Una decisión dolorosa 6
Isabel viene a mi cama...
Durante los días siguientes, las cosas no cambiaron. Yo continuaba con mi estrategia de hacerme el fuerte, sopesando las ventajas y desventajas de un divorcio. Midiendo mis tiempos y hablando con abogados. Intenté ignorar a mi mujer que, todo hay que decirlo, se comportaba de igual manera que siempre. Incluso, durante varios días, todo pareció volver a la normalidad. No hizo nada extraño, ni provocó ningún tipo de conversación sobre lo que debió suceder ese fin de semana. Su trato conmigo era bueno. Amable y hasta cariñoso incluso.
Llegué incluso a pensarme la idea de volver a hablar con ella para dejar todo en un mal sueño. Pero el daño era profundo. Me laceraba por dentro.
Una noche, mientras yo estaba leyendo en mi iPad , vino a la cama —yo había decidido en un arranque de furia, irme a otro dormitorio en cuanto los niños se dormían—, se sentó a mi lado con una sonrisa, completamente desnuda y me acarició la entrepierna.
La rechacé con un movimiento, cerrando a la vez los ojos y pidiendo que se fuera y me dejara tranquila, a la vez que una parte de mí deseaba que continuara tocándome. Hice un segundo amago, sospechando el empalme que se me avecinaba. La intenté quitar la mano, pero ella me sujetó. Todo hay que decirlo: no le hizo falta mucha fuerza. Me torturaba por dentro, no queriéndolo y deseándolo a la vez.
—Tranquilo, amor… —me susurró con dulzura—. Déjate…
Ella continuó y yo, sufriendo, y rezando para que aquello fuera una forma de pedirme perdón y de decirme que todo volvía a la normalidad, me dejé hacer. No quise mirar aún. Me incorporé un poco en la cama, y finalmente la vi. Con mi polla en su mano derecha, lamiéndola, mirándome a los ojos. Conectando conmigo de una forma que quise ver como de complicidad.
Me chupó la polla con ganas, me lamió las pelotas con lentitud y suavidad, me acarició con ternura y en un momento dado, me besó con codicia. Me dejé llevar; aunque algo me impedía participar de forma activa en aquello. No hizo falta; ella, sin dudarlo, se sentó a horcajadas sobre mí y se introdujo mi pene, con desesperante lentitud. Volví a cerrar los ojos y abandonarme en sentir esa tibia y cálida sensación de follar con quien quieres. De amar mediante la animalidad más íntima y bonita. Abrí los ojos y la vi mirándome con una sonrisa de deseo. Cariñosa, se acercó a mi cara y me besó mientras iniciaba un cabalgamiento lento y profundo. Me lamió el cuello, acercó sus pechos a mi boca y los restregó dulcemente por mi cara.
—Me sigues poniendo mucho, cariño… —me susurró en voz baja—. Déjame que te haga disfrutar… No pienses en nada.
Me corrí enseguida, saliéndose ella en el último instante y acercando su cara a mi polla que soltó un buen latigazo de esperma. No le calló en el rostro, pero sí en el cuello y parte de pecho. Me sonrió satisfecha y no hizo el menor amago de limpiarse. Una gota de semen resbalaba entre sus tetas cayendo hasta casi su plano vientre. La cogió con un dedo y lo lamió. A Isabel nunca le había desagradado el sabor del semen, como tampoco esquivó el sexo anal en los días en que éramos felices, jóvenes y sin niños, o con tiempo para nosotros.
Ella no se había corrido, pero parecía no importarle. Al ver que yo estaba sin reaccionar, acercó el pubis a mi cara, se puso de rodillas y a escasos centímetros de mi boca, empezó a masturbarse. Lentamente, sin prisas; sexualmente atroz. Con mi semen encima de ella. Con movimientos lentos, cadenciosos, estimulantes y sensuales. Miraba a su dedo anular buscándose la dimensión exacta de su placer, de su disfrute. Acompasándolo con una mirada entrecerrada, el pelo encima de su cara, sus caderas esbeltas y sinuosas imprimiendo un vaivén de letal sexualidad.
Nunca había visto a mi mujer así. Era contemplar y experimentar otra dimensión casi opuesta de la misma persona conocida. Un concepto nuevo de ella misma, una visión extraña y perdida en algún punto de nuestro pasado, que se reencarnaba en esta noche, que pasaba por arte de una magia extraña, del absurdo hasta la quintaesencia sexual. Isabel seguía con sus movimientos, mientras me miraba complacida. Gemía más que cuando me estaba follando, lenta, sinuosa, voraz de sí misma. En un momento dado, arqueó la espalda y apoyó una de sus manos en mi pecho. Mi corazón bombeaba con una fuerza brutal, y mi pene volvía a endurecerse.
No podía dejar de mirar aquellas reacciones, esos movimientos tan excitantes y duros a la vez, con los ojos nuevamente entreabiertos, en la penumbra del dormitorio de invitados, oliendo su sexo, de rodillas, muy cerca de mí, masturbándose a menos de un palmo de mi rostro.
Finalmente, se corrió con intensidad; fue un orgasmo largo, con ganas, lleno de gruñidos de deseo, de movimientos de sexo y de animalidad. Se echó hacia atrás y me regaló otra de las visiones que ya nunca se me olvidarían: ella estirada, su rostro vencido y el pelo lamiéndole la espalda, con gotas y regueros de esperma en su pecho, garganta y vientre, mientras respiraba y jadeaba satisfecha.
Se me quedó mirando, sonriente y me acarició la cara. Se colocó a mi lado, rozándome, sin decir nada y notó mi polla otra vez dura. Sonrió y me la tocó con delicadeza. Se acercó a mi oído, introdujo la lengua y me susurró:
—Quiero que duermas conmigo… Disfruta de esto, cielo. No pienses en nada, olvídate de todo y métemela otra vez esta noche, por favor. Quiero que nos tengamos, que disfrutemos…
Aquellas palabras fueron una corriente eléctrica que me recorrió todo mi cuerpo con un estremecimiento. Una especie de volcán se activó en mí, despidiendo lujuria y rencor, deseo y malestar.
—Fóllame otra vez, mi vida… —me dijo en voz baja, lentamente sensual, recostándose en mi pecho y notando yo los restos de mi semen en su cuerpo.
Aquello me excitó como pocas veces lo había hecho. Unos minutos antes, era impensable que estuviera sucediendo aquello. La notaba excitada, cariñosa, me ronroneaba en el oído y me rozaba con sus largas y atléticas piernas.
—Ven a nuestra cama… —me rogó de nuevo.
Finalmente, aún aturdido, obedecí, y me encaminé a nuestro dormitorio, mientras ella me conducía con una sonrisa amable y cariñosa. Una vez allí, se puso de rodillas en la cama y mientras yo permanecía todavía noqueado, me besó y empezó a descender lamiéndome muy despacio y sutilmente, el pecho, el vientre, mi ombligo… Hasta que, de nuevo, mi dureza se hundió en su boca, ávida de sexo, de deseo, de sentirme en ella.
Y yo al fin, pude tocarla, rozar esos senos prietos, con los pezones apuntando su deseo y sus movimiento sugerentes y tentadores sin soltar de su boca mi polla. Me besó, sabiendo a sexo, a ganas de follar, a ansiedad por tenerme. LA acaricié su piel cercana al pubis, introduje mis dedos en ella que volvió a gemir suavemente, mientras me comía la boca y dejaba escapar una parte de su necesidad en cada suspiro.
Me tumbé sobre ella, guiando mi pena hacia ella, colocándolo en la entrada y dejando que fuera ella la que con un suave movimiento de su cadera en sentido ascendente, se lo introdujera despacio y cálidamente.
Con cada acometida, se me suturaban algunas herias, mientras otras seguían flotando, extrañamente quitas y firmes en mi cabeza. Sentí sus manos acariciándome, su boca que me besaba con una muestra de inquietud por mí. Sus ojos atentos a mis reacciones, seguramente viendo mis dudas, mis miedos. Mis reproches. Todo agolpado y con ganas de salir. Lo bueno y lo malo, el deseo y la realidad que se escondía. La fuerza de los hechos y la querencia a pensar que todo puede salir bien.
Me corrí pensando en nosotros, en que quizá, todo podía ser un mal sueño, que su deseo de experimentar y conocer otros lechos y otra forma de sexo, se hubiera quedado en ese fin de semana, detenido con la naturalidad del raciocinio, de la lógica, y del cariño y amor por la familia. Llegué a sonreír y quise creer que aquello significaba el fin de la locura de Isabel…