Una decisión difícil 8

Continúa la historia

(El contenido de este párrafo forma parte de la novela "Una decisión difícil" que está registrada. Cualquier intento de copia o plagio, será perseguido y denunciado antes los tribunales)

Isabel y yo, tras la conversación en Marbella donde me abrió su corazón, y aunque siguiera sin poder entender aquella decisión tan dolorosa que tomó, estábamos mucho más unidos. Hablábamos, incluso un par de veces bromeábamos y, sin todavía tener puntos de complicidad, quizá en la lejanía y de forma muy insegura, empezamos a portarnos como un matrimonio. La idea del divorcio seguía allí, inmersa en mí, pero debo reconocer que la conversación con ella me había hecho efecto

En Marbella, tras esa noche, hicimos un par de días el amor. De forma suave, íntima. Recreándonos en nosotros mismos, recuperando sensaciones y yo procurando tener todo el cuidado posible para no despertar temores o recuerdo del abuso.

Pero la clave estuvo en el primer día. Creo que tres noches después de aquella charla que se asemejó a una penitente confesión, nos atrevimos a besarnos y a continuar. Fue extraño. Como si no nos conociéramos, fuimos dando pasos con dudas. Primero un beso, luego los labios ligeramente abiertos. Después la punta de nuestras lenguas buscándose con timidez. Una caricia, una mirada, otro beso… Ambos sabíamos que queríamos continuar, pero nos costaba dar el siguiente paso.

Fui yo el primero que la acarició por encima de la camiseta que utilizaba para dormir, uno de sus senos. Ella tuvo un ligero temblor y dejó en suspenso el entreabrir de sus labios. Yo me detuve.

—¿Estás bien…? —susurré.

Ella asintió con dos rápidos movimientos de su cabeza y me acarició la cara con mucha suavidad.

—¿Quieres…? —me atreví a preguntar por si el acercamiento que habíamos iniciado no fuera oportuno aún.

—Lo deseo con todas las ganas del mundo… —me susurró con un hilo de voz.

Yo entonces, despacio y con mimo, la despojé de su camiseta blanca de tirantes, quedando sus dos senos al aire. La última vez que los había visto era en la grabación en la que Isabel follaba con aquel hombre tatuado y de enorme polla, en la alfombra de nuestro salón. No pude, pero intenté retirar esa imagen de mi cabeza.

La notaba temblorosa, como con dudas; inquieta y expectante ante lo que iba a suceder. Yo me debatía por dentro en querer a mi mujer u odiar a la Isabel de meses atrás.

Estábamos de lado, uno frente a otro, muy cerca, besándonos despacio, ella con los ojos cerrados y yo rozando con suavidad su pecho izquierdo. Gimió levemente y se acercó a mí. Colocó una mano en el bulto de mi entrepierna y me acarició, hasta meterla por debajo de mi pantalón corto del pijama. Sentí su mano en mi dureza, mientras ella me besaba muy despacio.

Se giró e hizo que me colocara a horcajadas sobre ella, con mi boca muy cerca de la suya.

—Hazme el amor… —susurró muy bajo cerca de mi oído mientras ella misma se bajaba el pantalón corto de finas rayas azules y bancas.

Yo me elevé un poco sobre ella y con lentitud, observando sus reacciones, empecé a introducir mi pene en su cuerpo. Centímetro a centímetro, muy despacio, sin saber muy bien si aquello era lo correcto. Por ella y por mí. A pesar de nuestro acercamiento, aún albergaba muchas dudas y temores. Era imposible para mí olvidarme de todo. Y no sabía si aquello sucedía demasiado pronto para ella, tras la violación.

Gimió levemente. Una vez. Dos… Suspiró cerrando los ojos. Me abrazó con fuerza y se entregó a mí. Moví las caderas un par de veces, escuchando sus leves gemidos, y mirando sus ojos entrecerrados.

Nos acompasamos. Yo intenté ser delicado, suave. Ella me recibió con cariño y deseo. La carne apenas se escuchaba chocar, mientras la brisa marina entraba moviendo ligeramente la cortina de la habitación. Avanzamos poco a poco, paso a paso… Observamos nuestras reacciones, deteniendo los momentos para no equivocarnos. Alargamos el instante de conexión para estar seguros. La besé en sus labios, que gemían muy despacio, muy sentidos. Ella me miró y vi un brillo en su mirada que me emocionó. Continué penetrándola despacio, pero cada vez con un punto de mayor firmeza. Y ella acompasó sus caderas a las mías absorbiéndome con delicadeza.

Noté más tensión en su abrazo y una aceleramiento de sus ligeros gemidos. Yo estaba también a punto de correrme, pero ella lo alcanzó antes. Fue un orgasmo tranquilo, sosegado, donde solo giró la cabeza a un lado, entreabrió la boca, arqueó ligeramente el cuello y se dejó llevar. Fui a sacarla, pero ella me retuvo.

—No… sigue dentro, por favor… —susurró muy lentamente, queriendo alargar el momento al máximo.

Me abrazó con mucha fuerza.

—Sigue… sigue hasta que te corras… —me dijo con el mismo hilo de voz.

Volví a mover mis caderas, una, dos, tres veces. La observaba con los ojos ahora cerrados, sintiéndome dentro. Colocó las manos en mis glúteos y me ayudó a acompasarme otra vez a ella. No tardé en sentir que explotaba en su interior. Gemí a la vez que mi semen salía, y tensé la espalda.

Cuando terminé y fui a sacarla, ella volvió a susurrarme.

—No… quédate ahí un poco más.

Buscó mi boca y nos dimos un beso muy lento, solo de labios, suave, casi adolescente. Me quedé encima de ella, escuchando los latidos de mi corazón y sintiendo sus caricias en mi espalda. Vi que dos lágrimas salían de sus ojos, pero no quise decir nada. No sabía tampoco si era una reacción de felicidad o de rechazo. La acarició la mejilla derecha con ternura. Me miró y sonrió aún con el reguero de las dos lágrimas furtivas en sus mejillas. Volvió a besarme.

—No sabes cómo deseaba esto… No te puedes imaginar lo que esto significa para mí.

Su voz era trémula, en tono muy bajo. Me enternecí.

Cuando nos desacoplamos, ambos nos quedamos otra vez de lado, mirándonos. Ella me acariciaba la cara y apuntaba una ligera sonrisa. Abracé a Isabel; mi Isabel, mi mujer, mi esposa, la madre de mis hijos y de quien estaba enamorado sin remedio, apareció de pronto nublando mil recuerdos funestos, penosos y tristes. Entre la bruma de las dudas, de la angustia y de la incapacidad, puede ver que siempre la querría, a pesar de todo. Absurdo y terrible, pero era la verdad. Y el divorcio, aunque ahora sintiera eso, seguía planeando…

No podía olvidar ni perdonar. Aquellos meses estarían permanentemente en mis recuerdos, en el desván de lo trágico y malicioso. Nunca podría desentenderme de aquella desdicha que supuso para mí. Era imposible.

Pero quizá, si nos dábamos una nueva oportunidad, había una posibilidad de volver a ser felices. De regresar a lo que habíamos sido y de enterrar en la medida de lo posible aquellos meses de locura…

¿Era posible? ¿Sería yo capaz de olvidar? ¿Y de perdonar…?