Una decisión dolorosa 4

Isabell se va el fin de semana...

Capítulo 2

1

El fin de semana, en efecto, se fue con él. Aquel viernes me quedé en la oficina hasta tarde. No quería ver aquello, ni encontrarme con mi mujer. Solo sabía que Isabel, a eso de las seis, tenía que llevar a nuestros hijos a casa de los amigos que se iban a la sierra con varios niños del colegio.

En el fondo, pensaba que a última hora se arrepentiría y que no terminaría por irse. Que todo quedaría en una especie de mal sueño, de pesadilla extraña, cruel y lejana. Pero no fue así. Cuando regresé a las ocho de la tarde, ella ya no estaba. La cama estaba hecha y había una nota escrita a mano encima de ella. Una nota que me secó por dentro y me paralizó el corazón.

Luis, me voy el fin de semana como te dije.

No me llames, por favor, y deja que todo suceda con tranquilidad.

Te quiero, aunque no te lo creas.

Besos.

No sé cuánto tiempo me quedé allí solo, sosteniendo esa nota en mis manos, sin reaccionar. me moría, aunque respiraba. Desconozco si puede haber un dolor mayor que el de sentir cómo te despedazas por dentro. Como tu vida va desmoronándose y no puedes hacer nada en absoluto. Si existe un dolor mayor, no me lo quiero ni imaginar...

Recuerdo aquel fin de semana como algo atroz. Extremadamente cruel. Si tuviera que escoger un día realmente infeliz en mi vida, creo que sería este. Ni siquiera la muerte de mi madre que me dolió en lo más profundo de mi alma, me laceró por dentro como acababa de hacer mi esposa. Al dolor se unía la incomprensión, de injusticia, de haber sido traicionado. Me dolía hasta el silencio de la casa. No podía dejar de pensar en que mi querida mujer, mi Isabel de toda la vida, estaba en ese momento en brazos de otro hombre, en la cama, desnuda y follando. Solo de pensarlo, me entraban arcadas de vómito y se me aceleraba el pulso hasta límites casi dolorosos.

Era durísimo reconocer que el paso que ella me había anunciado, ya estaba dado, que nada de lo que yo hiciera iba a detener aquello y que, por mucho que suplicara o la intentara hacer reaccionar, no lo iba a conseguir. Isabel había tirado nuestra vida por el sumidero. Cuando me pude levantar de la cama, aún con esa nota en la mano, permanecía el dolor incrustado en mi alma. No podía reaccionar; estaba bloqueado, noqueado, muy afectado. Me quedé a oscuras en el salón, tumbado en el sofá, escuchando como me martilleaba el silencio del que había sido nuestro hogar y los minutos y las horas pasaban raspándome sin piedad el escaso raciocinio que me quedaba.

Minutos, u horas después, no se, me levanté del sofá decidido a solicitar el divorcio de mi mujer. Ya tenía el teléfono móvil en la mano para llamar a algún abogado amigo, cuando me vinieron a la cabeza mis hijos. Ni Isa ni Pedrito tenían la culpa de la locura de su madre. ¿Cómo reaccionarían ellos? ¿Y si los dejaba de ver salvo los regímenes de visitas acordados? ¿Perdería mi custodia, yo que no había hecho nada? ¿Y si un tercero, ese hombre con el que estaba se terminaba convirtiendo en su padre? Me dolía el pecho de pensar en todo aquello. Hube de serenarme. Demasiadas preguntas y ninguna respuesta se agolpaban en mi mente.

Entonces, con lágrimas en los ojos, supe que no iba a ser tan fácil ese proceso. No quería dejar a mis hijos. Si me iba de casa, sería abandono del hogar y perdería posiblemente la posibilidad de la custodia y tal y como parecía que iba a comportarse Isabel en el futuro inmediato, no era la mejor opción. Por otra parte, ella no trabajaba. Vivía de los alquileres y de gestionar el inmenso patrimonio de su familia, pero no había nada a su nombre, sino en SICAVS y otros activos financieros que permitían una gran ventaja fiscal. ¿Así que, podría ser yo el que, encima de su decisión de irse con un hombre diferente a mí, tuviera que pasarla una pensión? Por desgracia, era factible.

¿Qué hacer? ¿cuál era mi futuro? ¿Cómo debía encararlo? ¿Por qué me estaba pasado esto?

No veía nada de lo que pensaba claro, me vencían las ganas de martirizarme y del odio a mi mujer. De la incomprensión hacia su estupidez, su egoísmo, inmadurez… No dejaba de utilizar adjetivos peyorativos hacia ella. Pero, mientras tanto, en algún lugar que, además desconocía, ella estaba tirándose a otro. Estaba matándome en esa distancia que no era ya solo kilométrica.

En mi interior se abrían dos frentes totalmente contrapuestos. Por un lado, la evidente e indiscutible sensación de odio y resquemor contra Isabel. Mi mujer, abiertamente, me engañaba con otro. Porque, para ser sinceros, eso de que no es engaño cuando lo sabes, no me valía. Yo ni había dado mi consentimiento, ni entendía su decisión ni me parecía siquiera respetable. A mi juicio, era una traición en toda regla.

Por otro lado, y quizás fruto de lo imprevisto de la decisión tomada por Isabel, no me había dado tiempo a desengancharme. Con esto quiero decir, que, a pesar de todo, no había dejado de quererla. Era, temporalmente, imposible. Eso no quitaba la sensación de rechazo hacia ella. Un rechazo profundo, directo, sin dobleces. Pero aún queriéndola. Y de eso me di cuenta cuando aparcaba el coche, a eso de las ocho de la tarde, en nuestra plaza de garaje. En mi interior, pedía, deseaba, que no hubiera dado ese paso. Que en ese último minuto de reflexión que todos tenemos y que nos hace replantearnos las cosas, Isabel hubiera dado marcha atrás. Que todo se quedase en una mala noche, un sueño abrupto, molesto, fastidioso, pero inacabado.

Y, en esa esperanza, lo que yacía de forma clara, era que yo seguía enamorado de Isabel. La quería. No podía evitarlo. No era capaz de dejar de hacerlo en setenta y dos horas. Aunque tuviera razones para ello, pero una cosa es la cabeza y otra el corazón.

Nunca me había puesto en esta situación, pero de haberlo hecho, estoy convencido de que, sin dudarlo, de forma fría y lejana, hubiera apostado a que mi rechazo a Isabel sería desde el mismo instante en que me confesó sus ganas de ser infiel. Eso era lo racional, lo deseable, incluso. Pero en la vida hay otras cosas, los sentimientos no son gobernables. Campan a sus anchas, libres, sin frenos. Y yo, aunque quisiera, no podía dejar de querer a mi mujer. A pesar de todo.

Por eso, cuando llegué, sin haber nadie en casa, y vi esa nota, me eché a llorar de rabia, de desconsuelo, de amargura y de sensación de injusticia. Lloraba porque la había perdido, porque mis sueños de familia, de felicidad, de una vida en común, se despedazaban de forma miserable y sin remedio.

Lloré por mí, por mis hijos. Por Isabel, por nosotros, por los recuerdos, por las oportunidades desenfocadas o perdidas, por las noches en que no supimos querernos, por los días en que nos fuimos separando. Y lloré porque yo no había sido capaz de darme cuenta. De ver una necesidad de mi mujer. Y no me refiero al sexo con otros. Quiero decir que no supe ver la chispa apagada, la monotonía que la mataba y la pereza que nos envolvió para no saber querernos más.

Sé que es muy fácil la crítica. Reprocharme el sentimiento de culpabilidad que, encima del de cornudo, se me echaba encima. Pero era la verdad. Quizá fuera la desesperación, el escaso raciocinio con que yo veía aquello. El amargor de saber que Isabel estaba en brazos de otro. La quemazón por perderla…

Daba igual. Sinceramente, me era lo mismo. Me sentía culpable por mi torpeza y traicionado por lo que más quería. ¿Qué importancia tenía un mayor grado de frustración? ¿Era realmente posible graduar mi amargura y que fuera en ascenso? No. O al menos a mí me lo parecía. Era de tal calibre, que poco más o poco menos no la distorsionaba.

Porque, lo que subyacía era yo. Mi vida, mi familia. Yo, aunque ya no contara con Isabel, me veía al borde un abismo insondable. Un precipicio brutal, para el que no estaba ni remotamente preparado. Pero tenía que divorciarme... la quisiera, o no.