Una decisión razonable 10 (libro 3 Luis e Isabel)
Aparece Almudena...
Nos despedimos sin que ninguno despejara las dudas. Yo le decía que sí, que lo había superado. Ella que no estaba tan segura. Pero debo decir que la amiga de mi mujer se portó bien. No me dio el número de teléfono de Isabel, pero me dijo que lo preguntaría. Y eso, era una esperanza para mí.
—Debo decírselo… consultárselo a Isabel. Y no te creas que es por fidelidad a ella. Es por fidelidad a mí misma. Cumplo lo que digo, te lo aseguro. Y le explicaré que quieres verla, hablar con ella e intentar llegar a un acuerdo… Te apoyaré, Luis. Intentaré que haga por verte.
—Te lo agradezco…
—Soy optimista… Pero Luis, es posible que no sea lo mejor…
—No voy a firmar ese divorcio Tania… Díselo. —No dejé que terminara la frase.
—Sabes que no hace falta… —me dijo—. Si ella quisiera, hay poco de qué hablar.
Sí, claro que lo sabía. Pero entendía que Isabel, por el bien de ambos, y de nuestros hijos, llegado el caso a que ella decidiera hacerlo, lo intentaría por las buenas y razonando.
Así quedamos cuando Tania salió de mi coche. Ella se lo comentaría a Isabel y yo esperaría. Me dijo que tuviera confianza, paciencia y que confiaba en podérmelo proporcionar.
Mi mujer debió concederle el permiso porque a los dos días de que Tania y yo habláramos, me llegó ese número por mensaje, y como es natural, escribí a Isabel en cuanto tuve un minuto libre.
Luis
Hola
Isabel
Hola, Luis
Luis
Me gustaría que nos viéramos. Que habláramos…
Isabel
Luis, yo también. Pero no te quiero hacer más daño
Luis
Isabel, el daño me lo haces si no hablamos
El teléfono se quedó mudo en ese instante. No hubo respuesta, ni sonido de mensajes. Me quedé helado, petrificado esperando una contestación de Isabel durante quince largos minutos. No entendía nada y estaba desolado.
De pronto, pasado ese cuarto de hora, una llamada entrante alumbró la pantalla de mi móvil. Era Isabel desde ese número que Tania me había proporcionado.
—Hola Luis
—Hola Isabel… —estaba muy nervioso, con el corazón golpeándome el pecho con fuerza.
—Luis, mi vida… —Su voz era suave, tenía un tono tranquilo—. Quiero que entiendas esto. No he dejado de quererte, pero no puedo obligarte a que vivas un infierno cada vez que estás conmigo. Sé, o estoy convencida de que no lo has olvidado, y es que… además… joder, que es lo normal. Yo no podría.
—Isabel, por favor… déjame que te explique —la rogué, sin que ella dejara de hablarme.
—Luis —su voz ahora se había tornado melancólica, muy triste—, no te culpo de nada. He sido yo y no tengo derecho a arruinarte la vida… Sería muy egoísta por mi parte si…
—Isabel, escúchame, por favor… —la corté, con suavidad, pero también con cierta determinación.
Ambos nos quedamos unos segundos en silencio, y entonces empecé a hablar con toda la calma que fui capaz de mostrar.
—Isabel, es verdad que es muy complicado olvidar todo aquello. En eso, te doy la razón. Pero te he perdonado. Solo necesito tiempo para terminar de asimilarlo. No sé si soy capaz de transmitirte que olvidar y perdonar, por ahora, no puedo unirlas. He hecho una cosa, y la otra… pues, siendo sinceros, no. Pero te juro que… bueno… He borrado el video…
—No es por el vídeo, amor…
—… lo he borrado porque me hacía daño… Me… me hacía daño verte —estaba nervioso—. Lo utilicé como te dije para… la verdad es que según hablo me parece más estúpida la idea… —resoplé mientras me mesaba los cabellos. Me decidí a ser totalmente sincero—. Ese vídeo me servía para medir… o comparar… es una estupidez, Isabel, lo sé… Admito que es un grave error por mi parte. Pero… bueno, que no me hace falta, te lo juro.
Isabel se quedó callada y durante unos segundos no nos dijimos nada.
—Cielo… lo siento. Pero ya no volverá a pasar —Insistí.
—Si es que Luis… tú no eres el culpable. No lo sé, cielo… —escuché como se sorbía las lágrimas—… es tan cruel lo que te hice. Tan duro… Te he hecho mucho daño, mi vida… Y, no sé… siento que debo responsabilizarme de eso.
—Pues déjame que te ayude. Hagámoslo los dos… —intenté esta estrategia también—. Como lo de la… la de… la violación. Siempre dijiste que yo te había ayudado a superarlo. En fin, déjame ayudarte.
—Luis… voy a ir a terapia —me dijo tras un instante de silencio.
—¿Por la violación…?
—Por todo… por la violación y por mi pasado… Todo, cielo.
—Isabel… quiero estar contigo en esto.
—Luis, no puedo depender siempre de ti… Si quiero superar la violación, debo ser yo quien dé ese paso. Y de lo otro… bueno, no es que de allí deba salir… Quiero saber por qué entré.
—Insisto en estar contigo, Isabel.
—Vamos a ver… —escuché cómo respiraba—. Sí, me gustaría mucho que estuvieras, de verdad. Pero, Luis… mi vida, también es complicado. Lo primero que necesitaría, es superar el trauma de la violación. Eso, aunque haya técnicas y terapia, es también cuestión de tiempo. Sobre lo otro… —carraspeó—… no quiero volver a lastimarte. Y si escucharas o te enteraras de… de todo… Luis… no podría hacerlo —empezó a quebrársele la voz—. No puedo imaginarme allí contigo en la terapia y yo… No, Luis… creo que sería muy dañino para ti… He sido muy cruel y muy… muy mala persona contigo. No querría que si me escuchas o te enteres de detalles… termines… termines…
—Isabel, déjame intentarlo.
—No, Luis… por favor… no quiero hacerte más daño. Lo hablamos si quieres, nos vemos… pero si tú estás ahí, no podría… —Se echó a llorar—. Tengo mucho miedo a que si vienes termines odiándome definitivamente y que…
Estuvimos un minuto en silencio ambos. Yo escuchando unos ligeros hipidos y mi corazón latiendo apresuradamente.
—Isabel… —le dije con toda mi ternura.
—Dime… —recompuso su voz.
—Déjame que lo intente…
—Yo… de verdad que lo deseo, Luis. Pero me da mucho miedo…
—Y entonces… ¿qué hacemos? Nos separamos y esperamos…
—Creo que es mejor para ti que pensemos en todo… En nosotros, que de verdad sepas que puedes vivir con todo aquello, porque no se va a ir nunca, Luis…
—Déjame intentarlo contigo. Por ti, por mí… por los niños.
Sí, utilicé de nuevo la carta de nuestros hijos. Sabía que Isabel, por ese flanco, era muy débil. No me sentí especialmente orgulloso, pero quería que siguiéramos juntos. En esa frase se resumía todo. Y me da igual lo que piense el mundo. Prefiero la felicidad con quien es capaz de intentar revertir la situación, a arriesgarme con alguien con quien no sé qué va a pasar en un futuro.
—¿Cómo se lo vamos a decir a los niños…? —insistí en ese flanco—. Si nos separamos…
—Entiendo que sería cuando regresaran de Inglaterra… —me dijo compungida.
—Ya, pero en unos dos meses los tenemos aquí para pasar unos días… ¿Qué hacemos entonces?
Mi mujer respiró hondamente. Parecía pensar en todo aquello.
—¿Y qué quieres hacer, Luis?
—Verte. Hablar contigo. No demos el paso al divorcio. Quedemos para comer… Charlamos con tranquilidad y… no sé cómo decirlo… verlo todo con mejor perspectiva. —Me detuve en mi exposición—. Te quiero Isabel.
—Y yo a ti, mi vida.
—Pues entonces, es absurdo que nos divorciemos si nos queremos. ¿Es que no lo ves?
—Me da miedo hacerte daño otra vez Luis.
La insistencia de Isabel me extrañaba. Y fue, en ese momento, cuando, de nuevo, una sombra sobrevoló mi cabeza. ¿Me estaba diciendo mi mujer que ese miedo significaba que volvía a tener tentaciones de regresar a dar ese paso hacia la locura y desenfreno? ¿Qué no estaba segura de que aquello estaba totalmente olvidado?
Me reprendí a mí mismo pasado un instante. Me lo había dicho por activa y por pasiva. Muchas veces. Si quería salir de esa espiral de dudas, temores y miedos, debía empezar a confiar en ella.
—Por favor, Isabel. Intentémoslo. Déjame verte.
Pasaron unos segundos en silencio. Solo escuchaba la respiración de ella y el sonido de mi pulso martilleándome en las sienes.
—De acuerdo —me dijo por fin y una sensación de alivio y felicidad, me inundó por completo.
—¿En dónde estás? Quiero decir… ¿Dónde duermes? —pregunté—. Por pasarme y verte.
—Estoy en un hotel. —Me dio el nombre—. Si quieres, quedamos pasado mañana a la salida del trabajo. No tengo que ir por la tarde… ¿Te parece?
Sí, me parecía bien. Aunque yo hubiera ido hoy mismo a por ella.
—Preferiría antes, la verdad… —intenté sonreír.
—Pues no sé… Cuando quieras. Me llamas y vienes. Me da igual el día. Yo lo decía porque es más fácil para mí. Podemos comer y disponer de toda la tarde charlando. Pero si prefieres antes… por mí, encantada, Luis.
—De acuerdo. Miro mi agenda, por si tengo que aplazar o retrasar reuniones o lo que sea y te llamo. ¿Vale?
—Sí, claro que sí. —Nos quedamos de nuevo en silencio—. Te quiero, mi vida.
—Y yo a ti.
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Lo tenía decidido. No iba a dejar pasar ni un instante sin hablar con Isabel. Por eso, aquella misma tarde, sin decirle nada, me acerqué a donde ella trabajaba. Quería darle una sorpresa. Había movido toda mi agenda y me dejé esa tarde y las dos siguientes, libres. Deseaba la oportunidad de ver a Isabel y estar tiempo con ella.
Llamé a donde trabajaba y me dijeron que esa tarde sus clases terminaban a las ocho. Decidí esperarla en la puerta a esa hora, sorprenderla, invitarla a una cerveza, a cenar y si se terciaba, convencerla para que volviera a casa esa misma noche. Iba resuelto a conseguir mis propósitos.
Salí del despacho y me acerqué en el coche hasta la escuela de negocios donde trabajaba Isabel. Tenía tiempo, por lo que aparqué y me fui dando un ligero paseo hasta la puerta. Aún quedaban cerca de un cuarto de hora para que saliera, por resolví esperar a Isabel en el bar de enfrente, tomando una cerveza.
En ese momento, caminando mientras hablaba por el móvil, vi a Almudena. A la odiada amiga de mi mujer. Iba embutida en un pantalón vaquero, tobillero y ajustado. Su indumentaria lo completaban unos botines de tacón, un abrigo ligero de piel sintética y pelo largo, y una camisa. Llevaba la melena suelta y parecía reír con quien estuviera hablando.
Se detuvo en la cafetería que estaba al lado de la escuela de negocios, justo en la que yo me disponía a entrar. No me apetecía encontrármela ni intercambiar palabra alguna con ella. Opté entonces por esperar enfrente, a que Isabel saliera. No pude evitar que algo en mí se encendiera. Aunque Isabel me había dicho en varias ocasiones que no tenía nada que ver en su decisión de acostarse con otros, a mí no me terminaba de convencer y su presencia, esa tarde, me hizo temerme lo peor. No creía en las casualidades.
Y esa especie de premonición, de mal augurio, se terminó haciendo realidad cuando vi salir a Isabel y dirigirse a la cafetería en donde estaba su amiga Almudena. En un principio me quedé pasmado, sin saber muy bien qué pensar. Mi mujer iba vestida de forma bastante juvenil. Con un pantalón negro, tobillero y con un par de rasgaduras, un jersey de cuello alto, grueso y a la moda, y una parka de capucha verde con piel. Un pañuelo le adornaba el cuello. Desde donde estaba, veía perfectamente a Almudena girarse en dirección a Isabel y saludar con la mano, a lo que correspondió mi mujer con una sonrisa. Tras darse un par de besos, Isabel se sentó en la silla de al lado y empezaron a conversar. Me pareció evidente que habían quedado y ese pensamiento me molestó. Sí, yo no había llamado y pretendía darle una sorpresa a Isabel, por lo que no me podía quejar, pero la presencia de Almudena me trastocaba las reflexiones.
No entendía la razón, pero me empecé a poner nervioso. No sabía si lo mejor era presentarme allí y sentarme con ellas. Así, me decía a mí mismo, podría evitar cualquier intento de influencia de Almudena sobre Isabel. Inmediatamente me reprendí a mí mismo. Mi mujer me había dicho que no iba a volver por el camino que tomó un día. Cerré los ojos y me obligué a confiar en ella. En sus palabras y, sobre todo, en sus hechos conmigo.
Hasta el descubrimiento del video por parte de Isabel, todo iba muy bien. Y salvo la estupidez de Lanzarote, invitando a ese chico a nuestra habitación, para un segundo después arrepentirme, se podría decir que la relación entre Isabel y yo pasaba por sus mejores momentos.
Debía confiar en ella. En todo lo que significábamos el uno para el otro. Y mi deber era mantener mi vida en los parámetros de felicidad y cariño que habíamos conseguido desde aquella noche de Marbella.
Respiré hondamente mientras observaba como tomaban una cerveza y charlaban. Almudena estaba recostada en la silla, con las piernas cruzadas y casi mostrándose. O eso me parecía a mí. Nunca tuvimos afinidad, ni tampoco entendía la razón por la que se llevaba bien con Isabel. Ella, divorciada y a mis ojos una simple cazadora de hombres, contrastaba con esa Isabel que yo conocía y que había sido una buena esposa y madre ejemplar.
Sí, tenía que haber sido ella la que provocó ese cambio en mi mujer. Esas ganas de probar lo prohibido, de saltarse las normas y reglas básicas de un matrimonio, buscando otras camas y otros hombres. Me seguía doliendo pensar en aquello. Intentaba olvidar las imágenes de aquel hombre alto y tatuado en la alfombra de nuestro salón. Su expresión placentera y alegre cuando seguí a Isabel esa noche que se fue tras aquella llamada telefónica.
Aquel dolor nunca se iría. Yo lo sabía, pero también que, si quería a Isabel y mantener lo nuestro, necesitaba aprender a vivir con ello. Un perdón no significa olvidar, por desgracia. Las cosas suceden de determinada forma, aunque intentemos con todas nuestras fuerzas lo contrario.
Me decidí a ir hacia donde estaban ellas. Me importó muy poco en ese momento interrumpir la conversación entre Isabel y Almudena. De hecho, pensé, incluso era muy posible que fuera lo más acertado para mí. Sacar a Isabel de la influencia de Almudena, siempre me parecería una buena cosa.
En ese momento, justo cuando yo iniciaba los pasos para acercarme, y me encontraba a menos de diez o doce metros de donde estaban, un hombre joven llegó a la mesa que ocupaban ambas. Su cara, por extraño que pareciera, me resultó familiar. Yo, para sorprender a Isabel, había optado por acercarme por su espalda, con lo que ya no podía ver la cara de mi mujer cuando se acercó aquel hombre. Almudena, en cambio, lo miró de arriba a abajo, con un disimulo más bien escaso.
Aquel hombre era joven, rubio y apenas miró a Almudena. Mientras se mantenía de pie, empezó a sonreír y a hablar con Isabel. ¿Quién era esa cara que me resultaba vagamente familiar?
En un momento dado, se sentó en medio de ellas y levantó una mano para llamar la atención del camarero. Y fue en ese instante, cuando la neblina de mis recuerdos se rasgó y supe, para mi desolación, quién era aquel hombre.
Ese gesto, alzando la mano, la postura al cruzar las piernas y el conjunto de sus rasgos y la sonrisa, me llevaron hasta aquella noche en la que seguí a Isabel hasta una terraza, con un hombre que más tarde la condujo mientras la acariciaba el culo, hasta un portal de apartamentos. Aquel hombre joven era el mismo que fue a buscarla a las inmediaciones de nuestra casa y al que Isabel besó en el interior de su coche. Era con el que se fue esa noche y estuvo cerca de dos horas hasta que regresó.
Me detuve. Estaba petrificado, con una sensación de un frío mayúsculo en mi cuerpo, recorriéndome la espina dorsal. Un dolor afilado y penetrante, que se iba agrandando a medida que aquel hombre sonreía y miraba a mi mujer.
No pude más y mi fortaleza se derrumbó. Despacio, lleno de una rabia sorda y muy densa, me giré. Me obligue a no llorar, a no pensar siquiera. Deshice el camino andado y me fui a mi coche mientras por mi mente pasaban mil ideas y decisiones todas alborotadas.
Una sensación de estupidez, a la par de una de enfado ascendente, se iba abriendo paso en mi cabeza.