Una decisión dolorosa 8

Luis ha tomado una decisión...

1

Los dos días siguientes me mantuve serio y distante. Pensando solo en el divorcio. Sopesando ofertas de varios abogados. Intenté distraerme con mis hijos y haciendo cualquier cosa que me ayudara a no pensar en Isabel. Quedé con un par de amigos de la universidad, extrañados por mis repentinas ganas de verlos y de tomar una cerveza.

Me acerqué a un gimnasio de boxeo y pregunté si era conveniente que me apuntara. Les hablé de mi edad, de mi ya escasa disposición para el deporte, de que ya solo jugaba al golf algún fin de semana, y que, incluso el pádel lo había abandonado.

—Sí, claro que puedes —me dijo una chica joven, rubia, guapa, embutida en un pantalón de deporte ceñido, unas zapatillas blancas de alguna primera marca, y un top negro con las siglas del gimnasio, que dejaba ver un ombligo suave, perfectamente delineado y adornado con una fina argolla de plata.

Salí creyéndome que, en pocos días, iba a recuperar la forma perdida. Llamé, recordando los tiempos de pádel a mi grupo de amigos, pero ya eran cuatro. Había perdido el sitio.

Me metí en el coche y pensé en qué más podía hacer para distraerme. Recordé que siempre me había gustado cocinar. Antes, hará un par de años atrás, incluso compré una barbacoa e inviábamos a algunos amigos. Hoy, yacía abandonada en un rincón del jardín. Decidí que, si no era barbacoa, sería otra cosa, pero que necesitaba ocupar mis horas en algo que no fuera el trabajo y los niños. Dejé que fuera ella, Isabel, la que los recogiera y llevara todos los días. Y, sin despreocuparme de Isa ni de Pedrito, fui intentando adentrarme en otros temas.

Visité un abogado matrimonialista ajeno a nuestro círculo, y le expliqué que mi mujer me había sido infiel, por lo que quería separarme y divorciarme, y si eso afectaba en mi favor en el tema de la custodia y pensión. Él me miró y casi aguantó la risa.

—Nada de nada. Para obtener la custodia compartida lo mejor es que se ponga de acuerdo con su mujer. Que lo hablen de forma tranquila y sosegada. Los niños son pequeños, y lo normal es que se la concedan a ella, que se quedará, además, con una pensión. Usted tiene muy buen sueldo… —Me dijo encogiéndose de hombros.

—Y la zorra de mi mujer mucho dinero… —añadí ofuscado.

—Da igual —dijo obviando el calificativo que dediqué a Isabel—. Es responsabilidad de ambos cónyuges participar en el cuidado y manutención de los niños. Y por lo que me dice, es accionista de una SICAV, es decir, hay socios…

—Coño, de paja. Y uno soy yo…

—Escuche… ha habido hasta una sentencia en donde se la concedía 45.000 euros a una mujer en régimen de separación de bienes por ser ama de casa… Usted puede que se librara de la pensión compensatoria, y habría que verlo, pero la de los alimentos, no. El perfil habitual que un juez valora es el de una mujer que ha dedicado mucho tiempo al hogar, renunciando a su trabajo, en beneficio y atención a la familia. Y si encima no tiene ingresos… pues ya ve.

—Pero tiene dinero

—En activos financieros que puede no estar usando. O los puede ceder a sus hijos y quedarse como usufructuaria… Hay maneras de sortear eso.

Él se encogió de hombros y yo moví la cabeza con desesperación, sin entender que aquello no pudiera tener el más mínimo castigo.

—Sí, sé que es complicado de asumir, pero volviendo a lo suyo, una infidelidad, si no hay abandono del hogar, no afecta nada. —Observó mi reacción ante esa frase—. Podríamos presentar esa infidelidad como una causa para un divorcio por culpa, pero hay que probar que esta infidelidad haya afectado de forma grave los deberes del matrimonio o del cuidado de los hijos. ¿Esto es así? —continuaba explicándome.

Negué despacio con la cabeza. Para mi desconsuelo, Isabel seguía siendo una excelente madre y no parecía sencillo probar que, de resultas de la infidelidad, hubiera cometido violaciones graves en los deberes del matrimonio.

—Tengo fotos de ella con el otro…

—Eso tampoco aporta nada. Incluso me atrevo a asegurarle que sería peor para usted a la hora de negociar con ella. Puede decir que sí, que en efecto ha sido infiel. Y esgrimir que usted no la hacía caso, que pasaba de ella, que no la prestaba la más mínima atención y de que tiene sospechas de que también lo ha sido usted.

—No creo que mi mujer… —Isabel, al menos, hasta ahora, había sido una mujer muy razonable, cabal y honesta, como su padre.

—Mire… —resopló—, en este despacho he visto muchas cosas. He visto hombres y mujeres despedazarse mutuamente por muy poco dinero. He visto mentir a sabiendas de que eso afectaría gravemente a la otra persona, he visto como abogados y abogadas se arrogan determinadas actuaciones, por el supuesto bien de su cliente —hizo la señal de comillas en el aire—, he visto cómo esos abogados han utilizado artimañas, mentiras, acusaciones, denuncias falsas… Cosas que la pareja en cuestión, posiblemente sin el consejo de su letrado, nunca hubiera hecho. Pero argumentan que es la forma más directa de conseguir la mejor pensión y la custodia. No se fíe en absoluto. Una vez iniciado este proceso, puede ser devastador… O la salida definitiva de una vida insoportable. Todo puede pasar.

Me quedé mirándolo y reciclando esas palabras. Algo de idea tenía sobre los divorcios y separaciones, aunque solo fuera por los conocidos que habían dado ese paso, pero no me imaginaba a mí sufriendo todo aquello que me exponía el letrado.

—¿Quiere un consejo? —me preguntó el abogado, reclinándose en la silla de su despacho. Era un hombre de unos cuarenta y algo años, bien parecido, con un discurso aplomado, sosegado y directo—. Lo mejor es tener una estrategia de diálogo. Lo aconsejo siempre.

—¿De diálogo?

—Sí. Hable con ella. Intente convencerla de que lo mejor es hacer todo por las buenas. En beneficio de los niños y plantee un régimen de visitas que le vaya bien o incluso la custodia compartida.

—No sé si me puedo permitir ser dialogante…

—Se lo aconsejo. Aunque le cueste mucho, es lo mejor. Y en lo económico también. En el tema de la pensión, con su sueldo, ningún juez va a dictaminar que usted se libre de pagar una parte. Por muy rica que sea ella. Me ha dicho que su mujer no trabaja, ¿no?

—Sí… Quiero decir, que sí, en efecto, no trabaja. Tiene las inversiones inmobiliarias de la familia.

—Pero sin sueldo, ni estar inscrita como autónoma o en la Seguridad Social, entiendo.

—Creo que sigue siendo autónoma, para poder cobrar ciertas cosas y que fiscalmente sea legal.

—Ya… pero ni son ingresos estables, ni regulares, ni tiene una actividad laboral, ¿es así?

—Sí… así es. No la tiene. Es accionista de la SICAV, como le he dicho.

—Pues solo queda su sueldo. El de usted, me refiero.

Me eché para atrás en la silla. Cuestionando en ese momento todo el sistema judicial español.

—¿Y si me despiden? La indemnización… ¿qué pasa con ella? ¿Afecta a la pensión? ¿Tengo que dar parte de ese dinero tras la sentencia de divorcio?

—Si ustedes tienen separación de bienes, salvo algunas excepciones complicadas de explicar y que son también muy minoritarias, se considera un bien privativo. Lo mismo si es pareja de hecho. Es decir, sería para usted.

—¿Y la casa? Está a nombre de una sociedad patrimonial de su familia.

—Nada que hacer. Salvo que usted ganara la custodia y al ser el domicilio conyugal, se quede a vivir allí con los niños. Pero ya le digo que eso es muy complicado.

—¿Y qué puedo hacer…? —le rogué con la mirada.

—Negocie con ella. Si llegan a un acuerdo, la pensión puede ahorrársela. Si ella no la pide, el juez no la da… Saque el máximo partido. Compre o venda…

—¿Cómo dice?

El abogado me miró, se acercó a mí, puso los codos en la mesa y respiró con profundidad.

—Todo se reduce a comprar o vender… Cuando su mujer le decía que había que sacar la basura, ¿qué cree que está sucediendo?

—No lo entiendo…

—Es sencillo: ella le está vendiendo «sacar la basura». Y si usted lo hace, ha comprado la mercancía. —Se encogió de hombros—. Siempre es mejor vender que comprar…

—¿Y cómo se hace eso?

—Hay dos formas: la elegante o siendo un redomado cabrón…

2

Aquellas palabras, «redomado cabrón», me despertaron una posibilidad de salida. Una especie de venganza que podía reportarme, a mi entender, ciertos beneficios a la hora de proponer un divorcio consensuado. Decidí que, en la medida de lo posible, y ya que no parecía haber salida, grabaría a mi mujer, almacenaría datos, conversaciones, imágenes, vídeos a ser posible, de lo que fuera sucediendo.

Y cuando lo tuviera todo, negociaría con ella —la vendería en palabras del abogado— una separación y un divorcio que me dejaran, no solo una estabilidad económica, sino a mis hijos. En mi cabeza lo veía todo claro, a ella viéndose follar con otros y mi amenaza de que los niños un buen día supieran lo que había hecho su madre. Nuestros hijos eran su punto débil. El eslabón fácil de la cadena. Si lo jugaba con cabeza y frialdad, tenía en mi mano conseguir su custodia.

Posiblemente ella podía plantearme guerra. Objetar aquello y defenderse del chantaje. Pero yo conocía que, aunque ganara en un principio, la carrera sería de fondo. El divorcio podría venir con los niños en Inglaterra. No tenían por qué enterarse al principio. Solo, cuando ya estuvieran aquí de vuelta. Eso, me dejaba prácticamente un año para ejercer la presión. Incluso para contratar detectives o a alguien lo suficientemente atrevido para ligarse a mi mujer y que me sirviera de ariete contra ella. Sí, se me ocurrían muchas estrategias. Más de una, seguramente, inasumibles y disparatadas. Pero tener imágenes de ella con sus amantes, era el mejor detonante para inculcarla el miedo.

¿Funcionaría? No lo sabía. Como tampoco era conocedor de otra estrategia mejor. Yo ya solo quería deshacerme de ella, quedarme con lo que más queríamos ambos, y asegurar la vida de Isa y Pedrito.

Por primera vez, cuando entré en la página de Amazon para comprar unas gafas sin graduación con cámara incorporada en el puente de la nariz, y un buen número de otras más disimuladas y pequeñas que ya vería dónde ocultar, me sentí esperanzado con mi futuro. Al menos, veía algo de luz al final del túnel.

Cuando, a los dos días, llegó el paquete con aquellas cámaras, pensé de inmediato en dónde situarlas. Por supuesto, en nuestro dormitorio y en el salón. Recordé que de recién casados a ella le gustaba hacerlo allí, en el sofá o tumbados en la alfombra… Podía ser un buen lugar, me dije.

Solo había un pequeño detalle que podía romper mi estrategia; sabía que aquello solo me serviría si un día se traía a alguien a casa. Y que no sería útil fuera de ella. Pero me bastaba con una grabación… Una sola.

Tenía que ponérselo fácil. Darla oportunidades de utilizar nuestra casa para follar con otros. Y para asegurarme de ello, decidí empezar a viajar con la empresa, incluidos fines de semana. Además, así vislumbré otra ventaja: si yo faltaba de casa, no podría salir entre semana a buscar sexo con su amante. Y si lo hacía, yo tendría un argumento para empezar a socavar su dedicación como madre, al poner en riesgo a nuestros hijos dejándolos solos por un calentón. Ganaba de ambas maneras. No es que aquello me contentara, ni mucho menos, pero al menos, empezaba a experimentar ligeros disfrutes poniéndole las cosas lo más complicadas posibles a Isabel.

El hecho de viajar, además, tenía otra buena cosa. Y era alejarme de ella. Lo que significaba que, quizás y de alguna forma, podía llegar a sufrir menos. O de forma más lejana; estaba convencido de que la puñalada seguiría existiendo, pero esta sería menos certera, menos profunda. Más despegada de mis sentimientos… Buscaría estar distraído al máximo, intentar no pensar en lo que sucedía en mi casa y con mi mujer. Hasta pensé en irme con alguna puta cara a un hotel. No lo deseché, pero era perfectamente conocedor que ese, ni era mi estilo, ni estaba convencido de llevarlo a cabo cuando llegara el momento. Lo dejé en suspenso. Lo de la puta, quiero decir. Ya se vería, intenté convencerme.

Me centré en la idea de viajar. Ese simple hecho, ya era un paso. Buscaría una excusa, una razón para poder visitar a los responsables financieros y controllers de las filiales de Portugal, Londres y Nueva York. No sería complicado: pocas semanas atrás, se habían establecido unos nuevos ratios de rentabilidad en las acciones publicitarias. Yo, como responsable de la parte financiera de la sociedad, me tocaba implantarlo.

Por primera vez en muchos días, sonreí con cierta sensación de esperanza.

  1. Isabel

No estoy especialmente orgullosa de acostarme con otros hombres, pero no podía, ni quería evitarlo. Aumenté mi discreción para molestar lo menos posible a Luis. Creo que lo conseguí, porque o no se percató de que algunas tardes llegaba a casa bien follada por Jon, Óscar o Daniel, un chico nuevo, también amigo de Mamen. Lo conocí en un evento de pádel. Un chico mono, sin mayor interés que en la noche que lo conocí. Nos acostamos por primera y única vez en su apartamento. Aquel día regresé a las dos de la mañana. Le dije a Luis que me iba a cenar con Mamen. Era cierto... O al menos, no fue totalmente mentira.

Me seguía dando lástima por él, pero debía reconocer que cada día que pasaba, me sentía más alejada de nosotros como pareja y de él como marido o compañero. Lo observaba cuando él no se daba cuenta. Veía la televisión entristecido, con un gesto abatido y sin esconder su frustración. Le gente podrá llamarme egoísta, desalmada, cínica... Es posible que tengan razón. Pero la verdad es que Luis y yo, a esas alturas, estábamos más alejados que nunca. Lo seguía queriendo, lo juro. Y de verdad que no nos imaginaba separados o divorciados. Pero notaba que su aguante disminuía, que ni siquiera los niños iban a ser esa pared para que soportara lo mío. Quería seguir queriéndole, pero ya estaba dispuesta a perderlo.

Sé que se apuntó a un gimnasio y que empezó a hacer régimen. Le animé a que no lo dejara. Podía venirle bien un cambio de hábitos si, como todo parecía que terminaría resolviéndose así, Luis y yo, finalmente, nos separábamos.

Una noche, después de cenar, estaba en nuestro dormitorio viendo la televisión, aburrida y sin demasiadas ganas, pensando en que todo terminaría por irse al garete, cuando entró un mensaje en mi móvil de un tal Adrián. Lo sé porque el primer día que le pedí a Mamen que me presentara a algún chico, enseguida hizo alusión a ese que conoció en Ibiza, con «una tranca descomunal». Mamen solía aguantar poco el alcohol y esa tarde, tras tres chupitos de tequila y creo que un gin-tonic, ya iba bastante contenta. Ni corta ni perezosa, le puso un mensaje desde mi móvil diciéndole que quería conocerlo, «en el más bíblico sentido del término». Literal. Yo creo que lo hizo de broma, afectada por el alcohol, sin tener siquiera la sensación de que yo entonces, en ese momento, iba en serio. Lo sé porque me regañó cuando, tiempo después, hablamos sobre esto. Mi querida Mamen, tan inocentemente perversa. Tan letal en sus mirada, andares y mensajes. Es maravillosa, un encanto. pero a veces ni se mide bien a ella, ni lo hace con sus actos. Pero la quiero y adoro con locura. Me ayudó mucho. Y en los malos momentos, me salvó.

Nunca tuve contestación a ese mensaje, pero sé que llamó a Mamen para cerciorarse de que aquello era verdad. Bueno, el caso es que aquel día me contestó y me dijo que iba a estar en Madrid el viernes de esa semana. Y si quería cenar con él.

Había oído que Luis se iba de viaje. Entiendo que quisiera salir de casa y perderme de vista. Quizá era la mejor. Ese fin de semana los niños volvían a estar fuera. Luis se los llevaba a ver a su padre al cortijo. Creo que lo mejor era dejarle a solas con ellos. Mi presencia, estaba segura de que entorpecería aquel fin de semana familiar.

Pensé antes de contestar. Quizá debía parar aquello. Quedarme un tiempo tranquila, intentar que Luis y yo volviéramos a ser algo. Sinceramente, no apostaba por ello, pero esa sensación de pérdida y de injusticia que me aprisionaba hacia él, me obligaba una y otra vez a pensar en nuevas oportunidades y gestos de acercamiento. Él, desde luego, se lo merecía. Respiré. Y decidí algo que sabía que iba a ser complicado de cumplir, pero que también sentía como necesario.

Sí, ese viernes con Adrián iba a ser el último, al menos durante un tiempo. Bueno, me quedaba una última juerga. Una buena, además. Recordé a Pepe y la fiesta a la que me había invitado ese mismo sábado, el día siguiente a que quedara con Adrián. Pepe era un chico joven, guapete, de dinero fácil y algunos vicios, al que conocí un día en una cafetería mientras me tomaba un café. Descarado y gracioso, se me acercó. Así de simple. El fin de semana que Luis se fue a Nueva York, ya había estado con Pepe en una fiesta en la que me propasé y probé la cocaína antes de follar con él como una adolescente, aturdida por la excitación de lo prohibido y el par de rayas que me invitó.

Bueno, un día era un día. No tenía por qué convertirse en usual, me dije. Me centré en Adrián y en Pepe, en ese último fin de semana de desenfreno. A partir de él, descansaría; me alejaría un tiempo de todo aquello. Yo también debía poner algún tipo de freno a esto, si no quería perder definitivamente a mi familia.

Me quedé pensativa tras contestar al tal Adrián. Iba a ser el quinto hombre que iba a follar conmigo en pocos meses. Lo cierto era que todo estaba sucediendo de prisa. Muy rápido. Sin posibilidad de asimilarlo en su justa perspectiva.

Pero, en ese momento, no me preocupaba más allá de intentar mantener un cierto control en mi comportamiento.