Una decisión difícil 14
Seguimos con la historia
Cuando llegamos a casa, una hora más tarde, nos fuimos directamente a la cama. Yo estaba bastante excitado. Isabel, sonreía mirándome. Ella parecía estar mucho más tranquila y divertida, pero en cuanto se desnudó y palpó mi polla durísima, empezó a transformarse en esa mujer atrevida, dispuesta a satisfacer y desinhibida.
El primer polvo nos dejó a los dos bastante satisfechos. Ambos sonreíamos y respirábamos para recobrar el aliento.
—Joder, cielo… te pones a cien —le dije.
—¿Y no te gusta?
—Sí… ¿cómo no va a gustarme?
—Me ha regañado Tania. —Sus ojos me miraron divertida.
—¿Y eso? —me hice el distraído.
—Pues porque se ha dado cuenta… A Tania no se le pasa una.
—¿Cuenta de qué? —continué con mi cara de inocente.
—¿Me estás tomando el pelo? —contestó divertida Isabel—. Pues de que le cogiera la copa a Peter, y eso… De que le estuviera… en fin, como calentando.
Me quedé un momento callado, procesando aquello. Era bizarro, o a mí me lo parecía. Isabel, en cambio, se tomaba el asunto de forma más divertida.
—¿Le has dicho que te había tocado el culo?
—No me ha tocado el culo… No ha sido así —se defendió mi mujer—. Lo ha rozado. Y tengo la impresión de que intencionadamente, pero no puedo asegurarlo.
—Tienes un buen culo… —le susurré tocándoselo con mimo.
Ella se incorporó después de que terminara la caricia.
—Así que te gusta mi culo… —me dijo mientras me abrazaba.
—Sí… no está mal.
—¿No está mal…? ¿Solo eso…?
—Bueno, la verdad es que… tienes un pedazo de culo —aseguré un momento antes de que ella me besara con pasión dispuesta a acometer un nuevo orgasmo.
—Eso está mejor… mucho mejor —susurraba entre beso y beso.
Estuvimos unos momentos calentándonos, con caricias y besos cada vez un punto más excitados. Entonces, mientras me besaba el cuello, Isabel volvió a sorprenderme.
—Métemela… —rogó con un gemido.
Yo fui con mis dedos hacia su vagina y la noté húmeda, abierta.
—No… por el culo —rezongó con sensualidad.
Me quedé un momento impactado. Hacía mucho tiempo que no hacíamos el sexo anal. Ni recordaba cuántos. Quizá desde que Isa y Pedrito tenían cinco o seis años, en un fin de semana que nos fuimos a la boda de unos amigos en San Sebastián, y cuando volvimos, excitados y contentos por el alcohol, nos pusimos a ello.
—Quieres que…
—Sí… por el culo, mi vida. Hace mucho tiempo… —dijo muy bajito mientras paseaba su lengua por la comisura de mis labios y me lamía el cuello.
Un acceso de duda volvió a posarse en mí. ¿Lo habría hecho con otros? ¿Por qué recuperaba aquello? Pero, como las últimas ocasiones en que asaltaban esos nubarrones, me obligué a esconderlos.
—Voy a por el aloe vera… —me dijo saliendo de la cama decidida.
Pestañeé durante seis o siete veces, intentando alejar demonios y hacerme a la idea de que iba a sodomizar a mi mujer.
Cuando llegó, me untó bien la polla con una sonrisa y me daba un pequeño piquito.
—Hace mucho que no lo hacemos… —me dijo como si tuviera que excusarse. Al momento se volvió y se colocó a gatas en la cama—. Ponme en el culo, cielo.
Y yo, obediente, con el pecho palpitando de emoción y extrañeza, cumplí lo que me decía. Introduje un dedo y luego dos, primero despacio y luego un poco más rápido, comprobando que resbalaban con relativa facilidad dentro de ella.
Me coloqué y apreté con mis caderas y la punta de mi glande, su ano. Entró un poco al ritmo de un par de gemidos de Isabel que, sin moverse, parecía estar deseosa de la penetración. Apreté un poco más con el segundo y tercer golpe. Aún suaves y probando su estrechez. Un nuevo gemido, esta vez más largo. Me miró con los ojos entrecerrados, el pelo cayéndole por la cara y con la boca entreabierta. Empujé un poco más, y noté la mitad ya en ella.
Isabel escondió la cabeza en las sábanas con un nuevo gemido, largo y muy tenso.
—¿Estás… estás bien?
—Sigue… —me pidió con voz ligeramente ronca.
La metí entera y permanecí allí un instante, dejando que su culo se acostumbrara. Empecé a mover la cadera con suave ritmo, sin excederme, guiándome por los sonidos y movimientos de Isabel. Gemía con profundidad. Yo notaba la presión de toda su cavidad anal, compactando mi pene y notando la tensión de mi mujer. Aceleré ligeramente mis movimientos, provocando una serie de gemidos en Isabel, continuados y encendidos.
No tardé mucho en correrme y lanzar mi semen en su espalda. Salieron un par de disparos largos que aterrizaron encima de ella, a más de dos palmos de mí. Me recliné en mis talones y suspiré. Isabel seguía en la posición en la que había recibido mis acometidas. Me acerqué a ella, coloqué mi cara junto a la suya.
—¿Todo bien…?
—Humm… sí, he estado a punto. —Una sonrisa le decoraba su cara.
Entonces, con ímpetu y ganas, la empecé a masturbar así, en esa posición, con los regueros de mi esperma en su espalda. Con firmeza, sin atisbos de dudas ni delicadezas. Empezó a gemir y a convulsionarse primero ligeramente, luego de forma más espasmódica, dejando que el orgasmo la recorriera todo su cuerpo.
—Dios… qué bien —dijo al final, arqueando la espalda.
—Sí —le dije besándola en la mejilla.
—Me apetecía mucho después de tanto tiempo… —repitió de nuevo.
Pero yo, a pesar de haber gozado, sabía que algo tenía que ver ese profesor, o los comentarios sobre que Peter la había tocado el culo. Sospechaba que mi mujer, como yo, también se excitaba con ese juego… Mucho.
Recordé la pregunta de Tania y no supe responderme. Yo pensaba que sí había superado aquello. Al menos en lo que concernía a perdonar a Isabel y asumir que había sido un tremendo error, una demencia y un atroz disparate. Pero no me negaba que acudían a mí, ramalazos de incertidumbre, fogonazos de dudas y temores. Prefería no saber, pero igualmente me torturaba imaginar.
Necesitaba dar un nuevo paso para conocer el estado de excitación de mi mujer cuando estaba conmigo. Y avanzar en ese camino, aunque me provocara un profundo temor. Pero la curiosidad pudo conmigo.
Isabel dormía. Plácidamente, de lado. Con su media melena ondulada de reflejos rubios y castaños. Me levanté con un fuerte retumbar en mi pecho. Cogí el ordenador y lo encendí. Quería estar seguro, y por eso volví a ver el vídeo con aquel joven en nuestro salón. Seguía siendo doloroso, impactante, tremendo y durísimo. Las imágenes se sucedieron sin voz esta vez. No buscaba oírla, sino verla. Dudé si no tenía yo un punto masoquista, al notar que la laceración que sentí el día que lo vi por primera vez, hoy no era menor. Todo ese resquemor y daño, se mantenía casi intacto. Pero, a la vez que eso, la sensación de haberlo dejado de lado, de estar encerrado en el baúl más recóndito de mi memoria, digamos que me tranquilizaba algo.
Entonces, ¿por qué estaba allí viéndolo? Sencillamente, porque en ese video, Isabel tenía los mismos gestos y caras, que minutos que antes conmigo. Había gemido como cuando aquella enorme polla la invadía con todo su permiso y beneplácito. Y yo, a pesar de gozar con ella, no podía evitar el pálpito de la eterna sombra en mis reflexiones…
Volví a clavar mi mirada en aquella escena que tanto me dañaba. No había duda. Ninguna, la más mínima. Tenía los mismos gestos, la misma cara, y se movía de la misma manera. Isabel, mi mujer, volvía a follar como una loca…
Isabel
Fue extraño iniciar aquel juego. Y, sobre todo, que fuéramos los dos, de acuerdo, sin necesidad de decirnos apenas nada. Para mí, fue liberador que Luis no sufriera con este tipo de insinuaciones y juegos, ni se mortificara. Al principio me dio miedo. No estaba segura de que funcionara. Pero sorpresivamente para mí, sí. O no eran rechazados, porque tampoco sé con exactitud el grado de motivación que causaban de verdad en Luis.
Tampoco puedo negar que algo, aunque lejanamente, podría llegar a excitarme. Pero me obligaba a no hacérselo saber. No me sentía con el suficiente valor como para explicare que, aunque nunca volvería a caer en esa locura de meses atrás, tampoco podía negar que no rechazaba ese tipo de sexo con Luis. Fueron muchas noches divertidas a costa de Peter, de su guapura, de sus insinuaciones en el trabajo, muchas verdaderas… A Luis creo le excitaba, aunque luchara por no demostrarlo. Lo entendía. Debía ser complicado mostrarse así cuando su mujer lo había traicionado de aquella manera. Nunca dejaré de arrepentirme…
Quizá me equivoqué al seguir ese juego con Peter, para encender a Luis. Porque hubo más de un momento en que se lo creyó. Bien es cierto que lo que hice, siempre fueron cosas muy sutiles, sin que pudiera haber una absoluta seguridad en él. Pero era un hombre acostumbrado a gustar. Un día me invitó a comer y lo rechacé aduciendo que tenía que irme a casa. Otro, a una cerveza al salir del trabajo. De esa no me pude escapar. Y se me insinuó. De forma galante, tranquila, sin presión. Y yo, con una sonrisa, le rechacé con educación y tranquilidad. Eso no detuvo sus intenciones. Creo que, incluso, apreté un poco más en su orgullo y, de forma constante, firme y tranquila, continuó con su acercamiento sin que la importara ese declino por mi parte.
Pero no dejé que pasara nunca nada. Porque fue así, jamás sucedió lo más mínimo. Él era un caballero y yo conocía los peligros del abismo. Aunque… Un día Peter volvió a insinuarse y dejó un sutil roce en mi brazo derecho y en mi espalda, resbalando unos dedos que se adivinaban expertos y una promesa de satisfacción en su mirada. Al día siguiente, de nuevo lo mismo. Sutil, suave, delicado, pero con ese taladro en los ojos. Por la tarde, deseé que Luis llegara. Me excitaba pensar en él y en mí, jugando a aquello, provocando un sexo divertido y cómplice. Pero me llamó diciendo que llegaría tarde a casa, y que, seguramente cansado. Me quedé algo chafada y, por primera vez en bastante tiempo, me masturbé mientras me daba una ducha relajante. Fue raro y no conseguí disfrutar todo lo que se suponía. Me hacía falta Luis…
No puedo negar que me gustaba que un hombre atractivo se fijara en mí. Creo que eso le puede pasar a cualquiera. Pero mi excitación venía del comportamiento de Luis, no de Peter. Del volcán que se desataba en él. Era excitante y conmovedor. Hubo otro día, tras una nueva conversación con Peter llena de dobles sentidos y segundos de más en sus miradas, que entré en casa, vi a Luis en el salón y me desnudé allí mismo, sin decir una palabra. Fue un polvo aguerrido, de fuerza, intenso y que me destensó por completo. Llevaba tres horas queriendo llegar a casa y pensando en desahogarme y disfrutar con mi marido…
Por suerte, y digo bien, Luis había empezado a tener una actitud en la cama más que notable. No sé si fue la excitación del momento, o que de lo bien que estábamos, pero el hecho era que nos buscábamos uno a otro con verdaderas ganas de follar, de disfrutar, de dejarnos llevar al son de una estabilidad y un cariño que nos transportaba a tiempos muy felices que ahora revivíamos.
Estábamos viviendo una segunda juventud; a mí me tenía loca, como a una adolescente. Lo miraba cuando él no se daba cuenta y me mordía el labio inferior para aguantarme. Sé que el detonante de ese cambio en mí hacia Luis estuvo provocado por la vejación que sufrí. En ese momento de absoluta debilidad y de sentirme tan vacía, él me rescató. Fue el punto en el que me apoyé para salir de esa zozobra. Y lo hizo de forma magistral. No sé si fue consciente de ello, pero incluso cuando no estuvo receptivo conmigo, era amable, afectuoso y atento.
Yo creo que siempre me ha querido. De verdad. Que, incluso en los peores momentos de aquella locura, él siguió enamorado de mí. Es mi hombre, y quiero que lo sea siempre. Casi lo perdí… Aquellos meses que yo intentaba oscurecer nuestras vidas, creo que siguió queriéndome, aunque fuera con mucho amargor y odio. Obligado a divorciarse por mi actitud, no por una falta de cariño y amor. Me arrepiento tanto de esos días…
Es curioso… esa atracción que ahora sentía hacia él me llevó a dar un paso más en el sexo que practicábamos. Vi su necesidad de follar, de sentirse a veces hombre y no tanto marido, de penetrarme con verdadero ímpetu. Y por supuesto, yo hice todo por agradarle. Se lo debía. Noté que le atraía un sexo más atrevido, más desvergonzado, más impactante… Más cercano a como yo lo había vivido. Y fue inevitable que eso me recordara todo aquello. Que vinieran a mí las imágenes cordiales, sensuales y atractivas de ese sexo tan satisfactorio con Jon, con Óscar o Daniel. O la majestuosa polla de Adrián. Tan chulo como gracioso, precisamente por esa impostura de macho contumaz.
Con esto no quiero decir que estuviera cerca de volver a mis andadas. No. No iba a caer en eso otra vez, pero es como los alcohólicos o drogadictos. Hay que estar vigilantes y no permitir las tentaciones. Huir de ellas. Pero Luis lo demandaba y yo sentía una obligación de cumplir con esos estímulos, a pesar de oler el riesgo. Creo que si le gustaba así, era mi obligación darle aquello. Pero el riesgo era evidente…
Como el día que vi a Jon… Estaba comiendo con una chica. Una chica joven, sonriente, atenta a su mirada tan varonilmente serena. Su rostro guapo, elegantemente esbelto. Su mirada de tenues azules… Mi Jon, con el que había disfrutado de ese fin de semana inolvidable en Altea, con el pálpito de su hombría en mi mano nerviosa la primera vez que me disponía a adentrarme en mi torbellino de sexo y desenfreno. Mi Jon…
Lo miré de lejos, contemplándolo desde una distancia prudencial, observando las reacciones de ambos. Ella absolutamente entregada a sus encantos, y él desplegando esa caballerosidad y atractivo que me llevaron al éxtasis en tantas ocasiones. Su media sonrisa; amable, atenta, azulada y encantadora… Y recordé las noches vividas con él. Los latigazos de deseo, las punzadas de frenesí que me empujaban a tenerlo dentro de mí.
Pensé en que lo normal era no haberlo conocido nunca. Que jamás hubiéramos coincidido, pero que la vida me puso un caramelo tan apetecible como ahora prohibido. En verdad, siempre lo había sido, pero yo me salté esas barreras con toda mi intención. Hoy era distinto. Por suerte, o por desgracia, pero lo era. No iba a volver a eso, a que peligrara mi vida con Luis…
Entonces, él movió sus ojos, como si supiera que había algo extraño en aquella escena. Y me vio. Se quedó mirándome unos segundos, expectante, intentando saber por qué lo observaba yo. Leí en sus ojos la extrañeza de que no volviéramos otro fin de semana a Altea. Vi sus labios en los míos y cerré los ojos para saborearlos. La chica seguía hablando, sin percatarse de que Jon dirigía sus ojos por encima de ella, con disimulo, pero con la atención puesta en mí. Me preguntaba con sus pupilas, quería saber por qué no seguí con aquello…
Y yo, aguantando un pequeño sofoco, supe que no debía continuar allí. Lo mejor era irme, cerrar aquellos recuerdos, tirar la llave y no volver a abrirlos. Respiré, me rehíce, lo miré con intensidad, y con un dedo, le tiré un beso, largo y sentido. Un beso que él no supo que era de despedida. Un beso para siempre, y para nunca. Él amagó una tímida sonrisa, y fue entonces cuando la chica empezó un giro de su cabeza al darse cuenta de que algo sucedía detrás de ella. Pero yo ya no estaba. Había empezado a caminar hacia mi casa, hacia Luis… hacia la tranquilidad, sabiendo que no iba a caer en la tentación, pero que ese pellizco de recuerdos tan tentadores, posiblemente, nunca iban a irse…
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Era viernes y le había dicho a Isabel que llegaría temprano. Esa tarde me la cogería libre. Ella tampoco tenía clases y nuestra intención era la de descansar y salir a cenar. Cuando entré en casa, la vi sonriente. Vino hacia mí y me enseñó una hoja de papel, recién impreso.
Lo cogí. Vi que era una reserva en un hotel de lujo en Lanzarote y dos billetes de avión para volar esa misma tarde. De hecho, en apenas tres horas y media, salía el avión.
—Una buena oferta de última hora… Está todo reservado. Mete algo en una maleta, y nos vamos.
—¿A Lanzarote? —pregunté sorprendido.
—A Lanzarote.
—¿Ahora?
—Ahora…
—Pero…
—Ahora, Luis. No lo pienses. Vámonos, tú y yo. Solos… —me dejo una mirada tentadora y un abrazo en mi cuello.
La besé despacio. Sintiendo sus labios en los míos. Mi Isabel, la que yo siempre había deseado, estaba allí.
—Tardo diez minutos…
Subí a nuestro dormitorio y vi que mi maleta estaba ya abierta. Era una pequeña, para no tener que facturar. La suya, estaba al lado, ya con ropa dentro.
—¿Qué llevo?
—Pues algo normal… una chaqueta puesta, un par de camisas, un par de pantalones… El azul, que me gusta mucho y te hace un buen culo, cielo.
Sonreí con ganas.
—…Dos camisas. Esta blanca y la rosa… ¿Te vale?
—Claro que sí. Mete otra por si te manchas cenando. Los hombres sois poco previsores… Y otro pantalón también.
—Pues el vaquero para el viaje, el pantalón azul y este otro… —le enseñé uno de color verde oscuro, muy moderno y que ella me había comprado.
—Me parece muy bien… De todas formas, en cuanto lleguemos te los voy a quitar… —Me dijo acercándose y volviendo a besarme.
—Me apunto a eso…
—Más te vale.
Miré en su maleta por encima. Unas sandalias de tacón altísimo, una blazer fina de color hueso, unos vaqueros rotos, otros pantalones pitillo de azul muy claro, una camisa blanca, ropa interior sugerente…
—Me gusta lo que veo… —dije sonriente.
—Pues verás esta noche…
El viaje, en efecto se presentaba excitante y divertido. No sabía cuál era la razón del calentón de mi mujer, pero me parecía divertido.
Llegamos al aeropuerto alrededor de una hora después. Pasamos los controles, hicimos algo de tiempo llamando a nuestros hijos por Face Time y embarcamos. Cuatro horas después, un poco antes de la de cenar, estábamos en el hotel, subiendo por el ascensor camino de nuestra habitación.
Era una suite de dos dormitorios. Amplia, muy cómoda, de aspecto elegante y perfectamente preparada. Sinceramente, no sé el tipo de oferta que había conseguido Isabel. Quizás una de esas de última hora. O puede que no, y que le apeteciera, lo reservara y me lo presentara así. Daba igual, yo estaba feliz.
Me metí en la ducha con rapidez. Nos habían reservado en un restaurante cercano, con vistas al mar y nos apetecía salir con tiempo y relajados. Yo me puse los pantalones que me había regalado Isabel, la camisa blanca por fuera y un jersey fino en los hombros. Ella, la blazer con la que había viajado en el avión, una camisa blanca y unos vaqueros rotos, ceñidos y tobilleros. En los pies, unos botines de tono castaño, de fino y medio tacón
Salimos de la habitación y le cogí de la mano. Ambos nos miramos en el ascensor y nos besamos.
—Te quiero, mi vida. —Me dijo muy mimosa abrazándome el cuello.
—Y yo a ti.
—Te comía ahora mismo… —me dijo muy bajito.
—No me digas…
—Y empezaba por aquí… —me susurró al oído mientras me colocaba su mano en mi bragueta, que creció al momento.
El ascensor, por suerte, llegó al recibidor del hotel y los dos, divertidos, volvimos a darnos la mano. Salimos andando hacia donde estaban los taxis, cogimos uno y nos dirigimos al restaurante. Yo estaba relajado, sonriente. Feliz con Isabel. Ella me miraba con una especie de mezcla entre ardor y cariño de niña enamorada. Me encantaba…
Llegamos al restaurante enseguida. La mesa estaba cercana a una cristalera que daba al mar. Terso, bruñido de un color azul muy oscuro, con una luna que rielaba ya por en su lomo, meciéndose con sus vaivenes.
—¿Te gusta? —me preguntó.
—Mucho. ¿De verdad es una oferta?
—El hotel, sí. Vamos a ver… una suite con un cuarenta por ciento de descuento. El avión también tenía precio reducido por última hora.
—¿Y el restaurante?
—Lo he reservado yo. Le dije al hotel que me lo confirmaran, pero lo he cogido yo esta mañana.
—¿Llevas pensando desde esta mañana en este fin de semana? —le pregunté mientras me colocaba la servilleta en las rodillas.
—Sí… me apetecía estar contigo en un sitio así.
La miré con dulzura. Esos eran los momentos en que Isabel me enamoraba como a un chaval. Le acaricié a mejilla.
—Gracias.
—¿Por qué?
—Por ser como eres…
Ella se dejó acariciar y rozó su mejilla un poco más fuerte contra mi mano.
—Te lo mereces. Ya te lo dije en Londres.
—En Londres me dijiste muchas cosas…
—Lo sé… Y te las repetiría otra vez. ¿Sabes? Hay veces en que me quedo embobada en el trabajo pensando en ti.
Me reí.
—¿No te lo crees? —me pregunto sorprendida y abriendo mucho los ojos.
—Sí… pero no te imagino.
—Pues es verdad. Sé que a lo mejor de tanto que te lo digo puedo parecer pesada. Pero es que es verdad. Me tienes como tonta, cielo. Es… no sé cómo decirlo y no parecer una cursi, pero es que es así.
Era muy agradable que Isabel me dijera aquello. Con esa mirada de verdes y caramelos, que chispeaba al hablarme.
—¿Te puedo preguntar una cosa? —le dije.
—Claro.
—Me encanta que estemos así. —Le cogí ambas manos—. Y te agradezco que estés siempre pendiente de mí, de complacerme, satisfacerme… Es muy bonito, en serio.
—Te lo mereces, mi vida. No hice las cosas bien… En realidad, me comporté fatal contigo.
—No me tienes que compensar. Está olvidado —le apreté un poco la mano, sabiendo que ese pequeño resquemor seguiría encendido siempre en el desván de mis recuerdos.
—Sé que me has perdonado. Pero siempre me quedará ese sentimiento de culpa…
—Te acuerdas… ¿te acuerdas de ellos? —No tenía pensado hacer nunca esa pregunta, pero me salió como cuando un vaso se desborda. De forma pausada, inevitable. Surgió con un tono tranquilo, aunque un segundo después, me arrepentí—. Olvídalo, Isabel, estropeo…
—No… —me cortó son suavidad—. Te debo contestar. Sabía que un día me lo preguntarías. Y hoy es tan bueno como cualquier otro. —Respiró y miró al mar—. Voy a intentar explicártelo de la mejor manera que sé. No estoy segura de que pueda transmitírtelo de forma exacta…
Tragué saliva. Me di cuenta de que no quería que me contestara que sí, que recordaba aquellos hombres, los polvos con ellos… Me rompería por dentro. Y yo, como me venía temiendo desde que habíamos empezado a follar como locos, en mi particular argot, esperé la respuesta en ese sentido.
—Nunca busqué a alguien en concreto. Nunca, en serio. —Remachó contundente, ahora mirándome—. Por eso no puedo echar de menos a nadie, Luis. Te lo juro. Lo que me atraía era el sexo. Ese sexo sin preocupaciones, libertino… Esa novedad que me probara que yo también podía estar en ese juego. Verme capaz de transgredir, de romper reglas… De atreverme. —Cerró los ojos. Le costaba hablar de aquello conmigo—. Pero fue algo muy falso. Un día Mamen me dijo que llegaría una mañana en que me levantaría y me daría cuenta de que esa atracción por el sexo, ni siquiera era real. Que me percataría de que lo que yo andaba buscando, no existía. Que determinados momentos podía ser muy excitantes, muy atrayentes… pero que, a la hora de la verdad, falso.
Me acordé de esa conversación de mi mujer con Mamen, en nuestro salón, un día antes de que follara Isabel con aquel joven tatuado y musculado. Asentí despacio.
—¿No te enganchaste de nadie?
Me apretó las manos.
—Me cuesta mucho hablar de esto, Luis. Siempre que sale algo, o lo rozamos, me da miedo a que se rompa la magia que hemos creado desde verano. Me pongo a temblar si pudiera dañarte hablándote de esto…
—Lo entiendo… Mejor lo olvidamos. Ha sido un torpe sacando este tema. Vamos a pedir —dije cogiendo la carta sin poder evitar un redoble de mi corazón en el pecho y una punta de nervios en mi voz.
Estoy seguro de que Isabel se dio cuenta. Respiró, me sonrió con dulzura, y antes de coger la carta, siguió hablando.
—No me enganché de nadie, Luis. En ese momento no lo sabía, pero continuaba locamente enamorada de ti. Te juro que nadie hizo que… pensara dejarte. Hubo momentos duros. Te veía derrotado, hundido… Y me dolía por dentro. Pero fui muy estúpida. Era egoísta porque… era saber que cuando volvía a casa, sabía que estabas allí… Aunque me odiaras. Y yo, a pesar de todo, seguía queriendo volver a tu lado. Sé que no puedo explicarlo mejor, pero es así. Si pudiera echar marcha atrás…
—¿He mejorado?
—Nunca dejaste de ser el mejor, mi vida. —Negaba despacio, con una media sonrisa triste—. Pero yo no lo supe ver. Me cegué con esa irrealidad que me dijo Mamen. Hoy tengo contigo todo. Nos divertimos como nunca en la cama. Me haces disfrutar mucho, mi vida. Así que, te juro que no lo echo de menos.
—Pero te excitas con Peter…
—Me excito contigo. Porque noto que a ti te pone.
—¿Estás segura?
—Claro que estoy segura. —Se quedó pensativa. Luego me miró dudando. Respiró, me miró y empezó a hablar—. Mira… hace unos días, al mediodía, salía del trabajo… Iba a comer un sándwich o algo rápido y, cuando fui a entrar… vi… vi a… a uno de ellos —finalizó la frase con avergonzada rapidez.
Un nuevo galope de mi corazón. Noté que me tensaba.
—Me quedé observándolo. Quieta, de pie. Era como ver ese pasado que no quiero ni siquiera revivir. Comía con una chica. Yo estaba parada, y… no sé. Vinieron cosas a mi mente. De pronto él me miró a mí… Y nos quedamos unos segundos así, los dos con la vista fija en el otro. —Se detuvo. Sus ojos estaban en sus pensamientos, procesando el recuerdo de ese chico, pensé—. Y entonces, me fui. No te puedo mentir y seguramente recordé… bueno, algo… ya sabes. —Hablaba ahora con la mirada baja, colocando la servilleta una y otra vez—. Y entonces, me dio miedo siquiera recordarlo. Me acordé de ti… De nosotros. Y me fui…
—Hay veces que pienso que llegas a un nivel de excitación que… no sé… que necesitas ese sexo.
—Sí… pero contigo.
Yo me quedé mirándola. Recordando sus gestos, posturas, ronroneos y gemidos en aquella grabación en la alfombra de nuestra casa. Era un sexo buscado, altanero, de disfrute, radicalmente libertino. Y me vi a mí como sustituto de esos sementales. Como un comparsa en ese sexo de mayor nivel que el mío. De mayor contundencia e ímpetu. Sonreí para disimular mis pensamientos.
—¿No te gustaría revivir aquello?
Me noté raro. No podía detener aquella conversación. Extrañamente me parecía liberadora.
—Ni por un momento de mi vida, Luis. No te puedo ser más clara. Te juro por nuestros hijos, que no.
—¿Cómo puedes estar tan segura…?
—Porque me fui de allí. Ni siquiera lo saludé, ni entré a comer… —Ahí me miró con delicado cariño. Me cogió una mano—. Me fui pensando en ti. En nosotros… En que no puede haber nada más fuerte que lo que siento por ti. Ni lo habrá. Una vez estuve a punto de perderte… Y no quiero vivir una segunda, Luis.
Nos quedamos ambos en silencio. Observándonos. Quería creer que todo lo que me decía era verdad. Me esforcé en ello. Llegué a una rápida conclusión: Isabel lo sentía así, pero yo había notado esos gestos, ese sexo desatado y desinhibido. Algo seguía encendido en mi interior. No podía apagarse; titilaba esa luz roja, tenue, escondida, pero cierta. No podía dejar de pensar que Isabel, aunque no fuera consciente, le costaba abandonar ese tipo de sexo que yo, posiblemente, no le daba.
Pero también, a pesar de todo, de mis temores, de mis medias convicciones, de mis sospechas, fundadas o no, volví a sentir que quería a Isabel. Mucho.