UNA CRUZ EN SIBERIA.- Capìtulo 2

URSS años 80. Siberia Occidental.- Un campo de trabajo donde se mezclan delincuentes comunes con "enemigos" del Estado y la Sociedad soviética, una hermosa mujer, la doctora jefe del campo y un hombre muy singular: Un sacerdote católico

UNA CRUZ EN SIBERIA

Capítulo 2

Aquella noche, cuando Víctor Yuvanovich y Mustai Yemilianovich llegaron a los dominios de éste en el almacén de Gribov, donde Mustai tenía instalada su fábrica de limonada, junto al frigorífico del almacén, y donde desde hacía días también Abukov pernoctaba cuando estaba en el campo JaZ 451/1, se sentaron los dos tranquilamente, y Mustai escanció sendos vasos de su excelente limonada, alargando uno de ellos a Víctor Yuvanovich. Entonces, cómodamente sentado, Mustai fijó sus oblicuos ojos asiáticos en el semblante de Abukov. A sus ojos, el querido amigo aparecía ostensiblemente abatido. Soltó un ruidoso suspiro y dijo a su amigo

Lo acabo de saber. Me quedé paralizado, sin habla

Acabas de saber… ¿Qué hermanito?

Mustai volvió a mirar a su desconcertado amigo. Y una amplia sonrisa abrió sus labios e iluminó su rostro.

¡Qué va a ser, hermanito!... ¡O, perdona, padrecito! ¡Pues eso, que resultas ser un padrecito cristiano! ¡Que se acabaron las elucubraciones y temores sobre ti! ¿Sabes los temores tan enormes que causaba ese proceder tuyo tan inexplicable?

Ahora, por un momento al menos, las huellas del abatimiento se borraron del rostro del sacerdote, que rió de buena gana, casi a carcajadas, acompañando al bueno de Mustai.

¡Sí que lo sé, sí! Y diría que en alguna ocasión hasta pensarían en matarme. ¡Menuda parroquia que me ha caído en suerte!

Y por unos momentos las alegres carcajadas se siguieron adueñando del habitáculo. Luego, Mustai siguió hablando

¿Sabes lo que pienso hermanito? Que el hecho de que tú seas cristiano y yo musulmán más nos une que nos separa, pues los dos, tú y yo, creemos en un único y verdadero Dios. Tú crees que vuestro Cristo es también ese mismo Dios, yo no lo creo así; pero eso no es más que un matiz, lo importante es que ambos tengamos un solo Dios, que si para ambos es el único, pues es lógico pensar que tanto tú, cristiano, como yo, musulmán, creemos en el mismo Dios. ¿No te parece, padrecito, que esa coincidencia nos une más que nos separa?

¿Sabes una cosa Mustai? Tú de idiota tienes muy poco

De nuevo, volvieron las carcajadas se dejaron escuchar en los dominios de Mustai. Pero esta vez duraron poco, y en nada de tiempo, el abatimiento se volvió a adueñar del alma y el rostro de Víctor Yuvanovich, bajo la preocupada mirada de su amigo musulmán

¡Trágatelo, hermanito, no te queda otro remedio!

¿El qué tengo que tragarme?

El sentimiento de culpabilidad. Aquí, en Siberia en general y muy en particular en cualquier campo como éste, la realidad es como es. Aquí todo es distinto. Quien roba, quien asesina, nunca siente o lamenta lo que hace. Aquí, hoy por hoy, todo ser tiene un solo objetivo: Sobrevivir. Aún te queda mucho por aprender Víctor Yuvanovich, y debes aprenderlo rápido si quieres vivir aquí, en Siberia. Para empezar, olvida todo cuanto aprendiste antes, cuando llevabas la vida normal de un sacerdote allá, en la sociedad occidental, pues todo eso aquí sólo será una pesada piedra que llevarás colgada de tu cuello, y te impedirá desenvolverte como tienes que hacerlo aquí.

Todos y cada uno de nosotros tenemos una conciencia, Mustai

¡Y dale! ¡Pero qué cabezota que serás, padrecito! ¿No existe un mandamiento que dice “No robarás”, he? Y… ¿Qué es lo que vienes haciendo desde que llegaste a Siberia? Te lo diré, lisa y llanamente: Saquear los almacenes del Estado Soviético y repartir con Gribov los productos del saqueo mitad por mitad. Claro que lo haces para hacer llegar tu parte a los más pobres de entre los pobres. Pero… ¿Por eso deja de ser una transgresión al mandamiento de Dios?... ¡Todo un sacerdote robando, y no una ve

Pero ahora se trata de un crimen Mustai, de una vida humana segada por mi culpa.

Te equivocas padrecito. Tú no tienes responsabilidad alguna en lo que otros deciden hacer, sólo respecto a lo que tú mismo decidas hacer.

Tras decir esto, tanto Mustai como Abukov callaron durante un par de minutos. Al fin Mustai se levantó y propuso

Padrecito, estoy cansado, muy cansado. ¿Qué te parecería si nos vamos a dormir?

Excelente Mustai. También yo estoy cansado. Buenas noches amigo

Buenas noches, padrecito. Que descanses.

Víctor Yuvanovich aquella noche tardó en conciliar el sueño, a pesar del tremendo cansancio que le aquejaba. Lo que Mustai le hablara le pesaba muy adentro, pues indudablemente, en sus razonamientos había mucha verdad. Sí, él era un sacerdote que había robado, y que seguiría robando desde luego. ¿De qué otra forma podría llevar algo de vida a esos hombres, a los más pobres entre los pobres, como Mustai los definiera? Sí, seguiría robando. Pero… ¿Y el firme propósito de la enmienda, de no volver a transgredir los mandamientos de Dios, dónde quedaba entonces? O, ¿Es que el fin puede justificar alguna vez el medio? ¡Dios mío, dónde he ido a parar! Mustai coincide con el profesor Polevoi cuando afirma que aquí las Leyes Divinas deben dejarse al margen, que mejor es bordearlas, no seguirlas al pie de la letra. Interpretarlas según pinten las circunstancias en definitiva, pero… ¿Será eso lícito, será lícito robar, asesinar incluso según aconseje el momento? ¿Podrá el hombre interpretar libremente los mandatos Divinos, según las circunstancias en que se pueda ver envuelto? Su mente era un maremágnum de ideas encontradas, de inseguridades e interrogantes que no acertaba a responder, no porque no quisiera encarar el problema, sino porque, hablando en plata, no tenía ni la más remota idea de cómo contestarse, cómo resolver esos enigmas que cada vez más eran verdaderos casos de conciencia para él. Deseaba, sobre todas las cosas seguir siendo el sólido sacerdote que desde su ordenación había sido, pero ahora se preguntaba si eso, allí, en Siberia y, más concretamente, en un JaZ de la Organización GULAG sería posible.

Pero aquello no era lo peor, lo que más laceraba ahora su conciencia. Ahora había otra cosa. La atracción que sobre él ejercía esa mujer, Larissa Davidovna. Su excelsa belleza ya la había apreciado la misma noche que la conoció y, cierto, desde entonces la había admirado muchas veces, cada una de las que la podía observar, pero aquellas primeras veces que la admirara sólo había sido eso lo que experimentó, admiración. Le gustaba verla, mirarla, sí, le gustaba, pero desprovista esa admiración, ese placer en mirarla de asomo erótico alguno: No miraba ni admiraba a una mujer, sino la belleza plástica que esa mujer representaba. Era, en definitiva, como si admirara, contemplara una obra de arte, el cuadro de “La Gioconda”, por ejemplo, o los frescos florentinos, el Moisés de Miguel Angel, o la Pietá. O, también, la cúpula de San Pedro en el Vaticano. Pero aquella noche en que, por vez primera la visitó en su apartamento, cuando ese manto tan bellamente bordado dejaba traslucir ese maravilloso cuerpo de mujer, mostrando todas las curvas de su cuerpo en una esplendidez de exquisita feminidad, la admiración por ella se convirtió en deseo absolutamente erótico. Desde ese momento, dejó de mirarla como a una obra de arte de la naturaleza para empezar a mirarla con los ojos del hombre que también es el sacerdote. Y desde entonces, ese sentimiento que muy bien no sabía a qué correspondía, si al simple y brutal deseo animal o al deseo que el amor de un hombre hacia la mujer que ama también conlleva, lo cierto es que, sea lo que fuere, atormentaba su alma, su conciencia. Deseaba con toda su alma superarlo, borrarlo de su mente y su corazón, pero le era imposible. Larissa Davidovna había encendido en él un sentimiento que inexorablemente, día a día, iba “in crescendo”

Al fin, el sueño reparador vino a nublarle la mente y pudo dormir alguna hora


Por disposición del teniente Sotov y según instrucciones recibidas del teniente coronel Rassim, los reclusos llevaban formados en la explanada central del recinto de barracones desde las diez de la noche aproximadamente.

El teniente coronel Rassim había conminado al ejecutor o ejecutores del asesinato a presentarse voluntariamente y a los reclusos en general a delatar al o los asesinos. De lo contrario, y mientras no se hubieran identificado al/los culpables, los más de mil setecientos reclusos estarían allí formados, sin comer ni beber nada, ni tan siquiera moverse de la formación para atender necesidad fisiológica alguna. Y así, por tiempo indefinido.

Cuando Rassim iba a dar inicio a su alocución, estando presente el comisario Yachiaiev una vez llegaran ambos al recinto desde el hospital, las alarmas que aullaban a través de los altavoces enmudecieron, dejando sumido el campo en un silencio sepulcral. Pero tan pronto el comandante del campo dio por concluido su llamamiento a la obediencia de los reclusos y, junto a Yachiaiev, abandonó el recinto interior de los reclusos, los altavoces, al máximo de su volumen como antes estaban, atronaron el campo con marchas y canciones militares, a las que seguirían música y canciones del más tradicional folclore ruso, todo ello interpretado por los distintos conjuntos de la Orquesta y Coros del Ejército Rojo, las Orquestas y Coros denominados en su conjunto “Estrella Roja”. Además, seguramente que también se escucharían coros y fragmentos de ópera y música clásica en general, en especial de Tchaikovski, Glinca, Rimski Kórsakov, Musorski, Balakhirev, Prokofiev, Scriabin, y, cómo no, Shostakovich, Rachsmaninov, Kabalevsky y algún otro compositor de marchamo bolchevique. Esto, machacar a alguien con música a todo volumen, constituye una tortura sumamente refinada por lo sutil:( Tengamos en cuenta que es mucha la diferencia sicológica entre escuchar música atronadora por propia voluntad, ejemplo conciertos Hevi, barahúndas de los “botellones” etc. y obligarte a escucharla contra tu voluntad ) Durante la primera hora, la víctima obligada  puede que no sufra apenas, incluso le puede resultar agradable y hasta relajante; a las dos horas se le empieza a hacer, como poco, molesta; a las tres o cuatro horas, el martilleo continuo en los oídos se hace en verdad inaguantable. Pero a las cinco-seis horas de insistente martilleo fónico el sonido te llega al cerebro, como si te lo taladrara una fina aguja incandescente. Y si las cosas se prolongan por siete, ocho horas o más, te vuelve literalmente loco, pudiendo dejar daños irreparables no ya sólo en los oídos, que seguramente hará tiempo que hasta supuren, sino en el propio cerebro.

A las tres horas de estar formados, la una de la madrugada más o menos, los reclusos más débiles empezaron a flaquear en sus energías y fallarles las piernas, deslizándose sin remedio al suelo; entonces, los compañeros a izquierda y derecho le sujetaban por los sobacos y le ayudaban a mantenerse, si no erguido, al menos de pié, apoyándole incluso para evitar que volviera a caer.

Para esa hora, hacía ya más de una que la doctora Larissa Davidovna estaba presente entre los reclusos, rondando a su alrededor, abriéndoles los ojos lo suficiente como para estudiar sus pupilas auxiliándose de una pequeña linterna tubular, tomándoles el pulso, comprobando su sudoración, por si bajaba demasiado la temperatura corporal

Pero a partir de las cinco horas, tres de la madrugada más o menos, los reclusos empezaron a caer al suelo como las moscas con las primeras heladas. Poco más de las cinco, clareando ya tenuemente por Oriente el nuevo día, una gran masa de cuerpos, poco más que sombras en el suelo, tapizaba el fondo de los cuadros de reclusos formados, derrumbados por las suelos ya sin remedio.

Y desde las seis de la mañana más o menos, tras hacer presentarse en esa parte del campo a la docena de camilleros que atendían las seis camillas del hospital, de vez en vez, con voz estentórea y firme gritaba “HOSPITAL”: Al momento la oportuna pareja de camilleros ponían al recluso en la camilla y lo evacuaban al hospital. A despecho del teniente Sotov, Larissa Davidovna había establecido un incesante trasiego recinto -hospital/hospital-recinto que implicaba a las seis camillas y sus camilleros, evacuando al hospital a aquellos reclusos que precisaban atención más detenida. Cuando estos seres llegaban al hospital el profesor Polevoi y los otros nueve enfermeros los recibían e inmediatamente los metían en sendas bañeras donde procedían a lavarlos a fondo para después meterlos en una cama y suministrarles suero intravenoso, a la espera de que la doctora estableciera el adecuado tratamiento, cosa que solía hacer cada treinta-cuarenta minutos, volviendo enseguida a los barracones.

Para complicar más las cosas, desde hacía horas el suelo donde formaban los reclusos se estaba convirtiendo en un inmundo vertedero de inmundicia, heces mezcladas con orines. Tras horas consecutivas de permanecer inmóviles, sin poder salirse de los cuadros formados, las necesidades fisiológicas de cada cual impusieron su ley y los reclusos, perdida toda vergüenza, incluso la propia estimación, tranquilamente se bajaban los pantalones, se acuclillaban y descargaban sin miramientos lo que sus intestinos no podían aguantar más. Eso, por cuanto respecta a los que todavía tenían arrestos suficientes para seguir en pie, pues los ya vencidos por el más puro agotamiento, reducidos pues a seres yacentes y medio inconscientes, se hacían encima todo cuanto su organismo necesitaba evacuar urgentemente.

Así que la doctora Larissa Davidovna se veía obligada demasiadas veces a chapotear impertérrita entre ese nauseabundo lodazal, aguantando estoicamente el hedor, como si pudiera ser inmune a él.

Cuando a las siete de la mañana el sol alumbraba con cierta fuerza al campamento por encima de los árboles del tupido bosque circundante, los cuerpos humanos que entre las filas de la formación aparecían por el suelo eran ya más de la mitad del total de reclusos allí presentes. Los más de estos reclusos que aún se mantenían erguidos, lo lograban por el milagro de la forzada solidaridad humana que les motivaba a mantenerse los unos a los otros, sin distinciones entre “políticos” y comunes”, aunados en el mismo deseo de no rendirse al sadismo que Rassim ejercía sobre ellos,

Además, el sol empezaba a picar, haciéndose notar incluso a hora tan temprana, preludio de otro día achicharrante de aquel estío especialmente agobiante que se cernía sobre taiga y pantanos, sólo en parte neutralizado en lo más profundo de la umbría boscosa.

Y el calor que se empezaba a adueñar del ambiente multiplicaba los nefandos efectos de la situación por la que los reclusos pasaban. Ese calor que en poco tiempo, minutos tal vez, empezaría a hacerse inaguantable a aquellos seres, ya de por sí más que cansados verdaderamente agotados y al límite de sus fuerzas, mermaría las escasas energías que aún podían reunir para seguir allí, a pie firme contra viento y marea, acabaría por provocar el desmayo más que general entre esos pobres diablos, reducidos ahora casi más que nunca a piltrafas subhumanas.

Al propio tiempo, el naciente calor incrementaba progresivamente el hedor nauseabundo que expelía el infecto lodazal de excrementos y orines, hasta hacer casi irrespirable todo el ambiente circundante a centenares de metros. Tanto los oficiales allí presentes como los soldados a sus órdenes se protegían de los nauseabundos efluvios, tapándose las narices con pañuelos variopintos, cosa que también hacían los camilleros que trajinaban a las órdenes de la doctora. Incluso los curiosos que se acercaran al gran portalón hasta desde la noche anterior, y a los que el dantesco espectáculo mantenía allí clavados, oficiales y soldados libres de servicio y civiles que trabajaban en el campo, como Gribov y su amante Nina Leonovna o el camarada Nikita Borisovich Rakscha, jefe del taller mecánico, o la camarada Pulkenova, encargada de la lavandería, se defendían cubriéndose las narices con pañuelos.

Sólo Larissa Davidovna seguía impertérrita, sin protección alguna, y chapoteando continuamente entre el viscoso lodazal de inmundicias, gritando de vez en cuando el consabido “HOSPITAL”. Los reclusos la miraban entre estupefactos y tremendamente admirados ante ese valor verdadero, ese tesón en la atención a sus pacientes por entero fuera de lo común. Sería imposible encontrar otro facultativo en Medicina que se comportara allí de esa manera casi heroica.

Lo que aquellos hombres no sabían es que a ese Angel consolador de las múltiples penurias que Siberia representaba para ellos, la animaba el postrer mandato Divino: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Pues Larissa Davidovna era una muy digna émula de aquel sacerdote polaco, el padre Kolbe (1)

A las ocho de la mañana apareció por allí el teniente coronel Rassim, recién afeitado y, por esa vez, casi bañado en olorosa colonia masculina. Parecía la arquetípica estampa del hombre recién aseado a conciencia e inmejorablemente descansado y jovial, imagen por entero inusual en él. Pero, en esa ocasión, puso inusitado empeño en aparecer así, en un rasgo más de su sibilina más que crueldad, congénita y fría maldad. Porque el teniente coronel Rassul Suleimanovich Rassim era fríamente cruel por ser fríamente malvado, incapaz de sentir el más mínimo rasgo de sensibilidad humana. Una fiera cruel y carnicera por generación espontánea, mucho más fiera y salvaje que los carnívoros que la naturaleza produce, el lobo, el temible tigre siberiano, el gran oso blanco polar. Ellos son terribles, atacan y descuartizan sin piedad toda presa que se ponga a su alcance, pero son así porque la naturaleza así lo impone. No puede ser de otra manera, pues de ello depende su propia supervivencia; son así porque las leyes de la naturaleza obligan alimentarse a todo individuo para subsistir. En la naturaleza la crueldad y maldad intrínseca no existe, sólo la necesidad de subsistir. La  crueldad como fruto de la más aberrante maldad es patrimonio exclusivo de la especie humana como una forma de nefasta degeneración de la evolución cultural del hombre, entendido como especie biológica.

Antes de llegar al recinto de barracones se había cruzado con la procesión de camillas rumbo al hospital. Suspendió el tránsito y ordenó volver a los camilleros a su procedencia dentro del recinto interior, amenazándoles con molerles el cuerpo a latigazos de no hacerlo, con lo que los atemorizados sanitarios trotaron a toda velocidad a donde Rassim les mandaba.

A continuación fue cuando el comandante del campo irrumpió por el portalón en busca de Larissa Davidovna, pero al quedar al alcance de los peculiares efluvios que el lugar donde los reclusos conformaran los cuadros de la formación, se detuvo en seco. Quedó allí, casi petrificado a la vista del espantoso cuadro que ante sus ojos se abría, fijando su mirada en los rostros, a esas alturas amarillentos en la práctica, de los servidores de las ametralladoras, los que quedaban más cercanos al núcleo del hedor. Al instante percibió a la doctora Chakovskaia, embebida en su gestión de atención médica, asistiendo atónito al grito “HOSPITAL”, a cuyo eco dos sanitarios procedían a colocar al aquejado recluso en su camilla, iniciando con él el viaje hasta el hospital.

Iracundo, se volvió al teniente Sotov a cuyo mando estaba la fuerza que ocupaba el recinto interior del campo.

Teniente Sotov, ¿Quién ha permitido que la doctora evacúe a nadie?

Ella misma, camarada comandante

Y… ¿Quién tenía el mando aquí desde anoche?

Es que… Camarada comandante… La camarada… La camarada doctora… ¡Me amenazó con abofetearme públicamente!... ¡Ante los demás oficiales, ante los soldados, ante los reclusos!... Y… ¡Yo miré por el decoro del uniforme que visto!

¿Qué?...¿Que le amenazó con abofetearle? ¿Públicamente, ante todos?

La rabia casi enmudecía a Rassul Suleimanovich. Alzó la vista y de inmediato divisó a la doctora Larissa Davidovna entregada a su función de atender a los reclusos, en especial a los que aparecían tendidos en medio de la inmundicia. Tampoco se le ocultó el propio y lastimoso estado de la doctora, metida por entero en el infecto lodazal, con pellas de excrementos no sólo ensuciando sus botas sino casi todo el uniforme, y no pudo por menos que preguntarse cómo era posible que semejante esplendidez de mujer soportara eso… ¿Es que Larissa Davidovna carecía de sensibilidad? ¿Es que no le repugnaría?

¡No, no podía entender el comportamiento de esa mujer. Pero Rassul no era hombre que se detuviera demasiado en considerar lo que para él no era más que una extravagancia

¡Camarada doctora Davidovna!

Larissa Davidovna también alzó la vista y vio al teniente coronel Rassim. Por unos instantes le miró con el tremendo odio que le inspiraba bien reflejado en sus ojos, para a continuación hacer un gesto desdeñoso con la mano, como indicándole que la dejara en paz, o, mucho mejor, que se fuera a… ¡Creo que se entiende a donde querría mandarle!

Ante la displicencia… ¡Pero qué digo! No, displicencia no, ¡Desprecio, puro desprecio de la médico hacia el teniente coronel jefe del campo, por lo tanto suprema autoridad allí! Una autoridad de la que Larissa Davidovna se burlaba ya ostensiblemente.

El camarada comandante Rassul Suleimanovich  Rassim volvió a fijar la vista en el infecto lodazal en que los reclusos aparecían sumergidos, por los pies los que aún se mantenían en pie, embarrados de pies a cabeza en aquel asqueroso magma aquellos que habían perdido hasta el último vestigio de energía los que permanecían caídos, inconscientes o semiinconscientes los más de ellos. El propio Rassul Suleimanovich se maravillaba de aquella resistencia, aquel empecinamiento en no ceder, a pesar de su sadismo, su innata falta de todo sentimiento de humanidad. Pero era un ser absolutamente pragmático al que la realidad de las cosas pocas veces se le escapaba, y la realidad de lo que veía lo que le evidenciaba era la inutilidad del procedimiento elegido: Todos esos hombres se dejarían morir antes de confesar lo que él deseaba que confesaran. Y eso era lo que tal vez más le maravillaba: Que, incluso, nadie hubiera intentado mentir, acusar a cualquier desgraciado inocente por ver si así acababa para todos el tormento que sufrían. ¿Qué quieres un culpable? ¡Pues ahí lo tienes y déjanos a los demás en paz! Seguro que el acusado, por inocente que fuera, no habría intentado ni tan siquiera defenderse. ¿Para qué? Al final, el fin de sus tormentos también habría llegado ya. Un disparo en la cabeza era mucho más piadoso que días y días en la taiga trabajando en el tendido. Más de una vez el propio Rassul Suleimanovich se había preguntado por qué no se habían sublevado en masa esos hombres contra sus guardianes. Total… ¿Qué tenían ya que perder? ¿La vida? Pero… ¿Era en verdad vida lo que ya les quedaba? ¿Era en verdad vida lo que día a día, mes a mes vivían? ¿Merecía la pena vivir así? Rassul Suleimanovich Rassim, a esa cuestión y sin dudarlo un momento, respondía que no. Pero el profesor Polevoi, como la absoluta totalidad de los subhumanos que allí no se sabe bien si vivían o, simplemente, moraban deseando seguir morando el siguiente día, el siguiente mes, el siguiente año y hasta el siguiente siglo si eso fuera posible, opinaban que sí. Que puesto que la vida es lo único que ya tenían, lo único que en el futuro, aunque éste fuera eterno, podrían ya tener, se aferraban a ello como a lo que era: Su única y última posesión. Se aferraban a la vida como el más empedernido usurero se aferraría al último rublo que le quedara en su poder, queriendo retenerle a costa de lo que fuera. Y así se aferraban aquellos sub seres humanos a la vida: A costa de lo que fuera. ¡Qué importaba estar ahora embarrado, sumergido en las heces de todos ellos, tragándolas incluso por su boca, si podían seguir respirando a cambio!

Rassul Suleimanovich no pudo evitar dar una especie de manotazo al aire ante sí, como aventando de su mente esos pensamientos. Y volvió a encarar el problema que ante sí tenía, no ya la testarudez de los reclusos a denunciar culpable alguno, que eso ya apenas si le preocupaba. ¡Por él podían reventar todos, si eso era lo que querían! Pero la actitud claramente desafiante de la doctora era bastante más importante, pues públicamente socavaba su implacable autoridad, y eso sí que no lo podía consentir: Que su autoridad de comandante en jefe del campo quedara en entredicho. Miró de nuevo el inicuo barrizal de inmundicias y sintió que el estómago se le revolvía de puro asco con sólo pensar en aproximarse a él. Otra vez volvió la mirada a Larissa Davidovna. Ella seguía atendiendo a los reclusos y también continuaba evacuando a reclusos en mal estado, impertérrita ante cuanto no fuera su acción médica. Sin mirarle ni un segundo, sin tenerle en cuenta en absoluto. Pasando olímpicamente de él. También volvió a fijar su atención en los servidores de las ametralladoras, tan próximos al hedor del amasijo de excrementos que podía apreciar perfectamente las vomitonas que hasta el presente había provocado entre esos soldados. Desde luego, ahora ya eran allí innecesarios. Y regresó su vista a la doctora. Lo que ya no le cabía duda era que si quería hablar con ella, no tendría más remedio que llegarse allá. Al menos, hasta quedar próximo a ese foco de malos olores que tan fuertemente le repelía. ¿Y si también él se veía obligado a vomitar al llegar allí, qué pasaría? ¿Cómo quedaría él, vomitando con sólo acercarse, mientras la doctora, metida de lleno en esa inmundicia, chapoteando en medio de ella, se mantenía firme, inmune a todo ello? Sí, fatal. Pero, ¿Qué opción le quedaba? ¿Dar la vuelta y “envainársela” ante la doctora? No, no y no. Eso sería peor que si se veía obligado a vomitar. Luego, metiéndose donde le cupo su infinita aprensión, se puso en marcha hacia donde la doctora se encontraba, con el paso más firme y contundente de que fue capaz. Y así, con el aire más autoritario y marcial de que era capaz en tales circunstancias, pues el estómago lo sentía en la garganta y las ansias de vomitar empezaban a hacérsele insostenibles nada más llegar a pocos metros de la doctora, rebasando en poco más de un metro la línea marcada por las emplazadas ametralladoras, se plantó ante la Chakovskaia. Guardó silencio un momento, pues de otra forma echaba al instante al suelo cuanto su estómago contenía; volvió un instante la vista a los servidores de las ametralladoras y, con la mano, les hizo señas para que abandonaran la posición, indicación que de inmediato los soldados cumplieron. Cargaron armas, trípodes y cajas de munición al hombro, saludaron con la mayor marcialidad al teniente coronel, y salieron de allí como si todos los diablos del infierno vinieran a por ellos. Luego Rassul Suleimanovich logró tragar algo de saliva, como pudo tranquilizó un poco su estómago, haciéndole bajar de la garganta, al menos de momento y, por fin, pudo dirigirse a la doctora con un mínimo de seguridad en su voz. Pero antes de que pudiera abrir la boca, ante él se derrumbaron otros tres reclusos y la doctora corrió a su lado. De inmediato lanzó el estentóreo “HOSPITAL”, a lo que Rassim verdaderamente rugió, recobrado por entero el aplomo al sentir en todo su esplendor de nuevo la sorda rabia que, por lo común, la Chakovskaia le provocaba, que ahogó, momentáneamente al menos, nauseas y demás

¡No!

Si usted se ha propuesto, deliberada e irracionalmente, destruir esta importante fuerza de trabajo, mi deber es atenderla y tratar de que cuanto antes puedan reintegrarse al trabajo. Y le recuerdo, camarada Rassul Suleimanovich Rassim, que está usted destruyendo una propiedad del Estado Soviético. Estos reclusos pertenecen al Estado de la URSS que se los confió a usted para ser útiles a la sociedad soviética contribuyendo con su trabajo al engrandecimiento de la economía e industria de la URSS. Y lo que usted está haciendo con ellos bordea peligrosamente el sabotaje premeditado contra el Estado soviético

¿Desde cuándo está usted aquí?

Desde  que comenzó de esta locura

Diciendo esto, Larissa Davidovna volvió a hacer señas a los camilleros que, junto al portalón esperaban impasibles. Pero éstos, temiendo que el teniente coronel Rassim les mandara al pelotón de castigo, permanecieron donde estaban, sin mover un dedo

Escuche camarada Rassul Suleimanovich, si entre sus placeres incluye verme cargar con los reclusos que precisen atención en el hospital, con gusto le complaceré

Y, sin más, la Chakovskaia se inclinó sobre el recluso que quería evacuar al hospital. El teniente coronel Rassim de inmediato la agarró de un brazo haciéndola levantarse. Entonces Larissa Davidovna volvió el rostro hacia Rassim. Esos pocos segundos bastaron para hacer de ella una persona por entero distinta: Sus ojos miraban llameantes al comandante jefe del campo, su boca parecía un fino corte de navaja en el rostro y su voz sonó cortante como el filo de un afilado sable, capaz de cortar un solo pelo en el aire cuando habló:

¡Suélteme de inmediato! ¡Está usted avasallando a un capitán del Ejército Rojo!

Rassul Suleimanovich quedó entonces en suspenso, sorprendido por la virulenta reacción de aquella mujer. Ya conocía esas reacciones en Larissa Davidovna Chakovskaia. Y de antiguo. No llevaba una semana la Chakovskaia en el campo cuando una noche se le ocurrió irrumpir en sus habitaciones. Fiado de que ninguna mujer resistiría a un oso de hombre como él, sin más intentó abalanzarse sobre ella, pero esa fue la primera sorpresa que se llevó con Larissa Davidovna, pues ella, sin perder en ningún momento la calma, recibió al ocasional “Romeo” enarbolando amenazante el martillo que minutos antes le sirviera para clavar unas escarpias. Al tiempo, de la mesa que  estaba junto al sofá que ocupaba, tomó un cuchillo, grande y afilado, espetando al atrevido intruso. “Vamos, ven, acércate si te atreves, inmundo macho cabrío” Y claro, las emociones de Rassul Suleimanovich sufrieron un repentino baño de agua fría, tanto o más que la de los muchos lagos circundantes en pleno invierno.

De inmediato dio media vuelta, sin rechistar ni palabra, pero sin poder dejar de oír la tromba de epítetos con que la Chakovskaia le despidió, los más suaves de los cuales eran “Bastardo del badajo” o “Chulo de putas baratas”

Desde entonces, cuando la Chakovskaia se ponía de verdad en jarras, él se alejaba de ella como alma que lleva el diablo. ¡Cualquiera no lo hacía en tales circunstancias!

Todavía cuando Rassul Suleimanovich  se alejaba de ella, con el rabo entre las piernas como perro apaleado, Larissa Davidovna le “obsequió” con las últimas e hirientes pullas

¡Camarada comandante, tenga cuidado no pise alguna “boñiga” humana! ¡No iría bien a su dignidad de jefe del campamento ensuciar sus relucientes botas con mierda pura de recluso! Ja, ja, ja. ¡Ah, y haga enmudecer esos horribles altavoces, que hace horas que me están taladrando los oídos y ya hasta el cerebro me lo tienen loco!

De nuevo Rassul Suleimanovich tuvo que apretar dientes y puños para no explotar de rabia, pero opinó que mejor callarse y desaparecer de allí cuanto antes, sin volver a sostener otra lid verbal con aquella mujer. ¡Aquella hembra humana que era un auténtico diablo perverso para él! Desde luego quién la puso en su campo, sea quién fuera, pues de su identidad no tenía ni idea, debía odiarle a muerte, para poner semejante hembra a su lado.

Entonces, la doctora volvió a reclamar junto a ella a los camilleros que antes ahuyentara Rassim, y esta vez los dos se pusieran en marcha hacia ella, pero no solos, sino que tras de ellos también sus camaradas de las restantes cinco camillas. Aunque todos ellos todavía medrosos, conservando el miedo que los accesos de furor del teniente coronel Rassim les causaba. Pero Rassul Suleimanovich pasó junto a ellos sin siquiera mirarlos, por lo que, rebasado ya el “ogro”, los camilleros trotaron casi alegres hasta donde Larissa Davidovna les esperaba, poniendo de nuevo manos a la obra desde ese momento, cargando en las camillas cuantos reclusos la doctora señalaba poco a poco, con lo que el trasiego de enfermos entre el recinto carcelario y el hospital se restableció casi que al instante de abandonar Rassul Suleimanovich Rassim la parte del campo que los reclusos regularmente habitaban.

La verdad es que cuando el teniente coronel comandante jefe del campo se alejaba de Larissa Davidovna no deseaba ver a nadie, y menos hablar con nadie. A quien únicamente le dijo algo fue al teniente Sotov cuando se cruzó con él al trasponer el gran portalón.

Teniente, la doctora tiene autorización para atender a sus pacientes como mejor estime. Y, por favor, desconecte todos los altavoces. Ya no son necesarios.

Sin mirar ya a nadie más, y mucho menos abrir de nuevo la boca, al paso más rápido que sus piernas le permitieron, corrió más que marchó al edificio de la Comandancia, donde se encerró a cal y canto en su oficina tan pronto llegó.

De todas las maneras, el teniente coronel Rassim era absolutamente consciente del “papelón” que acababa de hacer ante ese engendro del averno que para él era la doctora Larissa Davidovna Chakovskaia. Pues aunque ni por asomo a nadie se le ocurriera soltar la más leve risita burlona, de sobra sabía que a su espalda las sonrisas de burla, abiertas de oreja a oreja, no debieron faltar

Sí, la doctora Chakovskaia era su cruz, pero también su gloria inalcanzable: Nunca había deseado así a mujer alguna. Larissa Davidovna era para Rassul Suleimanovich la más espléndida mujer que nunca conociera. Por poder acariciar su piel, besar y lamer y succionar sus senos, lamer su vientre prácticamente liso, acariciar y poner su lengua en  el excelso pubis o sus muslos, sus piernas, sus pies hasta chupar los pequeños y maravillosos deditos de esas divinas extremidades inferiores ni sabía qué es lo que daría. ¡Cuántas noches llevaba Rassul Suleimanovich soñando con esos imposibles!...

Pero todas estas maravillas quedaban suprimidas, y con muchas, muchísimas creces, cuando la doctora perdía ese aire de sublime feminidad para adoptar esas otras maneras de mujer dura, insufrible, hasta soezmente hombruna que tan bien conocía. Pues la única cara que de Larissa Davidovna había llegado a conocer, y bastante más a fondo de lo que hubiera deseado, era esa, la insufrible, la del aborto del averno que el padrecito Lenin confunda. De la otra cara de la Davidovna, la de la mujer espléndida y ardorosamente deseable, ni el forro.

Casi coincidiendo con la huida del teniente coronel, aparecieron por el portalón Mustai y Yuvanovich Abukov, que quedó abrumado a la vista del triste cuadro que los reclusos componían en ese momento. Casi al instante de llegar Víctor Yuvanovich, Larissa Davidovna le observó. Y la dolorosa sensación que ya la asaltara antes, cuando en el hospital el hombre reveló su condición de presbítero, volvió a herir sus sentimientos de mujer. Otra vez se dijo: “No mires al hombre, no recuerdes su torso desnudo, sólo la crucecita del sacerdote que colgaba sobre ese torso” Sí, todo eso pensaba Larissa Davidovna Chakovskaia cuando miraba a Víctor Yuvanovich Abukov, y su voluntad eso era lo único que quería ver y recordar; pero su ser y sentimientos de mujer decían otra cosa muy distinta. Decían que ese hombre, ese precisamente y no otro, era el que la había enamorado casi desde que le conociera. También querían decir que deseaba entregarse a él para amarle y disfrutarle, para sentirle dentro de ella misma, en la parte más íntima y femenina de su ser y allí recibir el germen de vida que la hiciera madre de esos hijos que ansiaba ofrecer al que había elegido como compañero inseparable de su vida. Su voluntad, la parte racional de su ser le exigía ser la mujer fervientemente católica que indudablemente era, pero esa otra parte de su ser, la que más que a la razón responde al sentimiento, y que no por ser más emotiva es menos humana, le exigía ser, simple y sencillamente, mujer, mujer sin adjetivos que la diferencien de las demás mujeres… “Dios mío… ¡Qué difícil pones a veces ser una fiel y devota seguidora Tuya!”

Sobre las nueve de la mañana el estruendo de un rotor atrajo la atención de todo el campo, haciendo que todas las miradas convergieran centradas en un punto del cielo, el que ocupaba un helicóptero que, tras dar dos o tres vueltas sobre el campo, acortando cada vez más la altura al suelo hasta casi rozar los tejados de los barracones y edificaciones en general del campo en la última de sus pasadas, acabó por tomar tierra en la ancha explanada abierta ante la fachada de la Comandancia y la Administración del campo. Tan pronto como la aeronave tomó tierra, saltó a tierra Sergei Semionovich Morosov, ingeniero jefe del sector del gasoducto en el sector de Surgut, y tras él su secretaria, Novella Dimitrovna Tijonova, que contorneó el helicóptero y se dirigió al portalón, en tanto que el ingeniero jefe Morosov se dirigió al encuentro del teniente coronel Rassul Semionovich Rassim, que había abandonado su despacho atraído por el ruido del helicóptero y le esperaba, junto a varios oficiales fuera de servicio, a la puerta de la Comandancia

¿Qué pasa aquí, camarada comandante? ¿Por qué no han aparecido hoy por el tendido las brigadas de trabajo prometidas por Moscú?

Vamos adentro, camarada Morosov

Pero Morosov no se movió ni un ápice de donde estaba, a pesar de que Rassul Semionovich mantenía abierta la puerta de la Comandancia en muda invitación.

Insisto, camarada Rassim. ¿Qué sucede aquí? En lugar de enviar las brigadas de trabajo al tendido del gasoducto, las mantiene usted aquí… ¡Y bajo un sol de justicia!

Se ha cometido un asesinato en el campo. ¡El vil asesinato de un camarada que iba camino del arrepentimiento y la rehabilitación! Estos hombres permanecerán donde están hasta que el asesino confiese o sea denunciado por sus compañeros. ¡Y ahora cállese camarada! ¡No quiero oír crítica alguna, ni de usted ni de nadie!

¡Usted está destruyendo el campo entero, toda una fuerza de trabajo de casi mil ochocientos reclusos que son propiedad del Estado y debe contribuir al progreso y riqueza de la Patria soviética

Y es que el trabajo gratuito de los reclusos era esencial para la progresión del tendido del gasoducto. El ingeniero jefe Morosov tenía a su mando cantidad de Ingenieros y técnicos, peritos y especialistas y amplios escuadrones de trabajadores y máquinas ultramodernas, pero toda esa ingente fuerza quedaba empantanada, inmóvil si no contaba con los reclusos que abrieran camino a las máquinas y los enormes tubos del gasoducto a través de la taiga, de los bosques, de los pantanos. Sin esa fuerza de trabajo esclava, la técnica no servía para nada, pues quedaba paralizada, anulada por completo.

¿Cuántos se mantienen todavía en pie?

Enseguida lo sabremos.

A una seña de Rassul Suleimanovich, uno de los oficiales volvió a la Comandancia para a los pocos minutos regresar y entregar un papel al teniente coronel Rassim

Menos de cien, noventa y tres exactamente

¡Noventa y tres de mil ochocientos!

Rassim seguía sosteniendo la puerta de acceso a la Comandancia, manteniendo así la invitación para que Morosov pasara a su despacho, invitación que ahora sí que aceptó el ingeniero, penetrando por la puerta al interior del edificio para dirigirse, junto a Rassim, a su despacho. Nadie más los siguió hasta allí, pues a nadie más invitó Rassim. Una vez allí, el comandante jefe del campo ocupó su repujado sillón de cuero e indicó asiento al ingeniero jefe, que prefirió mantenerse de pie, apoyado en la pared, con las manos a la espalda y muy cerca de la puerta.

¿Nos puede oír alguien aquí, camarada comandante?

Nadie… ¿Le preocupa a usted, camarada, poder ser oído por alguien más?

No camarada, a mí no me preocupa. Pero a usted tal vez sí que pueda preocuparle.

¿Me está amenazando, camarada?

No, Rassul Suleimanovich, no le amenazo. Sólo le advierto, camarada. Usted, camarada, está saboteando la construcción del gasoducto en este sector.

Camarada Sergei Semionovich, piense más las palabras antes de decirlas. – La voz de Rassim era suave, casi amable se diría, pero su semblante, sus ojos y la frialdad con que dirigía la palabra al camarada ingeniero jefe no presagiaban tranquilidad precisamente, sino una violencia y odio sordo hacia el hombre educado y de carrera- Yo tengo ante mí un asesinato y mi obligación es aclararlo y castigar al o los asesinos. Así que actúo ateniéndome a la ley

Usted está destruyendo una importante fuerza de trabajo de mil ochocientos efectivos.

¡Camarada ingeniero jefe, aquí se está produciendo una rebelión general contra mi autoridad! ¿Debo ceder ante ella, yo… Rassul Semionovich, el comandante del campo? No, no y no.

La Central en Moscú se lo exigirá.

La sola mención de Moscú erizó el cabello en la nuca de Rassul Semionovich. Las reacciones de la Central  GULAG en Moscú eran siempre imprevisibles. ¿Y si se decidía investigar, mandando una comisión investigadora a su campo? ¡Sería catastrófico para Rassul Suleimanovich Rassim! Se descubriría, sin duda, esa línea subterránea que enlazaba su campo, el JaZ 451/1, con el campo , para mujeres del bosque y por la que muy de cuando en cuando transitaba un escogido ramillete de las más bellas reclusas de aquel campo para feliz solaz de él mismo y de sus oficiales. Y seguro que eso no le iba a hacer ninguna gracia a Moscú, pues las normas establecidas al efecto por la dirección del GULAG claramente lo prohibían.

Luego usted piensa dar parte de esto – murmuró Rassim, dando una especie de gruñido-

No tendré más remedio camarada

¿Por qué tendrá usted que hacerlo?

Porque ya el día de hoy se ha perdido y espero que alguno más, pues si esto sigue así, a saber cuándo los reclusos se repondrán lo suficiente como para poder trabajar. Camarada Rassim, en el tendido no se precisan manos inservibles, sino nervudas, lo suficientemente vigorosas como para sacar adelante el trabajo. ¿Quiere que yo me sacrifique, que cargue con una responsabilidad que es sólo suya? ¡Ni lo sueñe, camarada! Como verá, no me deja más alternativa que dar parte de lo que aquí está pasando

Podemos negociar, llegar a un acuerdo. ¡Si lo quiere, mañana tendrá en el tendido su brigada de trabajo!

No, no lo quiero, camarada Rassim. Como le dijera, en el tendido las manos y brazos de seres debilitados y agotados no me sirven para nada. Y creo que intentar negociar usted y yo sería una pérdida de tiempo. Usted, camarada Rassul Suleimanovich, es hombre de cabeza muy dura y mi cráneo es de acero. No lograríamos nunca llegar a acercar posiciones lo suficiente. Reconozcámoslo. Creo pues que ya huelga todo intento. Dejemos pues las cosas así.

Sergei Semionovich tomó el pomo de la puerta del despacho haciendo intenciones de dejar el despacho. Entonces, Rassul Suleimanovich Rassim dio un puñetazo en su mesa, saltó del sillón más que levantarse de él y bramó

¡Esto es un chantaje! ¡Usted quiere hacerme chantaje, camarada Sergei Semionovich! ¿Qué pretende verdaderamente?

No, camarada Rassul Suleimanovich, no es ningún chantaje. Sólo es honradez y falta de ganas de perder más tiempo aquí. Usted entiende que tiene una obligación que cumplir, yo tengo otra obligación que cumplir, luego cada uno procedamos como creemos que debemos hacer.

El ingeniero jefe Sergei Semionovich Morosov puso de nuevo sus ojos en el teniente coronel Rassul Suleimanovich Rassim, apreció su rostro, completamente rojo y descompuesto por la ira, pero, sobre todo, por el miedo cerval que en ese momento estaba pasando. Su táctica estaba dando sus frutos. Aquel ser desalmado se había colocado donde él quería. La partida estaba ganada.

Soltó el pomo de la puerta y dio unos pasos hacia la mesa del comandante del campo.

Pero bueno, tal vez haya algo que nos pueda sacar de este impase. Escuche Rassul Semionovich. Si yo pongo en mi informe: “Dos días sin el concurso de las brigadas del campo JaZ 451/1 por reconocimiento médico general ante sospechas de epidemia tifoidea”. Eso, en terrenos insalubres como los pantanos es muy factible. Y sus doctores anotan en sus diarios de servicio dichos reconocimientos, podría ser una solución.

Y, ¿Usted cree que yo puedo prestarme a eso? ¡Yo necesito tener a ese asesino!

Pues es una lástima, camarada comandante en jefe. ¿Ve usted cómo yo tenía razón al suponer que usted y yo no podríamos llegar a ningún acuerdo? En fin, ya le digo. Una verdadera lástima, mas… ¿Qué se puede hacer? Pasaré ahora por el cuchitril cercado de los reclusos para hacer mi informe debidamente. Adiós camarada Rassul Suleimanovich.

Pasado mañana tendrá allá sus brigadas de reclusos.

Perfecto, Rassul Suleimanovich. Procure que esos hombres lleguen al trabajo en el mejor estado posible, cuídeles en la mejor forma posible. Cancele esta locura de inmediato y que esta tarde y mañana estén lo mejor alimentados posible. Pasado mañana espero disponer de esas brigadas.

El ingeniero jefe Sergei Semionovich Morosov ahora sí salió definitivamente del despacho del comandante jefe Rassim y de la Comandancia. Cuando al fin se vio fuera de ese edificio, en plena explanada, respiró hondo. Le asqueaba profundamente ese ser abyecto que era el teniente coronel Rassul Suleimanovich Rassim y, como siempre que lograba verse libre de él, fue como librarse de un ambiente enrarecido, un ambiente cargado de humo y salir al aire libre. Una interna liberación.

Miró en torno suyo y, poco a poco, empezó a caminar sin saber muy bien dónde dirigirse. Volvió la vista hacia el portalón del recinto que encerraba a los reclusos en su interior e hizo intención de dirigirse hacia allí, pero es ese momento por los altavoces, hasta entonces y desde que llegara al campo en silencio, empezó a tronar una voz de hombre, autoritaria, metálica se diría:

¡Rompan filas! ¡Rompan filas! ¡Que los reclusos regresen a sus barracones! ¡En orden, camaradas, en orden!

El teniente coronel Rassul Suleimanovich debía haber telefoneado al cuerpo de guardia junto al portalón dando las órdenes que cumplimentaban el acuerdo entre ambos. La pesadilla de aquel grupo de hombres que eran los escuálidos reclusos al fin había terminado, y esperaba que también el teniente coronel jefe del campo dispusiera que la alimentación y cuidados a esa gente durante lo que del día restaba fuera acorde para devolverles algo de sus fuerzas, aunque milagros no esperaba. Para que esos hombres de verdad pudieran dar buenos rendimientos en su durísimo trabajo, seguramente deberían pasar todavía días, pero, en fin, algo era algo.


Cuando Novella Dimitrovna Tijonova se alejaba del helicóptero camino del portalón de la empalizada interior del campo se encontró con la pareja Mustai-Víctor Yuvanovich Abukov, que acababan de abandonar el recinto de los reclusos, totalmente consternados ante el panorama que allí reinaba. Tan pronto Novella Dimitrovna vio a Víctor Yuvanovich, sus ojos claros cual cielo sin nubes y alegre se dirigió a su encuentro.

¡Víctor Yuvanovich, cuánto me alegro de verle! ¡No sabe las ganas que tenía de hacerlo de nuevo! ¡Hace demasiadas semanas que no pasa por las oficinas del tendido!

Al llegar a la altura de los dos hombres, la Tijonova tendió sus manos a Abukov, que se las cogió con ternura de amigo, pero la mujer tomó a su vez las manos del hombre y, con el mayor desenfado se las llevó a ambos senos, pequeños y redondos como manzanas en sazón. Abukov, confuso ante tal efusión, delicadamente, con mucha suavidad, se desprendió de las manos de la mujer, cancelando la comprometida situación en que Novella Dimitrovna colocara al sacerdote cuando con las manos masculinas casi se acariciaba las prominencias pectorales femeninas.

¿Me recuerda usted, camarada Novella Dimitrovna?

Pues claro que le recuerdo, camarada Víctor Yuvanovich. Y le voy a descubrir un secreto muy íntimo: ¡Me he acordado de usted casi todos los días, deseando volver a verle!

Con gesto de suma coquetería, la bella muchacha se colgó del brazo de Abukov, haciendo descansar su rubia melena larga en el hombro masculino, casi casi en el pecho de hombre. Y así, casi como dos enamorados, Novella Dimitrovna y Víctor Yuvanovich volvieron sus pasos hacia el portalón del recinto interior.

Desde la ventana de su consultorio, Larissa Davidovna observaba la escena, y apreció cómo la Tijonova apretaba las manos de Víctor Yuvanovich contra sus senos. “Ajá, pequeña putilla, así es como debe hacerse, ofrecérsele una como un delicioso bocado de miel”

La Chakovskaia había llegado una hora antes al hospital, a supervisar el tratamiento debido a los reclusos recién llegados al hospital, y el estruendo del helicóptero la había atraído hasta esa ventana, por lo que pudo ver claramente cómo Novella Dimitrovna con el mayor descaro se le ofrecía al hombre amado. Y una tormenta de celos estalló dentro de ella. Desde ese momento, odió con toda su alma a esa intrusa que venía a disputarle al hombre amado, al hombre al que estaba dispuesta a renunciar a favor de Dios, al que se debía por sus votos de celibato.

Furiosa y descompuesta por los celos pensaba:”Sólo faltaba eso, que tú vinieras aquí a seducir a Víctor Yuvanovich y ante mis propios ojos. ¡Aquí no, ante mí no! Si alguna vez Abukov obrara sólo como hombre y no como sacerdote… ¡Ese paraíso será mío y sólo mío!

Larissa Davidovna se apartó de la ventana, se alisó el uniforme y se dispuso a marchar de nuevo al recinto de los reclusos a proseguir su lucha contra el mal, contra las enfermedades de los reclusos, contra su enorme debilidad, contra los efectos del sol, el hambre, la sed, las largas horas pasadas allí afuera, formados a la intemperie.

Novella Dimitrovna Tijonova, la joven y pizpireta secretaria del ingeniero jefe Sergei Semionovich Morosov, no pudo ni llegar a atravesar del todo el gran portalón que daba acceso al recinto que los reclusos ocupaban en el campo. Nada más ver a lo lejos, si bien que directamente el dantesco espectáculo que en ese momento ofrecían los reclusos, la inmensa mayoría derrumbados y hundidos en aquel inmundo lodazal de heces y orines y unos pocos, no más ya de ochenta o noventa, en todo caso un centenar, todavía en pie. No porque dispusieran de las mínimas energías que un organismo humano precisa para mantenerse así, que esas tiempo ha que debieron consumirse en ellos, sino por el titánico esfuerzo de voluntad realizado por todos y cada uno de ellos, para mantenerse erguidos merced a la mutua colaboración de todos ellos apoyándose y sosteniéndose unos a otros, formando grupos de parejas o tríos al efecto. Todos ellos parecían, en realidad, cadáveres casi ambulantes, con esos rostros macilentos y en gran medida por entero descompuestos. Constituían la viva imagen de la miseria y la desnutrición, la antesala de la muerte misma por inanición y agotamiento absoluto. Allí, un ojo curtido podría ver a unos verdaderos héroes de la abnegación y el sacrificio en aras de la más hermosa solidaridad  humana, pero otros ojos sólo verían la hediondez del cuadro ofrecido, la miseria y deshumanización patente en el recinto, provocando en el individuo perceptor de lo cruel del momento profundas arcadas y un asco insuperable, que es lo que aconteció a Novella Dimitrovna nada ver aquello desde el mismo portalón. Y allí se quedó, sin poder dar ni un paso más. Las piernas le empezaron a temblar ostensiblemente, el estómago se le revolucionó al instante subiéndosele hasta la garganta en un momento y se sintió desfallecer. Irremisiblemente, aún apoyada en un poste del portalón se sintió deslizar hacia el suelo, a donde sus huesos hubieran dado si Abukov no hubiese andado diligente para sostenerla. Víctor Yuvanovich acertó a tomarla por la cintura y pasarle un brazo por su propio hombro, situación que la muchacha aprovechó para llegar con ese brazo al cuello del hombre que la sostenía, arrimar al cuerpo masculino el suyo propio todo cuanto pudo, e incluso cerrar el abrazo en torno al cuello del hombre llevando hasta allí la mano y brazo que aún le quedaba libre. Ese abrazo y esa íntima aproximación del cuerpo femenino al suyo, permitió a Víctor Yuvanovich abarcar mucho más y mejor la cintura de Novella Dimitrovna, de modo que le resultó bastante más fácil cargar con ella, aunque los pies de la muchacha nunca dejaran de, por lo menos, rozar el suelo, y arrastrarla así fuera del recinto propio de los reclusos. De tal manera pronto se vieron en la gran explanada central del campo que abarcaba desde los edificios de la Comandancia y la Administración del campo, donde también el comisario político Yachiaiev tenía su despacho e incluso sus habitaciones particulares y cuya puerta se abría a dicha explanada, hasta el propio edificio del hospital. Según se adentraba en esa explanada Víctor Yuvanovich con la joven Novella Dimitrovna agarrada a él, la muchacha se apretaba más y más a él, hasta hundir por completo sus senos en el pecho masculino, haciendo que Abukov notara nítidamente los latidos del corazón de la hermosa hembra sobre su pecho, y los pezones del seno de la chica se estrellaran sin recato alguno contra el dorso de sus manos y contra su pecho masculino, creando en el hombre-sacerdote una intensa y creciente turbación de la que ya no sabía ni cómo librarse. Y es que Novella Dimitrovna usaba una muy vaporosa y gentil blusita de verano que prácticamente dejaba transparentar sus indudables encantos de la bella mujer que era y, al llevar también un diminuto sujetador que prácticamente casi nada cubría, la transmisión de esos encantos femeninos a la sensibilidad masculina era total, absoluta. A la práctica, era como si Abukov llevara pegadita a su cuerpo la piel desnuda de la mujer, sin excluir de ese íntimo contacto los maravillosos pechitos, verdaderas promesas de dulzuras cargadas de miel   Entonces, a escasos minutos de trabajosamente tratar de arrastrar a la Tijonova, Víctor Yuvanovich divisó a la doctora Larissa Davidovna que casi acababa de abandonar el hospital y a paso muy rápido, cas, casi que marcial y muy a tono con su rutilante uniforme militar en el destacaban nítidamente las insignias que delataban su mando y empleo: Capitán. Tan pronto la vio Abukov se animó y trató de moverse en su dirección, acercarse a ella, pero Novella Dimitrovna, amén de pesarle demasiado como peso poco menos que muerto, le abrumaba su contacto, deseaba con toda su alma librarse de él, luego, sin dejarla caer al suelo, la sujetó algo más desembarazadamente, rompiendo por unos minutos el íntimo contacto con que la secretaria de Morosov le atenazaba, y esperó a pie firme que la doctora les alcanzase. Larissa Davidovna también divisó al instante a la pareja, y su ceño se frunció en un rictus nada amistoso. Sus ojos se aceraron aún más si cabe que antes, la línea de sus labios se tornó en ligera línea tremendamente fina, casi inapreciable en el rostro que mantenía un gesto duro cual acero y lejana, muy lejanamente distante. La visión de la pareja, que totalmente reflejaba la unión entre dos enardecidos amantes, con la putita de la secretaria del ingeniero jefe a todas luces ofreciéndose al hombre que ella deseaba más que a nada en el mundo pero se esforzaba en prescindir de él, del hombre prohibido. La sola visión de aquella fémina la sacaba de quicio pues la sumía en un verdadero infierno de celos que le causaba un horrible e inacabable tormento. Adoptando el gesto más altivo y de suprema superioridad, hasta hacerse de excelsa soberbia que le fue dado concebir, ella también se dirigió al encuentro de la abominable pareja, pues en esos momentos tampoco Víctor Yuvanovich escapaba a su inmenso rencor y encono.

Al llegar por fin a la altura de Yuvanovich y la Tijonova, Víctor Yuvanovich, con gesto casi implorante, se dirigió a la doctora

Larissa Davidovna, la camarada Novella Dimitrovna es la secretaria del ingeniero jefe Morosov y se encuentra mal; las piernas no la sostienen, está desmadejada. Por favor, hazte cargo de ella, trata de que se reponga un poco

¡Vaya, vaya, vaya con la putita! Tienes las “tragaderas” flojas, ¿verdad?. Claro, tú venías a una alegre gira campestre y a la caza de un buen macho semental que te complaciera a gusto… ¿No? Y, lástima, te encontraste con el infierno de un campo de trabajo del GULAG. No te ha apetecido comprobar la forma en que viven estos hombres que constituyen las brigadas de trabajo para el tendido y construcción de vuestro gasoducto, ¿Verdad palomita? Lástima que hayas venido hoy. Hoy es un día muy especial, palomita, hoy este campo es especialmente infecto. Lo es siempre, pero hoy más, mucho más

Víctor Yuvanovich no daba crédito a lo que estaba escuchando. ¿Cómo Larissa Davidovna podía hablar así? Ella, la doctora que más que mujer era un verdadero ángel de consuelo, tratando así a una pobre enferma. ¡No lo podía entender ni asumir!

¡Por Dios, Larissa Davidovna! ¿Cómo puedes hablar así a esta pobre muchacha? ¿Tantas cosas has olvidado en tan poco tiempo? ¿Tantos juramentos deontológicos has olvidado ya?

Y tú, Víctor Yuvanovich,… ¿No has olvidado nada? ¿No hiciste también algún juramento? Y… ¿Qué es lo que has hecho?

Larissa Davidovna, no entiendo ni una palabra de lo que estás diciendo, pero eso ahora no importa; ya hablaremos mañana. Lo importante en este momento es que aquí hay un ser humano que precisa ayuda y tú eres médico. No puedes negarte a dársela.

¡Ay querido, ya lo creo que puedo negarme a atenderla! Tú lo has dicho, soy médico y también hay casi mil ochocientos reclusos que también son seres humanos y bastantes de ellos casi moribundos. ¿Entiende mis prioridades tu mente de macho? La putita lo único que padece es un pequeño mareo. Con que vomite seguramente será suficiente para mejorarla. Aunque, seguro, tus cuidados la sentarán bastante mejor que ningún tratamiento médico. Sobre todo si la llevas a las colchonetas del almacén de Gribov. Seguro que si lo haces, al momento estará mucho mejor, camarada Víctor Yuvanovich.

Más tarde tendremos que hablar de esto con mucho detenimiento, Larissa Davidovna.

Diciendo esto, Víctor Yuvanovich volvió a cargar con Novella Dimitrovna, que de nuevo volvió a abrazarse a su cuello y estrecharse como antes al cuerpo de Abukov, si es que no fuera posible pegarse mucho más aún a ese cuerpo masculino que tanto la enervaba cuando le sentía próximo, erizándole la piel de pies a cabeza. Así, entre furioso y de nuevo profundamente turbado por aquellas sensaciones nunca antes sentidas pero que desde que arribara a Siberia se estaban convirtiendo en el pan nuestro de cada día, Víctor Yuvanovich efectivamente emprendió el camino hacia el almacén de Gribov.

Larissa observó cómo la pareja se alejaba de ella con los ojos más contraídos que nunca. Escarbó furiosamente en el suelo, como algunos toros bravos cuando por vez primera pisan el albero de una plaza de toros, levantando nubecillas de polvo a su alrededor,  se dio después la vuelta y siguió con paso firme, resuelto hacia el portalón.

Ya en el almacén Víctor Yuvanovich condujo a Novella Dimitrovna, precisamente, al cuartucho que compartía con Mustai Yemilianovich, tendiéndola allí en el mugriento sofá. La joven seguía con las arcadas propias del tremendo colapso nervioso que padecía y Mustai trató de calmarla mediante paños de agua fría aplicados a su frente perlada de sudor. Ella se estremeció, cerró los ojos y se estiró todo cuanto pudo en el sofá, quedándose después muy quieta. Al rato se agitó violentamente en el sofá y se incorporó un poco. Sosteniéndose la toalla fría sobre la frente, miró a su alrededor.

Víctor… Víctor Yuvanovich…. ¿Dónde está usted?

Aquí Novella

Abukov se acercó a la muchacha, poniéndose en cuclillas junto a ella. Novella Dimitrovna le miró y sonrió. La felicidad se asomaba a sus esplendorosos ojos. Con una mano  palpó la cara del hombre, dejándola inmóvil sobre la curva de su cuello. Las yemas de sus dedos acariciaron suavemente, con enorme dulzura, la piel de Víctor Yuvanovich.

Perdóneme Víctor, pero es que nunca había visto nada semejante.

Yo tampoco. ¿Desea usted beber algo? ¿Una limonada recién hecha y bien fría?

Si esperar respuesta, Abukov se separó del sofá en busca de la refrescante bebida. Cuando volvió junto a la muchacha se inclinó sobre ella para poner el vaso de limonada en sus labios y ayudarla a beber. Entonces Novella Dimitrovna tuvo una reacción inesperada que cogió por sorpresa a Abukov, totalmente desprevenido. Aprovechando la cercanía del rostro del hombre, la mujer levantó sus brazos al tiempo que arqueaba su cuerpo, alzándole también hacia el cuerpo de Abukov. Con los brazos rodeó su cuello presionando fuertemente hacía abajo al tiempo que su propio rostro se elevaba al encuentro del rostro de él. Entonces le besó en plenos labios, con tal pasión y efervescencia que sus dientes hicieron presa en el labio inferior de Abukov, mordiéndole con verdadera violencia hasta hacer sangrar el labio. Abukov sintió entonces un vivo dolor en la zona herida. Fue como un corte de navaja y al momento sintió manar la sangra de la herida abierta, un hilillo de sangre que caía directamente en la boca abierta de la mujer. Entonces ella sacó su lengua y con ella limpió esa herida y lamió la sangre que, no obstante, seguía manando del labio.

Oh Víctor debo estar loca. Sí, loca, lo sé Víctor, lo sé. Sé que sin ti moriré, me dejaría morir sin remedio… Víctor, estas sangrando aún. Deja quieta la cabeza, muy, muy quieta. Yo beberé tu sangre Víctor, sí cariño, la beberé….

A sus espaldas Abukov oyó perfectamente como Mustai abría la puerta, salía fuera del cuchitril y volvía a cerrar tras él. Víctor Yuvanovich pensó entonces “Cobarde, me dejas sólo cuando más te necesito”. Novella Dimitrovna se había vuelto loca de verdad. Sus labios y su lengua seguían bebiendo y lamiendo la sangre que resbalaba por la barbilla y, lanzando un agudo gemido, la exigua falda voló como por ensalmo hasta la altura de las caderas y las piernas de la mujer atraparon las caderas de Abukov, arrastrándole inexorablemente hacia sí misma y Abukov se vio de verdad perdido….


Cuando Larissa Davidovna llegó al portalón no tuvo necesidad de avanzar más adentro para constatar que en la explanada que ante ella se abría no quedaba recluso alguno. Los que aún se podían mantener de pie habían cargado con los absolutamente derrotados por  el agotamiento derrumbados así por el santo suelo, y los habían llevado al interior de los correspondientes barracones, donde ahora, por fin, descansaban.

Por un momento, Larissa Davidovna vaciló, sin saber muy bien qué hacer. Tenía claro que debía visitar a los reclusos que ya podían descansar tras muchas horas de agotamiento físico y nervioso, pero lo cierto es que no le apetecía en absoluto hacer eso ahora. La vista de la pareja formada por Abukov y la Tijonova la había trastornado por entero y estaba que echaba chispas, casi totalmente enajenada por lo visto. En su mente y en su alma solamente había cabida para enormes deseos de venganza. Y así no es posible centrarse en la atención de enfermo alguno, luego mejor dejarlo todo para mañana. Además que, acabada ya la horrenda pesadilla que la noche anterior empezara… ¿No tenía también ella derecho a descansar y relajarse un poco? Sí, decididamente, dejaría todo eso para mañana y volvería a sus dependencias del hospital a ver si lograba tranquilizarse un poco. Borrar de su mente el recuerdo de las imágenes de Abukov y la putita.

De manera que giró sus talones y volvió sobre los pasos que antes diera y la llevaran al portalón. Salió del gueto de reclusos y caminó hacia el hospital. Pero ahora no volvía erguida y altiva como vino, sino francamente abatida. La vista baja, y la cabeza gacha, casi hundida entre sus hombros. El cuerpo le pesaba como si llevara a cuestas un quintal, Al acercarse algo más, levantó la vista y le vio junto al hospital. El ingeniero jefe Sergei Semionovich Morosov. Larissa Davidovna le conocía de algún tiempo ya, pero nunca había reparado de verdad en él. No recordaba haber intercambiado con el ingeniero ni una palabra nunca. Pero ahora le observó con suma atención. Sí, no cabía duda, Sergei Semionovich Morosov era un verdadero tipazo de hombre, y estaba en una edad inmejorable, a mediados más o menos de la treintena de años. Su mente dibujó un hermoso cuadro de venganza: “Ten más cuidado Víctor Yuvanovich Abukov. Espabila. ¿Cómo te sentaría que yo abriera mi cama a este hermoso ejemplar de macho humano? ¿Te gustaría que le estrechara entre mis brazos y le abriera las piernas, como a ti sin duda te las habrá abierto tu putita? ¿Te entusiasmaría que por unos minutos yo me convirtiera en la putita de Sergei Semionovich Morosov? ¡Pues aguanta, que todo podría pasar!

Apretó el paso y con una sonrisa en la boca y los ojos chispeantes de satisfacción alcanzó el lugar donde Morosov consumía nervioso un “papyrossi” (Cigarrillo negro ruso, muy popular ya desde los años treinta). Tan pronto como el ingeniero vio cerca de él a la doctora, tiró al suelo el cigarrillo, lo aplastó con la bota y se dirigió a Larissa Davidovna.

¿Es  usted la doctora jefe del campo, ¿verdad?

Sí camarada Sergei Semionovich. ¿Qué se le ofrece camarada?

Al hablar Larissa Davidovna había desplegado su más seductora sonrisa y los ojos lanzaban influjos absolutamente incendiarios sobre el ingeniero jefe, sorprendido, no por los ademanes turbadores de la mujer, que aún no había captado, sino por el hecho de que aquella desconocida supiera quién era él.

¿Me conoce usted, doctora?

¡Claro! ¿Quién no le conoce aquí?

Pues muy complacido de que usted me recuerde, aunque yo no la haya visto nunca

Para todo hay una primera vez, apreciado camarada Morosov. Pero dígame, ¿en qué le puedo ser útil?

¿Cuándo estarán capacitados otra vez para el trabajo los reclusos del campo?

Pues eso, francamente mi estimado camarada, lo ignoro. El tiempo lo dirá.

El comandante jefe me ha asegurado que pasado mañana.

¿Qué le ha asegurado qué? El camarada Rassul Suleimanovich es un verdadero bromista o un santo capaz de hacer milagros, cosa que me gustaría ver. Pero bueno, entremos en mi consulta y telefonearé al camarada teniente coronel, a que me explique eso de que pasado mañana podrán marchar al trabajo los reclusos.

Larissa Davidovna y Sergei Semionovich Morosov entraron en el hospital, pasando rápidamente a la consulta de la doctora. Allí la Chakovskaia telefoneó a Rassul Suleimanovich

Camarada Rassim. Tengo aquí conmigo al ingeniero jefe Morosov, que quiere saber cuándo estarán listas las brigadas laborales.- El camarada teniente coronel debió responder con un disparate, el de que pasado mañana estarían listas, pues Larissa repuso al instante – Pues haré un pedido urgente de trescientas carretillas para llevar hasta el tendido a los reclusos. Allí se los descargaré y que el camarada Morosov se apañe con un cargamento de trabajadores inválidos. – Volviéndose a Morosov- Insiste en pasado mañana, Sergei Semionovich, pero no sé. Intuyo que los trabajadores que le lleguen le servirán de poco, amigo mío… Por cierto, ¿Cuándo se marcha usted?

Esta misma tarde sin falta.

Oh, qué pena. Me haría tanta ilusión que pasara usted entre nosotros dos o tres días, olvidado de su duro trabajo… ¿Sabe? Tengo un capricho desde hace tiempo y pensaba que en estos días tal vez lo viera hecho realidad

Dígame cual y tan pronto pueda se lo ofreceré a usted, querida Larissa Davidovna.

Visitar el tendido. Ver esa hermosísima maquinaria ultramoderna, esas gigantescas tuberías que ustedes ensamblan y ver cómo lo hacen, ver dónde y cómo vive usted. Y pasear un poco por Tiumen. ¿Sabe desde cuándo no voy a la capital? ¡Desde Abril!

Pues lo siento, querida Larissa Davidovna, pero esta tarde tengo que estar otra vez a pie de obra. Aunque si usted quiere puedo llevarla conmigo. Luego la devolvería aquí el mismo helicóptero, o mañana si se animara a pasar la noche entre nosotros.

Imposible querido Morosov. Hoy no… ¡Mis pacientes!... Bah, no se preocupe. Cualquier otro día podría ser.

¡Dígame cuándo y aquí estaré a buscarla!

Oh, amigo Morosov. ¡Qué impetuoso es usted! Así es como a mí me gustan los hombres, decididos y vehementes.

A todo esto, Larissa Davidovna no había dejado de envolver al ingeniero Morosov con miradas incendiarias que harían enardecer al hombre más insensible, cosa que por cierto Morosov desde luego que no era.

Tras esta parte de conversación, la Chakovskaia calló un momento y volviéndose hacia su espalda en el sillón giratorio, tomó de un armarito esmaltado en blanco una botella del mejor brandy georgiano, que es como decir el mejor de toda la URSS. Tomó también del mismo armario un par de vasos y, regresando otra vez ante Morosov. Que desde el otro lado de la mesa hacía ya tiempo que no apartaba los ojos de la mujer, que ya se la comía con la mirada también desde hacía un tiempo. Descorchó la botella, escanció licor en ambos vasos y repuso

Yo apenas si bebo querido camarada, pero me agrada compartir este excelente brandy con mis mejores amigos. ¿Me aceptaría usted entre sus mejores amigos?

Sin dudarlo, querida amiga Larissa Davidovna. ¿Por qué brindamos, amiga mía?

Diciendo esto, Sergei Semionovich Morosov se levanto de la silla que ocupaba y, con el vaso de brandy en la mano se acercó a Larissa Davidovna hasta quedar muy próximo a ella. Entonces Larissa pudo volver a ver el torso desnudo y velludo del hombre, cuya camisa estaba abierta hasta prácticamente la cintura, y aspiró el olor acre de su cuerpo y el del sudor que las glándulas sudoríferas del hombre exhalaban. Pensó “Estas loca Larissa. No le permitas acercarse tanto… Recházale, recházale ahora mismo”

Pero sus ojos y su boca no hicieron caso a su sentido de prudencia de su conciencia, sino que contestó así a la pregunta

Porque usted se interese un poco por mí, querido Morosov

¿Puedo Larissa…?

Puede, Sergei… - Larissa alzó la cabeza ofreciendo sus labios al hombre que ya no veía más que a la espléndida mujer que tenía frente a él, pero enteramente a su lado también. Y siguió hablando al hombre- Béseme Morosov, béseme usted, béseme rápido, y ¡Tómeme aquí mismo!

Cuando Sergei Semionovich Morosov salió del hospital, de un humor excelente por cierto, Larissa Davidovna también abandono su consulta para marchar rápida a su apartamento. Una vez allí se desvistió al instante, pero se quedó quieta en el centro del pequeño saloncito. No le apetecía entonces escuchar música alguna, tampoco hacer absolutamente nada. Cruzó los brazos ante sus senos. Estaba prácticamente helada, pero no quería taparse. El cuerpo le temblaba como una hoja, los labios le temblaban y las manos no podían estarse quietas de lo alterada que estaba. Se movían como aspas de molino empujadas por el viento, por eso cruzó ante su pecho los brazos, para tratar de mantener las manos quietas, aunque sin lograrlo del todo, pues éstas querían seguir moviéndose, si bien, ahora, el brazo opuesto a la mano lograba sujetarla, pero tampoco tanto. Al menos los pequeños temblores de manos eran irrefrenables, a pesar de la gran voluntad que ella ponía en controlar las manos. Al fin se decidió y pasó al cuarto de baño. Soltó el agua caliente sobre la bañera y esperó a que estuviera al nivel adecuado. Entonces entro en la bañera y se enjabonó a fondo todo el cuerpo. Ella solía mejor ducharse, normalmente lo prefería, pero esta tarde escogió el baño y no la ducha: Se quería lavar a fondo, con toda meticulosidad, y para eso la ducha no era tan efectiva. Se frotó el cuerpo desnudo una y otra vez hasta sacarse rojas ronchas por casi todo su cuerpo, que en algunas zonas el celo limpiador casi se la pone en carne viva. Vano esfuerzo. De su piel, de su cuerpo no había manera de borrar el olor de Morosov. El olor de su sudor en el que ella se había bañado como pez en el agua; el de las manos grandes de aquel hombre que se habían enterrado en su carne y habían estrujado sus senos hasta casi hacerle daño; los labios codiciosos que habían recorrido todo su cuerpo haciéndola chillar de gozo y pasión; y, por fin, “aquello” que había penetrado en su cuerpo llenándola de un gozo mucho mayor y había anegado su parte más sensible de fluidos masculinos que le escurrieron durante ratos por sus muslos y diríase que piernas abajo. No, todo eso no lo borraría ni en un baño de vapor, ni aunque se abrasara la piel en vapor por días y días. Salió por fin de la bañera, se cubrió, desnuda como estaba, con un caftán de seda uzbeko y, descalza, salió al saloncito de nuevo. Se acurrucó en su sillón favorito, con las piernas flexionadas y los pies descansando en el mismo sillón y la vista se perdió en el vacío. A lo largo del apartamento había colgados cuatro espejos, pues le gustaba observarse a sí misma, admirarse a sí misma. Era un poco hedonista respecto a su figura, a su cuerpo, en especial estando desnuda. Pero ahora esos espejos estaban cubiertos con toallas, pues en esos momentos no podía soportar la visión de ese cuerpo, que ella misma, por una loca voluntad, una venganza sin sentido, había dejado que se mancillara. Sentía repugnancia de ese cuerpo. Pero, sobre todo, repugnancia de sí misma.

De pronto, unos golpes de nudillos en la puerta la sobresaltaron. Miró con disgusto hacia la puerta, y ni se molestó en levantarse. Ni tan siquiera en levantarse. Al momento el golpeteo de nudillos en la puerta se repitió, y de nuevo la callada por respuesta. Lo único que varió en Larissa Davidovna fue el agravamiento del rictus de fastidio. Luego, el in oportuno que venía a molestarla, quiso accionar el pomo de la puerta, pero ésta estaba cerrada con llave y, claro no cedió. Entonces se escuchó, estentórea la voz y Larissa Davidovna, automáticamente saltó del sillón. Iba a decir que como impulsada por un resorte, pero no, Larissa Davidovna saltó como una leona. Como una leona herida lanzándose sobre su agresor. Porque quien llamaba era Víctor Yuvanovich Abukov


Abukov se había sentado ante el lavabo para refrescar su labio tumefacto cuando escuchó cómo Mustai entraba en su piso

  • Cobarde, ni más ni menos huiste. ¡Me abandonaste cuando más te necesitaba!

  • ¿Y qué podía yo hacer si no? ¡Estabas perdido! En su poder, como un conejito en las garras de un águila.

  • ¡Este labio no se me arregla hasta lo menos dentro de dos o tres semanas!

  • ¡Y lo “otro” no se te arreglará en la vida!

  • ¡No hay ningún “otro”!

  • Me gustaría creerte, hermanito… ¡Pero es tan difícil que un conejo escape de las garras de un águila!

  • ¡Pues este conejito logró escaparse del águila!... Y el águila, al perder su presa, levantó el vuelo y se esfumó.

  • ¿Sabes una cosa padrecito? ¡Que hasta tu Dios te tendrá por un idiota!

En ese momento Víctor Yuvanovich lamentó muy de veras que un sacerdote no pudiera tomar una estaca y romperla en el lomo de Mustai


Cuando Larissa Davidovna abrió por fin a Víctor Yuvanovich Abukov seguía con sólo el caftán uzbeco sobre su piel monda y lironda; pero la experiencia de Abukov en asuntos mujeriles no le permitió, de momento, apreciar esa sutileza. También es posible que la furia que llevaba dentro el sacerdote coadyuvara a ese desconocimiento. En cambio para Larissa Davidovna no pasó desapercibido desde el primer vistazo que dirigió a Abukov la marca que en su labio inferior dejaran los dientes de Novella Dimitrovna, lo que llevó sus celos y su rabia a límites insospechados.

¿Viene usted a buscar algún ungüento para su labio? Espero que la mordedura no sea de una serpiente venenosa

La voz de la doctora había sonado fría e irónica, pero sus ojos no mostraban frialdad alguna, pues parecían dos lanzallamas en ese momento.

No he venido a escuchar sandeces, Larissa Davidovna. ¡No te has portado como el médico que eres!

Tiene gracia que sea usted, Víctor Yuvanovich Abukov, quien me diga eso. Ella no estaba ni tan siquiera mareada; en todo caso algunas nauseas, lo normal al ver lo que es de verdad un campo de trabajo del GULAG

Larissa, Novella Dimitrovna se desmayó

¡Muy oportunamente entre sus brazos, camarada Abukov! ¡Desde luego, la putita interpretó muy bien su papel! Un leve malestar, rodillas temblorosas, se busca apoyo y los pechitos se adaptan perfectamente a sus manos… ¿Los siente usted todavía, Víctor Yuvanovich?... Luego usted la lleva a la cama, ella se le aferra, le atrae hacia sí y sus dientes le muerden el labio en el paroxismo de la pasión… y entonces usted se da cuenta de que también es un hombre y…. ¡Qué repulsivo, Víctor Yuvanovich, qué repelente resulta! ¡Y usted me acusa de faltar a mis deberes médicos, mientras ostenta un labio inferior que parece una coliflor!

Abukov sacudió su cabeza y, un poco desalentado, se dejó caer pesadamente sobre el sofá. Entonces fue cuando advirtió que, bajo la túnica de Larissa Davidovna no estaba más que su cuerpo desnudo. Y con aspereza preguntó a la mujer

¿Qué ha pasado contigo, Larissa Davidovna? No te reconozco…. Has cambiado totalmente, eres otra persona muy distinta

Todavía cambiarán más cosas aquí. ¡Muchas más! Hoy ha sido un día glorioso, un día de alumbramiento, de descubrimiento de muchas cosas.

Larissa, eso requiere una explicación.

Usted no lo comprenderá nunca. ¡Precisamente usted no!

Yo sólo sé que tú eres una ferviente cristiana católica

¿Y  quién puede estar aquí seguro de nada?

Larissa Davidovna pasó entonces junto a Víctor Yuvanovich, rozando su caftán de seda el rostro de Abukov. A éste le llegó entonces nítido el vaho del delicioso perfume que exhalaba el cuerpo femenino bajo la sutil seda que envolvía la desnudez de la mujer. Era un aroma exótico, penetrante, que le envolvió por completo… Un aroma que le invitaba a apresar o perseguir…. ¿A quién, Víctor Abukov?... El sacerdote quiso desechar esos pensamientos, esas sensaciones de su mente, de su ser, pero

Aunque con la vista fija en el entarimado del suelo, sin mirarla pues, Abukov había seguido por el ruido las pisadas de Larissa Davidovna por el cuarto, alejándose de donde antes estaba. Y por el ruido adivinó que la mujer se dejaba caer en un sillón.

¿Qué hay de decente en esta vida? Nada, ni la moral de un sacerdote

Ahora Abukov dio un respingo en el sofá. Sabía perfectamente, sin necesidad de mirar, que Larissa Davidovna ya no estaba sentada en el sofá: Había escuchado el crujir de la madera al deslizarse el cuerpo de la mujer para quedar en vez de sentada totalmente tendida sobre ese sillón. Y el ligero fru-fru de la seda al moverse el cuerpo femenino le permitía adivinar el resto del cambio de la situación. Larissa Davidovna, en efecto, estada tumbada completamente sobre el sillón con las piernas extendidas y bastante abiertas, con los talones golpeando el suelo. El caftán lo tenía subido hasta dejar al descubierto los muslos, y se había abierto de forma que quedaba a la vista el negro triángulo cubierto de rizados vellos destacando entre la blancura de las dos columnas ebúrneas de esos maravillosos muslos.

Víctor Yuvanovich se levantó del sofá yendo hacia la ventana. Intentó tragar saliva, pero el gaznate estaba reseco como yesca, como si fuera de piedra pómez y lo tuvo que intentar varias veces hasta lograr tragar algo y humedecer un poquitín la garganta. Con la garganta tan reseca no había llegado al apartamento de Larissa Davidovna, eso había sucedido en los últimos minutos, casi en los últimos segundos: Desde que fue consciente de la desnudez de la mujer y, más exactamente, desde que estuvo seguro de la forma en que ella ahora estaba. Quiso volver hacia la puerta para escapar de allí como si el mismo diablo le persiguiera… ¿O, no era el propio demonio quien ahora andaba detrás de él?

Será mejor que mañana sigamos esta conversación, Larissa Davidovna.

¿Se mostró así

ante ti esa putita pintarrajeada? O… ¿Se abrió aún más de piernas ante ti? Mira, ¿Así tal vez? Pero hombre, mírame. O… ¿No es suficiente para ti? Si quieres puedo quitarme por entero el caftán, si prefieres verme completamente desnuda … ¿Ves? Seguro que así es como te gusta. Es así como el valiente padrecito montó a la putita presa de un shock ¿Verdad? ¿A que no me equivoco? Y entonces fue cuando la gatita sacó sus uñas y te mordió el labio hasta hacerte sangrar ¿Verdad? ¡Qué menos se podría hacer por tan santo varón!

¡Si no te callas iré por ti y te moleré a guantazos!

¡Eso es! ¡Ven, ven!

A su espalda Abukov notó un ruido apagado, un como deslizarse silenciosamente un cuerpo. Y siguió sin volver los ojos hacia ella, aunque enclavijando más y más los dientes. Las mandíbulas ya le dolían de tanta tensión que sobre ellas descargaba, y sus nervios estaban ya a punto de estallar y desvencijarle por completo

Mírame, padrecito mordisqueado. Estoy tendida en el suelo, boca arriba y enteramente desnuda. ¡En el suelo es donde mejor se hace! Cómo va a compararse con hacerlo sobre una mullida cama o… ¡Sobre una colchoneta extendida en un almacén! Aquí todo está duro debajo de ti, y puedes cabalgar mucho más a gusto. ¡Sin bridas y sin estribos! como dice García Lorca en su “Romancero Gitano”, “La Casada Infiel”. ¡Ah, Víctor Yuvanovich! ¿Sabes? Yo también puedo ser puta, más puta que nadie, mucho más puta que esa “mosquita muerta”, esa putita que te mordió el labio. ¿Te gustó que lo hiciera? Pues también yo sé hacerlo… ¡Y mucho mejor que ella!.... En lo tocante a putería le podría dar muchas, muchas lecciones. ¡Ven, padrecito mordisqueado, ven! Verás que no te miento. Podrás comprobarlo Ja, ja, ja.

Me marcho Larissa Davidovna. Desde luego no te conozco. ¿Es que te has vuelto loca? Volveré cuando hayas recobrado la razón, cuando vuelvas a ser la Larissa Davidovna Chakosvskaia que siempre fuiste.

Sal, déjame así y mañana, a las cinco, casi mil ochocientos hombres saldrán al trabajo en la taiga, en los pantanos: Los que estén sanos y normales, los que sólo estén capacitados para el trabajo en el campo, los que, simplemente, puedan levantarse y mantenerse unos minutos en pie y, por fin, los que estén guardando cama. ¡Todos, todos aptos para el trabajo! Y la comunidad cristiana en primera línea, ¡A los bosques a talar árboles, a los pantanos a abrir el suelo de hielo, de un metro de espesor, impenetrable hasta para las más modernas taladradoras!… ¡Y sin vuelta atrás, para siempre al bosque y los pantanos! ¡Se acabaron para ellos los servicios en el hospital, el lavadero o las más descansadas labores en el campo!

¿Y a mí cuándo me llegará el turno? ¿Cuándo dirás: “A ese prendedle, es un sacerdote”

¡Ah no, Víctor Yuvanovich Abukov! ¡A ti no te delataré nunca! Quedarás por siempre libre. Para que puedas ver cómo casi mil ochocientos hombres, poco a poco, van cayendo bajo el trabajo más inmisericorde del mundo, y sin poderse ya nunca librar por un reconocimiento médico. Se acabó los de “No apto para trabajar” y lo de “Apto para el trabajo en el campo de prisioneros, pero no para la taiga y los pantanos” ¿Podrás soportarlo, padrecito? ¿Podrás soportar saber que si no hubieras tomado la decisión equivocada  les habría librado de la muerte? ¿Podrás sobrellevarlo de por vida? Piénsalo Víctor Yuvanovich Abukov.

Por primera vez desde que Larissa Davidovna comenzara esta locura Víctor Yuvanovich Abukov se volvió a la mujer. Pudo entonces contemplar el delicioso cuerpo desnudo, con brazos y piernas muy, muy separados, como si allí, en ese suelo de parquet la hubieran crucificado. También vio cómo ella se acariciaba el vientre liso, los pechos cargados de promesas de dulzura y dicha infinitas

Pensado está Larissa Davidovna. Me voy. Que Dios te perdone si mandas a esos hombres a una muerte segura, pero no puedo, no debo hacer lo que me pides para librarlos. Será tu decisión y tú verás si tu conciencia te dejará descansar desde entonces. Pero quiero que sepas, te convenzas de algo antes de marcharme. Cierto que Novella Dimitrovna se me ofreció como dices, semi desnuda y con las piernas bien abiertas, cierto también que intentó con todo entusiasmo que, como has dicho, la cabalgara. Pero, te juro ante Dios que nos ve, que no lo consiguió. Te juro que tú has estado mucho más cerca de lograrlo. Y date cuenta de que no intento mentirte. Ha faltado poco, muy poco, pero faltó ese poco.

Con los ojos casi arrasados en lágrimas, Abukov se volvió hacia la puerta, giró el pomo y se fue del apartamento. Corrió a la salida del hospital y salió a la explanada. Allí se apoyó, desmadejado casi, en la pared del hospital. Y lloró, lloró amargamente. ¿Me habré equivocado, Señor? ¿No hubiera sido mejor ceder a lo que Larissa me demandaba? Y, no te engañes Víctor Yuvanovich Abukov, a lo que tú hubieras dado hasta la vida por poseer. ¿Podrá alguna vez encontrar descanso mi espíritu? ¡Dios mío, protege a esos hombres! ¡Sólo Tú puedes hacerlo, ya ves que yo no puedo! ¡No permitas que la inicua decisión de esa mujer se cumpla! Y ayúdala también a ella. Está trastornada.

En el apartamento, Larissa Davidovna había despedido a Víctor Yuvanovich con histéricas carcajadas de odio y desencanto, carcajadas que, a poco de abandonar el sacerdote el apartamento casi instantáneamente se trocaron en silenciosas y amargas lágrimas. Sí, la Chakovskaia rompió en amargo llanto cuando estuvo segura de que Abukov ya no podía oírla. No querrá volver a mirarme a la cara, ahora sí que le he perdido para siempre. ¿Por qué lo hice, Dios mío? ¿Por qué he hecho todas estas cosas hoy? ¡Me ha visto como a una puta ¡Una puta viciosa y redomada! Dios mío, Dios mío!... ¡Perdóname Señor, perdóname!

Larissa seguía desnuda y tendida en el suelo, brazos y piernas extendidas. Y así, poco a poco el sueño la fue envolviendo, acogiéndola en su arrullo, y al poco tiempo quedó profundamente dormida así, tal y como estaba. Y con el sueño llegó un poco de paz a su atormentado espíritu. Al menos por ese día nefando.

NOTAS AL TEXTO (1)

El padre Maximiliano Kolbe era un sacerdote franciscano que el 19 de Septiembre de 1939 fue apresado por la Wehrmach, para ser liberado el 8 de Diciembre. El17 de Febrero de 1941 es detenido por la Gestapo que le lleva a la prisión “Pawiak” de Varsovia. Y el 28 de Mayo de 1941 ingresa en el campo de Auschwitz.

A fines de Julio de 1941 del campo escapó un preso y el comandante del campo, coronel SS Karl Fritsch, aplica la ley establecida para estos casos en los Campos de Exterminio: Por cada fugado diez prisioneros de su propio bloque o barracón morirán en el “Bunker de la Muerte”: Un lugar sin luz ni ventilación en el sótano del bloque. Los designados para morir allí, eran desnudados antes de entrar, quedando luego encerrados para morir lentamente de hambre y sed.

Según era la costumbre, el 31 de Julio de 1941, al transcurrir 24 horas sin que el fugado apareciera, el coronel Karl Fritsch hizo formar ante él a los prisioneros, compañeros del fugado, y se empezó a sacar a los condenados de uno en uno: El coronel con su ayudante se metía entre las filas, y a su albedrío señalaba: “Este”, “Este”…. Así Franciszek Gajowniczek, de 41 años es designado, y al momento dice ”Pobre esposa mía, pobres hijos míos” Maximiliano Kolbe está cerca y le escucha. Se dirige al coronel y se ofrece para sustituir a Franciszek en el “Bunker de la Muerte”. El es soltero, no tiene a nadie que dependa de él, y Franciszek tiene esposa e hijos. El coronel acepta y Maximiliano Kolbe muere en el “Bunker de la Muerte” el 14 de Agosto de 1941, junto a otros tres prisioneros más de los que entraran en el “Bunker” el 31 de Julio. Pero no por hambre y sed, sino por una inyección de fenol, pues otros condenados deberían entrar en el “Bunker”

En 1971, el papa Pablo VI le beatifica, y a la ceremonia de beatificación asistió Franciszek Gajowniczek, con 70 años, y sus hijos  y nietos. Sí, había sobrevivido a Auschwitz y a la guerra.

El 10 de Octubre de 1982, el papa Juan Pablo II canonizó a un nuevo santo de la Iglesia: San Maximiliano Kolbe. También en esta ocasión estuvo presente Franciszek Gajowniczek. Murió el 13 de Marzo de 1995, a los 94 años