Una decisión difícil

Tras muchas dudas, Jaime logra convencer a Sofía para que se trasladen a vivir a la otra parte del mundo a causa de su trabajo. Sabe que el hecho de hacerlo comporta mejoras económicas más que sustanciosas, lo que no se imagina es en qué desembocará tal decisión.

Cuando Jaime le comunicó a Sofía trasladarse a San Francisco no le pareció buena idea. Tenía entonces tres opciones que ponderar: vivir cada uno al otro lado del mapa y verse de uvas a peras; trasladarse con él e intentar iniciar una nueva vida allí, o romper un matrimonio que durante quince años había sido dichoso.

Jaime trabajaba en una multinacional en Madrid y la dirección le ofrecía un puesto de mayor relevancia en su sede en San Francisco, por tanto, estaba claro que para él no había mucho que ponderar. Su sueldo era más que considerable, sin embargo, el hecho de trasladarse suponía un incremento salarial más que sustancial.

Ella era traductora de inglés y en principio no tenía por qué suponerle un problema el traslado, pues podía igualmente desempeñar su trabajo teletrabajando, y a pesar de sus dudas iniciales, finalmente accedió a regañadientes aceptando su propuesta.

Al principio pensó que la decisión tomada había siso la acertada, pero después de varios meses viviendo allí ya no lo tenía tan claro, viendo que su esposo pasaba la mayor parte del tiempo viajando y ella completamente sola.

En vista de que la soledad se había convertido en su nueva y asidua compañera, y Jaime iba a estar varios días de viaje, decidió visitar la ciudad en la que estaba viviendo ya varios meses y que hasta el momento tan sólo conocía algunas cafeterías, restaurantes, un centro comercial y poco más.

Cogió el tranvía con la intención de hacer un poco de turismo recorriendo las calles de la ciudad. Visitó el puente Golden Gate; el barrio Fisherman’s Wharf, uno de los más variopintos de San Francisco; visitó la prisión de Alcatraz llamada “La Roca” en una visita guiada donde el guía les explicó cómo primeramente el fuerte de Alcatraz se convirtió en uno de los puntos más importantes de la defensa americana ante el avance de las colonias extranjeras, y décadas más tarde se habilitó como prisión de máxima seguridad para albergar a los presos nacionales más peligrosos. Mientras el guía les explicaba a los visitantes las células nueve a la catorce, del bloque “D” conocidas como “el agujero” donde eran enviados los prisioneros más conflictivos, una mujer se aproximó a ella por detrás.

—Se dice que, en noches brumosas, el viejo faro derribado después de que fuera dañado en el gran terremoto de 1906, aparece repentinamente, acompañado de un misterioso silbido y una luz verde destellante.

Sofía se volteó y le sonrió amablemente a la mujer que compartía con ella aquella leyenda. Calculó que tendría su misma edad, es decir, cuarenta. A primera vista vio que era una mujer con mucha clase y de una elegancia exquisita y refinada. Su atuendo era estiloso, pero cómodo, idóneo para hacer turismo. Llevaba un suéter de pico de manga larga ajustado al cuerpo igual que sus pantalones de pitillo, mostrando sus tobillos, y unas zapatillas llanas remataban su indumentaria, como si hubiese pretendido rescatar el estilo de Audrey Hepburn de los años sesenta.

—Mi nombre es Anabelle, —se presentó dándole la mano.

—Sofía, —contestó ella con una amable sonrisa.

—Este es James, mi marido, —señaló a su lado a un hombre unos diez años mayor que ella.

—Un placer señorita, —le dijo cordialmente.

—Encantada, el placer es mío, —le respondió dándole la mano.

—¿Viajas sola?, —le preguntó Anabelle.

—En realidad no estoy viajando. Llevo viviendo unos meses aquí y todavía no conocía lo más emblemático de la ciudad.

—Nosotros estamos anclados en Fisherman’s Wharf. También estamos visitando lo más representativo de la ciudad.

—¿Estáis de crucero?

—No. Nuestro yate está amarrado en el muelle 41. Llegamos hace tres días de Monterrey, y estaremos aquí hasta el domingo, que zarparemos de regreso. Solemos estar una semana en cada ciudad, visitar lo más pintoresco, conocer gente y disfrutar del lugar.

—Eso es estupendo.

Mientras el guía les iba enumerando al grupo los reclusos más famosos que habían pasado por cada celda, Anabelle y Sofía permanecían detrás, ajenas a las explicaciones del guía, comentando entre ellas lo característico del lugar. El esposo de Anabelle siguió con el grupo, interesado en las descripciones del guía, y permitiendo que las dos mujeres se conocieran.

—¿Entonces no eres de aquí?

—Soy española. Vivo aquí provisionalmente. ¿Y vosotros?

—Vivimos en Los Ángeles, tenemos una casa allí, pero en realidad, somos de Sacramento. ¿A qué te dedicas, Sofía? Déjame que adivine… economista, —dijo al azar.

—No, ni de lejos. El economista es mi exmarido. A mí se me dan muy mal los números. ¿Por qué pensaste que lo era?

—No lo pensé. Fue lo primero que se me ocurrió. Era una forma de que me lo dijeras, —dijo con una pícara sonrisa.

A Sofía le sedujo la simpatía, la soltura y el desenfado con el que hacía sus preguntas.

—Soy traductora ¿Y tú?

—Qué interesante. Mi marido y yo tenemos negocios en todo el mundo, pero ahora estamos de vacaciones y las transacciones están en buenas manos, así que está prohibido hablar de trabajo y responder al teléfono, —y siguió con sus preguntas, pero que, para nada le molestaban. ¿Tienes pareja Sofía?, —le preguntó.

—Sí, aunque mi esposo está de viaje de negocios.

—Esta noche damos una fiesta en el yate y me gustaría que vinieras. Por eso te lo preguntaba, pero en vista de que tu esposo no está, vente sola.

—Me encantaría. Nunca he subido a un yate.

—Podrás hacer algo más que subir. El yate está a tu disposición para todo lo que quieras.

—¿A qué te refieres?

—No se trata de una visita turística por el yate. Habrá buena música, comida, bebida, drogas blandas, para quien las quiera, y otras singularidades que los más osados quieran satisfacer. ¿Eres liberal, Sofía?

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque si no lo fueras, quizás podrías sentirte incomoda en la fiesta, pero siendo así, creo que te gustará.

—Estoy intrigada.

—¡Toma! Con ésta tarjeta te dejarán subir al yate. Sobre las nueve empezará a venir la gente. Ven cuando quieras. Fisherman’s Wharf, muelle 41. El nombre del yate es “Anabelle”. Lo encontrarás enseguida. Es el más grande.

—Le has puesto tu nombre.

—Sí, —le respondió con una cómplice sonrisa—. Nos vemos esta noche en la fiesta. ¡Ven elegante! —le guiñó un ojo y regresó con su marido que permanecía en el grupo, en el que ya estaban todos prestos a subir al barco de regreso.

Anabelle regresó con su esposo y se sentó junto a él en el barco. Sofía lo hizo apoyada en la borda intrigada por cómo podría ser la fiesta. Como dijo Anabelle, habría comida, evidentemente de la más selecta, champagne francés, toda clase de bebidas, drogas blandas y, por lo que dedujo, posiblemente habría algún tipo de servicio sexual, tanto para hombres como para mujeres, lo cual despertó su curiosidad e interés.

Sofía se acicaló a conciencia. Quería causar buena impresión a los invitados de la fiesta y, sobre todo agradar a Anabelle, con la cual empatizaba, y con la que se estableció cierto feeling. Cogió un taxi que la llevó a Fisherman’s Wharf y la dejó en el muelle 41 y, como Anabelle dijo, no le fue difícil encontrar el yate que llevaba su nombre.

Le entregó la tarjeta al guarda de seguridad que había en la pasarela y, muy amablemente, la hizo pasar para que la cruzara y accediera al impresionante yate de 100 metros de eslora y cuatro pisos de altura. Al otro lado de la pasarela, estaba el que se suponía que era el sobrecargo, y la acompañó al salón donde la gente había empezado a comer y a beber, mientras hablaban unos con otros de forma distendida, al tiempo que una música de jazz de fondo amenizaba el ambiente. Sofía llevaba un vestido negro ajustado, con un abrigo por encima que le cogió uno de los camareros para guardárselo.

Para el tamaño de aquel enorme yate, pensó que habría mucha más gente, pero eran sólo diez parejas, ella y cuatro camareros que atendían los menesteres de los invitados. Se preguntó para qué quería aquel magnate un yate tan grande si sólo viajaban por la costa de forma esporádica él y su esposa y, como mucho, su círculo de amistades más próximo, pero al parecer, no había nada como un superyate para pasar automáticamente al “top”, de modo que, cuanto más grande y menos práctico, mejor. La embarcación tenía piscina, helipuerto, discoteca, gimnasio y, en la parte inferior del casco, un indestructible cristal transparente que permitía ver el fondo del mar. Lo importante, sin embargo, no era sólo lo que tenían y su tamaño, sino dónde se dejaban ver. Solían preferir puertos destacados, con bares y restaurantes para asegurarse un público del mismo estatus que ellos.

Anabelle fue a recibirla.

—Hola Sofía. Estás bellísima, —le dijo dándole dos besos.

—Tú también lo estás, —le hizo saber de igual modo lo atractiva y elegante que iba.

Anabelle llevaba un vestido gris ajustado al cuerpo, con un fajín hecho con la misma tela del vestido. Tenía una abertura que, cuando caminaba, dejaba ver su larga pierna hasta, casi su ingle. El vestido mostraba sus hombros, y las mangas finalizaban por debajo de los codos. Su cabello rubio y sus ojos azules, perfectamente maquillados, resaltaban todavía más su atractivo, como si de una actriz de Hollywood se tratara. James se aproximó para saludar a Sofía con dos cordiales besos, y después, la pareja de excéntricos millonarios le presentó al resto de invitados. Sofía supuso que todos pertenecían a la jet set, y su edad rondaba entre los cuarenta y los cincuenta, excepto el anfitrión, que oscilaría entre los sesenta y pocos. Los camareros eran los más jóvenes de cuantos allí había.

Durante la degustación de los delicatesen, Sofía fue conociendo a las distintas parejas e integrándose perfectamente en la fiesta. Casi todos eran estadounidenses, excepto una pareja canadiense, otra inglesa, y un señor español que se dedicaba a las finanzas, pero su mujer era americana.

Los camareros iban y venían con las bandejas repletas de copas de champagne ofreciendo continuamente a todos los invitados.

Después de la degustación, los sirvientes retiraron las bandejas de comida, dejando paso a las bebidas: whisky, ron, ginebra, todo tipo de licores, como también, rayas de coca, perfectamente dispuestas, con unos canutos hechos exclusivamente para esnifarla.

Sofía nunca había probado la cocaína, sólo algunos porros cuando estaba en la facultad, pero parecía que todos los allí presentes no tenían ningún reparo en esnifarla, tanto hombres como mujeres, incluso el magnate, dueño de aquel inmenso yate. En esos momentos, Sofía se sintió como pez fuera del agua, pues no quería probar la coca, ni se le había pasado por la cabeza el hacerlo, pero Anabelle se le acercó y la animó, de modo que no quiso ser descortés ni tampoco una aguafiestas. Se aproximó a la mesa, cogió un canutillo y aspiró profundamente todo el polvo. Inmediatamente se sintió eufórica y muy enérgica. A continuación, experimentó la necesidad de hablar y conversar con todo el mundo. Era como si le hubiesen recargado las pilas, y a la vez su vergüenza y su posible timidez desapareciera.

—¿Te diviertes?, —le preguntó un texano de su misma edad, considerablemente alto, y que parecía que su esposa había encontrado a alguien más interesante con el que conversar.

—Mucho, —le respondió sonriente.

—¿La has probado ya? —le ofreció, señalándole otro conjunto de rayas perfectamente alineadas.

—Ya he probado, gracias, —dijo Sofía pensando que con una vez era más que suficiente.

El hombretón cogió un canutillo, se agachó sobre la mesa y volvió a esnifar toda una raya, cerrando los ojos al incrementar un nuevo subidón, y en la base de la nariz se le quedaron restos del polvillo blanco, que fue aspirando con repetidas inhalaciones, mientras se presionaba el otro agujero nasal.

—¡Toma! ¡No seas tímida! —insistió, ofreciéndole un canutillo.

De nuevo, no quiso ser desconsiderada, cogió el pequeño artefacto y aspiró otra raya que le provocó un creciente júbilo.

—¡Ufff!

—Es una fiesta estupenda, —afirmó el hombretón—.

—Sí, sí que lo es, —dijo intentando ser amable.

—Me llamo Stewart, —se presentó ofreciéndole la mano.

—Sofía. Encantada.

—No pareces de aquí, Sofía.

—No, no lo soy. Soy española.

—Oh, España. Flamenco. Buen vino, buen jamón y, sobre todo, buenas mujeres.

—Sí, —dijo ella sonriendo, intentando ser educada, y en verdad, el interés que despertaba el hombre en ella era nulo. Al parecer, para aquel hombre, en España todos andaban por la calle bailando flamenco y comiendo jamón.

Sofía miró a su alrededor buscando a Anabelle para que la rescatara de aquel gigante texano de pocas luces y, al mirar más detenidamente vio al financiero español tumbado en el sofá, mientras una mujer que no era su esposa se afanaba haciéndole una felación, a su vez, el hombre parecía estar saludándola con la mano. Sofía, cerró los ojos y volvió a abrirlos por si lo que estaba viendo eran visiones, producto de la droga, pero al abrirlos de nuevo, el hombre seguía sonriendo, mientras la mujer se esmeraba en su labor. En otro sofá más a la izquierda, otra mujer estaba con el vestido levantado, las piernas abiertas, el tanga a un lado, y un hombre que no era su marido abrevaba en su entrepierna. Sin convencerse todavía de que lo que estaba observando era cierto, apoyada en una mesa, se encontraba también otra mujer con el vestido levantado, y el hombre que había tras ella se desabrochaba el pantalón, se desanudaba la corbata y la tiraba al suelo, al mismo tiempo la mujer esnifaba una raya de coca y bebía un sorbo de champagne, mientras el hombre que se encontraba a su espalda la penetraba con enérgicos y contundentes movimientos de su pelvis.

Fueran visiones o no, Sofía experimentó unos calores internos al ver como la fiesta se estaba desmadrando, convirtiéndose en una bacanal y, si aún no estaba lo suficientemente convencida de que aquello era real, sintió la mano del texano presionándole la nalga. Inmediatamente, le dio la vuelta para besarla, y Sofía paladeó un sabor desagradable a un exceso de alcohol y de tabaco, sin embargo se dejó llevar e intentó disfrutar del momento. Después de todo, Jaime lo tenía bien merecido por dejarla siempre sola.

Después del desagradable morreo, el hombretón le dio la vuelta bruscamente y sin ningún miramiento, la apoyó en la mesa, le subió el vestido, le bajó el tanga, le abrió las piernas, palpó su raja, sacó su herramienta y la penetró con un brusco empujón, aferrándose a sus caderas y atrayéndolas hacia él.

Sofía estaba un poco turbada por el alcohol y la droga, pero sobre todo estaba desconcertada por como se estaban desarrollando los acontecimientos, pero no fue motivo para dejar de gozar con las embestidas del gigante. Vio que ya estaban todos los invitados, de un modo u otro disfrutando del sexo con sus parejas intercambiadas. En un sofá había dos parejas, los dos hombres sentados y las dos mujeres montadas sobre ellos. Pudo ver que una de ellas era Anabelle saltando alegremente sobre su amante. Buscó por la sala al marido de Anabelle y lo encontró sentado en otro sofá, con su copa en la mano y con las piernas abiertas, mientras la esposa del financiero español estaba arrodillada ante él, esforzándose con la mamada que le estaba aplicando al magnate. Sofía gozaba del gigante texano que seguía embistiendo en su retaguardia, entretanto, mientras jadeaba, su vista recorría la sala hasta que se detuvo a observar como Anabelle saltaba ante el que parecía ser una gran polla, reconociendo el buen gusto que tenía su anfitriona. De repente notó que el texano la abandonaba dejándola allí plantada con el culo en pompa y completamente excitada. Se sintió estafada por aquel energúmeno sin modales. El gigante se ensalivó abundantemente su órgano, se aproximó hasta Anabelle, subió de pie al sofá, se colocó detrás de ella de cuclillas y se la incrustó en el ano a la mujer del magnate, y mientras éste se encontraba en el sofá de al lado disfrutando de su copa y de la mamada de la esposa del financiero español, observaba a la vez como su esposa disfrutaba de un estupendo sándwich.

Sofía estaba frustrada y muy excitada. Se había quedado sin premio. Todos los presentes parecían ocupados, pero antes de que se incorporara, notó unas manos que se agarraban a sus nalgas separándolas, y una lengua hacía incursiones en su raja, lamiendo toda la zona, tanto anal, como vaginal, y volvió a sentir el placer y el deseo de sentirse penetrada de nuevo. Su amante le dio la vuelta, la tumbó en la mesa, le abrió las piernas, cogiéndoselas en alto, y se la metió iniciando una nueva cópula que su sexo agradeció.

El sonido de la música apenas se oía, menguado por los jadeos y los gemidos de las veintiuna personas que estaban gozando del sexo. El caballero que se ocupaba de Sofía la estaba satisfaciendo notablemente y, mientras disfrutaba de él, una verga se le incrustó, buscando el calor de su boca y un recipiente donde alojar su carga y, después de unos segundos, evacuó su esperma en ella. Después sacó su miembro y Sofía escupió el líquido, pensando que en aquella fiesta había un lema que era el de “sálvese quien pueda”.

Mientras consideraba el contraste entre lo insensible que era aquella gente y la sofisticación y el glamour de aquella fiesta, otro chorro de semen impactaba en su cuello, desparramándose por su vestido. Su galante caballero le había eyaculado encima sin contemplar sus necesidades, al igual que lo habían hecho el usurpador de su boca, y el texano que la había sustituido por Anabelle, quien seguía gritando de placer con el estupendo sándwich. Buscó a su alrededor y vio que todos seguían ocupados, excepto los dos que se habían vaciado con ella, desapareciendo en busca de más champagne.

Comprendió que en esa fiesta cada cual buscaba su placer sin contemplar las necesidades de su pareja inmediata y, si en mitad del trajín, alguien sentía el deseo de cambiar de pareja, no contemplaba el estado, ni las necesidades de su amante provisional.

Hasta ese momento no se había percatado de que los camareros se habían despojado de la camisa y del chaleco, quedando con el torso al aire, pero con la pajarita puesta y unos puños de camisa postizos. Estaban los cuatro dispuestos uno al lado del otro con las manos detrás, prestos a satisfacer a cualquier mujer que los solicitara. Sofía se deshizo de su manchado vestido, cogió una copa de champagne y se la bebió de un trago, después cogió otra e hizo la mismo, se aproximó un poco mareada a uno de ellos, arrodillándose ante él, deslizando sus manos por el torso hasta bajar a su bragueta para abrirla y extraer una verga totalmente dispuesta que le pareció de lo más apetitosa. La cogió con la mano e inició una felación en la que el camarero cerró los ojos ante el placer que le estaba proporcionando aquella mujer madura de cuerpo espectacular. Sofía alargó la mano y cogió del cinturón al otro camarero que estaba a su lado, le desabrochó el pantalón y saltó otra verga totalmente lista para satisfacerla. Con una mano en cada miembro, Sofía masturbaba a aquellos serviciales camareros, mientras miraba, primero un miembro y después el otro, decidiendo cuál de los dos iba a penetrarla primero, con lo cual, la decisión le resultó difícil.

Llevó a sus dos siervos cogidos de la verga a un sofá, les hizo que se quitaran los pantalones, sentó en el sofá a uno de ellos y se montó encima y, al sentir el falo dentro de ella, empezó a saltar sobre él, sabiendo que su orgasmo era inminente. En ocasiones, cuando su esposo le follaba el coño, utilizaba también un consolador para follarle el ano a la vez, o al contrario, por tanto, Sofía estaba puesta en estos menesteres y animó a su otro amante a penetrarla en su otro agujero. El camarero, obediente, se puso de cuclillas, se lubricó la polla con abundante saliva y se la introdujo lentamente en el ano, y con ello Sofía sintió una punzada de dolor que sirvió para retrasar su orgasmo. Poco a poco el dolor cedió el paso al placer, favoreciendo la llegada del clímax en el que sus gritos parecían sobresalir sobre el de todos los presentes. Fue un orgasmo conjunto muy intenso, en el que se fusionaron los dos placeres a la vez. Eso nunca antes le había ocurrido y quizás fueron los efectos de la droga.

Cuando los serviciales camareros vieron que la invitada había obtenido su premio, se salieron de ella, y rápidamente fueron solicitados por otra mujer que se situó a su lado a la espera de que le dieran el mismo tratamiento, pero optó por la posición a la inversa, de modo que, primero se sentó el camarero, después ella encima, dándole la espalda y ensartándosela en el culo y, encima de ella, el otro camarero atacando su agujero más grande.

Sofía se levantó del sofá todavía extenuada, porque pensó que en aquel sofá estaba de más. De todos modos, no le apetecía volver a tener sexo. Buscó su manchado vestido, pero con lo embotada que tenía la cabeza por la bebida y la coca, no conseguía encontrarlo, hasta que lo divisó unos metros más allá de donde recordaba habérselo quitado. Quizás con el trasiego alguien le había dado una patada y había cambiado de lugar. Se agachó para cogerlo y, al levantar la cabeza se encontró un regio miembro amenazante en su cara y tuvo curiosidad por saber quién era su dueño. El propietario del yate le sonrió y acercó un poco más su gran verga y, después de bizquear, sus labios la envolvieron iniciando una mamada digna de la mejor profesional. Aquel excéntrico millonario de sesenta y pocos años tenía claro que Sofía era una de las mujeres más atractivas de las allí presentes y no quería perder la oportunidad de disfrutar de sus encantos.

Sofía incrementó el ritmo de la felación, pero James se la sacaba de vez en cuando de la boca para retrasar el final y, a la vez, le atizaba en la cara, como si pretendiera demostrarle quien mandaba allí. Mientras Sofía seguía arrodillada, James restregó el miembro por algunas rayas de coca para después volverla a introducir en su boca intentando que se atragantara con su polla. Sofía volvió a excitarse nuevamente y el magnate cogió un canutillo de la mesa y se lo ofreció a Sofía.

—¡Toma! ¡Esnifa un poco!, —le ordenó.

Ella se levantó, se apoyó sobre la mesa y esnifó otra raya, notando un nuevo subidón. James la cogió de las caderas, le levanto una pierna y se la apoyó encima de la mesa, sujetó su herramienta y se la introdujo en la babosa raja, y una ola de placer golpeó su sexo. James le daba azotes en las nalgas. Con ellos, y con la presión de su dedo en el punto estratégico llegó a un nuevo orgasmo, sintiendo que las piernas se le aflojaban. Sin embargo, al magnate aún le quedaban cartuchos en la recamara y se la sacó de la raja para alojarla en el estrecho agujero, ahora dilatado. Se la puso en la entrada, presionó ligeramente, y el ano la acogió de nuevo, no sin manifestar un lamento de dolor, acompañado de otro más intenso cuando avanzó unos centímetros hacia su interior, para acabar con un grito más contundente al albergar toda la verga en la tercera y última embestida. Después, el magnate empezó a fornicarla con brío, aferrándose a sus caderas y haciéndola gozar como el mejor de sus amantes, pues contrariamente a lo que pudiera pensarse, aquel hombre que entre sus propósitos vacacionales estaba el de organizar aquellas bacanales en su yate, sabía muy bien cómo usar su herramienta.

Sin abandonar la posición, ni salir de aquel hoyo, James la condujo hasta un sofá en el que estaba Anabelle recostada, con las piernas abiertas y saboreando la verga de un invitado que permanecía de pie. Su marido seguía enculando a Sofía y, con cada empujón la acercaba un poco más hasta donde estaba su esposa, con lo cual, Sofía tenía una estupenda panorámica de su coño servido en bandeja de plata. Recordó sus buenos tiempos en la facultad, y no dudó en libar de las mieles de la que para ella era “Audrey Hepburn” pero en rubia, de tal modo que el hecho de que el dueño empezara a eyacular en su culo, no fue un impedimento para que la lengua de Sofía siguiera en su labor de repasar la raja de Anabelle.

Cuando finalizó su descarga, el dueño del yate sacó su órgano de allí y se fue como Dios lo trajo al mundo a esnifar otra raya y a por otra copa de champagne. Sofía siguió con el cunnilingus, deleitándose con la esencia salada de la sofisticada mujer. Anabelle aferró su cabeza presionándola, mientras sus movimientos pélvicos se hacían notar cada vez más hasta que tuvo un orgasmo en el que Sofía volvió a saborear de nuevo el néctar de mujer, bebiéndose todo el extracto y recordando sus tiempos mozos. A los pocos segundos el hombre al que le estaba haciendo la felación Anabelle, abandonó su boca para masturbarse sobre su cara y venirse abundantemente sobre ella. A continuación, se incorporó y se acercó —con la cara llena de semen—a Sofía para besarla, mezclando ambas mujeres las dos sustancias en sus bocas.

Sofía volvía a estar tremendamente excitada y los besos de Audrey —rebosantes del viscoso líquido— incrementaban el morbo y su excitación.

—Eres maravillosa, —le dijo la americana, dándole un último y pringoso beso. Después se fue a limpiarse los restos de fluidos, con lo cual Sofía volvió a quedarse sola y excitada, aunque no por mucho tiempo. Alargó la mano para coger otra copa de champagne bebiéndosela de un solo trago, y cuando dejó la copa vacía sobre la mesa, volvió a encontrarse una polla en su cara y no dudó en engullirla sin saber a quién pertenecía. Cuando miró hacia arriba, vio que el dueño de la polla que estaba devorando era la del financiero español, que había estado deseando fornicar con ella desde el primer momento, sin embargo, no había encontrado todavía la ocasión.

—Quiero follarte. He estado deseándolo desde que te vi.

—¡Pues fóllame! —le rogó Sofía completamente ebria y excitada, mientras se abría de piernas para él, pero Mark optó por comerse aquel delicioso coño totalmente abierto y adornado con su peculiar franja de vello en su zona superior. Sofía se retorció de placer notando la lengua como se retorcía en su interior, abriendo los pliegues y repasando toda la zona vaginal, sin dejar de hacer incursiones en su ano. Al parecer, a su nuevo amante no le importaba que el pequeño agujero rezumara restos de la anterior corrida.

—¡Fóllame ya!, —le volvió a implorar.

Mark se incorporó, se cogió la verga y se la ensartó entera en el glorioso coño. Ella enroscó sus piernas en su espalda y se dejó hacer por el español que decía desearla tanto. Estaba tan caliente que no tardó en correrse, arrastrando a Mark a su orgasmo con enérgicas convulsiones de su vagina, con lo que ambos aunaron sus gemidos en aquel intenso orgasmo.

Sofía se quedó tendida en el sofá, completamente extenuada, sin embargo, Mark fue a una mesa, cogió un canutillo y esnifó otra raya para seguir disfrutando de la fiesta, sobre todo de Sofía, a quien se le aproximó, polla en ristre, sin haber perdido su erección, gracias al subidón provocado por la coca y al deseo de volver a poseerla. Ella estaba recostada en el sofá y su amante volvió a ponérsela en la boca.

—¿Es que no te cansas nunca?, —le preguntó.

—Tienes un cuerpo divino. Quiero metértela en el culo.

—¡Déjame descansar un poco! —le pidió.

—No me hagas esperar o me iré con otra, —le advirtió mostrándole su erección mientras se la cogía.

El español se ensalivó el miembro y se lo frotó, después la hizo ponerse a cuatro patas en el sofá, lubricándole el ano con su saliva, y cuando lo consideró oportuno, introdujo su miembro en el hoyo. Al tenerlo todo dentro emprendió un ritmo constante que conseguía arrancarle unos gemidos a Sofía, uniéndose a los de él a un mismo compás.

Al dejar de gritar se dio cuenta de que todos habían culminado la sesión de sexo de la noche, al menos de momento, y se ruborizó, a pesar del alcohol y de la coca que había consumido. Todos los presentes estaban pendientes de ellos que seguían fornicando como dos campeones, motivados, por supuesto, por el exceso de estupefacientes en el cuerpo. Sin embargo, al español parecía no importarle ser el centro de atención de todas las miradas, —incluida la de su esposa—y seguía pistoneando en el culo de Sofía.

Hubo un valiente que volvió a esnifar coca por enésima vez esa noche para estimularse, y después de unos cuantos meneos contemplando como copulaban los dos campeones, volvió a tener una erección. Quería disfrutar también de la desconocida a la que todavía tampoco había tenido la oportunidad de acceder, y parecía ser que era a la que más le iba la marcha y la que más aguante tenía, de ahí, que fuese la última en mantenerse en pie. Le colocó el miembro en la boca para que le hiciera una mamada mientras su colega la enculaba. Después se recostó en el sofá sugiriéndole que se colocara encima del revés y Sofía accedió, se sacó el miembro de Mark, se montó encima del americano, dándole la espalda, y sobre ella volvió a colocarse Mark para atenderle ahora el orificio más grande, de tal manera que volvía a estar empalada por dos vergas. Cuando iniciaron de nuevo el mete y saca ya no le importó que la oyeran gritar y tampoco pudo evitarlo porque aquellos dos hombres la estaban haciendo gozar de forma desmesurada. Se formó un ruedo de curiosos, —tanto masculinos, como femeninos—en torno a ellos, entre los que estaban el dueño del yate y su preciosa mujer, quien no quería ser menos que su reciente amiga, y esnifó una nueva raya para, a continuación, elegir a dos camareros, obligándolos a hacerle un emparedado como el que en esos momentos le estaban procurando a su amiga los dos hombres del sofá contiguo. El marido de Anabelle volvió a la carga esnifando otra raya y tomando de un bote, un estimulante (disponibles también para quien lo deseara), y después de unos cuantas sacudidas volvió a estar listo. Se aproximó por detrás a una de las invitadas que estaba junto a su marido contemplando como los dos hombres atendían a Sofía, la inclinó sobre el respaldo del mismo sofá, y con el permiso del esposo, se la metió en el culo, quien, al observar el calibre del magnate enculando a su mujer, volvió a excitarse nuevamente. Esnifó otra raya, y se acercó a la esposa del español para gozar con ella. Así pues, la gran mayoría de los allí presentes volvieron a la carga retomando aquella velada sexual, digna de la mejor de las bacanales romanas.

El texano observaba atentamente como gozaba aquella mujer a la que anteriormente había dejado con el caramelo en la boca, alentado por la visión del culo de la dueña del yate, y pensando que no quería perder la oportunidad de tirarse a la anfitriona por si acaso no volvía a presentársele la ocasión. Reconoció que debía haberla hecho terminar, y admitió que, de todas las presentes, era la dueña del mejor cuerpo, de modo que quiso retomar el sexo con ella donde lo había dejado. Después de esnifar otra raya, y tomar un estimulante, el texano estuvo de nuevo dispuesto y se aproximó al trio, alentando a los dos hombres que ya estaban a punto a acabar. Mientras esperaba, el texano introdujo su miembro en la boca de Sofía para cubrir todos sus orificios, entretanto ella volvió a disfrutar de un nuevo y prodigioso orgasmo en el que arrastró a los dos hombres al suyo, inundando sus dos agujeros.

Sofía ya no podía más. Había perdido la cuenta de sus orgasmos. Estaba completamente saciada, pero también irritada, sin embargo, aún tenía un invasor usurpando su boca. Se dio cuenta de que era el gigante que antes la había dejado con la miel en los labios, y pensó en pagarle con la misma moneda, no obstante, cuando sus compañeros de sándwich salieron de ella, el gigante le dio la vuelta, la apoyó con cierta brusquedad en el respaldo, y se la introdujo en su coño sin contemplaciones. Ni siquiera le importó que anteriormente hubiese eyaculado allí el compatriota de Sofía, y el miembro del texano empezó a chapotear en el agujero rebosante del semen. Quiso zafarse de él, pero era imposible con aquellas manazas que se aferraban a sus caderas, dándole azotes considerablemente fuertes.

Sofía se volteó para quejarse y el hombre abandonó su sexo sólo para alojar de un empujón su verga en el culo, haciéndola gritar ante la inesperada clavada. El mete y saca de su polla en el ano hacía que el semen del otro hombre que había depositado anteriormente su esencia allí rezumara y embadurnara toda la zona anal, oyéndose el chapoteo en el sofá contiguo en donde estaba Anabelle a punto de su orgasmo. Ambas mujeres estaban apoyadas en el respaldo de sendos sofás, y ambas se miraban entornando los ojos con cara de placer. Sofía había empezado a gozar de nuevo con la verga del texano en su culo y observaba a su amiga como gritaba con el orgasmo que estaba recibiendo por parte de los dos camareros, pero antes de eyacular, a una orden de la anfitriona, acudieron a la ubicación de Sofía para masturbarse sobre su cara, poniéndose bizca frente a aquellos dos sementales. Cogió una de las pollas y masturbó la otra. Por su parte, el gigante estaba más que a punto, al igual que los dos camareros. Ambos se zafaron de sus manos y de su boca para masturbarse en su cara, eyaculando a la vez sobre ella, mientras el texano lo hacía en su ano sin lograr proporcionarle su orgasmo a ella. Fue James quien, después de que el gigante abandonara el canal, volviera a tapárselo, notando el mayor calibre. Empezó a realizar unos contundentes movimientos buscando el clímax y, en pocos minutos, Sofía exhaló un grito de placer con un nuevo orgasmo anal. A continuación, el magnate salió de aquel pozo encharcado que rezumaba una sustancia parduzca, mezcla de semen y heces. Apuntó con su arma a la cara, y en unas cuantas sacudidas, reventó, expulsando una buena cantidad de leche que se mezcló en su rostro y en su boca con el esperma de los dos camareros.

Anabelle se aproximó a ella y la besó lamiendo y compartiendo la esencia de los tres hombres y ambas se fundieron en un pringoso y sensual beso, intercambiando los fluidos masculinos.

Tanto Sofía, como Anabelle ya habían tocado fondo y no deseaban continuar. Sofía se limpió los restos de semen de su cara con el mantel, cogió su maltrecho vestido, totalmente arrugado y manchado y, con dificultad, se lo puso. Buscó su tanga, pero no lo encontró y decidió prescindir de él. Mientras se colocaba los tirantes, Mark se aproximó a ella para hablarle.

—¿Qué tal la fiesta?

—No me tengo en pie, —balbuceó.

Su cuerpo estaba acusando todos los excesos de la velada. Alcohol, drogas y sexo. Solo quería marcharse antes de que algún otro invitado impulsivo decidiera seguir usando su cuerpo. Después de tanto abuso, estaba mareada, no coordinaba, sus piernas parecían dos losas que se negaban a obedecer sus órdenes. Quería coger su abrigo y marcharse, pero ni siquiera se acordaba dónde lo había dejado ni qué pasó con él. Intentó llegar desde el sofá hasta la mesa para encontrar un punto de apoyo, y lo consiguió dando bandazos y con la ayuda de Mark.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó cogiéndola del brazo para que no cayera.

—Estupendamente, —respondió con voz gangosa y totalmente borracha.

Mark la sentó en un sofá libre, porque en aquel estado, no hubiese llegado ni a cubierta.

—Sofía, eres una mujer asombrosa.

Ella lo miró zarandeando la cabeza de lado a lado, casi como ida, pero sin poder articular palabra.

—A veces, la realidad supera a los rumores, y este es uno de esos casos. Ha sido increíble follarse a la mujer de Jaime.

En ese momento se aproximó Anabelle y, viendo su estado decidió que era mejor que pasara la noche allí, y ya mañana, en mejores condiciones, llevarla a su apartamento.

Sofía buscó con la mirada a Mark, como si sus movimientos fuesen a cámara lenta, pero Mark empezaba a desdibujarse, desapareciendo de su vista junto a todo lo demás. Tanto personas como objetos fueron desenfocándose hasta que se desvanecieron dando paso a una oscuridad que envolvió su conciencia, pero, a pesar de su borrachera y del embotamiento en su cabeza, estaba segura de que el financiero español había pronunciado su nombre y el de su marido. Sabía quien era y la había reconocido, no cabía ninguna duda, pero aquel fue el último pensamiento de la noche. Su cuello se aflojó, y su cabeza se vino abajo, desconectándose su conciencia.

Sofía se despertó en una gigantesca cama, con sábanas de raso, en una suite que ni el mismísimo Sultán Haji Hassanal Bolkiah tendría. Anabelle dormía plácidamente a su lado.

Lo primero que sintió al incorporarse fue un fuerte dolor de cabeza provocado por la resaca. Al sentarse sobre la cama notó unos pinchazos en su esfínter, causados por los excesos de la noche anterior. Sintió ganas de orinar y se dirigió al enorme baño que había en otra estancia, dentro de la habitación y, después de orinar se limpió en el bidet y advirtió que tenía sus partes íntimas completamente irritadas. Llevaba un pijama de raso que no sabía de quien era, ni quien se lo había puesto, y dedujo que había sido Anabelle.

Se aproximó a la ventana y admiró la belleza de la bahía. Por detrás se le acercó Anabelle, le apartó el cabello, y le dio un beso en la nuca que le erizó el vello y le puso los pezones duros.

—¿Te gusta la vista?, —le preguntó.

—Es preciosa.

—¿Disfrutaste anoche?

—Mucho.

—¿Nunca habías participado del sexo en grupo?

—Sólo hice un trío antes de casarme.

—Me alegra que lo disfrutaras, Sofía.

—Sí, aunque estoy molida. Me gustaría darme una ducha, y si fueras tan amable de dejarme algo de ropa, te lo agradecería. Mi vestido está que da pena y, por cierto, no sé ni donde está.

—No te preocupes por eso. Tienes todo el armario a tu disposición, —le dijo mostrándole el ropero, que era como otra habitación con decenas de conjuntos, y todo tipo de complementos femeninos.

—Me bastará con unos jeans, un suéter y unas zapatillas para poder volver a mi hotel.

—Puedes coger cuanto quieras.

Después de darse una ducha, Sofía eligió unos vaqueros y, mientras se los ponía, Anabelle observaba su cuerpo perfecto, con todas las curvas en su justa medida, sus pechos completamente erguidos, apuntando hacia arriba y un vientre completamente plano.

—Eres preciosa, Sofía.

—Tú también lo eres, Anabelle —le dijo con total sinceridad—. Hacía tiempo que no estaba con otra mujer.

—¿Te ha gustado?

—Muchísimo, —admitió

—Me alegra que disfrutaras tanto. Fuiste el alma de la fiesta. Por cierto, a James le gustas mucho.

—Tu marido es un toro.

—Sí que lo es, —admitió.

Cuando terminó de vestirse le dio un beso a Anabelle de despedida, esperando que la acompañara a la salida.

—Ha sido un placer conoceros, —le dijo con toda franqueza.

—¿Por qué no te quedas el resto de la semana? Nosotros nos iremos el domingo, mientras tanto, puedes disfrutar de todas las instalaciones del yate como si fuera tu casa. Además, estoy en deuda contigo.

—Será al revés ¿no?

—Tú me hiciste gozar a mí. Yo no pude hacértelo a ti. Estabas muy solicitada, de hecho, fuiste la que más.

A Sofía le sedujo la idea. Podría ser una buena elección pasar el resto de la semana con ellos hasta que regresara Jaime y no encontró mejor opción que quedarse en el yate disfrutando de las comodidades de aquel palacio flotante y de sus dueños.

Desayunaron en una sala donde había todo tipo de comida, tanto salada, como dulce, dependiendo del gusto de cada comensal. Había también zumos de cualquier variedad de fruta, leche para todos los gustos, agua, y aparte, una mesa llena de botellas de las mejores marcas de alcohol, por si alguien quería empezar la mañana disfrutando de los licores. Sofía optó por su café con leche de costumbre, sus tostadas con mantequilla y miel, y un zumo de naranja. Anabelle se tomó unos huevos con baçon, un zumo de naranja y un expreso.

Mientras desayunaban, los invitados a la fiesta nocturna empezaron a hacer su aparición en la sala, y cada pareja eligió su mesa para desayunar de forma más íntima. Su compatriota hizo su aparición junto a su esposa y eligieron una mesa alejada de ellas, pero antes de sentarse saludó a todos los presentes, incluidas, Anabelle y Sofía, a quien le guiñó un ojo, como si ella fuese especial respecto a las demás. Anabelle se percató del gesto.

—Veo que impresionaste a Mark.

—Eso parece, —dijo Sofía, sin embargo, sabía que aquel guiño significaba más que eso—¿Puedo pedirte un favor?

—Por supuesto que puedes.

—Me gustaría hablar con él un instante a solas. Sólo tienes que entretener a su esposa mientras hablo con él.

—Veo que también él te ha causado buena impresión.

—No, no es eso. Luego te lo explico. Necesito hablar con él sin que esté su esposa presente.

—Está bien.

Anabelle llamó a la esposa de Mark y la hizo sentarse a su lado, Sofía abandonó la mesa como si fuese una muestra de cortesía el hecho de que la dueña del yate quisiera hablar a solas con la otra mujer. Sofía se sentó en la mesa de Mark y éste esbozó una locuaz sonrisa.

—Hola Sofía, —la saludó, sin embargo, ella no le devolvió el saludo y fue directa al grano.

—No sé quien eres, pero espero que lo que ha pasado en este barco no salga de aquí.

Mark removió el azúcar en su taza mientras hablaba.

—¿Sabías que tu marido no deja de hablar de ti? Me enseño una foto tuya. Lo tienes completamente enamorado. Ahora entiendo por qué. Lo que no entiendo es por qué deja a una mujer como tú tanto tiempo sola y desatendida. El resultado es más que evidente.

—Espero que seas un caballero y mantengas la boca cerrada sobre lo que pasó anoche.

—La de veces que hemos hecho planes para que nos presente, pero al final, trabajo, trabajo y más trabajo. Siempre interponiéndose.

—¿Me estás escuchando?

—Por supuesto que te escucho, Sofía.

—¿Cuáles son tus intenciones? —quiso saber.

—¿Mis intenciones? Lo último que habría imaginado era encontrarte en este yate, y mucho menos, tener el placer de fornicar contigo. Ya ves. El mundo es un pañuelo… ¿Sabes?... Desde que tu marido me enseñó tu foto no he dejado de envidiarle—dijo mientras sorbía de su taza de café con toda la parsimonia del mundo y, después de mover circularmente la taza para que el poso se disolviera, tomó el último sorbo y retomó sus palabras—. Sofía, tu vida secreta está a salvo, al menos, de momento.

—¿Qué quieres decir? —le interpeló.

—Tienes todo el derecho del mundo a vivirla como te plazca, y más teniendo un marido tan capullo que antepone su trabajo a una mujer como tú, abandonándola para que se la follen los demás. Lo tiene merecido —hizo una pausa—, y me siento afortunado por haber sido uno de ellos. He estado en muchas fiestas como la de anoche, pero nunca conocí a nadie como tú. ¡Ah! Y otra cosa, —añadió—. Quiero seguir follando contigo.

—¿Tengo otra opción? —le preguntó.

—Sí, desde luego. Sólo si tú también quieres, —le contestó guiñándole un ojo.

Después de reflexionar unos segundos le contestó.

—Por supuesto, —dijo añadiendo una cómplice sonrisa.

Sofía regresó a su mesa con Anabelle, y la esposa de Mark volvió con su marido.

—¿A qué venía tanto misterio? —le preguntó Anabelle cuando regresó a la mesa.

—Trabaja con mi marido y hemos quedado para seguir follando.