Una decisión peligrosa (1)

Sara y su marido se aman, pero ella se obsesiona con perderlo por sus escasas habilidades en la cama. Para solucionarlo iniciará un camino cuyo destino puede llevarla muy lejos, quizá demasiado.

En el reservado de la discoteca, y después de casi una hora de espera en la que el miedo y los nervios estuvieron a punto de hacerla desistir, Sara lo vio entrar. Era un hombre alto, maduro, rondaría los cuarenta y tantos años. Vestía de manera elegante y se adivinaba en él un cierto grado de distinción. Pero lo que más llamó la atención de Sara fueron sus ojos. Grandes y oscuros, tenían una mirada profunda y enigmática.

  • ¿Max? –preguntó Sara sin levantarse del sofá en el que se encontraba-.

  • Tú debes de ser Sara. Ponte de pie, por favor –ordenó el recién llegado de manera autoritaria-.

Sara obedeció de inmediato, quedando frente al hombre. Su corazón latía a mil por hora. Él la observó de arriba abajo, detenidamente, comprobando que llevaba la ropa que él había ordenado: un top elástico blanco, una minifalda de cuadros y unas sandalias con algo de tacón. Especialmente le gustaron sus pechos. Presionados por la breve prenda blanca se notaban grandes y redondos, firmes a pesar de no llevar sujetador. Más abajo, unas largas piernas, bien definidas, apenas eran tapadas por una faldita que más parecía un cinturón ancho. Pero fue la belleza de su rostro la que casi le conmovió. Unos ojos azules rasgados, una boca grande rodeada de labios exquisitamente carnosos, todo ello coronado con una media melena rubia que ya a distancia se intuía suave como el terciopelo.

  • Magnífico –exclamó Max acercándose a ella-. Me apetece hacer un buen trabajo contigo. Ahora date la vuelta.

Sara se giró, dando la espalda a Max.

- S úbete la falda hasta la cintura, quiero ver lo que escondes.

Superando su vergüenza, Sara cogió los bordes de su falda y los subió lentamente hasta dejar al descubierto su magnífico culo, en forma de pera, de piel suave. Un mínimo tanga blanco se hundía entre sus nalgas pequeñas y duras, marcando a la perfección su intimidad. Max la mantuvo en esa posición durante un tiempo que a Sara se le hizo eterno.

  • Es perfecto –exclamó el hombre sin poder disimular el agrado que le producía tener delante aquel magnífico ejemplar de hembra. Sabía, además, que en breve podría someterla a cuantas perversiones le apeteciesen-. Ahora sube los brazos y coloca las manos detrás de la nuca. Y no te muevas.

Sara, ruborizada, se colocó como le había indicado y se quedó inmóvil en esa posición. De repente empezó a notar cómo una mano subía lentamente por su muslo mientras otra apretaba con fuerza uno de sus pechos. Sara aguantó apenas unos segundos y se separó de él encogiendo su cuerpo frente a lo que había sentido como una agresión.

  • Veo que estoy perdiendo mi tiempo contigo –dijo Max, con voz indignada, mientras iniciaba su salida del reservado-.

Con voz trémula, Sara intentó detener su marcha.

  • Espera, por favor. Esto es muy difícil para mí, no pensé que las cosas irían tan rápido…

  • Mira, guapa, a ver si lo entiendes –dijo mirándola de forma amenazante-. No sé quién eres, no sé exactamente qué motivo te hace estar aquí ni me importa lo más mínimo. Pero lo que sí sé es que si vuelves a echarte a atrás será la última vez que lo hagas. No estoy dispuesto a aguantar ridiculeces.

Sara meditó unos segundos. Finalmente, por su propia voluntad, adoptó de nuevo la postura inicialmente ordenada por Max.

  • Max, por favor, te lo ruego, continúa –suplicó entonces Sara-.

Max se acercó a ella y retomó lo que había dejado. Empezó a recorrer con una mano el interior de los muslos de Sara, notando cómo éstos se tensaban. Con la otra tiró violentamente del top haciendo que los pechos de Sara saltasen liberados por encima de éste. Max empezó a masajearlos con fuerza. Eran suaves, carnosos y coronados por unos pezones pequeños que empezaban a reaccionar a las caricias recibidas. Estuvo durante largos minutos disfrutando a su antojo del apetecible cuerpo de Sara: sus pechos, su vientre, su delicioso culo, su sexo. Intercalaba con habilidad suaves caricias con amasamientos casi bruscos. A pesar del miedo, el cuerpo de Sara empezaba inevitablemente a reaccionar. Sus pezones se endurecían y una cierta humedad hizo su aparición. De repente, Sara sintió que mientras besaba su cuello Max empezó a estirarle con fuerza un pezón, hasta retorcérselo con saña. Superando el intenso dolor, Sara consiguió mantenerse inmóvil. Apenas un pequeño lamento salió de sus labios. Max se dio por satisfecho, interrumpió su trabajo y tomó asiento en el sofá.

  • Baja los brazos, tápate y siéntate a mi lado –le ordenó-. Ahora te voy a explicar cómo va esto. A partir de ahora obedecerás mis órdenes sin ponerlas en cuestión, no quiero oír una sola queja ni ver la menor resistencia por tu parte a todo lo que vamos a hacer.  A cambio, vivirás experiencias sensuales que no has imaginado ni en tus sueños más húmedos. Por otro lado, no pretendas alcanzar en poco tiempo las habilidades amatorias de las mejores putas, pero te aseguro que serán suficientes para que puedas doblegar la voluntad de los hombres a través del sexo. ¿Estamos de acuerdo, Sarita?

  • A eso he venido –respondió mientras se sentaba junto a él, mostrando un orgullo que contrastaba con la sumisión de hacía unos instantes-. Es muy importante para mí y no voy a fallar.

  • De eso estoy seguro. Nuestro acuerdo está sellado. Si lo rompes, preferirás no haberme conocido. Quedaría en entredicho mi reputación y eso no voy a permitirlo. Y dime, ¿antes has llegado a excitarte?

  • Estaba aterrada –contestó con sinceridad-. Pero al final empezaba a sentir algo, no sé, era una mezcla de sensaciones.

  • Lo sé, por eso he parado. Debes aprender a controlar tu deseo, acumularlo y darle libertad sólo cuando sea el momento. Y ahora, abre bien las piernas.

Sara separó sus rodillas lo máximo que pudo, lo que hizo que su faldita se subiese hasta dejar al descubierto su tanga. Max acercó su mano, la introdujo por debajo de la pequeña prenda y empezó un suave masaje sobre el sexo de la mujer. Al sentirlo, Sara dio un respingo pero aceptó las caricias. Lentamente Max fue ampliando la zona acariciada, recorriendo su piel desde el interior de sus nalgas hasta el final de sus labios. Cuando notó que su clítoris empezaba a endurecerse, se centró en él acariciándolo en círculos y presionándolo levemente, dándole pequeños tirones. Max miraba fijamente el rostro de Sara, captando los cambios que se iban produciendo en él. La respiración de Sara era cada vez más profunda, recostó su cabeza sobre el respaldo del sofá y cerrando los ojos emitió su primer gemido.

  • ¿Te gusta? –preguntó Max con sorna al notar su excitación.

Sara no respondió. No hacía falta. Entonces Max decidió avanzar y le introdujo dos dedos en la vagina, iniciando una masturbación suave. Fue incrementando el ritmo hasta hacerlo frenético, llegando a desplazar el cuerpo de la mujer en cada embestida. Durante varios minutos no dio tregua a un sexo que ya manaba fluidos sin cesar. Sara gemía, sudaba, movía su cabeza de lado a lado. Sus pezones resaltaban sobre su top mostrando una excitación total. Leves movimientos de su pelvis buscaban una mayor penetración. Nunca había sentido nada parecido.

  • ¡Me voy a correr, Max, me voy a correr!

  • Ni se te ocurra, nena. No hasta que yo te lo diga –ordenó él-.

Max mantenía la intensidad de la masturbación, atacando a la vez el clítoris y el punto G de Sara. Ella ya no podía soportar más aquella sensación desbordante, sabía que con o sin permiso su orgasmo era inminente. Y que iba a ser muy intenso, quizá el más fuerte que había tenido nunca. Sus gemidos se convirtieron en un desesperado lloriqueo de súplica. Temblaba de pies  a cabeza. De repente, Max se detuvo.

  • Vámonos a bailar –ordenó Max, interrumpiendo lo que iba a ser una tremenda explosión de Sara-.

  • ¿Qué? … ¿Cómo?...

Max se levantó y extendió su mano, llena de los jugos de ella, en un gesto de invitación a que le obedeciese. Tardó en levantarse y cuando lo hizo apenas se mantenía en pie. Una mezcla de excitación, vergüenza y frustración la invadía por completo. Max salió del reservado caminando hacia la pista de baile. Ella le seguía, con el aspecto de los corderos que se dirigen al matadero.

Los primeros minutos de baile fueron en silencio. Max se abrazaba a Sara, recorriendo su espalda y presionándola contra su cuerpo.

  • ¿Qué es para ti el sexo, Sara?

Sara meditó unos segundos.

  • Me es complicado explicarlo. Aunque tengo ya 32 años, mis experiencias sexuales se han limitado casi al matrimonio. El sexo, tal como lo siento, es para mí la mejor expresión del amor a mi marido, mi integración total con él, el máximo disfrute con mi pareja. Pero sé que necesito mejorar, por eso estoy aquí, contigo.

Al responder, Sara inconscientemente se separó levemente de Max. Acababa se recordar a su marido y un sentimiento de culpa por estar con otro hombre la invadió.

  • Entiendo –dijo Max-. Pues bien, tu concepción del sexo cambiará radicalmente después del proceso que pasaremos juntos. Ser una buena amante en la cama no es un problema de técnicas exclusivamente, es sobre todo de actitud. Conmigo aprenderás a separar el placer del amor, verás que son dos cosas distintas. También conocerás el poder del sexo. Para ello tendrás que hacer cosas con las que seguro que gozarás, pero también otras que te parecerán abominables en un principio. Todas ellas son necesarias para que comprendas la esencia del sexo: dar y recibir placer hasta casi enloquecer, con independencia de a quién se lo proporciones y cómo lo consigas. Pero debes saber que cuando nos despidamos ya no serás la misma persona. Tu manera de pensar, tus prioridades e incluso tus valores habrán cambiado para siempre. Quiero que lo tengas claro, que seas consciente de lo que te acabo de decir y que estés segura de que realmente eso es lo que quieres.

Sara no respondió con palabras. Convencida de que el asegurar su futura felicidad junto a su marido requería de dar este paso, se abrazó con fuerza a Max, restregando sobre él sus pechos. Fue su manera de demostrarle que estaba dispuesta a todo. Y así lo entendió él.

Continuaron bailando durante algunos minutos, tiempo que Max aprovechó para seguir palpando la anatomía de Sara. La sobó cuanto quiso, acarició su suave cabello y recorrió su cuello con los labios, aspirando el dulce perfume que emanaba de ella.

  • Tengo que hacer unas llamadas –dijo Max interrumpiendo el baile-. Espérame en la barra, te recogeré en una hora. Mientras tanto, quiero que te vayas entrenando. En este tiempo debes conseguir que te inviten como mínimo a dos copas valiéndote de tu cuerpo. Me da igual cómo lo consigas, pero no debes rechazar nada de lo que te hagan. Sólo te prohíbo que te follen y que te besen en la boca, cualquier otra cosa debes aceptarla. Ah, y sobre todo nada correrte, ¿entendido?

Max se separó de ella, situándose en un lugar desde donde pudiese ver cómo se desenvolvía. Sara se dirigió a la barra asustada. Ella estaba dispuesta a todo con Max, así lo había decidido, pero en su planteamiento no entraban terceras personas. Aun así, salió decidida a cumplir las órdenes recibidas.

La primera copa no tardó mucho en conseguirla. De pie y apoyada de espaldas en la barra, echando sus hombros hacia atrás para resaltar sus pechos en señal de reclamo, vio cómo dos chavales más bien feos, de poco más de 20 años, se le aproximaron. La saludaron, se colocaron uno a cada lado de ella e iniciaron una charla insustancial. Al poco tiempo, le preguntaron si quería tomar algo. Sara, satisfecha por ver cumplida tan fácilmente la mitad de sus órdenes, pidió un gin tonic. Uno de los chicos encargó al camarero tres copas y al poco ya estaban servidas. Al coger la suya, Sara involuntariamente se derramó parte del contenido sobre su escote. Como un resorte, el chico de su derecha sacó un pañuelo y tímidamente recorrió el canalillo de Sara para recoger las gotas que se iban deslizando. La miró a los ojos y notando su aceptación incrementó la fuerza y el radio de acción de lo que acabó convirtiéndose en un intenso masaje en sus pechos.

  • Uy, pobrecita, te has manchado –dijo el muchacho cínicamente-. No te preocupes, estamos aquí para ayudarte.

Sara forzó una sonrisa, siendo consciente de que las cosas se estaban complicando. Envalentonados por la obligada complacencia de ella, ambos muchachos entendieron que el campo estaba abierto a mayores logros.

  • Yo no llevo pañuelo, pero verás cómo también puedo ser de utilidad –dijo el otro muchacho introduciendo su mano por debajo del top de Sara e iniciando su particular masaje-.

En apenas unos instantes, estaban los dos chavales disfrutando de los deliciosos pechos de Sara sin disimulo alguno. Ignorando que ella tenía prohibido oponer resistencia y decididos a evitar una huida que les dejase sin su libidinoso juego, decidieron inmovilizarla sujetando cada uno de ellos un brazo de la mujer extendido contra la barra, quedando Sara en forma de cruz. Continuaron con sus tocamientos, más excitados si cabe ante la imposible defensa de la mujer dada su posición. Ella estuvo a punto de gritar y acabar con todo. El que dos babosos la estuvieran sometiendo de aquella manera era más de lo que podía soportar. En un último esfuerzo decidió aguantar su particular calvario.

  • Seamos caballerosos –dijo uno de ellos-, vamos a ver si se ha manchado más abajo.

El que tuvo la idea descendió lentamente su mano por el vientre de Sara, la introdujo dentro de su falda, separó su tanga y sin delicadeza alguna le metió un dedo en su vagina.

  • ¡Mira!  –exclamó sorprendido-, parece que sí se ha manchado, esto está muy húmedo.

Sara recordó la masturbación incompleta que le hizo Max y se avergonzó del descubrimiento del chaval.

  • No me lo puedo creer –respondió su compañero-, no puedes ser tan zorra. Déjame ver.

Ahora ya eran dos las manos que hurgaban en su intimidad, una de cada muchacho. Le hicieron separar más las piernas para facilitar el trabajo y aprovecharon para empezar a restregar sus respectivos paquetes sobre el indefenso cuerpo de Sara. Por segunda vez en la noche tuvo que soportar que manos desconocidas la masturbasen. Una y otra vez los dedos entraban y salían de su vagina a fuerte ritmo. Cuando uno subía el otro iniciaba el descenso. Su clítoris también estaba recibiendo su correspondiente tratamiento, siendo acariciado y pellizcado sin cesar. Sara se mantenía inmóvil, con los brazos extendidos contra la barra y las piernas abiertas. Inevitablemente empezó a notar los efectos del trabajo de los muchachos. Su piel se erizaba, el sudor volvía a aparecer, su vista se nublaba. Ella no quería, no podía llegar a ese punto, pero entre el anterior calentón con Max y la masturbación que ahora le estaban proporcionando sus fuerzas empezaban a flaquear. Un primer espasmo le recorrió la espalda. Intentando bajar su excitación, se concentró en las órdenes de Max, pero parecía que nada iba a detener su explosión.

Como a un boxeador noqueado, la campana le salvó. Cuando vieron entrar a sus novias en la discoteca, los chavales cesaron inmediatamente el asedio sobre el cuerpo de Sara, abandonaron la barra y se despidieron de ella prometiéndole acabar lo empezado otro día. Sara, medio atontada por la interrupción, recompuso su aspecto e intentó serenarse.

Pero el tiempo iba pasando y le faltaba la segunda copa. Se dirigió a la otra punta de la barra, esperando a su segundo benefactor. Un bombón rubio, solo y en minifalda era un plato muy apetitoso, así que en seguida notó que alguien se le aproximaba. Un hombre se pegó a su espalda, acoplando sin miramientos su paquete entre las nalgas de Sara. Superando su inicial deseo de rechazo, ella aguantó el contacto y girando su cabeza le dedicó la mejor de sus sonrisas. Iniciaron una conversación trivial que fue alargándose. Pero la copa no llegaba y faltaba poco para que Max la viniese a buscar.

  • Y bueno, ¿no me vas  invitar a una copa? –preguntó finalmente ella con el tono más seductor del que fue capaz-.

  • ¿Una copa? ¿Y qué gano yo invitándote? –respondió él con tono retador-.

Sara no se esperaba esta respuesta y se quedó callada. Las cosas no iban bien, no iba a conseguir cumplir las órdenes de Max. Ante la inacción de la mujer, él decidió atacar. Le cogió una mano, la colocó sobre su paquete y acercándose a su oído le dijo:

  • Rubia, estás buenísima y me has puesto a cien. Hazme una paja aquí mismo y tendrás tu copa.

Sara pensó que no tenía otro remedio si quería cumplir con lo ordenado por Max. Con la mano temblorosa inició un tímido masaje sobre el miembro del hombre, por encima del pantalón. Él, envalentonado por sus avances, empezó a sobarle el culo por debajo de la falda. Decidió ir a más.

  • Esto es muy soso, cariño. Sácamela, quiero que tus deditos disfruten de la carne en directo.

Sara lo hizo. Le bajó la cremallera del pantalón, introdujo su mano dentro del bóxer y se la sacó. Empezó a recorrer el tronco de arriba abajo, suavemente. Sentir el calor tibio de la mano de Sara sobre su miembro era un placer indescriptible. Él no se podía creer lo que le estaba pasando, pensaba que tener a un monumento como aquél, cascándosela en la barra, era mucho más de lo que aspiraba cuando salió aquella noche.

  • ¡Dale fuerte, coño, que no se va a romper! –exclamó el hombre con evidente excitación-.

Sara obedeció, agarrándosela con fuerza e incrementando su ritmo de sube y baja. Viendo que todos sus deseos le estaban siendo concedidos sin resistencia, el hombre introdujo sin aviso un dedo dentro del ano de Sara. Ella se sobresaltó pero continuó con su trabajo.

  • Haz lo mismo que yo –dijo el hombre-, si lo haces bien tendrás tu premio.

Forzando su postura, Sara metió su otra mano por el pantalón hasta alcanzar el ano de él e introdujo su dedo medio hasta donde pudo. De repente fue consciente de lo que estaba haciendo. Una mujer decente, enamorada de su marido, estaba pajeando a un desconocido en la barra de una discoteca mientras le metía un dedo por el culo, dejándose manosear. Todo por una copa. La repugnancia que ello le producía, sabiendo que no tenía otra alternativa, le provocó una ira tal que aplicó todas sus fuerzas a la paja y a la enculada que estaba realizando. Notó que la polla del hombre se tensaba en extremo, mientras éste jadeaba de placer. Él estaba a punto, intentó besarle en la boca, pero Sara lo rechazó entregando su cuello a cambio. Mordiéndole desesperado y entre resoplidos, el hombre se derramó en su mano, disfrutando de un orgasmo sublime. Sara continuó con la paja, ya más suavemente, extrayendo las últimas gotas de semen. Cuando parecía que ya no daba para más, retiró su dedo del culo, le guardó su polla, cerró la cremallera del pantalón y sonrió con cara de victoria. Lo había conseguido.

  • Nos vamos –le dijo Max al llegar-.

  • ¿Me dejas que me acabe la copa? –preguntó Sara con la sensación del deber cumplido-.

Max sonrió complacido y se dirigió a la salida. Cuando Sara llegó a la puerta, Max le esperaba,  la abrazó pegándola a su cuerpo y le dijo:

  • Bésame de la mejor manera que sepas.

Sara se aproximó a la boca de Max. De forma tímida, juntó sus labios a los de él, iniciando un suave roce. Poco a poco, la intensidad del beso fue creciendo. Sara introdujo su lengua en la boca de Max. A partir de aquí, todo fue una lucha por ver quién provocaba más deseo en el contrario, quién abría más la boca comiéndose la del otro, quién llegaba más profundo con la lengua, de quién brotaba más saliva. Más que besarse, se devoraban el uno al otro en una pasión mutua y desbordante. De repente, Sara vio cómo por detrás de Max se acercaba alguien conocido y se separó rápidamente de él.

  • ¿Quién te ha dicho que pares, guapa? –interrogó Max enfadado-. Ah, ya veo, pero si está aquí nuestro amigo Pedro. ¿Qué pasa chavalote? Te estaba esperando –dijo Max con gesto amigable-.

  • Chico, los líos de siempre.

Max y Pedro se dieron la mano ante la mirada expectante de Sara.

  • Me parece que no hace falta que os presente –dijo Max dirigiéndose a Sara-. De hecho si estoy aquí contigo es gracias a su intermediación, ¿no es así, Sarita?

Sara asintió mirando al suelo.

  • Por cierto, querida –continuó Max-. Debes saber que Pedro participará en algunas de las experiencias que tendremos. Le debo unos cuantos favores y ha insistido en ayudarme contigo. Es estupendo que un amigo común se ofrezca tan desinteresadamente, ¿no? –comentó cínicamente Max-.

A Sara le dio un vuelco el corazón. Odiaba a Pedro, le odiaba y le repugnaba física y moralmente. A pesar de ser el hermano de Luisa, su mejor amiga, nunca lo había podido soportar. Era zafio, ruin, malintencionado y, sobre todo, un cerdo putero que aprovechaba ser el propietario de la discoteca para abusar de cuanta chica inocente se le ponía por delante. Físicamente no era mejor: bajo, regordete y siempre sudoroso, desprendía de su boca un hedor constante causado por su afición a los puros. Pedro había intentado propasarse con ella en numerosas ocasiones, tanto antes como después de estar ella casada. Nunca le dijo nada a Luisa para evitar problemas, pero tenía claro que era la persona de la que quería estar más alejada en este mundo.

Con un gesto de vicio encendido, Pedro se dirigió a Sara.

  • Bueno, bueno, bueno, así que la mosquita muerta de Sara necesita que le den clases intensivas de sexo, ¿no? Eso me contó Luisa cuando me preguntó si conocía a alguien que te pudiese ayudar. Como ves, yo he cumplido mi parte haciéndote llegar hasta Max. Te aseguro que no encontrarás mejor maestro que él. Así que, guapa, ahora te toca a ti compensarme. Parece que por fin tú y yo vamos a pasarlo bien, Sara. Y no te preocupes que tu querido maridín nunca sabrá por mí que le has puesto los cuernos conmigo.

Sara se revolvió al escuchar estas palabras.

  • ¡Estúpido asqueroso, ni sueñes con tocarme!

Viendo la tensión existente, Max se llevó a Sara a un aparte. Le recordó lo que hablaron antes: “Harás cosas que te abominarán, pero son necesarias para llegar al objetivo”. Estuvieron discutiendo unos minutos, mientras Pedro los observaba con impaciencia. De repente, Sara se dirigió con paso decidido hacia Pedro, quedando frente a él.

  • Cerdo, empieza cuando quieras –le dijo con gesto orgulloso-.

Pedro no se lo podía creer. La diosa fortuna le había entregado en bandeja a la mujer de sus sueños, aquella a la que dedicaba la mayoría de sus solitarias pajas desde hacía años. Max se acercó a la pareja, y le dijo al oído a Sara:

  • Recuerda, la entrega debe ser total.

Para asegurarlo, Max se colocó detrás de Sara y cogiéndola de sus muñecas le inmovilizó los brazos a la espalda de manera que sus pechos quedaban claramente ofrecidos a los deseos de Pedro.

  • Ya es tuya –anunció Max-.

Pedro no se hizo de rogar. Se pegó al cuerpo de Sara, amasando sus pechos por debajo del top de manera brusca. Años de deseo y espera no le permitían ser cuidadoso con ella. La cara de sufrimiento de Sara era tremenda. Por enésima vez aquella noche, tuvo que soportar inmóvil un nuevo manoseo por todo su cuerpo sin presentar resistencia alguna. Y para colmo de males, esta vez el agresor era el repugnante de Pedro. Todo era explorado, tocado y pellizcado. Excitado como una mula, Pedro dirigió su boca al cuello de la mujer, babeándola desde la oreja hasta el final de su delicado hombro. Restregaba su sudorosa frente sobre la cara de su musa. Sara mostraba un asco evidente, pero a Pedro poco le importaba eso y continuó disfrutando obscenamente de su piel. Cuando Pedro fue a besarle en la boca, ella giró la cabeza. Max no lo consintió. Le retorció uno de los brazos que tenía amarrados a la espalda hasta hacerla gemir de dolor. La presión de Max continuaba y Sara se dio por vencida. Por fin Pedro pudo besar a placer a su soñada Sara, saborear sus labios e introducirle la lengua hasta donde le fue posible. Después de varios minutos de inacabable morreo en los que apenas le permitía respirar, Sara ya no pudo soportarlo más y se dejó caer al suelo sin fuerzas, llorando. Se sentía tan sucia y humillada que dudaba de que pudiese continuar ni un minuto más con aquello. Estaba rota por dentro. Max se dio cuenta del estado de Sara y decidió actuar.

  • Apártate Pedro –le ordenó-. Y tú, pequeña, ven conmigo.

La recogió del suelo y la besó cariñosamente en la frente.

  • Lo estás haciendo muy bien, cielo, sé que vas a poder con esto –le dijo con voz tranquilizadora-. Ahora vámonos, la noche no ha acabado, todavía quedan cosas por hacer.

Max la llevó en  brazos hasta su coche y la estiró en el asiento trasero para que descansara. Ella se acurrucó en él, encogiendo su cuerpo en posición fetal. Sus sollozos eran todavía audibles, pero parecía que ya se empezaba a calmar.

  • Pedro –gritó Max- coge tu coche. Quedamos en la Manolita, le he pedido que nos guarde una habitación para esta noche.

  • ¡Cojonudo! –respondió con júbilo-. Allá voy.

Ambos vehículos partieron hacia el afamado burdel. Max todavía quería someter a Sara a un tratamiento intenso antes de acabar la noche. Y, desde luego, disfrutar de aquella hembra deliciosa hasta quedar bien saciado.


Continuará si no me echáis piedras por la calidad del relato. Es el primero que escribo y os agradeceré mucho vuestros comentarios.