Una cuerda de violoncello

Es mi primera historia para esta página, espero les guste. Realizaréentregas cortas y lo más frecuentemente posible

Suena el timbre de entrada a clases, y como cada jueves desde hace un par de meses, mis manos empiezan a sudar casi descontroladamente…


Antes de seguir,  me presento. Mi nombre es Natalie Klein y nací en el seno de una familia de artistas. Mi padre, un músico destacado, violinista, solista de varias de las mejores orquestas sinfónicas  del mundo. Mi madre, poeta, escritora, catedrática de literatura francesa de una reconocida universidad. Crecí entre libros y cuando cumplí 4 años mi regalo de cumpleaños fue un violoncello ¾,  tamaño adecuado a mi escaso metro de estatura. Desde ese momento, abracé el instrumento,  respiré hondo ese olorcito a madera y laca y quedé atrapada para siempre. Crecí asistiendo a los mejores conservatorios y estudiando con los mejores maestros particulares, y ya a los 15 años había tocado varios conciertos como solista. Mi vida social era casi nula, pero no lo resentía y mis padres me guiaban por los caminos que yo iba eligiendo.

A los 17 me seleccionaron para tocar en una orquesta de jóvenes talentosos donde conocí a Nanami, una chica japonesa de mi edad, violinista excepcional. En el exacto momento en que la ví supe que algo dentro de mí había cambiado para siempre y el tiempo se encargó de darme la razón. Nanami era hermosísima, de piel muy blanca y cabello muy negro que le llegaba hasta poco más debajo de los hombros y los ojos rasgados más seductores que se pudieran imaginar. Sin embargo su mirada era totalmente inocente, sus movimientos medidos y su forma de vestir moderna pero sobria. Nos hicimos amigas, ensayo tras ensayo, charla tras charla descubrimos nuestros gustos musicales afines y decidimos plasmar estas coincidencias en un dúo. Ensayábamos casi todos los días y los resultados iban mejorando a pasos agigantados. Las dos vivíamos lejos de nuestras familias, debido a nuestra vocación y terminamos compartiendo la habitación de la residencia que pertenecía al programa de jóvenes talentos del que participábamos.  Dimos varios conciertos con la orquesta y con nuestro dúo y la amistad que nos unía se fue transformando en algo más sin que nos diéramos cuenta o pudiésemos hacer algo al respecto. Su personalidad, su inteligencia, me tenían totalmente atrapada, y toda ella, con su apariencia de fragilidad, terminaron por desarmarme. Un día yo estaba llegando tarde a nuestro ensayo, subí corriendo las escaleras, no sé cómo, con mi cello a cuestas, para seguir casi volando por el largo pasillo para llegar al salón algo apartado que nos prestaban en el Conservatorio. De pronto tuve que frenarme por lo que estaba escuchando. Una melodía atrapante, simple pero muy emotiva. Era Nanami, tocando música perteneciente a su cultura. Mis oídos, acostumbrados a las complejidades rítmicas y avalancha de notas de Bach, se sintieron profundamente conmovidos por esa simpleza, por esa armonía tan diferente. Seguí caminando y sigilosamente entré al salón. Cuando la obra terminó y se hizo el silencio, casi se podía escuchar mi corazón. Ella percibió mi presencia (estaba sentada de espaldas a la puerta) pero no hizo ningún movimiento. Me acerqué, arrodillándome a su lado y apoyé mi cabeza en sus rodillas. Y todo entre nosotras fue dicho sin palabras. Entrelazamos nuestras manos y nos miramos durante un tiempo que a mí me pareció no-tiempo, como si todo se hubiera detenido.

Pasados los días reconocimos lo que sentíamos, las dos nos habíamos enamorado hasta los huesos. Y cuando finalmente me atreví a besarla, a rozar esa boca de labios finos y bien delineados, supe que eso era mi verdad. Había encontrado el componente que faltaba a mi música, a mi interpretación, eso que todos los maestros me decían que me iba a llegar con la edad. Aprendimos, las dos nos aprendimos, nos amamos, descubrimos nuestros cuerpos, la sensualidad, el deseo desenfrenado, la lujuria, la tensión de la lujuria y la muerte en un orgasmo.

Cuando mis padres sospecharon algo, les conté absolutamente todo, y recibí de ellos todo el apoyo que una hija puede necesitar en estas circunstancias (aunque estoy segura de que sufrieron, pese a su apertura y a su aceptación) Llevé a Nanami conmigo a varias visitas a mi casa y fue la temporada más feliz que había conocido. Cuando Nanami cumplió los 20 años su familia, perteneciente a la aristocracia japonesa, gente muy aferrada a sus creencias y cultura, la arrancó de mi lado para siempre. Traté de convencer a Nanami de quedarse conmigo, le propuse todo, teníamos a mi familia de nuestro lado para ayudarnos. Pero fue demasiado para ella, me abandonó para casarse con algún pretendiente elegido por su padre, ambas con el corazón sangrando profusamente.

Podría haber dejado la música, pero no lo hice. Me metí de cabeza a mejorar mi técnica, ampliar mi repertorio, conseguí varios premios importantes a nivel mundial, y terminé tocando en una orquesta muy importante como primer violoncello y también como solista. Durante un año me recluí en mí misma, y sufrí por Nanami casada sin amor, por mí y por lo que pudo haber sido. Lentamente salí de mi encierro, tuve varias relaciones amorosas que no me dejaron más que un regusto amargo, porque nada se acercaba a lo que había tenido.

Cuando cumplí 25 años decidí que tenía que hacer algo más con mi vida. El cello era todo para mí pero supuse que tenía que transmitir algo de todo lo que había aprendido y decidí dedicar algunas horas semanales a la enseñanza de música. Finalmente terminé empleada en un colegio secundario de mucho renombre, con orientación artística al que asistían solamente mujeres, instituto  privado pero de administración laica. Y durante el segundo año de trabajar ahí, mi mundo se sacudió radicalmente.

Continuará...