Una decisión dolorosa 2 y 3

Isabel me lo dice...

Capítulo 1

1

Isabel y yo nos casamos casi recién salidos de la universidad. Fue un verdadero amor repentino, voraz, simpático y con esa dosis de locura juvenil e inmadura que suele resultar muy atractiva y romántica. Fue una especie de película propia, con nosotros como los actores principales y un guion que lo íbamos escribiendo día a día arrastrados por un amor poderoso, sensual y firme que nos hizo terminar en el altar pocos meses después de que ella terminara la carrera.

Bien es cierto que las especiales connotaciones de nuestro alrededor, lo favorecieron. Ambos encontramos trabajo pronto, y con buenos sueldos. Una universidad privada y los contactos de su padre —bastante millonario—, remataron aquello. En ese aspecto, no tuvimos ni que esforzarnos en estar preocupados por los problemas más cotidianos que asaltaban a la juventud: hipotecas, sueldos que no dejaban lugar al ahorro, coste de vida que te obligan a vivir subsistiendo únicamente… Nosotros, por infinita suerte, nos pudimos concentrar en querernos, en amarnos, en ser una pareja feliz por tenernos uno a otro y carecer de preocupaciones más allá que lo que éramos nosotros mismos.

Isabel es hija única. Bueno, en realidad no. Tenía un hermano; pero falleció hace menos de dos años de cáncer. Un tumor galopante que se lo llevó con treinta y ocho años recién cumplidos. Aquello, ahora lo pienso para mí, también debió influenciar a Isabel para tomar aquella decisión. Fue una tragedia para todos. Su padre ya no levantó cabeza y si me preguntara alguien de qué falleció pocos meses después, diría que de tristeza. Ella, sola, sin el apoyo de su hermano mayor y de su padre, al que estaba muy unida, se vino un poco abajo. Fueron días muy duros y en los que el dinero no ayuda a superarlos. Isabel no era una niñata que no supiera valorar lo que tenía. No, en absoluto. Su decaimiento fue de verdadera pena y tristeza. Su hermano era muy vital, con bastante alegría por vivir y una excelente persona en el sentido más amplio y conocido de la expresión. Y su padre, un hombre astuto, inteligente y que, tras la muerte de su mujer, se refugió en Isabel en el aspecto más sentimental. La dejó un vacío referencial muy complicado de solucionar.

Ernesto, mi suegro, había sido un avispado empresario de la publicidad, que cabalgó la ola de la edad de oro de su sector y le hizo coronarse como uno de los más prestigiosos profesionales de aquella época. La venta de la empresa a una multinacional americana, un año antes de su muerte, hizo que la herencia de mi mujer fuera aún mayor. Yo trabajaba de director financiero en la agencia. Y lo hacía razonablemente bien, con método, profesionalidad y dejándome las pestañas en ello.

Isabel empezó en una empresa participada por la familia, que se dedicaba al incipiente marketing digital y que, con el tiempo, fue adquiriendo mayor protagonismo mientras la comunicación tradicional se estancaba.

Hoy, tras la compra por la multinacional americana, y el exigente protocolo de adquisición, ningún miembro de la familia podría trabajar ya en las empresas del grupo. Mi caso se estudió especialmente al tratarse del yerno, pero mi suegro exigió que se me respetara el puesto y el sueldo, al menos durante tres años. Me quedaba un poco más de uno para renegociar con el consejo, si me quedaba o no, tomando la indemnización pactada, que era, además, bastante jugosa. Mi deseo era continuar y, de acuerdo con Isabel, era una forma de vigilar el ya escueto cinco por ciento que aún quedaba en manos de la familia tras las dos ampliaciones de capital pactadas y realizadas por los norteamericanos, tras la compra de la compañía. No era mucho, pero siempre se necesita una excusa para seguir haciendo lo que uno cree que debe. En nuestro caso, era ese.

Aquí debo señalar que mi suegro fue un hombre muy cabal, honrado, sincero y honesto, que me trató especialmente bien, siempre. Mi suegra había muerto años atrás y no la conocí. De la misma enfermedad que su hijo y con casi exacta rapidez. A Ernesto le agradezco, enormemente, todo. Pero me hizo trabajar como un animal…

Recuerdo llegar a casa a eso de las once de la noche, con mi mujer ya dormida y la cena fría. Sufriendo porque no la había visto en todo el día y tan solo habíamos tenido un par de llamadas de teléfono para saber de nosotros y decirnos, una vez más, lo que nos queríamos.

Fueron tiempos de sacrificios, de horas robadas a la familia, al sueño, a los fines de semana planeados para irnos a tal o cual ciudad y disfrutar de nuestro joven matrimonio. Tiempos en los que, de la mano de su padre, de sus más allegados colaboradores y de incluso Isabel, hicimos un excelente trabajo, aumentamos facturaciones, clientes, rentabilidades y patrimonio familiar.

El poco tiempo del que podíamos disfrutar, lo pasábamos follando. No es una palabra muy romántica. O sí, depende para cada cual, pero era la verdad. Hubo días que ella me esperó a las once de la noche y según entraba por la puerta se me lanzaba como una posesa hacia mí. O al contario, y una tarde de sábado que ella estaba tranquila leyendo, yo entraba en el dormitorio quitándome la ropa. Éramos jóvenes, vigorosos, atrevidos, estábamos locamente cuerdos…

Nos divertíamos. Gozábamos juntos esos escasos momentos que podíamos tener el uno para el otro. Cualquier momento o situación nos parecía apropiado para hacer el amor, que es algo más sensible y también más afín a nosotros y nuestra sexualidad. Nos divertíamos y encontrábamos excitante y morboso cosas que, según fue pasando el tiempo, decayeron. Porque esa también fue la realidad. Primero los hijos, una parejita de gemelos que nos volvió la vida del revés. A Isabel, porque llevó casi todo el peso de aquello. Y a mí, porque además de continuar con el trabajo que cada vez me absorbía más, debía ayudar a Isabel con nuestra hija y nuestro hijo. Y así, sin tener muy claro dónde se inició todo, poco a poco, como las llamas de los incendios más voraces, fuimos entrando sin remedio en el terreno de la monotonía. Cuando nuestros hijos cumplieron los cuatro y posiblemente pensábamos en reconducir todo aquello a nuestra forma de gozar el uno con el otro, no lo conseguimos. Lo habitual, el cansancio, la sensación de ser padres y el desconocido mundo familiar que se nos abría de par en par y a galope, nos embarcó en una especie de vida muy repetida, usual, sin experimentos, riesgos ni sorpresas…

2

Tenemos una hija, que se llama como su madre, y para diferenciarlas todo el mundo la llama Isa. Nuestro hijo, Pedro, lleva el nombre mi padre, aunque lo llamamos cariñosamente Pedrito. Tienen once años. Ambos son buenos hijos; obedientes, alegres, simpáticos… La previsión era que, con doce, es decir, al año que viene, estudien, al menos, un curso en Inglaterra. Nos da mucha pena, porque lo veremos siempre como eternos niños. Pero, ambos, Isabel y yo, entendemos que es muy ventajoso: el idioma, nuevas experiencias, amigos en otros círculos, estudios diferentes… Pero, sobre todo, podemos permitírnoslo. Y quizá, según me razonó Isabel, lo más adecuado era que fueran juntos y se apoyaran mutuamente. Así lo habíamos decidido.

Mi familia, sin llegar a ser de la riqueza de la de Isabel, tampoco estaba descalza. Nosotros, en cambio, no tenemos grandes cantidades de dinero en el banco, pero sí patrimonio inmobiliario rural. Yo soy de Córdoba, aunque desde pequeño estudié en Madrid. Mi padre iba y venía cada fin de semana, quedándose los días laborables en el cortijo, sacando adelante los olivos y el algodón. Siempre fue muy trabajador y creo que eso me lo inculcó. A mi hermano, también. Ambos nos educamos en esa necesidad y obligación de sacar la familia y el patrimonio adelante. A base de esfuerzo, tesón y agallas.

Sí, se podía decir que, gracias a ese sacrificio, éramos terratenientes, pero eso, al contrario que los pisos en Madrid, tenía y tiene, un valor bastante menor. Nosotros vendíamos olivas, aceite, algodón y últimamente, turismo rural.

Y debo admitir que, gracias a la labor de mi padre y de mi hermano, ingeniero agrónomo, las ventas iban en ascenso, en concreto las del aceite gourmet, gracias a una pequeña almazara y un buen planteamiento comercial.

Mi padre ya está muy mayor; es de esos jubilados que no saben serlo y continúan y continuarán yendo a trabajar o a ver trabajar. Ya no entraba en los detalles, pero era gratificante verle en bastante buenas condiciones aún, acudiendo al cortijo y distrayéndose con aquello. Ahora es mi hermano quien se encarga de todo, y es un excelente profesional. Mi madre, falleció hace tres años y medio. Fue muy triste para todos, incluida Isabel, que me consta que la apreciaba.

Con esto, lo que quiero decir es que nuestra vida era casi envidiable. Se podría decir que el noventa por ciento de los mortales, se cambiarían por nosotros sin dudarlo. Por eso, no entendí —y a pesar de todo sigo sin hacerlo— aquellas palabras de Isabel…

Capítulo 2

1

Habíamos vuelto hacía apenas unos días de las vacaciones de Semana Santa. Era principios de abril, y por fin, empezaba a hacer algo de sol.

Los niños estaban dormidos; eran las once y media de la noche de ese martes, y Isabel y yo acabábamos de hacer el amor. Como casi siempre, razonablemente bien. Al menos para mí. No me consideraba un mojigato, ni alguien sin experiencia, pero tampoco un semental. Isabel y yo empezamos a salir en su segundo de carrera y mi tercer año. Nuestra trayectoria había sido la de unos jóvenes normales. Yo, un par de novias más o menos de cierta duración y seis o siete ligues que terminaron en la cama. Ella, un novio que pudo ser serio, y dos o tres chicos más. Ni podíamos presumir de mucho, ni tampoco considerarnos unos extraños de la materia.

No habíamos tenido conversaciones sobre figuraciones sexuales. Quizá porque esos primeros años de novios y de matrimonio fueron suficientemente activos como para construirnos nuestra propia realidad sexual, sin recurrir a fantasías o anhelos incumplidos.

A pesar del poco tiempo disponible, como antes he dicho, lo aprovechábamos bastante bien. Follábamos todo lo que podíamos y nos atrevimos con casi todo. Incluido el sexo anal, probándolo por primera vez, una noche que regresábamos de cenar los dos bastante achispados y contentos por la bebida.

Nunca había pensado, y lo digo de verdad, que algo estuviera minando nuestra relación. Sí, ahora con más detenimiento, y con el paso de los días y las experiencias, es posible que no detectara las señales que ahí estaban. Tampoco las hablamos nunca. Y eso, unido a la cotidianeidad de nuestras vidas, nunca me hizo sospechar lo más mínimo.

Como digo, habíamos terminado de hacer el amor. Ya no era como de jóvenes que nos lanzábamos uno sobre otro como felinos, complaciéndonos sin ninguna vergüenza. No sé desde cuándo, pero seguramente ya hace varios años, todo era más monótono y mecánico. Yo encima, con el misionero, casi siempre, hasta llegar al orgasmo. Quiero entender que ella también lo alcanzaba, y cuando me hacía saber que no o yo me daba cuenta, la masturbaba hasta que lo lograba. Quiero decir que, a pesar de que suene aburrido, no lo era. O al menos para mí, no.

Esa noche había conseguido eyacular en relativamente poco tiempo, y viendo que ella no lo había alcanzado, trabajé con mis dedos su clítoris hasta que sus gemidos me hicieron saber que ella también lo había logrado.

Me tumbé a su lado, sonriente, la verdad que complacido. Isabel es muy atractiva y a pesar de los dos partos, se conserva espectacularmente bien. Es cierto que lleva ya años, prácticamente desde que nuestros hijos cumplieron el año y medio, yendo al gimnasio. No perdona un solo día. Lo mismo que la dieta que sigue permanentemente. Eso ha hecho que su cuerpo se haya estilizado, sin una gota de grasa y permanezca tonificado por el gimnasio. A mí, y lo digo sinceramente, me gusta más ahora que cuando tenía veintipocos años y nos conocimos.

Es atractiva, se puede decir que incluso guapa. No es que sea una estrella de cine, pero a sus treinta y siete, une a un tipazo, la elegancia de esas mujeres que saben estar en los sitios y esa belleza que está en los inicios de una madurez todavía muy reseñable.

Yo, en cambio, me considero normal. Alguna, en su momento, me calificó como mono y atractivo. No lo sé, pero reconozco que en mi juventud tuve mi público. Mi pelo aún se mantiene intacto en la cabeza; visto, quizás, muy tradicional, y ya me preocupo bastante poco de saber qué se lleva o no. He engordado en estos cuatro últimos años y descuidado mi alimentación. Tengo un amigo que dice que yo soy un claro ejemplo del síndrome del «pescado vendido». Que viene a querer decir algo parecido que como no tengo que esforzarme, ni estar en el mercado, mi despreocupación por el físico ha ido en aumento. Él está divorciado y luce un cuerpo de gimnasio muy atractivo, una dentadura perfecta, blanqueada, ropa a la última y, sobre todo, sabe qué restaurantes, bares, tiendas, películas y cachivaches están a la moda.

Sí, eso es posible que también ayudara a que Isabel me dijera aquello…

—Luis… quiero   hablar contigo…

Sus palabras salieron con una entonación muy neutra, casi ajena al hecho de que acabábamos de hacer el amor. Yo continuaba tumbado, mirando al techo. Ni me imaginaba lo que un minuto más tarde iba a desatarse en nuestras vidas.

Ella tenía la mirada perdida, pero no distraída, sino concentrada, como si pensara las palabras que iba a decirme.

—¿Te pasa algo…? —pregunté un poco preocupado.

Ella no hizo ningún movimiento, ni siquiera negó con la cabeza. Se incorporó y ladeó su cabeza hacia mí, aún desnuda y entonces me miró durante un segundo.

—Me gustaría acostarme con otros hombres…

Me quedé sin habla, sin respiración. Había escuchado las palabras, pero mi cabeza no las asumía. Me resistía a que fueran esas, quería haber escuchado mal. Pero no.

—¿Cómo dices…? —mi pregunta era absurda. Absurdamente idiota, porque no solo la había oído, sino que mi cerebro empezó a procesar el conato de tragedia.

Ella continuaba mirándome, sin sonreír, con una expresión de cierta tranquilidad y casi, complacencia.

—Quiero acostarme con otros hombres —volvió a decir, casi en el mismo tono, aunque esta vez me miró con algo más de intensidad.

Noté que había cambiado el tiempo verbal. Ya no era una potencialidad, sino una aseveración.

—Cielo… no sé cómo explicártelo. Es… una necesidad.

—Pero qué estás diciendo… ¿cómo vas a acostarte con otro tío? ¿Quieres el divorcio, ¿que nos separemos?

—No… —me puso una mano en el brazo y me acarició. Acercó su cara y se recostó en un codo—. No, nada de eso, te lo aseguro, cariño. Es… solo sexo. Quiero probar otras cosas…

—Pero… ¿qué es lo que quieres probar…? Isabel, me parece que esto no tiene pies ni cabeza.

—Escúchame y no te enfades, por favor… —su tono era tranquilo, como si lo tuviera ensayado—. Llevamos casados bastantes años. Te quiero, eres un padre fantástico, y sé que me quieres. No es una cuestión de amor… Es sexo. Puro sexo.

—¿Y qué coño hemos hecho hoy…?

—Hemos… no sé cómo llamarlo… Siempre es lo mismo. Todo igual, siempre a la misma hora, con las mismas caricias… Sin cambios, sin pasión, sin ese vértigo que se supone debería existir…

—Joder, Isabel… Lo normal. Somos un matrimonio. ¿Qué esperabas? —Yo, quizá de forma inconsciente pensaba que aquella estupidez se podría resolver con la racionalidad.

—No, Luis… No es que seamos un matrimonio. Es que no follamos. Y yo quiero follar… Quiero sentir eso que no tengo.

—Pero…

—Luis —me cortó—, siento que cuando nos acostamos es como si estuviéramos cumpliendo un trámite. Mo me excito, no llego al orgasmo…

—¿No te corres? Pues juraría…

—Muy pocas veces… No te lo tomes a mal, cielo. —Me acariciaba el brazo—. Posiblemente no es tu culpa, sino mi poca predisposición a ello.

—Joder, pues dime qué te hace falta y lo haré…

—Te lo estoy diciendo. Quiero follar con otros… Sé que es muy duro —me cortó con una mano un nuevo intento de protesta por mi parte—, pero, a pesar de que te quiero y que entiendo que el matrimonio de tantos años puede volverse monótono, no quiero perder lo poco que me queda de juventud.

—¿Juventud…? No jodas, Isabel. Somos padres, gente madura…

—Y yo quiero disfrutar esos años que me quedan. Quiero tener el sexo que no consigo tener contigo.

—Pero dime… ¿qué hago mal?

—No lo sé —se encogió de hombros y cerró los ojos ladeando se cabeza hacia el techo—. No sé si soy yo, si eres tú… Posiblemente ambos. Pero no quiero seguir así.

—¿No quieres seguir conmigo? ¿quieres que nos separemos? —Insistí de nuevo. Yo no daba crédito.

—No quiero seguir con esta monotonía. Un día si continuamos así voy a explotar. Y lo haré contra ti, aunque no tengas la culpa, cielo. —Estas últimas palabras las dijo en voz baja, casi con ternura.

—¿Esto es por Almudena?

Su amiga Almudena. Divorciada hace dos años y que no paraba de tirarse tíos. Yo mismo lo había comprobado al encontrármela un día que salimos los chicos de la clase de la universidad a cenar. Estaba con un joven musculado, con pinta de tronista de esos de la televisión. Guapo y hortera a partes iguales; tatuado y con más horas de peluquería y cuidados personales en una semana que yo en un lustro.

—No… Deja a Almudena en paz. No tiene nada que ver. Es por mí…

—Pero Isabel… intenté tranquilizarme. ¿Qué es lo que necesitas…? Tenemos todo… una vida de cine, totalmente resuelta, dos hijos maravillosos, dinero… ¿qué te pasa? —la sensación de angustia y de malestar me inundaba y mis palabras salían entrecortadas, llenas de dudas y temores. Mi boca se había secado por completo.

No me contestó de inmediato. Se quedó pensativa.

—Hace unos días escuché una frase en la radio… —Sonrió con serenidad mientras sus pupilas vagaron en sus reflexiones—. Me hizo gracia. —Se detuvo un instante—. Era una mujer mayor que nosotros, de unos cuarenta y cinco años, que decía, así, abiertamente, que quería un hombre que la empotrara. Que la diera tres o cuatro buenos pollazos cada día…

Nunca había oído a mi mujer hablar así. Con esa naturalidad y descaro tan aplastantes. Me di cuenta de que hablaba en serio, que no era un farol, ni un juego.

—Quiero exactamente eso. Sexo. No precisamente que me empotren otros hombres, sabes que no me gusta el sexo duro, pero sí que me follen. —Volvió a quedarse callada y añadió al momento—. Quiero sentir lo que hace años que no siento…

—No entiendo lo que dices… Yo pensaba que todo iba bien cuando nos acostábamos…

—No. No va bien, Luis…

—No me has dicho nada…

—Tampoco tú has mostrado interés en mi placer… Follamos en cinco minutos, nos sonreímos, y volvemos a ver la tele. Y eso cada tres o cuatro semanas…

—Pero… yo no puedo saber lo que tú sientes —objeté.

—Es posible… —concedió—. Sí, puede que una buena parte de culpa sea mía. Pero las cosas se han ido enredando, complicando… Y ya están así. Hoy he llegado a un punto de no retorno. No es nuevo, pero hoy… —volvió a encogerse de hombros—. No quiero una vuelta atrás. Quiero volver a sentir…

Temí que me dijera que me había sido infiel ya. Mi corazón empezó a bombear con excesiva fuerza, golpeándome sin remedio.

—Llevo varios meses, más de un año en realidad, con esta idea en la cabeza… No es de ahora. No me había atrevido a comentártela por miedo a tu reacción. Es normal que te opongas y que no te parezca correcto. Lo puedo entender perfectamente. Pero entonces, terminaremos separándonos. Quizá no ahora, ni mañana… Pero sé que no aguantaré mucho. Y eso, pienso que sería mucho peor.

—¿Separarnos…? Pero Isabel… ¿qué coño te pasa?

—Estoy muy cansada de esto, Luis. Te quiero, eres importante en mi vida… Pero… —dejo la frase colgada.

—Pero ¿qué?

—Necesito vivir más cosas… necesito follar con otros. Ponerle picante a mi vida. Quiero sexo… Quiero novedades en mi vida.

—¿Y no te basta con montar en globo, comprarte un deportivo…? Joder Isabel, lo que la gente hace cuando entra en las crisis de edad…

—No es una crisis de edad —sonrió con amargura—. Ni un capricho o una necesidad de sentirme más joven. O no es solo eso, quiero decir… No quiero un coche mejor, ni un yate. Quiero sexo.

—Pero no conmigo…

—Contigo no es ese sexo que busco, cielo… Ya te lo he dicho. Es algo parecido a un trámite, una obligación. Contigo, y no te enfades por favor, es algo repetitivo, casi mecánico, sin chispa… —Se encogió de hombros—. No te lo digo como algo negativo o acusador, de verdad. Pero, necesito más. Y tú, hoy por hoy, no me lo vas a dar. —Puso un gesto de cierta pena—. Sé que no lo entiendes y que posiblemente no me perdones. Pero ya no me importa, eso es lo malo. —Suspiró—. Negarte es lo normal… Estás por supuesto en tu derecho. Pero se romperá lo nuestro.

—¿Y follando con otros no?

—No lo sé… la verdad es que no tengo ni idea. Pero lo quiero probar.

—¿Entonces, si no lo sabes, para qué arriesgar? Hablemos, mejoraré lo que me pides. Seré… otro en la cama.

—No es tan sencillo cielo. —Volvió a sonreír de forma triste y me miró con algo parecido a la decepción—. Nos hemos desgastado. Y aunque lo intentaras, estoy segura de que ahora no eres lo que ahora necesito. —Se pasó la mano por la frente, intentando aclarar sus palabras—. Luis, no sé explicártelo mejor. Quiero follar como una loca, quiero hacer cosas que no he hecho hasta ahora, probar, experimentar, sentir… Quiero otro hombre. Aunque tú te esforzaras, no me bastaría. Sé que esto te enoja y te enfada. —Respiro y asintió despacio—. Comprendo perfectamente tu reacción…

—Me estás diciendo que te vas a meter en la cama con otro… No me lo puedo creer.

Hizo como que no me escuchó y continuó con su exposición, tranquila, pausada. Con un discurso asumido y estudiado.

—… Me operé el pecho por esto, Luis. Quise un cambio… Quería volver a ser atractiva, deseada. Que me miraran los hombres… Y funciona. Menos contigo. Al principio sí, porque era una novedad, pero al poco, volvió a ser algo rutinario. Continuaste mirándome igual que cuando no lo tenía operado. Regresaste a la rutina mortal… Cuando los hombres me miran me siento viva. Sexualmente viva… Contigo, y no te estoy acusando, de verdad, no siento lo mismo. —Resopló y negó ligeramente con la cabeza—. No sé si ese cambio en mi cuerpo detonó todo esto que te estoy diciendo.

—Yo no me opuse… —intenté defenderme—. Y a mí siempre me has gustado, con el pecho operado o no.

—No me operé por ti, cielo… Lo hice por mí… Para sentirme atractiva… Pero bueno, es verdad. Los primeros días te llamé más la atención. Pensé que conseguíamos cambiar. Pero al poco volvimos a ser una pareja distanciada, o ajena… o no sé cómo decirlo. No conectábamos y volvimos a hacer lo mismo en la cama. Siempre lo mismo, Luis…

—¿Y no piensas en las consecuencias? Conmigo, por ejemplo.

—Sí, claro que las he pensado. —Se encogió de hombros—. Pero ni lo puedo, ni lo quiero evitar. Si me dices que no lo haga, lo entenderé. Pero lo nuestro terminará agotándose más pronto que tarde. Estoy muy cansada, Luis. Harta de una vida sin novedades, sin sorpresas, sin estímulos…

Operarse el pecho fue una especie de capricho, pensé en su momento. Pero bueno, muchas mujeres lo hacían y tampoco le concedí mayor importancia. Su padre había muerto seis meses atrás, estaba conmocionada por lo de su hermano, y pensé que podía ser algo que, aunque innecesario y superficial, la podría venir bien.

—Cuando murió mi hermano tan joven, me dije a mí misma que no podía continuar así. —Su voz seguía sonando neutra, casi sin entonación—. Que la vida está para disfrutarla. De nada sirve tener mucho dinero sin alicientes ni aventuras. Recordé cosas que ya jamás haré porque ni tengo edad, ni ya me apetecen tanto. Pero el sexo sin ataduras, sin responsabilidad… por mera diversión, sí. Eso me apetece mucho. Sé que es complicado de comprender, e imposible de encajar… Pero no me seduce montar en globo, o esquiar en Alaska o irme de velero a las Maldivas. Eso, con dinero, es fácil. Demasiado sencillo. Lo que quiero es sentirme viva…

—¿Y para eso es necesario follar con otro? ¿Tan harta estás de mí?

—Estoy cansada de nosotros…  No de ti. —Me acarició el brazo y me besó en el hombro. Apoyó un segundo después su frente en él de nuevo, y suspiró.

—Mi vida, sé que no es fácil de entender. Que lo consideras una traición, una putada Que es estúpido, irracional, descabellado o egoísta… O yo qué sé… pero si no lo hago, te lo digo una vez más, terminaremos mal tú y yo.

—Isabel… —fui a decir.

—No, Luis. Te lo digo en serio. Terminaremos mal. Me noto aburrida, sin ganas, harta, hastiada, siempre haciendo lo mismo. Hay días que te veo… y deseo estar con otro. Hoy, por ejemplo…

—¿Has pensado en otro mientras…? —pregunté sorprendido refiriéndome a esa misma noche.

Ella sonrió y asintió con la cabeza.

—Sí, Luis… Y no es la primera vez. Me imagino con otro… follando y disfrutando. Lo siento… —añadió—. Pero es la verdad.

—¿No has disfrutado…? Si lo que quieres es follar, puedo intentarlo —dije casi suplicando que terminara esta conversación.

—No. La verdad es que no he disfrutado. O sea, físicamente, sí, he llegado a excitarme un poco, pero ni de lejos he llegado al orgasmo. Has tenido que hacerlo con el dedo… Como tantas veces. Y no es porque lo hagas mal, es porque no estoy en ese momento. No pienso en disfrutar contigo. Mi cabeza me lleva a otras situaciones… Me da la sensación de que contigo podría estar así otros veinte años. Nada cambiaría, porque somos marido y mujer, padres, tenemos una forma de vida que nos impediría hacer eso que deseo… Y me aterra. Me desquicia pensar en toda una vida monótona, aburrida. Ma da miedo, Luis… Mucho miedo.

Me quedé callado. Pensando, mientras mi corazón empezaba a latir de nuevo con furia.

—¿Te has acostado ya con alguien? —Mi voz salió tenue, miedosa.

—No… Pero he querido y deseado hacerlo. No lo he hecho por respeto a ti. Aunque te parezca extraño, no quiero serte infiel. No es mi estilo engañarte. No. Debes saber lo que quiero y…

—¿Asumirlo…? ¿Quieres que me quede tan tranquilo? —Me enfurecí y salí de la cama.

Ella se quedó callada. Pensativa.

—No. Sé que no puedo pedirte eso. Pero tampoco me puedes negar lo que deseo. No puedo hacer que me entiendas y mucho menos que me dejes irme con otros. Enfadarte y negarte es lo normal, y lo comprendo, pero en poco tiempo, como te digo, nos separaríamos, créeme. No quiero seguir con esta vida. —Se quedó pensativa—. Sabes… lo que de verdad me gustaría es irme un mes entero fuera, sin ti, sin los niños, vivir sola, a mi aire, sentirme viva…

—Y follar con quien quisieras… —contesté ofuscado.

—Sí… —asintió con total tranquilidad—. Follar todo lo quisiera, los días que me apeteciera. Esa es la verdad. —Volvía a ese tono pausado, tranquilo y sereno que me asustaba—. Pero sé que eso no es viable. Por eso te digo que quiero follar con alguien más, aquí, cerca. Sin necesidad de largarme por ahí, a vivir un mes o dos, de locura.

Volví a sentarme en la cama. La miré. Ella a mí. Sus ojos claros estaban fijos observado mis reacciones, asumiendo su discurso. Seguía recostada, en la misma postura de antes de levantarme airado de la cama. Esperando a algo que yo pudiera hacer o decir.

—¿Es irreversible tu decisión…?

—Sí. —Me contestó con la mirada algo distraída—. Lo es, corazón.

—¿Los niños…?

—No tienen por qué enterarse. Y seré discreta. No voy a ir por ahí como una loca…

—¿Qué es ser discreta…? Acostarte con un hombre diferente de tu marido, no es un signo de discreción —apunté otra vez con fastidio y enojo.

No me contestó. Se tumbó y apoyó la cabeza en la almohada. Me miró. En sus ojos estaba marcada la expresión «Lo voy a hacer».

—¿Sería solo una noche…?

—No lo sé… Dependerá de muchas cosas, Luis. —Seguía tumbada, desnuda, mirando al techo y pensando en lo que decía—. No te puedo contestar a eso. Pero creo que no…

—¿Quieres un amante fijo?

—Tampoco lo sé… Quiero follar con alguien. Por ahora, eso es todo —me repitió—. Lo que venga después, se verá.

—¿Y yo…? ¿En qué situación quedo? —me volví a levantar.

—Eres mi marido. Y quiero que lo sigas siendo. Te quiero, aunque no lo entiendas. Escucha —se incorporó y se arrodilló en la cama mirándome, y dejando sus ojos casi a la altura de los míos—, no quiero hacerte daño. Por eso no me he ido con nadie, y he tenido muchas ocasiones. Te lo aseguro. Pero he preferido que lo hablemos… Que sepas lo que me sucede. —Su mirada era casi tierna, de pena, incluso.

—No me dejas elección…

—Es cierto: no te dejo…

—Asumes que esto no es muy normal…

—Lo sé. Sé que es absurdo, irracional, egoísta… Pero lo necesito.

—¿Sabes ya con quién?

—Sí… —Se encogió de hombros.

—¿Quién es? —pregunté cerrando los ojos.

Ella dudó si contestar. Respiró profundamente, se colocó el pelo detrás de la oreja.

—No lo conoces…

—Seguro que es idea de la zorra esa… sabía que Almudena un día nos jodería… —me empecé a acalorar de forma inmediata.

—Escucha… Ella no tiene nada que ver. Luis, por favor, escúchame. —Me miró pidiéndome que me calmara—. Ella no tiene nada que ver esto. He quedado unas cuantas veces con amigas del gimnasio, del antiguo trabajo… Me han presentado a cuatro o cinco chicos. A partir de ahí, he sido yo exclusivamente la que ha tomado la decisión.

—¿Cuatro, cinco? Isabel, esto es una puta locura… —le miré con incredulidad, mientras me mesaba el pelo y mis ojos se desorbitaban.

—Ya he quedado con él tres o cuatro veces… Hemos tomado unas copas, me ha tirado los tejos, me gusta…

—¿Qué has quedado con él? Joder Isabel… —no daba crédito.

—Sí… no ha pasado nada todavía. Pero quiero que pase. Esa es la verdad. Nos hemos visto y eso… cuatro veces, creo. Nos hemos besado…

—¿Qué te has besado con él? —me exasperé sin remedio, negando con la cabeza sin poder llegar a creerlo.

—Sí…

—¿Y eso no es ser infiel?

—Luis… —resopló—. No quiero seguir dándole vueltas al tema. Me he besado con él, no me he acostado aún, pero voy a hacerlo. Sé que es complicado e inexplicable para ti, pero es lo que necesito. Me asusta seguir con esta vida que llevamos… Y si no le pongo algún aliciente, terminaré por no querer continuar contigo.

Negué en silencio. Mi mujer se iba a follar a otro. Lo había dejado claro y, si quería seguir con lo nuestro, no me quedaba alternativa.

—¿Y qué es lo siguiente…?

—Me voy a ir con él el fin de semana…

—¡Ni de coña…! Isabel, cojones, esto no puede estar pasando…

—…este fin de semana, Luis.

—Pero ¿qué coño estás diciendo? ¡Te has vuelto loca…! Y luego, qué, ¿me contarás lo que haces?, ¿cómo te lo follas? ¿Lo grande que la tiene…?

—Por favor, Luis… no voy a decirte nada. Te he dicho lo del fin de semana porque los niños se van con Patricia y José María a la sierra, con más compañeros del cole…

—¿Y yo? ¿Me quedo aquí esperándote mientras te tiras a otro? Cojonudo… —Estaba realmente rabioso.

—Ha surgido así…

—Pero yo te quiero, Isabel. Sigo enamorado de ti.

—Lo sé… No es nada fácil para ti. Y yo no quiero separarme de ti. Me gustaría envejecer contigo, pero quiero probar eso… Solo es sexo. Puro sexo.

Se calló. Yo, me quedé atónito sin saber muy bien qué hacer. Entendía que nuestro matrimonio se rompía…

—Vete a la mierda… —gruñí abandonando el dormitorio.

Ya no había mucho más que decir.