Una decisión difícil 15

Sigue la historia...

  1. Isabel

Aquella noche hicimos el amor. No sé si podríamos llamarlo follar. Me dio la sensación de que debía buscar un sexo más tranquilo, más sosegado. Más cariñoso y atento. Nos besamos muchas veces, con abrazos y sonrisas.

Me acarició ascendiendo en su deseo, en su hombría. Noté el pulso de su dureza buscando mi vagina, con cierta prisa por disfrutar. Yo intenté ralentizarlo y me llevé su tensión a mi boca. Alargando su placer, su deleite. Fui despacio, sabiendo que encendía nuevos deseos, nuevas necesidades. Noté sus pálpitos en mis labios, siendo acariciados por mi lengua, conscientemente lenta y suave.

Nos acoplamos para sentirnos uno a otro, dejando que se extendiera el sexo en nuestras bocas y dedos. Con humedad lenta en mi caso, más salvaje en la suya. Retardando nuestras explosiones, calculando los límites que necesitábamos.

Me senté a horcajadas sobre él. Absorbiendo su deseo con calma primero y con arrebato ascendente y progresivo después. Sintiéndonos, sabiendo que nos pertenecíamos. Vi latiendo el deseo de su mirada en mí, sus caricias cada vez más poderosas; roces que se convertían en pequeños pellizcos de necesidad, mientras yo me hundía en su hombría, con cadencia cada vez más abrupta. En la penumbra de la habitación de ese hotel, con la brisa entrando suave y tenue, acariciando nuestras pieles, y erizando nuestras ganas.

Suspiré con cada hundimiento, con cada acometida de Luis, escuchando chocar nuestros cuerpos en su lucha por llegar y la mía por contener. Gemí con cada mirada suya, con sus caricias en mis glúteos, sus pellizcos en mis senos, endureciéndolos, haciendo que surgieran picos de deseo en sus puntas. Sus manos recorrieron mis caderas afianzándome en él, mientras nos clavábamos las ganas de tenernos. Cabalgué con el sentimiento a golpe de corneta, sabiendo que mis miradas lo excitaban, que mi lentitud al abrazar con mi interior su pene, acercaba un paso más su éxtasis. Dejé que se recreara en mí, mis movimientos con erótica y genital cadencia. Sintiendo su firmeza invadiéndome sin problemas en mi húmeda y receptiva frontera. Sabiendo que mi explosión estaba cercana, que mis gemidos y susurros electrificaban su virilidad que se estiraba con toda la fuerza de su pronto estallido.

Yo exploté con gemidos prolongados, sentidos y deliciosos; alcanzando un clímax que solo él podía darme. Me recorrió todo el cuerpo, alargando y extendiendo mi disfrute. Lo miré complacida y me derrumbé en su pecho, besándolo, primero con una calma tempestuosa, y luego con brío más lujuriante. Volví a sentir su palpitante dureza y sus jadeos en mi boca, pugnando por salir y descargar el ansia acumulada por mis embates de amazona. Me imaginé que deseaba ese sexo en el que cada día escalábamos un nuevo peldaño. Redoblé mis ganas de satisfacerlo con toda la profundidad que mi boca y mi lengua fueron capaces. Le acaricié con la tensión de ese sexo descarado, sus testículos, lamiendo su endurecimiento con ardor e ímpetu. Volví a tragarme su excitación ya desatada, ya sin sosiego. Me abandoné a que mi arrebato y agitación fueran ascendiendo a la vez que la suya.

Tensó su espalda y arrecié mi mano derecha, dejando mi rostro cerca, viendo el pálpito a punto de detonar. Y con un prolongado bufido, explotó en mí, sabiendo que aquello podía complacerle. Me dejé llevar por su nueva querencia a ese sexo. Yo también disfrutaba, pero lo mío era más a través de él. De sentirlo pletórico, electrizado, inflamado y transportado a nuevos territorios sexuales y lujuriosos.

Me tumbé a su lado, sonriente, dichosa. Dejando que me viera marcada por su simiente en mi garganta y una de mis mejillas. Observó con una media sonrisa el reguero que descendía, lento y blanquecino entre mis senos. Bufó nuevamente de placer y yo me sentí contenta. Pero temiendo que los pasos hasta la frontera se fueran acortando…

Yo permitía que mi excitación descarrilara agarrada a la suya. A su rebufo constante y marcado. Tenía miedo a que el temor de Luis por que volviera a irme con otro, lo agobiara. Él me conocía de sobra y era cierto que, en determinado nivel de excitación, mi imaginación volaba a Altea, a abrazos prohibidos, a sensaciones que solo se viven en el cuerpo de alguien ajeno. Aquel sabor a cuerpos que se buscaban y penetraban, a gemidos de placer distante al hogar, era atractivo. Es innegable. Pero ya, inasumible para mí. Y conscientemente, lo intentaba tapar, concentrándome solo en él. Quería que fuera así y terminaba lográndolo.

Yo lo sabía. Luis tenía miedo; lo notaba. Él hacía por disimular, por no darme a entender que a pesar de todo lo que yo le dijera, no iba a regresar a esa parte de mi vida. Y que era él, con su presencia, su manera de tratarme en los momentos más dolorosos, más sufridos y humillantes para mí había sido mi sostén. Mi marido, mi pareja, mi refugio…

No sabía si me equivocaba, pero tomé el sexo como un camino más para convencerlo. Para demostrarle que con él me era suficiente, que podía tener ese mismo sexo desaforado, excesivo y frenético con él. Que nadie más me hacía falta… No sé si podía convencerlo de otra forma. No encontraba palabras suficientemente contundentes para dejarle claro que era todo para mí. Que aquello, a pesar de ciertos fogonazos de recuerdos, de inevitable estímulo físico, estaban olvidados. En el fondo y en la forma. Sin él, nada tenía sentido. Que nuestro sexo era perfecto, sin faltas ni fallas.

Me preocupé esa noche. Me noté incapaz de ser más clara. Y cuando hablé de lo sucedido meses atrás, sentí vergüenza y rechazo. Cualquiera puede echarme en cara que, en su momento, no me importó. O pretendí que no me importara. Y tendrán razón. Fui estúpida, egoísta, inmoral, indecente y deshonesta con Luis y conmigo. Pero aquello pasó.

Y todo por una quimera. Una irrealidad que se agotaba en sí misma y que me llevó a la mayor vejación que una mujer puede sufrir.  Me abandoné a una decisión que se estaba convirtiendo en muy dolorosa para ambos. Para él, porque no olvida, diga lo que diga. Para mí, porque no puedo superar ese muro que él ha creado intuyendo que puedo volver a caer en aquello.

Solo quiero estar con él. Con Luis… con nuestros hijos. Me pongo muy nerviosa cuando veo que se queda encasquillado en algún lugar de ese dolor tan lacerante que debió sentir.  No sé qué más hacer… Solo quiero complacerle. No me puedo permitir imaginarme sin él. Perderlo otra vez… Me muero, lo juro. No sé si los juegos que hacemos son tan excitantes para él. Para mí no lo son tanto. O, bueno, son en la medida que lo son para a él. Tampoco sé dónde parar. Temo defraudarlo, que empiece a pensar que no puedo complacerlo. Y me da pavor que un día se canse. Que todo este juego, cuando deje de excitarlo, nos lleve a crear nuevas fronteras entre nosotros. Por eso sigo jugando, no marcando ningún límite a su imaginación…

Me quema esto, pero haré lo que me pida. No cometeré más errores.

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El día amaneció espléndido. Un sol primaveral, lejano a las fechas que en realidad estábamos, alumbraba radiante y firme sin dejar una sensación de calor excesivo. Isabel pidió el desayuno en la habitación y lo tomamos en la cama, acariciándonos, sonriendo, bromeando y mostrándonos uno al otro, como dos adolescentes estúpidamente enamorados.

Si alguien nos viera, estoy seguro de que, dudaría de nuestros años de matrimonio. Debo admitir que, en ese momento de mi vida, podía asegurar que nunca había estado tan feliz. Solo el nacimiento de Isa y Pedrito, podía superarlo, por el hecho de que los hijos, para nosotros, eran lo principal en este mundo. Pero si me centraba en exclusiva en Isabel y en mí, no me cabía duda.

Tras un rato de permanecer en la cama con evidentes ganas de volver a follar con Isabel, decidí que lo mejor era dejarlo para esta noche y disfrutar de nuevo con ella de una larga sesión nocturna. Podía esperar, me dije. Sí que, para bajar la libido y serenarme, me fui al gimnasio.

Quemar calorías me ayudaría a ablandar la tensión, sin duda. Isabel, en cambio, decidió ir a la piscina, quedando ambos en vernos allí. Estaba preciosa con esa sonrisa y ese brillo en los ojos cuando me miraba…

Llegué al gimnasio teniendo que disimular el medio empalme que llevaba. Por suerte, no había mucha gente y pude escoger la cinta más alejada de las tres o cuatro personas que estaba haciendo ejercicios en silencio.

Mientras corría en la cinta, pensé en la noche anterior. Primero en la cena, con aquella nueva confesión de Isabel. ¿Sería completamente verdad que no echaba de menos aquello? Necesitaba creerla, que aquello fuera verídico. Pero ¿era completamente? No, yo sabía que completamente, era imposible. Ayer, a pesar del maravilloso primer polvo, volvía a tener constancia de que, en algún momento de excitación, ella ascendía a ese nivel que le hacía desembocar en una lujuria total.

Mientras avanzaba en esos kilómetros estáticos, escuchando el pisar de mis zapatillas, rítmico en la cinta, no paraba de pensar en que, de alguna forma, Isabel y yo teníamos un embrollo importante. Nos queríamos, pero necesitábamos de ciertos estímulos: yo, algunas dosis de imaginación. Ella, un sexo de superior calidad de tanto en tanto. Me convencí de ello. Y no es que tuviera una total y absoluta certificación de aquello, pero mi intuición, mis recuerdos de ver los gestos de mi mujer follando con ese chico tatuado, me lo corroboraban.

¿Seríamos capaces de torear con aquello? ¿Era bueno volver a esos polvos de antaño, tranquilos y serenos? Yo mismo sabía que no. De alguna forma, aunque irracional y estúpida, Isabel se había adentrado en esa vorágine, solo que esta vez, conmigo. Pero ¿sería así siempre? ¿Añoraría esa etapa? Si regresaba a ella, nos mataría a ambos en vida.

Sin darme cuenta, llevaba casi media hora corriendo. Sudaba copiosamente y necesitaba una ducha o un baño. Había gastado unas buenas calorías, e incluso mis pensamientos acerca de Isabel se había atemperado. Sonreí para mí, recordando la noche anterior. Pensé en acudir a la piscina junto a Isabel. Podía darme una rápida ducha aquí mismo en el gimnasio, y zambullirme en la piscina unos minutos para rematar. Me decidí.

Salí relajado de la ducha y me vestí de nuevo, pero sin colocarme la camiseta, empapada de sudor. Con tranquilidad y silbando una melodía de anuncio, me dirigí hacia las tumbonas de la piscina. Entonces, vi a Isabel con ese chico. Ella estaba en la tumbona, sentada, con las piernas ligeramente dobladas y mirándole a él, que debía hablarla en ese momento. Ella sonreía complacida, o al menos, desde mi posición daba toda esa sensación.

Siguieron de animada charla y a ella reírse. Ella, sin mostrar pudor o ganas de cortar aquello; él contento con el caso que le dispensaba Isabel. A ella, gatuna, elástica y mostrándose de una forma sutil pero clara, a los ojos de aquel chico. Él, complacido por las vistas.

Me quedé quieto. Volvieron a mí los nubarrones, las dudas. Los fogonazos de Isabel follando con aquel chico de los tatuajes. Sus gestos, sus ojos entreabiertos, su disfrute desvergonzado.

Me quedé pensativo. Negando ligeramente con la cabeza. Era obvio, transparente. Isabel, aunque no quisiera, mantenía esa disposición a estar disponible. A, si pudiera, tener de nuevo sexo con otros hombres. Quizá, me dije a mí mismo, ella se contenía por mí. Por no volver a la vida anterior tan dolorosa y cruel. Pero nadie me aseguraba que un día se fuera de nuevo que se alejara en esa dirección que me mataba.

¿Estaba dispuesto a perderla si decidía de nuevo dar ese paso? Me dije que no. Pero de la misma forma que tampoco estaba dispuesto a volver a soportar aquella etapa de nuevo. Los papeles del divorcio seguían en casa. Guardados en un cajón. Me angustié solo de pensar en que eso pudiera pasar.

Entonces, sin tener muy claras las ideas, una decisión de fue abriendo paso con lentitud en mi mente. Una decisión que posiblemente iba a cambiar nuestras vidas. Una decisión que ni siquiera estaba convencido de soportarla.

Pero, a fin de cuentas, una decisión que, en alguna medida, salvaba a ambos. A ella y su deseo encubierto, y a mí, en el aspecto de no ser el que solo sufría.

En ese momento, viendo cómo se alejaba aquel joven, volviéndose a mirar continuamente a Isabel que, a su vez, lo observaba, tomé aquella decisión tan difícil.

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  1. Isabel

A eso de las doce, mientras Luis se quedaba en el gimnasio, yo me fui a la piscina. Hacía un buen día y pensé en tomar un poco el sol. Llevaba un bikini de color gris oscuro y una camisola blanca, larga, hasta mitad de los muslos. Gafas de sol y una sonrisa. Estaba contenta. Llegué a las tumbonas, escogí la que me pareció mejor, y una camarera, muy atenta, se acercó para ver si yo quería algo.

Pedí una Coca-Cola Zero Zero y me tumbé. Note la tibieza del sol calentándome la piel. Su suavidad acariciándome con temple y calor tranquilo. Pensé en Luis y en mí. Por fortuna todo volvía a la normalidad. Él me había perdonada y yo tenía la absoluta convicción de que era el hombre de mi vida. ¿Cómo había llegado a desear tener sexo con otros hombres? Lo veía tan lejano que ni decisión en ese momento, me pareció que era de otro mundo. Pero había hecho daño a Luis. Mucho, muchísimo. De alguna forma, me sentía obligada a agradarle y complacerle en lo que me pidiera. Y me alegraba que disfrutara con aquella excitación que le provocaba bromear sobre Peter. Era gracioso. O bueno, no sé si la palabra era exactamente esa. Pero, cualquiera que fuera, me parecía justo seguirle el juego. A mí, particularmente, Peter me resbalaba. Era un hombre guapo, atento, educado… pero yo ya solo veía a mi Luis. Y si él se excitaba con ese juego, yo estaba dispuesta a complacerle. Sentía que se lo debía.

Me enternecía y emocionaba cuando le hablaba de lo mucho que lo quería. Me sentía estúpida, floja, débil. Pero sincera. Lo que me apenaba era que yo había llegado a esto por el camino más doloroso para él. Si pudiera arrancar esas páginas de mi vida…

—¿Estás sola?

Me incorporé ligeramente de la tumbona, quitándome las gafas de sol y haciendo visera con mi mano. De pie, a mi lado, un hombre al que no distinguía bien por el contraluz parecía sonreírme. Bajó hasta quedar a mi altura, sentándose en la tumbona de al lado, la que yo había reservado para Luis por si se animaba a venir a la piscina.

—¿Perdona…? —le espeté sorprendida.

—Que si estás sola —me repitió con naturalidad y una amplia sonrisa.

Me fijé ahora en él, sentado a mi lado. Era guapo y lo sabía. Sonreía con aire tranquilo, sabiendo que estaba cazando y no lo oculta con disimulos pueriles.

—No, no… estoy acompañada.

—Vale, perdona… como he visto la hamaca vacía —desvió la vista un momento hacia ella, donde solo reposaba otra toalla de color azul, del hotel —… pues he pensado que estabas sola.

Me fui a recostar de nuevo en la tumbona, dando por finalizada la conversación. Ya me estaba colocando de nuevo las gafas cuando volvió a hablarme

—Me llamo Gonzalo. Estoy también hospedado aquí.

Sonrió de nuevo. Esta vez con un poco más de amplitud, y sin moverse de la tumbona de mi lado.

—Encantada Gonzalo. —No le dije mi nombre e hice un nuevo amago de volver a tumbarme.

—¿No me vas a decir cómo te llamas?

—No… sinceramente, no. —Yo también sonreí manteniendo la visera en mi frente—. No lo veo necesario, la verdad.

—Es una pena…

—¿Por qué es una pena?

—Creo que nos caeríamos bien.

—Tengo la impresión de que caes bastante bien a muchas, Gonzalo. No te hago falta.

Se carcajeo un poco, pero no hizo el menor movimiento para irse. Me miraba con un pequeño toque de burla simpática en sus ojos. Era muy atractivo, la verdad.

—Sí, pero contigo es diferente. No sabría qué hacer… Me pones nervioso.

—¿Cómo dices…? —Pregunté sorprendida.

—Pues eso… que no sabría si estudiarte o trabajarte.

—No te entiendo… —me corregí al momento—. Bueno, tampoco quiero entenderte, la verdad. Has sido muy amable, Gonzalo —dije dando por terminada la conversación. Era obvio que estaba intentando ligar conmigo y yo no quería.

Se incorporó, pero continuó mirándome con esa sonrisa. Iba en pantalón corto, unos mocasines de piel y la camisa muy blanca por fuera, moviéndose al son de la ligera brisa. Volví a verlo muy guapo.

—No sabría qué hacer contigo porque Dios debe estar muy contento por haber hecho algo tan bonito. Y si te estropeo, lo mismo se me enfada.

Sonreí. No es que me gustarán los piropos, pero al menos este me había parecido algo original.

—De todas formas —continuo—, si tú piensas que lo mejor es que lo comprobemos, pues me lo dices. Estoy en la 105.

—¿Me estás dando el número de tu habitación? —Casi me pareció gracioso su descaro.

—Si quieres te dejo también mi móvil… —dijo elevando los hombros con total naturalidad.

—Estás fatal… Adiós, Gonzalo. —me puse mis gafas de sol y me recosté.

—Tú en cambio estás muy bien. Ya sabes… la 105

Y con total tranquilidad se encaminó sin dejar de mirarme cada pocos pasos y lanzarme destellos con su sonrisa.