Una decisión dolorosa 7

Isabel vuelve a alejarse...

Pero no fue así. No puedo tacharla de no ocuparse de mis hijos, ni de descuidar sus labores de esposa o madre. Volví a dormir con ella e hicimos el amor al día siguiente de nuevo. Era distinto al resto de veces anteriores. No es que fuera un sexo duro, ni nada por el estilo. Si no que, ella, más que yo, arriesgaba y tomaba la iniciativa. Lo quise entender de nuevo como algo bueno para nosotros.

Pero al cuarto día, le vi chatear por un teléfono nuevo que yo no conocía. Supuse que era para mantener ciertas conversaciones fuera del suyo particular. Se encerró en la cocina y no pude escuchar lo que decía. Cerré los ojos y me temí lo peor…

Me quedé en el salón rezando y suplicando porque nada sucediera. Que aquella conversación fuera con Almudena o alguna de sus amigas… pero no. La vi subir a nuestro dormitorio y escuché la ducha. Pocos minutos después, sus pisadas se marcaron los escalones de la escalera. Cerré los ojos…

—Me voy… volveré en un par de horas o así —me dijo mientras se me acercaba y guardaba las llaves en su bolso.

—No lo hagas Isabel… Por favor —la supliqué.

—Cielo… No quiero volver a hablar de esto. —Suspiró y se sentó a mi lado—. Sé que no es fácil para ti. Pero, no puedo evitarlo. Es insano, o raro, seguramente injusto. lo sé… Pero… no puedo… evitarlo

—¿Y lo de estos días? —pregunté empezando a sentir cómo me ascendía la congoja.

—Ha sido real, de verdad. Te lo juro… te quiero, no te he mentido, ni he… Sé que te sientes mal. Luis, es algo que… que... necesito.

—¿Isabel, qué es lo que pretendes?

No me contestó.

—¿Vas con él? —pregunté.

Cerró los ojos por respuesta.

—¿Y vas a follar con él?

—Luis, por favor…

—Quiero que tú misma te escuches. Que sepas que esas palabras me taladran por dentro. Que me matan igual que un escopetazo… —la señalé como si mi dedo fuera una especie de acusación divina o marcial, que la pudiera hacer cambiar de idea.

—No es necesario esto…

—Quiero que las digas. Al menos, concédeme eso…

Tardó en contestarme. Escuché que tragó saliva.

—Me voy Luis… Volveré pronto —me contestó sin ningún alarde, pero tampoco signos o señales de arrepentimiento.

Cogí el mando del televisor y cambié de postura obligándola a abandonar el sofá. No la miré, me hice el digno y busqué un nuevo canal con cara seria. Me estaba desahciando por dentro

Ella, ya de pie, se agachó y fue a darme un beso, pero me negué. Me acarició la mejilla suavemente con sus dedos, se dio la vuelta y se dispuso a irse. En ese momento sonó su móvil, el nuevo. Lo cogió y contestó mientras se alejaba.

—¿Sí?…

—…

—Ya salgo.

—…

—Te espero en la puerta.

—…

—Prefiero esperarte fuera. ¿Diez minutos?

—…

—Vale, no tardes. Un beso.

Aquella conversación, a menos de tres metros de mí, mientras se dirigía hacia la puerta camino de una nueva follada con su amante, me rompió en pedazos por dentro. De pronto, me sentí humillado y decidí que tenía que hacer algo. No podía permanecer así. «Diez minutos» me dije…

Mis hijos ya estaban dormidos y, aunque sé que no es lo más indicado, no pude evitar la tentación de seguirla y dejarlos dormidos en casa. Teníamos alarma, con cámaras en los sitios estratégicos, como puertas, ventanas, perímetro del jardín... Y me convencí de que, al controlarlas desde mi móvil, podía quedarme tranquilo.

Con rapidez, sin cambiarme el chándal de estar por casa, me calcé unas zapatillas de deporte a toda prisa mientras reservaba a la carrera un coche eléctrico de esos que se alquilan por horas y kilómetros. En nuestra calle solía haber varios siempre y en efecto, uno a menos de veinte metros me esperaba ya.

Salí por la puerta del jardín, con cuidado de que no me viera. Vi que es ese momento, un todoterreno de marca alemana se detenía a su lado y que ella sonreía y se dirigía a la puerta. Entró en él, justo cuando yo hice lo propio en aquel utilitario eléctrico de alquiler.

Desde mi posición vi que se besaban. Fue un beso largo, de los de dos personas que se desean y que no tienen reparos en mostrar en público sus apetencias. Saqué el móvil en intenté hacer algunas fotografías. Eran lejanas, pero aumenté con los dedos el objetivo y las hice.

Arrancaron menos de un minuto después. Se dirigieron a un bar de copas con una terraza, no muy lejos de donde vivíamos, pero tampoco cerca. Allí, y tras pedir sendas bebidas, volvieron a besarse y a acariciarse. Volví a tirar fotos desde donde estaba.

Me fijé en él. Estaba lejos, pero me hice una idea, no sé si equivocada o no. Un tipo de unos treinta y pocos años. Alto, de porte atlético. Me pareció que tenía una cara de ojos expresivos. Sonrisa amplia, dentadura blanca y perfecta, barba de dos o tres días, peinado a la moda y vestido igualmente según los cánones que se estilaban. No sé si era guapo, pero intuí que sí. O al menos, atractivo. Isabel reía con ganas y se mostraba coqueta, sin rehuirle ningún beso, abrazo o caricia. Me moría de celos y de rabia… Tiré, al menos, veinte o treinta fotos de toda la secuencia. Pensaba utilizarlas en el divorcio… Todas y cada una.

Él pidió algo de cenar; ella una Coca-Cola. Me pareció ver que le trajeron un sándwich que se comió con rapidez. Parecía que acababa de salir del trabajo. Iba en traje, pero sin corbata.

Cuando terminaron, él pagó la cuenta, se levantaron y se dirigieron andando a un portal cercano. Despacio, recreándose en las vistas, la condujo hasta el interior con una mano acariciando descaradamente su culo, mientras ella sonreía abiertamente. Hice más fotos…

Cuando desaparecieron por el portal, me quedé solo, en silencio, desesperado y con dolor en el pecho y en el alma. El divorcio volvió a abrirse paso en mis pensamientos como la única y definitiva solución. Un día leí que los cuernos se sienten en el estómago, y no en la cabeza. Era verdad, atrozmente cruel y cierto.

Aquella noche, Isabel, tras follarse de nuevo a aquel hombre, regresó, en efecto, dos horas después… Escuché cómo cerraba la puerta, miraba en los dos cuartos de nuestros hijos, comprobaba que estaban dormidos y se dirigió a nuestro dormitorio. Al momento, cuando vio que yo no estaba, empujó levemente la puerta del de invitados, donde yo me hacía el dormido. Se acercó y se agachó, dejando su cara cerca de la mía. Yo disimulé todo lo que pude. Sentí un ligero beso en mis labios, una caricia larga y suave en mi mejilla derecha, y se fue. Comencé a llorar en silencio, en un nuevo arranque de rabia, celos y humillación.

Me sentía hundido, abandonado. Expuesto a una sumisión que ni deseaba ni me agradaba. No podía entender aquello ni lo asumiría nunca. Había leído en internet, en algún diario digital esto del poliamor, del intercambio de parejas o del swinging… Yo no era así. Nunca me lo había propuesto, ni imaginado. Y tampoco había tenido fantasías de mi mujer con nadie más.

No. Yo no podía vivir con esto. Ni así. En ese momento decidí, que, pasara lo que pasara, volviera Isabel a sus cabales o no, me divorciaría de ella. En los días siguientes, me juré que vería a un par de abogados para contrastar opiniones e interponer la demanda cuanto antes.

Isabel Fueron días extraños. De sentimientos encontrados. Pena, un atisbo de remordimiento, añoranza de tiempos mejores, deseos de continuar con aquello y seguir viviendo esa nueva experiencia de sexo… Todo a la vez, bullendo en mi cabeza.

Cuando llegué de Altea me sentía como una niña pequeña. Feliz, dichosa, complacida… Luis, obviamente no me dirigía la palabra. Lo entendía. La verdad es que no podía ser de otra forma. Aunque él lo supiera, la realidad era que lo estaba engañando con otro. Acostándome con Jon, y últimamente también con Óscar, todas las semanas.

Para hacerlo más fácil, o menos hiriente para mi marido, si es que se podía rebajar algo aquello, quedábamos por la tarde en vez de por la noche. Sobre todo, con Óscar, que tenía más facilidad de horario. Prefería a Jon, pero había una parte de mí que rechazaba convertirlo en una especie de amante fijo. Podría acabar convirtiéndose en algo repetitivo y monótono una vez pasados los primeros días de excitante exploración mutua. No, aquello no era lo que yo quería. Por eso me atreví a irme una tarde con Óscar. Menos guapo, menos atento y menos hombre también. Pero fogoso, directo, pendiente de un sexo más combativo y menos excitante. Eran casi el día y la noche. Con ellos confronté el sexo de impacto con el de la profundidad… Ambos me atraían.

Con Óscar follé cuatro o cinco veces. Lo conocí una de las noches de cena que salí con Mamen. No era amigo suyo, sino de uno de los chicos de aquel cumpleaños al que fui invitada por mi antigua compañera de trabajo. Sencillamente, opté por él, como podría haber sido por Nacho, un chico alto, delgado, con sonrisa triste y pensamientos lánguidos. Pero no, fue Óscar y su desatado impulso, frente a mi sexo de tiempos más largos, exquisita firmeza y delicada potencia.

Luis no sospechaba siquiera que no había un él, sino un ellos. Y prefería, por su bien, no aclararle ese punto. De vez en cuando se me escapaba el plural, pero creo que lo entendía como algo mayestático, no literal, como en efecto era. Ya sufría demasiado con todo esto como para hurgar en su herida.

Pobre Luis… Me hubiera gustado que no lo pasara tan mal, pero también sé que era imposible. Hablábamos de compartimentos estancos; fidelidad, sexo, exclusividad, apertura sexual… Cada uno de ellos era el contrapunto y el muro del otro. Se excluían, repelían y no podía haber forma de compaginar gustos y deseos de cada uno. Simplemente, decidí en mi favor, no en su contra. Sé que puede sonar falso y muy fariseo. Incluso, cínico. No era mi intención causar dolor, y yo no lo sentía como un capricho. Por extraño que pareciera, me dolía verlo así.

El primer fin de semana, cuando volví de estar con Jon, pensé por primera vez en el divorcio, seriamente. La ruptura definitiva me miró desde sus ojos cansados y duramente castigados. Cuando abrí la casa y lo contemplé, allí tumbado, dejado, con barba de dos días, ojeroso, roto por dentro, con ese olor de las cosas de casa que se eternizan y se adhieren a nuestros cuerpos, quise verme lejos de Luis. Fue una imagen que me golpeó y por cruel que pareciera, rogué para que todo lo nuestro terminara. Pero, algo en mí, me decía que no fuera yo la que diera ese paso. Es absurdo, lo sé. Pero el que sufría era él, y quizá si optaba por el divorcio, pudiera ser hasta algo que le subiera la autoestima. Así lo creí.

Y me acerqué a él. Esa fuerza de los años, del cariño cimentado en muchos días, experiencias, hijos y sacrificios, me empujó hacia donde estaba. Sabiendo, además, que era imposible otra cosa que no fuera el rechazo completo por su parte. Lo miré. Estaba ofuscado, deshecho. Y, a pesar de todo, de desear que lo nuestro terminara, me di cuenta de que, aunque aquella imagen fuera lo contrario a lo vivido en Altea, quería quererlo; algo en mi interior me empujaba a seguir concediéndonos oportunidades por remotas y absurdas que pareciesen. Por ello fui una noche a la cama del dormitorio de invitados a tener sexo con él. No quería hacer el amor. Algo, que era una mezcla de excitación, deseo por no terminar lo nuestro y obligación hacia él, me llevaba a intentar follar con mi marido. A intentar conseguir una cosa parecida a esas sensaciones de empoderamiento sexual a las que me llevaba Jon, y de otra manera, Óscar. Creo que conseguimos disfrutar. Yo me mostré desvergonzada, sexual, desafiante… Y él se dejó llevar. Quise disfrutar con él. Volver a sentir aquello que se nos olvidó entre los pliegues del tiempo de matrimonio. No sé si lo conseguimos, pero, al menos, esa noche y alguna otra, fuimos de nuevo una pareja con alguna esperanza…

La tarde que Jon me llamó para recogerme e irnos a su casa, en principio me negué. No me parecía adecuado, dentro de lo extraño de mi infidelidad. Recordé durante unos segundos esas noches con mi marido. Mis intentos por ser de nuevo esa pareja que habíamos sido… Pero me pudo el deseo, las ganas de sentirme querida, deseada, penetrada… No podía negarme a ese sexo atractivo e intenso, de sonrisas, abrazos, palabras excitantes, besos de fuego y cadencias de cuerpos que se invadían. No pude resistirme, y regresé aquella noche a ese territorio tan tentador…

Luis y yo habíamos hecho el amor dos veces esos días. Y no lo hice para descargar mi conciencia. Fue algo deseado. Lo quería, aunque suene extraño o irreal. Pero sentir a Jon dentro de mí, notar la electricidad de sus caricias, de su lengua haciéndome arder o todo el pálpito de su virilidad en mi boca, me hacía sentirme locamente plena.

No espero que nadie me entienda. Ni yo mismo lo hago. Pero era deseo, sexo en estado puro, con alguien que entendía mi nueva forma de follar. Espaciando el tiempo, ralentizando las sensaciones con caricias de manos, dedos y lenguas, a la vez que ejercitaba durezas y fuerzas en un galope directo a la explosión de orgasmos como truenos. Me entraban temblores de excitación cuando él se dirigía hacia mí, apuntando con su hombría dura y dispuesta, mi deseo incontrolado. Sentía cada centímetro que se introducía en mí como si fuera una vara candente que avivaba lujurias escondidas y pretéritas; ardores que se desataban al salir libres, y que abrazaban con erótica furia su masculinidad.Sé que no merezco ser comprendida, ni perdonada. Sabía que el paso de esa noche me acercaba a la ruptura definitiva. Y aun así, no pude evitarlo.

Jon me acercó de nuevo en coche tras pasar juntos algo más de dos horas juntos, y alrededor de una de sexo fantástico. Cuando me dejó a unos metros de la puerta de mi casa, lo besé en la boca con ganas. Nos devolvimos con el movimiento de las lenguas, el sabor a nuestros sexos. Entré en casa feliz.

Comprobé que mis hijos dormían, con un deje de culpa por dejarlos solos con Luis, y me fui al dormitorio. Mi marido parecía dormir porque no se escuchaba nada, ni se veía el resplandor de la televisión. Pero cuando llegué, Luis no estaba en nuestra cama. Había vuelto al dormitorio de invitados en clara y comprensible señal de rechazo hacia mí. No podía culparlo.

Me entristecía, mucho, de verdad. Pero no quería detener aquel torbellino de éxtasis y sexo que me embargaba. Una fuerza interna me empujaba a ser esa nueva Isabel que disfrutaba con la polla de otro hombre, con el sexo desnaturalizado fuera del matrimonio o de la pareja. Con el anhelo de sentirse satisfecha traspasando los límites racionales de la convivencia marital.

Quería ser esposa, madre y mujer liberada. Y lo quería de forma estanca, separada. Sin que ninguna de ellas interfiriera en la otra. Deseaba estar con mis hijos, con mi marido, y con mis amantes. No quería evitarlo… Pero yo misma sabía que el equilibrio de todo aquello era difícil y complicado. O directamente imposible.

Me di cuenta de que, si no paraba, Luis un día terminaría por ceder al divorcio. Separarnos y continuar cada cual por su camino. Podía ser lo más razonable, pero en verdad, no lo deseaba, aunque empezaba a verlo como inevitable. Porque de verdad que quería a mi marido. Me golpeaba aquella sensación de culpa. De irremisible avance en nuestra ruptura definitiva. Me convencí a mí misma de que lo que sentía por él no era amor, sino lástima, y que se empezaba a abrir una puerta que tendría que caminar en solitario, sin Luis.