre, salieron dos largos regueros de esperma que cayeron descontrolados en su cadera izquierda, el brazo de ese mismo lado y las sábanas.

Me quedé de rodillas, exhausto, dejando que mi pecho se acompasara al ritmo de un corazón que se había desbocado y ahora volvía a un trote menos acelerado. Ella me miraba, con un brillo de deseo y extrañeza en sus ojos.

—Eres un semental, cielo… —rio ligeramente mientras se miraba el brazo con gotas de semen.

Y sonreí y supe que debía terminar aquello. Con determinación y deseo de hacerla disfrutar. Me lancé a su vagina. Estaba abierta, receptiva, tremendamente sensible. Me recibió con un suspiro prolongado y un pequeño retroceso, pero que enseguida rectificó con su mano en mi nuca llevándome hacia allí.

Lo hice lo mejor que supe y pude. Ayudándome de mis dedos, buscando y sintiendo sus reacciones hasta que conseguía que alcanzara un orgasmo intenso que salió brotando en un largo y sentido suspiro por su boca.

Me sentí como si hubiera conseguido un objetivo marcado. Una meta que se me resistía. Sonreí para mí y me tumbé a su lado. Ella, continuaba recreándose en el orgasmo, con ligeros espasmos y una sonrisa de placer. Su pelo caía sobre su cara desordenado, eróticamente perfecto.

Me miró con satisfacción.

—Joder, cielo… ¡Qué barbaridad! —Luego empezó a reír con total naturalidad y simpatía—. Firmo por uno de estos todas las mañanas. —Volvió a emitir una carcajada sana y natural.

La imité y al ritmo de mi risa, me relajé. Me sentía pleno, alegre. No solamente complacido físicamente. Había algo más. Un punto que yo sentía haber conseguido, un peldaño ascendido en esa escalera del sexo que Isabel necesitaba.

Entendí, que le acababa de demostrar que yo también podía follar como el mejor. Y me sentí muy feliz…

Durante el avión de vuelta a Madrid, reflexioné, o al menos intenté hacerlo, sobre todo lo sucedido en Lanzarote con Isabel. Del fiasco que estuve a punto de provocar, de la brutal estupidez de esa decisión que ahora se me antojaba muy absurda, pero que en aquel momento, la veía como salvadora y necesaria.

Lo que me quedaba, tras las primeras deliberaciones, era que Isabel me quería. Y que, a pesar de mis miedos y dudas, ella estaba resuelta a no regresar a esa vida de desenfreno y locura. Volvía a sentir su cariño, su amor y su predisposición total porque todo se arreglase. Y eso, lo valoraba sin duda. Muchísimo. Y también su actitud a que todo cambiara y que la locura a la que se entregó de una forma absurda, durante meses, quedara absolutamente enterrada y olvidada. Pero otra cosa era sentir que continuaba necesitando ese tipo de sexo. Se tornaba complicado siquiera ordenar las ideas. No conseguía hilvanar una línea de razonamiento medianamente coherente sobre lo que debía o no hacer. Dudaba. Mucho, a cada instante. Y sobre todo, me preocupaba esa sospecha de dolor o de incomodidad que había visto en Isabel cuando Gonzalo le empezó a acariciar.

No dejaba de acusarme por haber siquiera pensado en que Gonzalo disfrutase conmigo de mi mujer. Y que todo ello venía provocado porque sentía que Isabel, de una forma inconsciente, lo quería. O no lo evitaba. O en algún rincón de su sique permanecía latente ese deseo. ¿Era cierto? Pero sobre todo, lo que más me preocupaba era que, aun creyéndola, ¿ella era consciente de que yo veía que de alguna forma estaba inoculada por esa sexualidad? Quizá era yo el confundido y no leía bien las señales. Todo me parecía posible.

La vi dormida apaciblemente a mi lado. Con su cabeza apoyada en mi hombro. Tranquila, preciosa, y como yo siempre había querido que fuera. Amaba a mi mujer y mirándole, mientras respiraba serena y apacible, apoyada en mí, me parecía imposible que hubiera pasado meses atrás todo aquello. Era como volver a sentir esas dos dimensiones de la misma Isabel.

Llegamos a nuestra casa. Eran cerca de las ocho de la noche y no nos apetecía salir a cenar ni hacer nada. Yo me tomé un yogur bebido e Isabel creo que nada. O algo similar a mí. Los dos, cansados, nos dirigimos a nuestro dormitorio a deshacer las maletas y a disponernos a ver algo de televisión antes de dormirnos.

—¿Te duchas? ¿O lo hago yo antes? —pregunté cuando se despojó de la camisa y se quedó en sujetador.

—No, no. Hazlo tú. Yo voy llevando la ropa a la lavadora. —Me acarició la cara y me dio un suave beso en los labios alzándose ligeramente de puntillas.

Yo, tras desnudarme, me metí en la ducha. Dos años atrás habíamos cambiado la bañera por un plato amplio, en la que podíamos movernos con cierta soltura. No es que fuera como la del hotel de Lanzarote, con mucho espacio y multitud de grifos y mandos, pero sí se podía decir que bastante amplia. Teníamos una gran alcachofa en el techo y otra más pequeña que actuaba como una ducha más tradicional. Yo prefería esta última porque, aunque la otra permitía bastante más caudal, me parecía casi siempre excesivo.

Continuaba sin poder quitarme de la cabeza aquellas dudas y sensaciones extrañas que me turbaban. No conseguía ordenar aquello ni tener una mínima línea coherente de razonamiento. Cerré los ojos incluso con fastidio por no saber concretar aquella amalgama de pensamientos.