Una decisión dolorosa 11
Final
—Quiero el divorcio —la dije con frialdad estudiada y vengativa. Casi metálica.
—Luis, déjame que te explique… —se apresuró a decir con una mirada perdida y enrojecida, cubierta de lágrimas
—Quiero el divorcio —repetí con lenta sequedad, totalmente malhumorado y sin disimular un ápice mi hostilidad—. Y quiero la custodia de los niños. También quiero que me dejes en paz con pensiones y cualquier cosa acerca del dinero, que se te ocurra ahora, o en un futuro. Que pagues sus colegios, sus universidades, su formación al completo. Y buena. O cara, como prefieras llamarlo. Que hagas que tengan una vida como hasta ahora la han tenido. Quiero que no protestes ni me rechaces nada de lo que te digo. Y quiero que, a la mayor brevedad posible, te busques una nueva casa.
—Luis… —su gesto se contrajo en una mueca de dolor. Lloraba desconsoladamente.
—Hasta aquí he llegado, Isabel. —La volví a cortar sin contemplaciones.
Y la dejé en el salón, llorando desconsoladamente. Se había sentado en el sofá y escondía su cara entre sus manos. Su bolso se escurrió despacio hasta esa alfombra blanca que, un par de noches atrás había sido el lecho con su amante.
Subí las escaleras mientras continuaba llegando a mí sus lloros y lágrimas. Comprobé que las puertas de los dormitorios de mis hijos estaban cerradas y que no llegaban hasta allí los lamentos de mi mujer. Entré en el de invitados y cerré la puerta.
Escuché como ella, al poco tiempo, subía por las escaleras, abría la puerta de esa habitación y se me quedaba mirando, suplicante. Con una mirada doliente, quebrada y temblorosa.
—Isabel, no quiero que me digas nada. Ya es suficiente —me apresuré a decir antes de que empezara a hablar—. Has deseado esta locura y vas a pagarla. Si te enfrentas a mí, tus hijos sabrán la madre que has sido estos últimos meses. Haré lo posible porque te odien… Así que, procura tener decencia, si es que algo te queda, y no pongas el más mínimo obstáculo al divorcio en las condiciones que te he dicho. No me opondré a que los veas cuando quieras o a un régimen de visitas que te vaya bien. Seré muy generoso y comprensivo. Por nuestros hijos, no por ti. Pero como note un mínimo intento de cambiar alguna de las condiciones que te digo, arremeteré con toda mi rabia contra ti. Te lo juro. Has pensado que yo podía asumir esto con docilidad y no. No soy un pelele en tus manos, ni un cornudo de esos que aguantan todo. Puedo ser un puto grano en tu culo. Puedo ser un… redomado cabrón. No me tientes a pagarte con el mismo dolor que tú has hecho conmigo.
—Luis, déjame que te cuente, por favor…
—No quiero hablar más… Ese momento ya pasó. —Zanjé otra vez tajante y sin concederla la menos posibilidad de réplica—. Te lo pedí, te lo supliqué. Intenté perdonarte cuando viniste a este mismo dormitorio y volvimos a acostarnos. Me hice de nuevo ilusiones… Pero no. Ya no quiero escucharte, perdonarte, oírte o tenerte cerca. Es tarde, Isabel. Esto es el fruto de los que has sembrado.
—¿Podemos hablar mañana? Con calma te cuento todo…
—No, no podemos.
—Por favor, te lo suplico… —me pidió compungida dando un paso y entrando en el dormitorio. Había abundantes lágrimas en sus ojos y su gesto estaba contraído y apesadumbrado.
—No. Isabel, como tú misma me dijiste en alguna ocasión, ni puedo ni quiero. Y ahora, te ruego que me dejes tranquilo. Lo que recibirás en estos días será la demanda de divorcio que firmarás sin rechistar en cuanto nuestros hijos se vayan al campamento y ya empalmen con Inglaterra. No quiero que les digas nada de nada en estos cuatro días que les quedan aquí. Es eso, o tú y yo, terminaremos mal. —La miré con sequedad—. También es una frase tuya, por cierto.
Isabel, vencida, sin fuerzas, cerró los ojos y gruesas lagrimas cayeron por sus mejillas.
—Por favor, Luis, no me hagas esto ahora… Sé que no he hecho lo correcto y que me equivoqué… te necesito ahora a mi lado. Por favor…
—Vete de esta habitación, Isabel. Yo sí te pido por favor que nos dejes en paz. Que sigas con tu vida. Sé feliz, o no. Ya me da igual. Pero deja que el resto lo intentemos. —Mi voz salió ronca, casi amenazadora.
Se me quedó mirando derrumbada, se apoyó en el quicio de la puerta y se llevó la mano a la boca aguantando un llanto ya irremediable.
—Luis, han… me…
—¡No quiero oírte, joder! ¿Qué parte no entiendes? Solo me quedan cuatro días para aguantarte, Isabel. —La corté otra vez con brusquedad elevando la voz con un tono ronco y hosco—. Solo quedan cuatro días para que nuestros hijos se vayan a Inglaterra de campamento y después al colegio allí. Como se enteren, hagas algo diferente a las que te he dicho o intentes decirles lo que sea, te destruiré. Te lo juro. Con la misma fuerza que te he querido con locura, hoy te odio con toda mi alma. Soy capaz de eso, te lo aseguro. No me provoques, por favor, no lo hagas o lo lamentaremos…
Me acerqué a ella, y con un suave movimiento la eché de la habitación, cerrando con el pestillo. Escuché como su espalda resbalaba por la puerta hasta el suelo y un llanto suave pero interminable la empezó a bloquear. Estuvo allí más de un cuarto de hora, llorando, con la espalda apoyada en la puerta de aquella habitación. Me dolía oír aquel llanto, pero no podía permitirme ni medio paso atrás.
Nerviosamente, me tapé los oídos con las manos, busqué los AirPods y cuando empecé a escuchar la canción buscada a toda prisa en mi móvil, empecé a tranquilizarme ajeno a todo lo demás.
Tras un par de minutos sumergido en la música y no escuchar los lloros de mi mujer, me tranquilicé un poco. Sé que me habló algo, pero elevé el volumen y no lo escuché. No quería saber más de ella. Incluso un atisbo de sonrisa apareció mientras me esforzaba por tararear la canción.
Mi pesadilla, por fin, empezaba a finalizar.
La mañana siguiente salí muy temprano al trabajo. Ella me miró desde la puerta del que había sido nuestra habitación. Unas grandes ojeras la ensombrecían sus bellos ojos. Un semblante de cansancio infinito y de pena, la embargaban. Tenía un gesto de súplica, amargado y rogante. Seguramente, no había dormido nada en toda la noche. Yo tampoco descansé apenas, pero me encontraba tranquilo y extrañamente despejado
—Luis… —me susurró—, déjame que te cuente una cosa, luego haz lo que quieras, pero déjame decirte que… —me dijo cuando inicié mi camino a la cocina.
Escuché que me seguía, y aceleré. Por supuesto no me detuve a escucharla. Ni a tomar un café. Salí corriendo de casa, con ella detrás de mí, suplicando de nuevo que la dejara explicarse.
A media mañana, mandé un mensaje a mis hijos para que estuvieran preparados porque me los llevaba a casa de un matrimonio amigo, a la sierra. Previamente, le puse otro a Isabel diciéndole lo mismo. No me fiaba de ella, por lo que decidí cortar por lo sano. No iba a permitir que les dijera nada a los niños, ni que los presionara, o intentara convencerlos para que yo accediera a hablar con ella. Por nada del mundo.
Me llamó varias veces… Pero no la cogí ninguna. De hecho, la bloqueé durante esos tres días y medio que quedaban para que mis hijos se fueran a Inglaterra. Yo no pasé por casa y me alojé en un hotel cerca de la empresa.
Isabel fue hasta allí, pero, por suerte, la vi en el vestíbulo antes de que ella me viera a mí. Desde lejos, observé su cara demacrada, pálida, sus ojeras, su semblante inmensamente triste. Pero me obligué a no hacer nada. Di media vuelta, y esperé. Unos minutos después, aproveché para salir en una de las veces que se acercó a recepción para hablar con la chica que allí trabajaba. Me metí en un bar y me pedí varias copas hasta que mi embotellamiento me avisó de que eran ya demasiadas. Volví al hotel y ella ya no estaba. Me había dejado un mensaje que cogí a la recepcionista, pero que rompí sin leer en la primera papelera que vi.
No tuve ningún contacto con ella, y sé por mis hijos que no intentó nada, ni les dijo lo más mínimo. Al menos, se comportó tal y como yo la había prevenido.
Cuando llegó el día de despedir a Isa y Pedrito, ambos nos contuvimos. Disimulamos y fuimos, por unos instantes, una familia normal, cariñosa y ejemplar. Pero cuando desaparecieron por el control de seguridad del aeropuerto, me di la vuelta con rapidez. Escuché los pasos de Isabel detrás de mí, cómo me llamaba y aceleré aún más.
—Luis, te lo suplico, por favor, cinco minutos…
Me detuve en seco y me giré con furia, como si me hubiera mordido una serpiente. La debí mirar con verdadera hostilidad en mis ojos, porque conseguí que se sorprendiera ante mi desplante, e incluso retrocediera un paso.
—Déjame en paz. No quiero saber nada de ti. Nada de nada; ni cinco minutos, ni diez, ni veinte… Me importa una mierda lo que me quieras decir, ¿entiendes? No deseo escucharlo y me da igual lo que sea. Absolutamente igual. Me es indiferente si te has arrepentido, si te ha tocado la lotería, o te has hecho vegana… No me interesa una mierda. —La solté deteniéndome con irritación en cada sílaba—. Ya no me importa nada de lo que me digas, y si persistes en seguirme, te juro que llamo a la policía.
Ella cerró los ojos y fue a decir algo con un gesto cansado.
—No quiero que te acerques a mí, ni te comuniques conmigo. ¿Lo has entendido?
Y sin esperar ni un gesto suyo, me di la vuelta y aceleré el paso todo lo que pude. Fuera, cogí un taxi con la mayor rapidez de la que fui capaz, y le di la dirección del hotel en donde me hospedaba.
Cuando estaba pagando, tras entrar en Madrid, sufrir alguna retención, y habiendo finalizado la carrera, me entró en el móvil una llamada de un número que no conocía. Estuve a punto de rechazarlo, pero pensé que podía ser del trabajo. Mi intención era irme de vacaciones, o, mejor dicho, poner toda la tierra por medio que pudiera con respecto a Isabel. Lo primero que había pensado era bajar a Córdoba, a descansar y a darles la noticia de mi próximo divorcio a la familia. Después, pasados unos días, quería aprovechar y jugar al golf en Sotogrande. Solo, relajado, alejado de personas, amigos, conocidos o interesados que me preguntaran por Isabel y por mí. Un amigo, sospechando que mi mujer y yo rompíamos, me había ofrecido su casa unos días. Necesitaba poner distancia con todo, incluidos mis pensamientos y reflexiones.
Si no hubiera sido porque me quedaban algunos flecos pendientes en la oficina y podía tratarse de algo relacionado con uno de ellos, lo más probable es que hubiera rechazado aquella llamada entrante.
—¿Sí?
—¿Luis…? —le voz era de mujer. Extrañamente conocida, pensé.
—¿Quién es?
—Luis por favor no me cuelgues. —Su tono era de extrema urgencia y gravedad. Pensé por un momento en un accidente de algún familiar, en concreto, de mi padre, ya mayor—. Es muy importante lo que tengo que decirte. Te lo aseguro. Ha sucedido algo muy grave… —me dijo con mucha rapidez.
—Pero ¿quién eres…? ¿Qué es lo que ha pasado? —Mi corazón empezó a acelerarse.
—No me conoces. O creo que no me conoces. Es muy importante lo que tengo que decirte. Soy Mamen, una amiga de Isabel.
—Oye mira… —fui a decirle que sí, que colgaba, que ya estaba harto de todo aquello, pero no me dio tiempo.
—Han violado a tu mujer —me espetó como un trabucazo haciendo que mi cerebro casi explotara por el impacto de aquellas palabras.
—¿Cómo…? ¿Qué es eso de que…? —estaba absolutamente desconcertado, no era capaz de reaccionar.
—Podemos quedar en algún sitio y te lo cuento. Es muy urgente. Solo conmigo, no irá Isabel. Pero, te lo aseguro, Luis, es muy importante que me creas.
—Pero…
—Luis, te juro que esto es cierto. —La tal Mamen me cortaba cada vez que intentaba hablar para no darme opción de que la colgara—. Por favor, dime un sitio y voy inmediatamente. El tema es extremadamente grave. Por favor… —añadió en una súplica que me desconcertó de nuevo.
¿Era esta la razón del aspecto tan decaído de Isabel? ¿Por eso me pedía cinco minutos para explicarme algo que había sucedido? La cabeza me estallaba.
—¿Pero qué coños ha pasado, joder? —casi grité haciendo que el taxista me mirara extrañado por el espejo retrovisor.
—Han… Han violado a Isabel. O casi…
Me costaba procesar aquellas palabras Por un momento me quedé callado, sin reacción alguna. ¿Qué significaba aquello de casi?
—¿Dónde está Isabel? —pregunté de pronto.
—Aquí, conmigo. Estamos las dos en vuestra casa… Estamos entrando por la puerta.
Me quede otra vez en silencio. No sé si sopesando lo que acababa de escuchar o que irremediablemente me veía en la obligación de ver a Isabel y enterarme de lo sucedido. Me costaba hablar, el corazón se me salía de la boca y me golpeaba en el pecho como un martillo pilón.
—Voy para allá —dije finalmente en medio de mi estupor y sin poder disimular mi desagrado.
—Gracias Luis —me dijo Mamen—. De verdad que muchas gracias.
Colgué quedándome abstraído, inerte. Confuso y aturdido. Me había quedado de piedra. Con las sienes retumbando por los latigazos de mis venas donde corría mi sangre alterada. ¿Qué coño era eso de que había violado a mi mujer? ¿O casi violado…?
—¿Puedo ayudarle en algo? —me dijo el taxista mirándome a través del espejo con un gesto de preocupación al verme tan sorprendido y abatido.
—Sí… Por favor —me dirigí al conductor—, vamos a esta otra dirección. Muy urgente, por favor.
Isabel
Luis no sabía el dolor que sentía por dentro. Pero no podía culparle. Habían sido mis errores los que me habían traído hasta aquí. Y no me estoy refiriendo a la violación, al abuso o a lo que fuera. No tengo ese síndrome de mujer ultrajada con sentimiento de culpabilidad. No, sé que ese par de hijos de puta se propasaron conmigo, sea cual sea la forma que se quiera describir. En el fondo me da igual que fuera una u otra. El hecho es que me sentí vejada, ultrajada, avergonzada, humillada, ofendida, mancillada, despreciada… Y sobre toda, sola. Muy sola. Quizá, eso fue lo peor.
Recuerdo salir de aquella casa, arrebujada en mis lágrimas, sintiéndome totalmente abandonada. Escuché la voz del conductor del Cabify preguntándome si me sucedía algo. No pude ni contestarlo. Solo quería llegar a mi casa, ducharme, lavarme, arrancarme esa sensación de sucia, y sentirme protegida entre las paredes de mi hogar. Hubiera dado todo porque Luis pudiera abrazarme en ese momento. Juro que lo eché de menos de forma casi violenta.
Me dio por pensar que, de alguna forma, el destino había tomado sus represalias contra mi estupidez. Sé que en esos momentos no pensaba de forma coherente ni clara. Un torbellino de pensamientos, inconexos, atroces, desubicados y terribles, me rebotaban en la cabeza. Los estertores de la cocaína, la sensación de soledad absoluta y el frío gélido que habitaba ahora en mi alma, me golpeaban con tenaz y brutal insistencia.
Llegué a casa, me duché casi raspándome con las uñas queriendo arrancar de mi piel las huellas de aquellos dos. Lloré como nunca había hecho y poco a poco, en un mar de lágrimas desconsoladas, que el agua barría, me fui quedando sentada, abrazada a mis rodillas, en una esquina de la ducha, mientras me ahogaba en mi propio desconsuelo. Llore con descerrajada necesidad, de forma convulsa, ruidosa. No sé cuánto tiempo estuve así…
Recé porque Luis volviera a mí. O que yo fuera capaz de hacerlo regresar. Porque me perdonara, se olvidara de esta locura y de mi insensatez. Pero también sabía que, si no mediaba un milagro, estaba irremediablemente perdida. Me había sucedido esto por querer exprimir una noche más de sexo, una última juerga. Quise apurar en la curva indebida, y llevé todo aquello al límite. Me rompía por dentro…
Cuando Luis regresó y me soltó lo del divorcio, me derrumbé. Más que por la vejación a la que había sido sometida. No me dejó explicarle nada, sencillamente, no lo permitió. Huyó de mí. Nunca sabré si me oyó cuando se lo dije apoyada en la puerta de la habitación de invitados, o si leyó la carta que le dejé en su hotel. Le explicaba lo sucedido y que le quería con toda mi alma. Que lo necesitaba en ese momento de forma intensa y desmedida.
¿Era egoísta por mi parte? Sin duda. Claro que sí. Pretendía que volviera a mí y el resorte había sido darme cuenta de la peor forma posible de mi error. No me engañaba, pero lo necesitaba tanto… Y ni aun así merecía que volviera a mí.
Mamen me rescató… Ella sí fue capaz de que Luis escuchara lo que me había sucedido. Me sentí aliviada solo por podérselo contar y estúpidamente llegué a pensar que eso podía apenarle y que se quedaría conmigo. Un momento después de pensar así, me sentí asquerosamente idiota. Luis no iba a volver por mí; regresaba a su casa a ver a la mujer que le había traicionado, porque la habían violado… Una tormenta de soledad y de tristeza se desató en mí.
Mamen me ha dicho que viene hacia aquí. Hacia casa. Mamen de nuevo a mi lado… Le debo mucho, esa es la verdad. Y Luis, regresando a casa, aunque solo sea para escucharme. Sé que tiene todo preparado para pedirme el divorcio. Y que, si lo lleva a cabo, lo asumiré. Me lo merezco, esa es la verdad… Ahora sé que lo quiero con locura. Justo, cuando voy a perderle.
Al final, la decisión que tomé ese día, y que tan dolorosa fue para Luis, se ha vuelto en mi contra…
Continuará...