Una decisión dolorosa 10

Luis pide el divorcio...

Isabel

Mamen… mi dulce Mamen. Tan aparentemente segura, y tan frágil cuando la conocías de verdad. Tan sexy, tan elegante, tan seductora sin saberlo. Y tan sorprendente amiga. Nico es un idiota si no vuelve con ella…

Aquel sábado que vino a casa me hizo reflexionar, ya por la noche, cuando me quedé a solas en la cama, dándole vueltas a lo que me había dicho. ¿Sería verdad que estaba entrando en un terreno muy peligroso? Sí, posiblemente era cierto. Y también que yo quería adentrarme en él.

No mentía cuando le confesé que me había enganchado a esa forma de follar. Era rigurosamente cierto. No era Jon, Óscar, Daniel, Pepe, Adrián… Era yo. Cuando pude pensar en ello me percaté de que, en efecto, no estaba enganchada a nadie. A ninguno de ellos, como sí pudo estar Mamen de ese tal Jorge. Lo mío era diferente. Yo iba pasando por ellos sin que apenas dejaran la mínima huella en mí. De hecho, Jon, tan guapo, tan delicado, tan atento… y hacía al menos tres semanas que no lo llamaba. ¿Era únicamente que no quería convertirlo en un amante fijo como yo misma me decía? Yo sabía que no era eso. O al menos, no lo era solamente. Mi enganche era con el sexo, con follar sin ataduras, sin importarme el tiempo ni las consecuencias. Sin pararme a pensar a dónde me llevaba todo aquello. Me gustaba terriblemente, independientemente de con quien me acostara. Esa, buena o mala, era la pura verdad.

Y entonces surgió la segunda pregunta que me hice esa noche. ¿Eso era mejor? ¿Era preferible no tener ningún amarre sentimental con ninguno de ellos? ¿Si era solo el sexo lo que me movía, podría dominarlo? Tardé en dormirme esa noche sin logar contestarme. Yo había tomado una decisión dolorosa con respecto a Luis. Pero ¿y yo? Esa decisión ¿podría convertirse también en dolorosa para mí? No estaba segura de que siendo solo el sexo lo que me ataba a continuar con esta locura, fuera mejor, más sano o menos peligroso.

De forma indirecta me hice otra nueva pregunta: ¿si era sexo, podría Luis llegar a alcanzar el nivel que yo demandaba para entrar en el juego en el que me había metido? Desdichadamente, esa pregunta era la única que yo intuía que tenía respuesta. Para mi desgracia y para la de Luis.

Lo seguía sintiendo lejano. Mirándome desdeñoso y traicionado desde una posición cada vez más distante de mí. Solté una lágrima cuando me acordé de él. Prometo que tuve una acceso de pena hacia él, hacia nosotros. Y a los niños… ¿Cómo encajarían esto si un día se levantaran de la cama con sus padres separados? ¿Y si un día llegaban a saber que su madre había estado de cama en cama follando con otros? Me acongojé. Sentí un nudo que me oprimía en el estómago. Y no era que no lo hubiera meditado o pensado con anterioridad, pero al ver que Luis y yo cada vez poníamos más terreno de por medio, esa angustia empezaba a solidificarse de forma amenazadora.

Tomé la decisión de detener por un tiempo esta locura. Como ya había pensado antes, sería este último fin de semana y recapacitaría en todo aquello. Hablaría seriamente con Luis, le propondría una tregua si era posible. Le prometería que al menos durante un tiempo estaría con él, tranquila y dejando que la normalidad pudiera volver a invadirme.

¿Lo lograría? No lo sabía. Sí podía dominar mis actos y mis pensamientos, pero no las decisiones de Luis. Y ya podía ser tarde. Sí, era consciente de ello. Lo malo, lo terrible, era que, en vez de dolor por la posibilidad de su pérdida, lo que sentía era pena. Y eso, aunque intentara convencerme con posibles reconciliaciones, intentos de regresar a la normalidad y a la vida que se supone un matrimonio convencional debía tener, era consciente de que iba a complicar mucho que volviera a él.

Pensé de nuevo en Luis. Quizá ya no lo quería y él tenía razón. ¿Solo me quedaba el cariño por él? ¿Me había agotado y ya no había camino de retorno? No lo sabía. Yo quería quererlo, pero esa misma frase, encerraba la duda de si realmente lo hacía.

Y Tania… quizá Mamen tenía razón y debía hablar con ella. Pero ¿para qué? ¿Para seguir, o para salirme de este camino iniciado? ¿De verdad quería detener esta nueva vida? ¿Iba a ser capaz de olvidarme de follar de la forma que lo había venido haciendo estos meses? ¿Renunciaría a esa emoción y a ese sentimiento de vértigo tan fantástico?

Fueran las que fuesen las respuestas a todas aquellas preguntas, mi decisión estaba tomada. Y no iba a ser fácil llevarla a cabo…

El jueves por la mañana regresé a casa. Entré y lo primero que hice fue comprobar el estado de la batería de las cámaras del salón y del dormitorio. Las recargué al completo y me duché. Estaba nervioso; preveía que ese fin de semana podía lograr lo que ansiaba. A eso de la una de la tarde, llegó Isabel. Yo estaba en el salón terminado de recolocar una de las cámaras, por lo que tuve que disimular.

—Hola, ¿qué tal el viaje? —Se me cercó, hasta tocarme un brazo con su mano.

La miré. Por mi cabeza pasaron cien frases acusatorias, mil insultos y la rabia debió de concentrárseme en la mirada porque puso un gesto casi de preocupación.

—¿Te pasa algo? ¿Estás bien? —acentuó la caricia en mi brazo.

—¿Es ironía, no…? —no pude reprimirme y rompí el contacto.

Ella suspiró.

—Perdona… no he querido…

—No hace falta que te esfuerces, Isabel. Con que me dejes en paz, me basta.

—Luis…

—Insisto. Quiero estar solo, tranquilo, aquí en el salón. Viendo la televisión. Me he cogido este par de días libres y quiero descansar.

—Podemos salir a comer si te apetece…

—¿Te refieres a nosotros dos como una pareja de casados felices…? No jodas, Isabel. —Me reí casi con ganas.

—Como dos personas que comparten una familia, si lo quieres llamar así… Luis, aunque no te lo creas…

—Sí, ya lo sé. Que me quieres mucho. Bueno, será que no veo las cosas como tú.

—Anda… Por favor, vamos a comer.

—Isabel, voy a ser educado y solo decirte que no me apetece salir contigo ni a la vuelta de la esquina. Podría ser más directo y vulgar… y mandarte directamente a la puta mierda, pero bueno, seré educado.

Y me fui del salón, subí a nuestro cuarto y me encerré en el baño hasta que noté que Isabel subió también, se acercó a la puerta y me dijo que se iba a comer algo. Insistió en que le agradaría que la acompañara, pero ni la contesté.

Escuché como la puerta de la calle se cerraba. Entonces salí y continué con mi plan.

La tarde del jueves, mi corazón se aceleró. Por fortuna, en una de mis bajadas a la cocina, sin que ella se diera cuenta, pude escuchar algo. Oí a Isabel hablar desde ese móvil nuevo, extraño y que solo utilizaba para su amante. A pesar de todo, de mis planes, de mi obligación asumida de no dar ni una sola oportunidad más, de haberme jurado a mí mismo que todo había terminado y que solo quedaba buscar la mejor forma para llevarlo a cabo, hubiera dado cualquier cosa por escuchar al completo esas conversaciones y buscar una excusa para seguir queriéndola. Pero era consciente de que, si un día caía en mis manos, solo llegaría a leer unos WhatsApp que sin ninguna duda clamarían su infidelidad y su culpa.

No pude oír todo con claridad, pero sí que le decía a su amante que algo relacionado con tomar una copa en casa. No sé la razón por la que se lo ofreció, porque hasta ahora siempre había sido en la de él. Pero, por algo, esta vez parecía que iba a ser diferente. Un «te doy la dirección…» de mi mujer, me dio por pensar que podía estar hablando con alguien diferente. Pero el tono de voz, relajado y amable, me hicieron desechar la idea. El otro, por alguna razón, no tendría en ese momento memorizada la dirección. Me extrañó, pero tampoco le concedí mayor atención

Sea como fuera, yo tenía todo decidido. Y si terminaban en casa, podía ser un triunfo para mí. Acostarse con alguien en el domicilio conyugal, aunque para el juez no tuviera importancia, sí lo tendría para ella.

Volví a recargar la batería de las cámaras, comprobé que todas funcionaban correctamente y me dispuse a asumir unos nuevos cuernos, pero que podían ser la antesala a mi triunfo.

El fin de semana transcurrió tranquilo con mi padre, mi hermano, su mujer, una cordobesa graciosa y simpática que me adoraba, y mis sobrinos. Una niña que salía con el mismo salero que su madre, y dos chicos. Casi me olvidé de Isabel, de su traición, del machetazo que había metido sin necesidad ninguna a nuestro matrimonio, hiriéndolo de muerte. Vi a mis hijos disfrutar con sus primos, con su abuelo y con sus tíos. Mi cuñada, cosa que le agradeceré para siempre, se mostró amable, cariñosa y muy atenta con ellos. No hacía falta decir nada, pero la ausencia de Isabel en ese fin de semana le olía mal a cualquiera. No dije nada; no quise enturbiar esos dos días de mis hijos, que desconocían totalmente las andanzas de su madre. Ese fin de semana, entre todos, procuramos que aquella sombra que se cernía sobre nosotros, y que mi familia adivinaba estoicamente, se difuminara por un par de días.

De hecho, y a pesar de que las ganas me comían por dentro, no quise comprobar nada en mi móvil mientras estuvimos en Córdoba. Deseaba tener las ansiadas imágenes que mostraran en toda su plenitud, la traición de mi mujer hacia mí, y hacia nuestros hijos, pero no quise hacerlo allí. Era como profanar dos días de tranquilidad y cariño familiar, y me contuve. Me aguanté el viernes por la noche mientras me acostaba en el cortijo en Córdoba, y el sábado, igualmente. No merecía la pena. Mis hijos estaban disfrutando con sus primos y tíos de un fin de semana diferente y especial.

Estaba todo decidido. Daba igual esperar un par de días más…

Mientras estábamos en el AVE ya de regreso a Madrid, apenas una media hora antes de llegar, y casi ya por la noche, mi hija recibió una llamada de Isabel por Face Time. Vi su nombre antes de que mi hija se despertara del sopor en el que había entrado. Y adelantándome a que ella reaccionara a la llamada, me levanté y me dirigí al baño como si no la hubiera oído.

Hice tiempo, unos diez minutos o quizá algo más, antes de regresar a mi asiento. Isa acababa de colgar y Pedrito, que se había puesto a su lado para ver a su madre, la tiraba un beso con la mano. Me enternecí. Aquella nueva Isabel, tan diferente a la mujer con la que me había casado, tan extraña a nuestra familia, iba a provocar un terremoto en mí y en nuestros hijos. No se lo iba a perdonar nunca, me juré.

Me aguanté las lágrimas y me senté con ellos.

—Mamá acaba de llamar —me dijo Pedrito.

—Está en casa de una amiga. —Añadió Isa—. Mamen, ha dicho. Que está mal y no sabe cuándo llegará. Ha dicho que te llamará.

—¿Quién está mal? ¿Mamá? —disimulé todo lo que pude.

—Ha dicho que su amiga. Pero que te lo dirá por teléfono. Le he dicho que ahora la llamas —me dijo mi hija volviendo a recostarse en el asiento—. ¿Cuánto falta?

—Media hora —contesté, mientras pensaba para mí que no tenía la más mínima intención de llamar a mi mujer, o ya mentalmente, exmujer. Pero no quería que mis hijos notaran nada.

—¿No vas a llamar a mamá? —Me insistió Pedrito—, parecía triste…

—Sí, ahora, en un momento hijo.

Llegamos a casa e Isabel, tal y como habían dicho mis hijos, no estaba. Yo, para no asustarlos, ni que pensaran nada extraño, les dije que había llamada a su madre, pero que no me contestaba. Que en cuanto se fueran a la cama, volvería a intentarlo.

Ambos, rendidos por el viaje, no tardaron en ducharse y ponerse el pijama. Me vi solo con ellos, ayudándolos a desvestirse, abrazándolos y dejando que su cansancio se diluyera entre besos de buenas noches y arrullos de sábanas familiares. Cuando salí del dormitorio de Isa y del de Pedrito, dejándoles casi al borde del sueño, empecé a llorar de rabia mientras por mi boca salían murmullos llenos de exabruptos hacia mi mujer. Era casi las diez de la noche y no había aparecido aún. Seguiría con él, abierta de piernas, dejándose follar como una zorra y matando a nuestra familia sin el más mínimo remordimiento.

Me fui al salón y fue entonces cuando vi las imágenes… No me quedaba la más mínima duda de que en cuanto apareciera Isabel por esa puerta, la iba a pedir el divorcio.

Encendí la aplicación para ver las imágenes. Sí, en efecto, sí las había de ese fin de semana y enganché mi móvil a un ordenador portátil para descargarlas también allí. No tardaron en aparecer.

A eso de las nueve, una Isabel embutida en unos vaqueros ajustados, con los rotos que ahora se llevaban, y sandalias de tacón, se sentaba con un chico bastante alto, pelo corto y musculoso. A simple vista, no me parecía el chico aquel con el que la vi y que tenía las fotos besándose en el coche el día que salió un par de horas a follar. Pero como las imágenes que hice estaban hechas con poca resolución y de lejos, no podía asegurar que no se hubiera cortado el pelo. La camiseta le marcaba unos músculos que no me parecieron así aquella noche que los seguí, pero tampoco afirmaría que no los tuviera debajo del traje ese día.

Pasé las imágenes primeras en donde ambos sentados en el sofá, sonreían y se tomaban una copa. Ella, un ron con limón, él, me pareció distinguir que una simple Coca-Cola. Reían y ella coqueteaba con él. El sonido no era muy bueno y aunque enfocaban en el lugar dos cámaras diferentes, no conseguía limpiarlo de acoples e interferencias. Eso, o que no hablaban muy alto.

De todas formas, lo que me importaban eran las imágenes. Y allí, en esa pantalla de ordenador, unos minutos más tarde, se mostraron en todo su esplendor, para mi mayor furia y desagrado.

En muy poco tiempo, Isabel se desprendía de las sandalias de altísimo tacón y sonreía con lascivia al ponerse de rodillas y acariciar con toda la palma de su mano derecha el bulto que tanto se marcaba en su amante. Él sonreía con autosuficiencia y una mueca algo chulesca. Con lentitud, mi mujer le bajó aquellos calzoncillos y de pronto una enorme polla, de tamaño desmesurado casi, salió disparada como un resorte, y dura como una piedra.

—Qué barbaridad… —Esta vez sí se escuchó la exclamación de feliz asombro de mi mujer al ver aquella gran verga frente a ella.

Isabel, se desnudó con celeridad tirando la ropa interior con indiferencia y sin prestar atención a donde caía. Luego, con una gran sonrisa, la acarició mientras le decía algo en voz baja que hizo que ambos soltaran una pequeña y corta carcajada. Él se sentó en el sofá y se terminó de desvestir por completo. Estaba tatuado en ambos brazos, el pecho y parte de la espalda, y era un chico bastante musculado, de cuerpo atlético, deportivo y muy bien definido. ¿Era el mismo de aquella vez? Cada vez dudaba más…

Isabel, una vez que ambos estuvieron completamente desnudos, acercó su boca a aquel pene tan poderoso y lo besó un par de veces, antes de introducírselo casi hasta la mitad en ella, mientras cerraba los ojos. Se quedó quieta, con aquel trozo de carne en su boca, saboreándolo, disfrutando. Me mataba verla, aunque era inevitable un pequeño acceso de erección que evité concentrándome en el odio que ya sentía por ella.

Cinco o seis segundos después, Isabel lo sacó de la boca aprovechando el chico para tumbarse en la alfombra. Ella, de nuevo con una sonrisa, se colocó encima de él, en la posición del sesenta y nueve. Mientras lo hacía, Isabel le dijo algo mirándolo por encima del hombro.

—No era mentira, por lo que veo… —Y ella volvió a reír.

Me fijé de nuevo en las dimensiones de aquella verga. Era muy grande y gruesa. Nunca había visto algo así. Estaba empalmada, dura y mi mujer la acariciaba con la mano derecha, abarcando con varios dedos sus genitales también hinchados. Estaba gimiendo levemente, con los ojos cerrados, y dejaba que él lamiera su pubis. Me dolía el pecho viendo aquello. No lo deseaba, pero para que mi venganza funcionara, no me quedaba más remedio. Mi corazón latía desbocado, hiriente y con contundencia lacerante. Era como si me estuvieran desollando por dentro… Detuve el vídeo y respiré tomando aire para poder continuar. Me mataba verlo, y me sentía absolutamente destruido. Nunca me hubiera imaginada el nivel de impacto sobre mí, de de esas imágenes

Fui cambiando de cámara, buscando el mejor ángulo y comprobando que, en efecto, todo aquello también se grababa en mi portátil. A pesar del daño, observé como Isabel empezaba a lamer aquella polla grande y gruesa. Continuaba hablándole en susurros y que ahora se me hicieron más entendibles.

—Sigue… Dios, como me gusta lo que me haces —le decía entre succión y succión de aquel pene.

—Me encanta tu coño… —contestó él, con ese deje de cierta chulería que se gastaba pero que en absoluto parecía disgustar a mi mujer.

Corroborando aquello, el amante de mi mujer, en uno de los lametazos y lengüetazos, hizo que cerrara de nuevo los ojos, extasiada de gusto, dejándose hacer mientras lamía aquel poderoso glande de forma traviesa con la lengua fuera de la boca. Cuando los volvió a abrir, emitió entonces una ligera sonrisa, dijo algo que no entendí y abrió otra vez la boca tragándose con erótica parsimonia casi la mitad de aquella verga tan voluminosa. Movía la cabeza con deleite, mientras que sus caderas ascendían y descendían ligeramente para ayudar y acompasar con ese movimiento, al trabajo de él en su vagina y ano.

Nunca me habría imaginado que mi mujer pudiera chupar así una polla. Con esa glotonería llena de excitante picardía; despacio, con absoluto control, disfrutando de cada centímetro que se introducía con cruel y lasciva lentitud.

Él debió avivar su lengua en el clítoris de mi mujer mientras me imaginé que la introducía un dedo en el culo, porque Isabel dio un ligero respingo, sonrió, le dijo algo que tampoco entendí bien, girando ligeramente la cabeza, y volvió a chupar con frenesí la polla de ese hombre.

No cabía la menor duda de que Isabel disfrutaba con aquello. A pesar de lo lacerante de la situación, estaba alucinado y magnetizado viendo aquellas imágenes, donde mi mujer chupaba aquella polla, totalmente desnuda y gozando de un sexo brutalmente morboso. No podía desviar la mirada de aquella escena. Isabel seguía tragándose aquella enormidad con movimientos lentos, lametones que recorrían todo aquel poderoso glande y succiones de aquellos huevos depilados y enormes de su amante. Me atormentaba, me devastaba ver a mi mujer así…

En un momento dado, ella incorporó su cuerpo, manteniendo el pubis en la cara de ese chico que seguía chupando con fruición. Se mesó el pelo y acarició sus tetas. Creo que se corrió, por la cara y los gestos que puso. Sonrió, se mantuvo un momento con la respiración agitada.

—Me vuelve loca lo que me has hecho…

Él, se rio abiertamente, moviendo aquel pecho casi de culturista, con una cara de león encima de su tetilla izquierda.

—Por ahí dicen que no lo hago mal… —contestó con evidente dosis de un ego primario, simplificado a las reacciones que debía causar aquel pene de tales dimensiones en las mujeres con las que follaba,

Ella, igualmente se rio tras ese comentario y le tocó de nuevo la polla que había bajado algo aquel empalme tan majestuoso.

—Ahora me toca a mí… —dijo Isabel con una sonrisa cargada de intención, y un guiño—. Nos queda mucha noche, campeón. Espero que me aguantes… —dijo a la vez que abría la boca para introducirse otra vez aquel glande por completo, mientras un nuevo gemido, ligero y cargado de elegante fogosidad, se escuchaba en la pantalla de mi ordenador.

Unos segundos después volvía a trabajar aquella polla que ya estaba otra vez dura como un martillo. Estuvo un minuto casi chupando, engullendo y saboreándola, permitiendo que la marcase los carrillos con el glande y dejando que su lengua rodease y lamiese el tronco y la cabeza cuando la sacaba de la boca. Él se movió obligando a mi mujer a dejar la postura del sesenta y nueve. Contemplé como la tumbaba en la alfombra de nuestro salón y apuntaba con su grueso y largo pene la entrada de la vagina de Isabel.

La restregó un par de veces por sus abiertos labios vaginales, haciéndola sonreír, y que, festiva y alegre, se mostraba sin el más mínimo pudor. Él se agacho y besó a Isabel que recibió su boca y su lengua. Entonces, aquel chico, despacio, pero de forma firme y constante, empujó con las caderas y hundió poco a poco toda aquella tranca en el cuerpo de Isabel, que suspiró largamente de gusto mientras se quitaba del beso de su amante y cerraba los ojos sintiéndose poderosamente penetrada.

Él la elevó las piernas y las colocó en sus antebrazos, abriéndolas completamente, permitiéndose un acceso total y completo a la vagina de mi mujer. Primero empujó con suavidad y luego, pasadas las primeras acometidas, con mayor vigor, siempre acompasando los gemidos y susurros de Isabel. Oí perfectamente el entrechocar de sus carnes, los «Dios cómo me gusta», o «me encanta tu polla» o «sigue, cielo, no pares, métemela hasta el fondo». Todo aquello se fue sucediendo entre otras expresiones que no entendí, gemidos de placer y roncos espasmos de sexo desbocado.

Tras unos instantes, ella misma se colocó a gatas y le incitó a que la follara en esa postura. De nuevo con lentitud, él introdujo la polla en mi mujer, para que tras tres o cuatro golpes de cadera, cambiaran las tornas, y fuera ella la que, literalmente, se lo follara a él, mediante movimientos lentos y seguros hacia atrás, que hacían desaparecer por completo aquel pene en su interior.

—¡Qué bien follas…! —dijo él con un tono ya más ronco, que denotaba el ascenso de su propio placer.

Ella sonrió abiertamente y continuó con sus movimientos alojando toda la longitud y grosor de aquella polla en su coño. La cara de Isabel era de disfrute absoluto. Estaba totalmente entregada al placer y concentrada en satisfacer su apetito sin la más mínima traba. Su cuerpo desnudo quedaba marcado en la blancura de aquella alfombra del salón en la que desde hacía mucho no hacíamos nada ella y yo.

Isabel volvió a correrse unos segundos después, tras unas cuantas acometidas más vigorosas de su amante, en donde el entrechocar de los cuerpos me pareció el sonido más desesperante y letal de mi vida. Las fuertes embestidas de él la habían dejado con las piernas totalmente estiradas, tumbada completamente boca abajo. Él se venció sobre ella y apoyó casi el pecho en su espalda; la abrazó con furia haciendo que volteara su cara para recibir un beso de puro sexo de lenguas, mientras la sobrevenía a ella su segundo orgasmo.

Tras unos instantes de aparente relajo, donde Isabel le agradeció la follada con otro par de besos largos y candentes, él sacó la polla, aún tiesa, del coño de Isabel. Mi mujer, que seguía totalmente tumbada, empezó a chuparle y pajearle aquel formidable miembro, introduciéndose una buena parte de él cada vez en su boca.

Era macabramente doloroso ver a Isabel engullendo de nuevo toda aquella carne, moviendo con rapidez boca, lengua y manos. De pronto, él la hizo una caricia en la mejilla y Isabel se separó ligeramente. Su amante se cogió la verga y terminó de pajearse, corriéndose en la cara de Isabel que dejaba que la regara con una corrida espectacular. Cuando él terminó su orgasmo, con una sonrisa infinita, y mirándolo a los ojos, volvió a introducirse la polla en la boca durante unos segundos. Vi como su lengua limpiaba de semen el glande de su amante, mientras de su barbilla y mejillas, resbalaban dos buenos goterones de esperma.

En ese momento, ya no pude ver más. La inevitable y extraña excitación se fue diluyendo, y de nuevo odié con toda mi alma a mi mujer.

Puse la pantalla del ordenador en negro. La grabación continuaba y me quedaba, aún, la de la noche del sábado al domingo. Que, a tenor de lo visto, podría ser algo parecido, o peor. Pero ya me daba igual. Era lluvia sobre mojado. Me vencí sobre el sofá, lleno de rabia, rencor y lágrimas.

No habían pasado quince minutos, cuando escuché la puerta de nuestra casa abrirse. No me moví hasta que Isabel apareció en el salón. Iba demacrada, con los ojos irritados de llorar, ojeras y pálida. Me levanté serio. Sin expresión en la cara.

—Hola, Luis… —vino con rapidez hacia mí con un gesto de lágrimas contenidas—. Necesitaba tanto verte… —dijo cuando se abrazó a mí con un susurro afligido y gesto muy abatido.

Yo no hice el menor movimiento. Seguía de pie, rebotando en mi cabeza las imágenes de mi mujer con aquel hombre que ya no sabía si era el mismo de aquella vez que los vi besándose en el coche y en esa terraza, antes de irse a su apartamento.

Ella aumentó la fuerza de su abrazo y escondió su cara en mi pecho. Escuché que empezó a hipar con un lloro suave y afectado. Yo la aparté con cierta suavidad, pero mi semblante no cambió.

—Quiero el divorcio —la dije con frialdad estudiada y vengativa. Casi metálica.