Una decisión razonable 11(libro 3 Luis e Isabel)
Luis y ¿quién es Vanessa...?
Entré en un bar con una sensación de ahogo creciente y empezando a notar la complicada digestión de mis sensaciones y temores. Me sentía por una parte, traicionado, aunque algo en mi interior me decía que aquello era lo normal. Que Isabel, en el fondo, nunca había abandonado aquel sexo que yo notaba en sus expresiones y movimientos.
Sin embargo, y debo admitir que mientras el alcohol no me fue embotando, reflexionaba en lo sucedido en Lanzarote, o en las semanas siguientes y no me cuadraba aquello. ¿O era que yo no deseaba que aquello no fuese la realidad?
En mi interior, ya con la tercera copa bebida bastante rápida, se cuajó una especie de rebelión interna contra mí mismo y contra mi mujer. Poco a poco, en mi pecho, se formó el convencimiento de mi estupidez, de haber sido de nuevo traicionado por Isabel.
No sé la razón. O solo soy capaz de decir que fue el alcohol el que me empujó a hacerlo, pero llamé a Tania. Necesitaba una especie de venganza o de redención a través de una mujer. Y con el razonamiento enredado llamé, pero no obtuve respuesta. El teléfono estaba apagado o fuera de cobertura.
—Joder —mascullé.
—¿Le pasa algo, caballero? —el camarero me miraba con intriga.
—Pues que me ha fallado una tía… —Yo mismo me sorprendí de aquello que dije, incluso con un tono entre chulesco y desafecto.
—No se preocupe… siempre hay solución —me dijo con una sonrisa algo pícara.
No le hice mucho caso. El hecho es que había llamado a Tania y no tenía muy claro el porqué. El alcohol me había empujado a hacerlo con una difusa intención de ligármela para vengarme de Isabel. Eso era lo que me decía mi cerebro que no pensaba con la claridad y tranquilidad debida.
Cerré los ojos. Yo no era un hombre vengativo, me dije a mí mismo. Pero esa retahíla de estupideces que salen cuando uno está medianamente borracho, empezó a apuntarme directamente a la conciencia. ¿Era aquello verdad? No… ni siquiera eso era cierto, me dije. De hecho, sonreí para mí mismo de forma sarcástica. ¿No era una especie de venganza esperar hasta tener un vídeo con mi mujer follando con otro? ¿No lo había hecho para alcanzar una ventaja en el divorcio? Sí… esa era la razón. Por lo tanto, era una persona vengativa. Aunque tuviera mis razones y que Isabel se hubiera comportado del modo más cruel y desprovisto de toda sensibilidad conmigo. Sí, aun así, mis movimientos habían estado marcados por una especie de justicia propia y de resarcimiento personal.
Me percaté de que ahora también buscaba esa victoria personal ante Isabel. Una especie de empate, de compensación o reparación con respecto a mi mujer. En primer lugar, el divorcio. Sí, firmaría aquel papel. En segundo lugar, mi cuerpo y mi cabeza me pedían estar con una mujer. Ahí entraba Tania.
¿Por qué Tania? Me atrajo desde el momento en que la vi. Era una sensación que me recorría por dentro como una corriente eléctrica de animalidad.
Volví a llamar a su móvil, pero tampoco conseguí contactar. Por alguna razón, parecía estar apagado. Sin embargo, esta vez, dejé un mensaje. No recuerdo bien qué dije, pero era algo sobre que me gustaría verla a solas. No sé si supe dar la entonación adecuada, de suficiente picaresca y morbo. Quizá no. Aunque no estaba aún borracho, sí empezaba a sentirme vacilante en la manera de hablar y de conectar pensamientos y reflexiones. El hecho es que me atreví a ser directo con ella.
—Disculpe… No me quiero entrometer, pero si necesita una mujer, le puedo aconsejar —me dijo el camarero de forma discreta mientras me retiraba el vaso de mi consumición a medias y me ponía otro recién servido.
—¿Cómo dice?
—Si quiere una mujer, ahí enfrente, en ese local… —señaló a la puerta en donde se veía un toldo con un nombre insinuante—. Entiéndame… no quiero entrometerme en su vida, y si no es así, le pido disculpas. Pero si le ha dejado colgado una… amiga, puedo presentarle a Vanessa. Es también… una amiga.
Me quede mirándolo. Era un tipo de mediana edad, de aspecto muy normal, y seguramente, pasaría desapercibido en casi cualquier lugar y momento. Me miraba fijamente, serio, sin titubeos ni falsos gestos.
—Llevo mucho tiempo de camarero. O barman, como ahora algunos nos quieren llamar.
El local, en efecto, no era un bar cualquiera. Allí se servían copas y cervezas, pero ni raciones, ni cañas, ni menús. Una música suave, indeterminada, sonaba envolviendo el ambiente. La iluminación jugaba con claroscuros, dejando algunos sillones o espacios a resguardo de focos y lámparas.
—No me malinterprete… No lo juzgo. Tan solo ofrezco la posibilidad de estar con una mujer espléndida. Y, usted, con toda libertad, lo coge o lo deja. No entro en valorar nada de lo que hace, créame.
Me quedé quieto, sin reaccionar. Procesando lo que me acababa de decir aquel camarero. Mire el móvil. En la pantalla no había ninguna notificación de mensaje ni de llamada perdida de Tania.
Cerré los ojos, me mesé el cabello y froté con mis dedos índice y pulgar el puente de la nariz. Resoplé con evidente cansancio emocional y durante unos segundos pasaron imágenes y recuerdos de Isabel y yo. Felices, llenos de sonrisas y de complicidad. Pero, no lo pude evitar, también el vídeo de ella con aquel hombre en la alfombra, ella con su amiga Almudena en esa terraza… Recordé los días de Lanzarote y su rechazo —gracias a Dios— a estar con ese hombre. ¿Cómo era posible este cambio? ¿Me había engañado ahora, antes… siempre?
Cogí el vaso con la bebida y tomé un sorbo. Miré al camarero que seguía pendiente de mí, y entonces tomé una decisión que me pareció la más razonable en ese momento.
—¿Cómo se llama su amiga?
—Vanessa.
—¿Es de fiar?
—Absolutamente.
Sus ojos me miraban. Yo a él, y ambos pendientes de nuestras reacciones. Finalmente asentí y el marcó un número de teléfono en su móvil.
—¿Vanessa…? —escuché que preguntaba—. Hay un amigo mío que quiere conocerte… —Me sonrió durante unos segundos y luego colgó.
—En un minuto estará aquí —me dijo.
—Es… supongo, que es…
—Es una mujer espléndida —me cortó con mucha suavidad—. Eso es lo importante. El arreglo que tenga que hacer con ella, a mí no me incumbe. Yo solo soy… un enlace.
Tragué saliva y me froté la cara. Volví a dudar, pero el embotamiento que sentía, y la necesidad de venganza, me hacían no desdecirme.
El camarero, entonces, hizo una discreta señal a una chica joven que acababa de entrar en el local, y me señaló con disimulo. Escuché a mis espaldas un marcado y rítmico taconeo. Me volví y vi, entonces, a una mujer de unos treinta años, esbelta, morena de pelo largo, embutida en un vestido entallado negro, una cazadora de cuero y unos botines del mismo color. Llevaba un bolso de marca y olía a perfume caro. Mi miraba a través de unos ojos profundos, con algo de raya, colorete y labios pintados, quizá en exceso para mi gusto. Su silueta era de contornos suaves, con curvas muy sugerentes y un generoso pecho se percibía tras el escote del vestido que la silueteaba de manera sinuosa y tentadora. Era, sin duda, atractiva.
—Hola —me saludó con una sonrisa bien dibujada
—Caballero… Ella es Vanessa.
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Me desperté con el sonido de la ducha. Estaba en mi casa, concretamente en nuestro dormitorio. Un dolor de cabeza me recorría la parte superior de mi cráneo. Me incorporé con la boca pastosa y la mirada ligeramente desenfocada.
Estaba desnudo. Recordé la noche a ráfagas. Primero en el bar aquel, hablando con Vanessa. Luego en el coche, conduciendo ella hasta mi casa porque no me permitió hacerlo a mí. Quizá nunca hubiéramos llegado hasta aquí de no ser por el jugoso precio que le ofrecí por una noche. No quiero ni recordar la cantidad. Tuve que pasar por un cajero y sacar dinero.
Miré la hora en mi móvil. Eran las ocho y media de la mañana y no sabía cuánto había dormido, pero quizás no más allá de cuatro o cinco horas.
En mi cabeza se sucedían las imágenes de esa noche con Vanessa. Algunas desenfocadas, como si fueran un sueño. Otras más reales, ambos desnudos, con los cuerpos enlazados y ella intentando sacar a flote mi virilidad afectada por el alcohol. Creo que conseguí algo, porque sí tenía una sensación de haber estado sobre ella. Pero no recordaba bien los pormenores y detalles.
Esos recuerdos eran más bien una colección de fotos, y no tanto una película. Muchos, aunque no hubieran sucedido en el orden y concierto que se me aparecían, formaban una especie de hilo difuso y a veces bastante inconexo.
El sonido de la ducha se detuvo, escuché cómo se abrían las mamparas, y a los pocos segundos apareció Vanessa en el dormitorio con el pelo mojado y una toalla alrededor de su cuerpo.
—Hola —se sorprendió al verme despierto—. Pensaba que estabas dormido. ¿No te importa que me haya duchado, no?
—No, no… —Negué con la cabeza, mientras cerraba los ojos intentando que remitiera algo el dolor de cabeza.
—Tienes resaca, ¿no? —sonreía mientras se secaba el pelo con una segunda toalla, esta vez de mano.
—Un poco. —Mi voz salió más ronca y abrupta que lo normal. Tuve que carraspear y sentía la necesidad de beber agua de forma inmediata.
Vanesa terminó de secarse y se deshizo de la toalla. Su cuerpo quedó desnudo unos segundos frente a mí. Era joven, esbelta y de curvas bien delineadas. Me sorprendió que se diera la vuelta ante mí y me ofreciera la espalda. Aquel pudor desentonaba con lo sucedido por la noche, apenas unas horas antes. Vi el tatuaje de la mariposa en el comienzo de su espalda, justo en la frontera de las curvas de sus glúteos. Y aunque mi miembro estaba absolutamente anestesiado, no pude reprimir un acceso mental de excitación.
—Me tengo que ir… Me esperan en la… en el trabajo —me dijo volviéndose a medias, como si yo necesitara esa información.
Recordaba vagamente que en el bar me dijo que por las mañanas acudía a un ambulatorio. Era, si no me equivocaba, enfermera. Sonreí para mí, extrañado de que una chica joven se dedicara a un empleo como aquel por la mañana y que por las tardes o noches —las que no tenía guardia, me dijo— a sacarse un dinero para comprarse una casa.
No sé si aquella afirmación era cierta, y la verdad, me importaba en ese momento muy poco. Recordé que pagué a Vanesa generosamente nada más entrar en nuestra casa y que no tardamos mucho en desnudarnos. A partir de ahí, tras las primeras caricias, mis recuerdos ya empezaban a emborronarse. Tan solo sé con certeza, y es porque lo hice completamente adrede, que nos revolcamos en la alfombra del salón. La misma en donde mi mujer lo había hecho con aquel tipo tan alto, musculado y tatuado.
De ahí pasamos a la cama, y como digo, las imágenes ya empezaban a mezclarse. Sus senos, sus manos en mi miembro, las mías en su pecho, en su pubis… Ella poniéndome un condón con la boca sin utilizar las manos. Yo riéndome por ver aquella acción tan profesional…
Seguramente el sexo fue imperfecto. Creo saber que sí culminé un par de veces, más que nada porque en ese momento, al verla desnuda vistiéndose, noté que los ligeros espasmos de erección iban acompañados de una cierta tirantez en mi pene, como si le faltara combustible, por así decirlo.
Me incorporé de la cama y puse mis pies en la alfombra de mi lado. Vanesa estaba en el otro, justo a la entrada del baño. Se vestía con cierta prisa y agilidad. Me había fijado que, cuando llegó, traía, además de un bolso, una mochila de diseño y de marca bastante cara. Ahora entendí la razón: estaba sacando un pantalón vaquero, ropa interior limpia, zapatillas deportivas y una camisa.
No dejó de sonreírme mientras yo miraba. Sin el rojo de los labios, el colorete, la pintura de los ojos y el vestido entallado de ayer, parecía una mujer completamente normal. Atractiva y con una cara alegre, pero muy diferente a como vestía de noche.
—Tengo prisa… —me dijo de nuevo, como si fuera una excusa.
—Tranquila… ¿Está… está todo?
Yo nunca me había ido con una prostituta. Ni cara, ni barata, ni de ningún tipo. Era obvio que se me notaba que, ni era experto, ni estaba cómodo en la situación aquella, una vez que se había pasado la borrachera.
—Sí, cariño… Tengo todo. No te preocupes. —Se me acercó, rodeando la cama—. Me lo he pasado muy bien.
Supe que mentía y no pude reprimir un atisbo de sonrisa. Mi borrachera, seguramente, me había impedido tener un comportamiento sexual, siquiera aceptable. Habíamos follado, claro, y varias veces. Pero sí que recordaba que en alguna ocasión se la había introducido blanda, sin fuerza. Incluso debimos hacer algunas paradas para que yo descansara y me volviera a concentrar en que se me empalmara. Y no puedo quejarme, hasta donde llegan mis recuerdos de los intentos de Vanesa por hacer que disfrutara. Con la boca, con las manos, frotándose su pubis con mi pene, dejando que saborease sus pequeños y redondos pechos. Incluso ella introduciéndose algún dedo por su vagina y su ano.
No tengo una respuesta clara a si esa noche se puede considerar como sexualmente buena. Como digo, sí me corrí un par de veces. Pero tras ímprobos esfuerzos por parte de Vanesa. Bueno, sea como fuere, había dado un primer paso a mi nueva vida. En la que Isabel ya no estaría.
Volví a mirar el reloj del móvil. En ese momento, me fijé que tenía siete llamadas de Tania y varios mensajes de ella. También de Isabel. En su caso, cinco, dos a las diez de la noche, así como un mensaje de texto que no quise ni siquiera leer. Había una tercera llamada a eso de las doce de la noche y dos por la mañana, una de ellas, hacía menos de diez minutos. Vi igualmente, que varios mensajes se enumeraban en su chat de WhatsApp . No quise leerlos.
Yo, una vez llegué a casa, olvidándome por completo de que había telefoneado a la amiga de mi mujer, y tras dejar un nuevo mensaje de voz, lo silencié.
Entonces, justo en el momento en que estaba meneando la cabeza, recordando por encima mis palabras dirigidas al contestador de Tania, sonó el timbre de mi casa.
Ambos, Vanesa y yo, nos quedamos quietos. Ella, con su mirada parecía preguntarme quién era la persona que llamaba. O incluso si se trataba de mi mujer. Recordé, sin tampoco tener muy claro los detalles, que le había contado algo de Isabel. El timbre sonó dos veces más, rompiendo el silencio de miradas entre Vanesa y yo.
Mi móvil, entonces, empezó a vibrar con el nombre de Tania. Le hice una seña a Vanesa para que estuviera callada y lo cogí. La amiga policía de mi mujer no me dio ni tiempo a contestar.
—Luis, joder, por fin coges el puto teléfono. Abre que estoy en la puerta.