Una decisión difícil 5
Reflexiones de Isabel
El informe médico llegó. No tenía desgarros ni tampoco ninguna ETS, por suerte. Respiré aliviada, pero aquello me hizo revivir las escenas de mis súplicas rogando que me dejaran. En mi cabeza resurgieron con ferocidad mis ruegos, mis peticiones para que me dejaran, el daño cuando fui penetrada, la sensación de haber sido forzada a mantener unas relaciones sexuales cuando yo ya no lo deseaba…
Era como si me viera en un sueño. Como si una tercera persona fuera la que estaba siendo testigo de ese ensañamiento y todas aquellas vejaciones. Recordaba sus caras, deformadas con muecas de furia y de cocaína, sus manos sujetándome, sus risas de desprecio, su desvergonzada actitud hacia mí.
El sonido de su orina chocando en mi cuerpo…
Su maldad…
Quizá se me pueda decir que yo me lo busqué. Que toqué con mis manos las puertas del infierno y que me invitaron a entrar. Que podía ser previsible que me sucediera con gente casi desconocida; que mi descenso a esos abismos me tenía reservada esta experiencia. Puedo admitirlo. Pero, a pesar de todo, de mi estupidez, mi egoísmo, mi insensata decisión de romper con mi vida y mi familia, nadie se merece eso.
Esas imágenes y recuerdos, por muy confusos y desordenados que los tuviera, ya serían indelebles para mí. Creo que nunca los olvidaré y tendré que vivir con ese estigma y la sensación de haber frustrado mi vida y la de mis seres queridos.
Pero, por otra parte, y a pesar de todo, me había ayudado. Sonaba absurdo, pero a la vez real. Aquella bofetada tan extrema me mostró el camino que debía seguir. Regresar a mi vida, a mi marido, a mi familia… A intentar recomponer lo que había roto. A darme cuenta de que quería a Luis, a que nunca había dejado de amarle a pesar de obstinarme en separarme de él.
Un día que estaba sola en casa y él se había ido a trabajar, entré en el dormitorio de invitados. Me sorprendí a mí misma acercando a mi nariz la ropa con el aroma de mi marido, percibiendo ese olor tan suyo y de hogar que ya tenía olvidado. Me enternecí aspirando esa mezcla de su piel y la colonia que usaba.
Me senté en la mesa donde estaba su ordenador portátil. Vi unos papeles y también varias notas escritas a mano. Una de ella me derrumbó. En ella, con escritura de trazos rápidos, pero totalmente legibles, se leía un número de teléfono y una sola palabra: abogado. Me quedé un minuto por lo menos leyéndola una y otra vez, sintiendo una ola de realidad entrando en mi pecho y rompiéndolo. Se me caían las lágrimas pensando que ya lo había perdido. Me sentí, merecidamente desgraciada.
Tania me había contado la visita a Pepe y a Martin. Del otro, el que entró en aquella habitación después de que Pepe saliera con una chica a meterse algo de coca, no supe nada más. No sé si Tania descubrió algo o no quiso decirme nada. Yo tampoco pregunté. Quería cerrar ese capítulo de mi vida. Enterrar todo aquello, desde aquel día en que le dije a Luis que iba a follar con otros, hasta esa última escena tan bestialmente desagradable.
Tania… No me imaginé nunca que podía ser resultar de tan ayuda para mí. A fin de cuentas, no era más que una amiga de Mamen. Y Mamen mía, aunque tampoco de mucho tiempo atrás. Cuando trabajamos juntas en la agencia de marketing digital nos llevábamos bien. Me parecía una chica divertida, atractiva, con estilo y un punto de elegancia y sensualidad que parecía brotar de ella casi por encanto. Pero no habíamos llegado a compartir más allá que unos cafés y conversaciones sobre maridos, novios y hombres. Nada que indicara que se convertiría en alguien tan especial para mí.
Mis amigas de toda la vida estaban en sus cosas. Sus hijos, sus maridos, sus trabajos y no podía contarlas que yo había decidido acostarme con otros hombres fuera de mi matrimonio. Era impensable para mí que conocieran ello. Por eso, cuando Mamen apareció en el gimnasio con Tania, algo me dijo que podía ser esa válvula de escape para hablar de esa necesidad que yo misma me fui creando y construyendo, pensando en Luis como un padre o un compañero y no como un amante. Y que el curso de las cosas terminaría por apaciguarme, tener alguna escapada y continuar con mi matrimonio. ¡Qué absurdo e inconsciente me sonaba ahora todo aquello!
Hubo una cosa que, además, me picó por dentro. Tania me sorprendió con una observación que encendió, por unos instantes, mis celos. Cuando a los dos días de su visita con Luis, a Pepe y a Martin me llamó y vino a casa a referirme lo sucedido, me lo dijo con total tranquilidad.
—No sé qué viste, mi niña, en ese par de mierdas, teniendo lo que tienes en casa…
Al principio me sentaron mal sus palabras. Luis, a pesar de todo, seguía siendo mi marido. Esa expresión, aunque suene extraño y egoísta después de lo que hice, entendía que solo las podía decir yo. O yo lo percibía como tal.
—Será que no te fijas ya en él… Pero tu maridito es un tío bastante interesante —añadió con esa naturalidad que imprimía su suave acento canario y esa mirada de brillo felino que poseía.
Cuando Luis llegó a casa, lo observé. Había adelgazado y el gimnasio le estaba dando una tonificación, utilizando la misma expresión que Tania, interesante. A sus treinta y ocho años se conservaba bien, muy bien, la verdad. Se había cortado el pelo, dejándose la parte delantera más larga, con una especie de tupé a la moda de los chicos más jóvenes, pero sin excederse. Una barba de apenas dos días le sombreaba el mentón. Estaba atractivo, la verdad. Más que Pepe y Martin, sin duda. Tania tenía razón, ¿qué había ido a buscar yo fuera de lo que tenía en casa? Era absurdo. Esa noche, cuando me quedé observándole dormido en el dormitorio de invitados, con el suave ronquido de su respiración, con su pecho descubierto y tan solo un ligero pantalón de pijama, comprobé, una vez más, lo estúpida que había sido.
No quería mentirme. No había buscado a un hombre guapo, o musculoso o de estética atractiva. Quería sexo, puro sexo. Pero era obvio que, con alguien bonito, se espera mucho más agradable. En ese momento, sentí mucha lástima de mí misma. Pasé mi dedo índice de la mano derecha apenas rozando el pecho de mi marido. Llegué hasta su ombligo. Muy suavemente, con cuidado de no despertarlo. Sentí que mis pezones se erizaban, a pesar de que seguramente, no podría hacer nada sexual tras lo sucedido con aquellos dos desalmados. Pero algo me decía que, con Luis, no me bloquearía. O que sería mucho más fácil que con cualquier otro. Volví a llorar cuando cerré la puerta de la habitación y recordé el papel con el teléfono del abogado.
Vagué por la casa, recorriendo y tocando los rincones donde él se sentaba, leía, comía o se echaba la siesta los fines de semana. Escuché las risas de mis hijos desde sus fotografías esparcidas por todo el salón. Miré a nuestra foto de recién casados, en una isla del Caribe. Los dos sonrientes, jóvenes, con ganas de comernos el mundo y el uno al otro.
Sentí frío. Eran las tres y media de la madrugada y como cada noche, me había despertado sobresaltada, soñando con aquellos dos animales, obligándome a seguir con ese sexo, penetrándome y haciendo caso omiso a mis súplicas y negativas a seguir… meándose encima de mí. Todas las noches se repetía ese sueño y el subsiguiente insomnio. Sin excepción… Me senté en el sofá y me abracé a mis piernas, con mis ojos a punto de estallar. Ahora me daba cuenta de que todo había sido un error mayúsculo y que, muy posiblemente, iba a pagar un precio mucho más caro del que ya estaba pasándome factura.
Y me percaté de que, si un día volvía a hacer el amor, sería, muy posiblemente tras horas de tratamiento sicológico, de sacar aquel veneno interior que me quemaba, y abstraerme de la vejación a la que fui sometida. Pero a la vez, era consciente de que, si había un hombre capaz de sacarme por él mismo de ese marasmo de ponzoña y asco, era Luis. En ese momento deseé tanto poder hablarle de todo esto…
No podía perderlo. Me hice la promesa de que lo intentaría, sabiendo que casi con total seguridad, en una semana, dos a lo sumo, cogería la puerta para no volver jamás a mí. Cada día que pasaba lo notaba más alejado, pero forzándose a permanecer conmigo. Sé que me rechazaba porque intenté acariciarlo en varias ocasiones. Entendía que me lo hiciera. Totalmente. Me lo merecía. Lo que no sabía mi marido era que, además de su perdón, de su cariño y de su amor, buscaba que fuera él quien me rescatara de mí misma y los diablos que llevaba dentro.
En medio del silencio, allí sola, abrazada a mis piernas encogidas, empecé a llorar en silencio. Sintiéndome muy culpable, muy tonta y con la sensación de merecerme todo esto. Luis iba a divorciarse de mí. Esa era la realidad que me esperaba en pocos días, si no ocurría un milagro…