Una decisión dolorosa 5
Isabel vuelve del fin de semana...
Capítulo 3
1
El domingo, con la tarde ya avanzada, Isabel volvió. Llegó a casa, me vio tumbado en el sofá con cara de pocos amigos. Me saludó desde la entrada al salón. Dejó su trolley en el pasillo y se acercó hasta quedar a unos pasos de donde yo estaba. Luego se sentó a mi lado, en el mismo sofá. Me puso la mano en mi brazo, pero lo quité, sintiendo algo parecido a una quemadura. No la miré siquiera.
—Hola Luis…
No me digné ni siquiera a contestarla. Quería que sintiera la vergüenza de verme así, dolido, maltrecho, con los ojos hartos de llorar. Deseaba que sintiera mi abatimiento y desolación. De forma clara y diáfana, quería manifestarla que yo, con ese sufrimiento, la seguía queriendo. Para alguno, lo fácil hubiera sido mostrarme irónico, frío, desdeñoso, duro… Pero, sencillamente, no podía. O aún no podía... Mi resolución por el divorcio era firme. Mejor dicho, iba camino de ser firme...
—Ya estoy en casa… —me dijo mientras su mano volvía a alcanzar mi brazo y me lo intentaba acariciar.
Volví a quitarlo y esta vez con un gesto más hosco y duro. De rechazo total. Cruzó las piernas embutidas en un vaquero ajustado y tobillero y unos zapatos de cordones estilo hombre.
—No quiero una escena Luis… De verdad. Estoy en casa, aquí, contigo…
—¿Te lo has follado? —Ni siquiera recuerdo haber pensado aquella frase. La pregunta salió fruto de la rabia contenida, de la sinrazón de todo aquello.
Se me quedó mirando. Respiró hondo, se colocó la melena detrás de la oreja, descabalgó la pierna que tenía cruzada sobre la otra y miró al techo.
—Luis… —fue a hablar.
—¿Te lo has follado? —Repetí cortando en seco su frase.
—No hace falta esto… —contestó con aplomo y un sosiego desconcertante.
—¡Dímelo! —chillé nervioso, irguiéndome hasta quedar mi cara cerca de la de ella.
Mi voz había salido con un tono ronco y abrupto, presa del dolor lacerante que estaba sintiendo. Ella no se inmutó. Y deduje, sin ninguna duda, que sí, que, en efecto, había estado con él, todo el fin de semana. Follando como una loca…
Un segundo después, caí vencido de nuevo en el sofá, y cerré los ojos. No quería que me viera llorar. Sentí su mano en mi brazo. Me acariciaba de nuevo. Por tercera vez, lo retiré.
Entonces Isabel se levantó, volvió a respirar con profundidad, y noté que se quedó un par de segundos quieta, como esperando a que abriera los ojos o dijera algo. No lo hice. Escuché sus pasos alejándose.
—Voy a recoger a los niños. Cenaremos en un McDonald’s . Luis, por favor, vente con nosotros.
Aquella extraña y sólida naturalidad, me mataba. No contesté e Isabel salió de casa, tras esperar una respuesta mía que no llegó. Me quedé solo, en medio de un silencio atronador. Y entonces, sin saber muy bien la razón, ni siquiera entenderla, supe que debía ser fuerte ante lo que se me avecinaba. Tenía, aunque fueran absurdamente frágiles, mis razones. La primera, que yo seguía enamorada de mi mujer. Que la quería a pesar de todo. La segunda, que no me veía en un bar ligando con alguna, riéndole las gracias e intentando hacerme el simpático para echar un par de polvos. Nunca fue mi estilo y no era momento de empezar.
La tercera, y aunque sonara crematístico y monetario, era que un divorcio o separación, era malo para mi economía. Este punto, a pesar de su importancia, era casi menor. O no tan importante como el resto, pero, aun así, no había que desdeñarlo.
La cuarta, que no podía vivir sin mis hijos. Eran todo para mí. Me di cuenta de que la lista de amigos y conocidos se había reducido mucho en los últimos años. Lo achaqué a ser padres y los cambios que eso suponía. Vislumbré ahí, lejana y remota, una de las razones de Isabel para optar por aquella vida de sexo fuera de nuestro matrimonio.
La quinta, que necesitaba tiempo para preparar el divorcio. Porque, a pesar de todo, no quedaba otra opción.
Lloré de rabia.
- Isabel
Sé que aquello era imposible de entender y asumir para Luis. Quizá lo era hasta para mí. Pero cuando murieron mi hermano y mi padre casi seguidos, tuve una fuerte sensación de desamparo. Y no es que Luis estuviera alejado de mí. Al contrario; no puedo culparle de nada. Estuve pendiente, fue amable, cariñoso y, sobre todo, tengo que agradecerle que fuera mi constate apoyo.
Pero, de la misma forma que no puedo negarle nada de todo aquello, de saber que es un buen hombre, un padre atento y sacrificado, un esposo fiel y colaborador, no puedo engañarme. Luis y yo, desde que nacieron Isa y Pedrito, empezamos a convertirnos en un matrimonio demasiado normal. Con la vida enfocada desde un punto de vista plano, de mera continuidad. No nos planteábamos otra cosa que ver crecer a nuestros hijos, educarlos y vivir juntos. Y no es que eso esté mal. En absoluto. Pero hubo un momento en que yo, posiblemente equivocada, necesité respirar otro aire.
Nadie me llevó a ello. Ni fue Almudena, por mucho que la odie Luis. Si él supiera que cuando se lo dije, tras un mes de verme con Jon y Óscar, me abroncó y me dijo que estaba cometiendo una locura, no se lo creería.
Fui yo. Solo yo lo decidí. Porque ni siquiera a Mamen, mi antigua compañera de trabajo en la agencia de marketing digital, o a su amiga Tania, se las puede achacar ningún tipo de incitación.
En verdad, todas y cada una de ellas, Almudena, Mamen y Tania, intentaron convencerme de que no diera aquel paso. Pero no, yo estaba decidida a acostarme con otros hombres.
Luis. Mi pobre Luis… Era imposible que entendiera que la vida se me iba entre recuerdos por mi hermano y padre muertos, por mi madre a la que él ni siquiera conoció. Por una vida demasiado gris e insustancial… Por un sexo de orgasmos fingidos, extraños y espaciados.
Igualmente, se me escapaba el aliento vital cuando hacíamos el amor siempre a horas parecidas, con preliminares excesivamente conocidos, besos demasiado iguales, conversaciones calcadas o caricias cien veces repetidas.
Me agobié cuando aquella realidad me golpeó con la furia de una bofetada acumulada durante mucho tiempo. Con la claridad de un amanecer radiante y la contundencia de un disparo. No era una excusa. Lo mío no tenía perdón... Pero lo necesitaba, o creo que lo necesitaba.
Aquel día había acudido a llevar flores al cementerio, y recorrí entre lágrimas y recuerdos, todos mis sueños incumplidos. Los que también Luis y yo habíamos construido en los años de noviazgo y primeros años de matrimonio. Aquellos deseos que se habían quedado olvidados, enterrados en la arena de lo cotidiano y la mugre de los pequeños fracasos o desengaños que habían ido tejiendo esos últimos años.
¿Tuvo Luis toda la culpa? No, claro que no. Es posible que no tuviera ninguna... Sí, había perdido interés, motivación y se dejó arrastrar por la parte aburrida de la vida. Yo me operé el pecho como quien se compra una moto de gran cilindrada para salir los fines de semana y dibujarse a sí mismo más joven, hábil o aventurero. Quise verme distinta, atractiva, capaz de gustar a los hombres de nuevo. Me encontraba vacía y necesitada, pero aún no sabía exactamente de qué.
—Necesitas un amante, guapa… —me dijo un día Mamen riéndose al salir de la ducha del gimnasio.
Aquella frase, inocente, sin intención, detonó mi interior. Yo la vi a ella más joven, tan atractiva y estupenda, con esos andares cadenciosos, esa mirada pícara y esa sonrisa que hechizaba a tantos. Deseé en ese momento, ser como ella. Vi sus pechos perfectos, sutilmente siliconados, su armonía corporal, su simpatía, su juventud… Y me perdí en aquel deseo de tener lo que ella poseía.
Me había contado que, con Nico, su novio, había disfrutado de cierta libertad sexual, pero que ella misma lo había cortado. Que se arrepentía de muchas cosas y que había cometido errores. No la saqué mucho más porque se me echó a llorar. Nico y ella acababan de romper y ahora vivía con una amiga policía. Una tal Tania.
Nos tomamos un café. Y yo, sin entender bien el por qué, ni siquiera haberlo reflexionado medianamente, se lo solté. Mamen abrió mucho los ojos, se quedó estupefacta cuando escuchó la frase:
—Me quiero follar a otro…
—Eso es una locura… —me dijo con serenidad—. Cometerías un error. —Añadió negando con la cabeza.
No sé si entendió mis razones, pero me previno. Me explicó algo de un chico de Ibiza con el que se había acostado a espaldas de Nico, o algo así. Y que eso había roto su pareja. Cogí su mano.
—Lo voy a hacer Mamen. Lo necesito…
Le expliqué todo. Con detalle. Mi sensación de ahogo, de vacío, de rutina fatal, mi miedo a que un día me levantara y decidiera seguir mi camino sin Luis.
—Habla con tu marido… Dar el paso para estar con otro, parece fácil. Y joder, Isabel, sería mentir si decimos que no es estimulante. Pero también, peligroso… Habla con Luis. No cometas mi error. Pero, sobre todo, replantéatelo. Piensa en todo lo que expones…
Y hablé con Luis. Pero antes le pedí a Mamen salir con ellas algún día a tomar algo, a cenar, de copas… Volver a vivir esa juventud despreocupada, sin ataduras y fácil. Y conocí a algunos de sus amigos. Conocí a Jon y a Óscar. Óscar, rubio, alto, fuerte, futbolista sin más recorrido que equipos de segunda división, pero con una licenciatura en ADE que le ayudó a encontrar trabajo fuera del fútbol. Y Jon, un asesor bursátil madrileño de nombre vasco por su abuelo donostiarra, muy guapo, esbelto, con ademanes suaves y mirada templada.
Pude acostarme con ambos el primer día que los conocí. Sin el más mínimo problema. Los dos lo querían, y yo también. Y esa era mi primera intención. No exponerme más allá de una simple infidelidad de unas horas. Darme un festín de sexo una noche y volver a mi vida, a mi familia. A ese aburrimiento seguro y constante. Pero no pude. Fui incapaz de engañar a Luis. Y las dos veces que estuve en el coqueto apartamento de Jon, ya sentada en la cama y desabrochándome la camisa, rompí a llorar en silencio escondiendo la cara en mis manos.
Quizá si Jon se hubiera enfadado o molestado, las cosas podrían haber sucedido de forma diferente. Pero me abrazó con cierta ternura, dejó que terminaran de fluir mis lágrimas y cuando le dije que tenía que irme, no me presionó.
Por eso, cuando me dijo de irnos un fin de semana, aduciendo que la distancia podría ayudarme a vencer el complejo, acepté sin dudar. Necesitaba dar ese paso, me agobiaba desearlo y no atreverme cuando llegaba a rozarlo. Pensé en Luis, y por primera vez lo noté verdaderamente alejado de mí.
—Iremos dos parejas… a una casa de mi familia en Altea. Sera divertido. Y no pasará nada que tú no quieras que suceda —me dijo con tranquilidad y mientras me acariciaba la mejilla.
Aquella mirada llena de suavidad y esa sonrisa engatusadora me convencieron. Y a la noche siguiente se lo dije a Luis…
Mi marido no dio crédito a mis palabras. Cosa absolutamente normal. Nadie puede pensar que no te ofusque si te dicen que desean sexo con un tercero ajeno a la pareja. Si soy sincera, me esperaba una escena mucho más exagerada por su parte. Pero se quedó atónito, sin mayor capacidad de reacción que un par de gritos y una rabieta que le llevó a dormir en otro dormitorio ese día. No sé si fue porque creyó que finalmente no daría el paso, o que entendió que hiciera lo que hiciera, yo ya lo tenía decidido. Cuando salió de nuestro cuarto y cerró con un portazo, sentí una pequeña liberación. Algo en mi interior se desató como cuando se abre una ventana y entra aire limpio. Sentí pena por él, por mí y por nosotros, pero lo tenía decidido.
Me fui a Altea con ellos. Y disfruté. Disfruté como en mi vida lo había hecho. Sintiendo la primera noche, nada más llegar a aquella casa, sus manos en mi cintura, sus besos en mis hombros, susurrándome palabras que me encendían hasta lo más íntimo. Miradas que me deseaban con el arrebato del que sabe que aquello puede terminar en cualquier momento y quiere aprovechar al máximo los que le quedan. Labios que me buscaron con ímpetu y sensibilidad, y dedos que rozaron mi piel apuntalando las sensaciones al máximo.
Cuando me desnudé delante de él, lo primero que hizo fue besarme con una dulzura llena de tensión. Entonces supe que me acostaría con Jon más veces. Durante un segundo, me maginé transportada a otra vida, llena de pellizcos de lujuria. Noté a mi corazón nervioso, estimulado por nuestras bocas y nuestras manos, tocando a rebato.
Sentí su virilidad, dura como una roca, palpitando en mi mano mientras su lengua me rozaba mi cuello erizando mi ardor. Sentí sus ganas de poseerme, el vigor de un hombre acostumbrado a ser deseado, pero que en ese momento ansiaba hacerme suya. Vi el impulso de su apetito comprimido por los intentos fallidos de las anteriores ocasiones, la alegría de su mirada, y sus besos encendiéndome.
Y recordando mis días de novia con Luis, o los primeros años de fogosidad matrimonial donde habíamos sido atrevidos hasta explorar latitudes no tan convencionales, me dejé llevar, olvidándome de todo lo que sucedía a mi alrededor, salvo de Jon.
Lamí, chupé y succioné su hombría con lentitud, dejando que el tiempo transcurriera despacio, intentando alargar nuestro disfrute y degustando la nueva sensación de libertad ansiada que me invadía desde mis labios. Vi sus ojos entrecerrados, sintiendo como ascendía y fluía desde su masculinidad, la cruel y erótica lentitud de mi boca, el jugueteo de mi lengua rodeando con leves gemidos, la promesa de una noche eterna. Y él, quizá acostumbrado a otras mujeres, más rudas, directas y expertas, me abrazó con caricias de hombre y no de macho. Y yo advertí en ese momento, de golpe, un galope de deseo por sentirlo dentro de mí.
Siempre he preferido el sexo erótico al pornográfico; la elegancia a la zafiedad, la mesura al despropósito. Me espanta el nuevo porno con demasiadas perversiones sin sentido. El sexo son dos personas, en mi caso un hombre y una mujer, buscando el goce mutuo. Incluso queriéndose de alguna forma. No lo entiendo como una competición de orgasmos y rituales desesperados de extraños apareamientos. El sexo a mi entender es más susurros, pulsiones y sonrisas, que gritos procaces y meras embestidas. De abrazos y roces cómplices, de besos con bocas que arden con gemidos de placer, manos que prenden fuegos y miembros que invaden espacios de éxtasis. Y se puede tener sexo con firmeza, contundencia y pícara procacidad, sin caer en lo zafio o exageradamente arrabalero.
Aquella noche fuimos un hombre y una mujer buscando nuestro arrebato y delirio; ayudándonos a ser un poco más dichosos con nuestros sexos. Nuestras bocas, lenguas, dedos, manos, penes o pubis fueron extensiones nerviosas de nuestra pasión. Llamas que dejamos crecer al desboque de besos, embates dulcemente firmes y vigorosos, y labios que devoraban nuestros sexos.
En la madrugada, casi cuando salía el sol, mientras él dormía, me levanté nerviosa, excitada y alegre. Salí a la terraza tan solo vestida con una camiseta de un pijama y un tanga de color negro, dejando que la brisa del Mediterráneo me acariciara la piel. Noté el viento en mi cabello, el frescor de la madrugada punzando mis pechos a través del tejido. Noté mis pezones tiesos, alegres, agradecidos… Cerré los ojos y pensé en Luis… Sentí pena, lo juro. Lástima por todo lo que habíamos dejado escapar embarcándonos en lo excesivamente cotidiano. Me enfadé con nuestra ineptitud al no saber ver deseos, esperanzas y temores. Por no adivinar nuestras inquietudes y sueños.
Me sentí culpable. Por él. Por mí. Por nuestros hijos…
Y a la vez, por desgracia, no advertí ni una gota de arrepentimiento.